Carta de batalla por la magia del Quijote de Cervantes Luce López-Baralt
Catedrática de Literatura Española y Literatura Comparada

«Íntimamente, Cervantes amaba lo sobrenatural»1, propone Jorge Luis Borges sin ambages. Mario Vargas Llosa, por su parte, entiende que el plano «realista» de la novela queda contagiado por la poderosa locura de don Quijote y se pliega a ella: Sansón Carrasco se disfraza de caballero, los duques inventan a Clavileño, Sancho gobierna su ínsula2. Los citados pensadores apuestan al poder de la magia del Quijote a despecho de las reiteradas protestas de verosimilitud de Cervantes. Quisiera llevar sus intuiciones más al cabo.

Tanto en el prólogo a la primera parte del Quijote como en la conclusión de la segunda, Cervantes afirma que su obra combate la fantasía literaria de las novelas de caballerías. Con su «verdadera historia» —es decir, verosímil— pretende desmantelar las voces mágicas del Amadís de Gaula y del Palmerín de Inglaterra, inaceptables ya en la tosca «edad de hierro» desde la que escribe. En el proyecto literario del alcalaíno, la ruptura con el plano «real» queda relegada a la mente enloquecida del anacrónico caballero, donde únicamente caben ya los gigantes y las princesas encantadas de la caballería andante.

Le hemos prestado excesiva credibilidad a la propuesta teórica de la «verosimilitud» cervantina. La ironía de la situación es que, pese a sus protestas teóricas, Cervantes sentiría una veneración inconfesada por la magia de sus «aborrecidas» novelas de caballerías. Como argumenta Américo Castro, nadie lee con tal afán lo que se desprecia o lo que aburre. Pero Cervantes no solo amaría secretamente el género demencial de las caballerías, es que incluso terminará por pasarnos de contrabando la magia literaria en la mismísima «verdadera historia» del hidalgo manchego. Veremos que batalla contra la fantasía tan solo para entronizarla. La novela desdice su proyecto literario con tal libertad que nos conmina al vértigo, y sospecho que algo de ello intuiría Quevedo cuando comenta el Quijote con unas palabras lapidarias: «lo leo con temor».

En esta orilla atlántica hemos apostado desde temprano al amor secreto de Cervantes por lo maravilloso, echando de lado su aparente «realismo» combativo (entrecomillo el tecnicismo decimonónico). Borges celebró el texto mágico cervantino en estremecidas reescrituras como las «Magias parciales del Quijote», «Las ruinas circulares» y «Sueña Alonso Quijano», concéntrico como las Mil y una noches3. Las letras del Boom hispanoamericano supieron pulsar a su vez la secreta magia cervantina a despecho de las protestas de verosimilitud del autor. Carlos Fuentes, que cada Pascua de Resurrección releía el Quijote, reflexiona en Cervantes o la crítica de la lectura acerca de la voluble magia cervantina, cuyas rupturas del plano real homenajea en su monumental Terra nostra. Como en el Quijote, la novela se refracta en una multiplicidad de perspectivas, épocas y espacios anulados: Felipe II cohabita con la Celestina; el París moderno alterna con las profecías joaquinitas; mantean a don Quijote en vez de a Sancho.

Este mundo novelesco en total estado de disponibilidad tampoco le fue ajeno a Gabriel García Márquez. En Cien años de soledad despliega sus maravillas con la misma «cara de palo» con la que su abuela le narraba los prodigios acontecidos en Aracataca. Vemos sin pasmo como Remedios la bella asciende al cielo entre sábanas mientras el Padre Nicanor levita con una taza de café. El tiempo estalla cuando Aureliano Babilonia, tras descifrar el manuscrito sánscrito de Melquíades, lee que está leyendo su propia historia. García Márquez leyó muy de cerca el episodio cervantino del Alcaná de Toledo al que me referiré en breve.

Vale insistir en que las letras americanas —sobre todo las escritas entre 1950-1970— han hecho gala de un amor extremo por la fantasía, y de ahí que su homenaje a la magia soterrada del Quijote no sea de extrañar. El llamado «realismo mágico» —o lo «real maravilloso», como prefiere Irlemar Chiampi4— ha sido objeto de polémicas en las que no me puedo detener, pero ya sea de origen surrealista o hijo del post-expresionismo alemán, ya haya nacido con Novalis o con Franz Roh5, o ya constituya simplemente una literatura post-realista, lo cierto es que nos hemos distinguido por la teoría y la práctica de la fantasía literaria. Ya tan temprano como en El reino de este mundo de 1949 Alejo Carpentier postulaba que el pensamiento racional puede coexistir con el pensamiento mítico o mágico en un mismo texto literario. Otro tanto Julio Cortázar, cuyos personajes apuestan a la deformación mágica de la realidad y aceptan lo sobrenatural como un elemento más de su existencia. De ahí que el protagonista de «Axolotl» termine convertido plácidamente en pez. Todo fluye felizmente en estas narraciones demenciales, como observa Irlemar Chiampi en su estudio O realismo maravilhoso. El diálogo cómodo entre este mundo y el otro se reitera, de otra parte, en La casa de los espíritus de Isabel Allende y en La amortajada de María Luisa Bombal. No nos extrañe, pues ya en 1955 Juan Rulfo hizo convivir sin más los espíritus de los difuntos con los vivos en Pedro Páramo, obra que García Márquez admitió saberse de memoria y que Borges enaltece como clave del realismo mágico latinoamericano. Ya en años más recientes, Luis Rafael Sánchez homenajea a su vez la equívoca ruptura del plano real del Coloquio de los perros cervantino en las Indiscreciones de un perro gringo, novela en la que el perro parlante Buddy queda dotado del habla gracias a un experimento de la ciencia cibernética. Sergio Ramírez, por su parte, mezcla los prodigios bíblicos con el realismo mágico tradicional del Boom en su novela Sara, donde El Mago vomita pichones y la esposa de Abraham ejerce un hechizo descomunal sobre los demás con su belleza.

Incluso algunos hispanoamericanos respetuosos del «realismo» como Vargas Llosa son enamorados secretos de la magia. Mario me confesó hace décadas que de existir la reencarnación, él hubiera sido Tirante el Blanco, el caballero andante de Joanot Martorell cuyas aventuras demenciales superaban las del Amadís. Mario admite que esta obra «desmedida e inconmensurable» le ayudó a descubrir «el escritor que quería ser»6. Su sueño juvenil era estudiar novelas de caballerías con Martín de Riquer en Barcelona, y de esta temprana fascinación por la magia da testimonio su apasionada Carta de batalla por «Tirant lo Blanc».

No es inesperado tanto amor americano por la fantasía: nuestras letras nacen inmersas en ellas, pues los cronistas de Indias vivieron el descubrimiento con los ojos maravillados de lectores asiduos de novelas de caballerías. De ahí el nombre de California, oriundo de las Sergas de Esplandián, y de ahí que Cristóbal Colón apuntara sin asombro en su Diario que vio «tres sirenas que salieron bien alto de la mar, pero no eran tan hermosas como las pintan, que en alguna manera tenían forma de hombre en la cara»7. Lo que el descubridor vio fueron manatíes, pero no dudó en envolverlos en la magia del mito.

No es de extrañar que nuestros escritores comprendieran desde temprano los secretos de la soterrada magia literaria cervantina: admito que he aprendido de ellos y que mi óptica de lectora les debe mucho. Parecería de entrada que el Quijote de Cervantes, sito en la polvorienta Mancha de ventas prosaicas y hondo desengaño histórico, tiene poco que ver con la exuberancia maravillosa de las letras de nuestra orilla atlántica. Bien mirado, sin embargo, este no es el caso: Cervantes da pistas oblicuas al lector avisado sobre la presencia de la magia en su obra «realista». Lo primero que hace es entregar la escritura de su obra a un taumaturgo musulmán: el cronista Cide Hamete Benengeli, «falsario y encantador», según su hijo de ficción don Quijote. Veremos que los trucos mágicos de Cide no solo se dan en la mente llena de molinos de don Quijote, sino en el cuerpo textual de la novela. Cervantes parecería traspasar la magia literaria que condena en los libros de caballería a la escritura fantasiosa de un árabe, donde lo invisible irrumpe gozoso, como en los cuentos de su imaginativa coterránea Scheherezade.

Las grafías en las que se nos entrega la crónica del caballero manchego implican de entrada una apuesta mágica que los contemporáneos sabrían entender. Como estudia Kevin Matos8, el Quijote está redactado en grafías impenetrables que precisan traducción. El segundo autor encuentra la crónica original en el Alcaná de Toledo —ciudad mágica por excelencia— y admite que, aunque los reconoce, no puede descifrar los caracteres arábigos en que está escrita la obra, por lo que precisa de un morisco aljamiado que la vierta al castellano. La lengua árabe, ya prohibida en España desde el siglo xvi, no solo se asociaba con el peligro de la ilegalidad religiosa, sino con los encantamientos, los talismanes secretos y las conjuras. Así queda documentado en los manuscritos aljamiados que los moriscos escribieron clandestinamente sobre el colapso de su vida colectiva, en cuyo conjunto se destacan numerosos códices de magia blanca9. Tan identificadas estaban las grafías árabes con los hechizos que los inquisidores creían que simples bendiciones pías eran conjuros de poderes inquietantes. Esta es pues la escritura impenetrable y mágica que conviene al taumaturgo Cide Hamete Benengeli para pergeñar la crónica del Quijote, de solapadas rupturas con el plano real.

La letra árabe, henchida de peligro, se relaciona, por más, con un hecho histórico demencial de la época: el descubrimiento de los libros plúmbeos del Sacromonte de Granada, escritos, según las autoridades, con un «árabe extraño, arcaico, semejante al usado en [...] los talismanes y escritos mágicos»10. Las reliquias de plomo, añaden, se sirven del mismo «... artificio que suelen usar los nigrománticos y hechiceros que, porque no se entienda lo que escriben en sus nóminas, usan de caracteres no sabidos ni conocidos»11. No nos extrañe entonces que al taumaturgo Cide Hamete Benengeli se sirva precisamente de esta escritura hermética y mágica para pergeñar la crónica del Quijote.

Como si fuera poco, la crónica árabe aureolada de magia del Quijote se vuelve a perder al final de la primera parte. Cuando al fin se reencuentra, aparece transmutada en letras góticas. Estas son, una vez más, impenetrables, y un académico las tiene que decodificar «por conjeturas». George Cirot, entre otros estudiosos, recuerda que dichas letras siempre implicaban une écriture [...] difficile à déchiffrer («una escritura difícil de descifrar»12). Un aroma de misterio permea pues los dos originales del Quijote, que el lector nunca lee de manera directa. Como si fuera poco, cuando abrimos la segunda parte de la novela, el impenetrable gótico vuelve a dar paso, sin aviso alguno, al árabe. ¿Es que Cide escribe en árabe y en gótico a la vez? Imposible no sospechar que maneja extraños poderes nigrománticos.

La magia nos sigue asediando. En la escena final de la novela el cronista cuelga su pluma de ave de una espetera de cocina y le pide que defienda la autoría de la historia de don Quijote frente a los malandrines que se la quieren apropiar. La pluma se jacta a viva voz de que:

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió […] a escribir con pluma de avestruz grosera […] las hazañas de mi verdadero caballero… (II, 74).

La pluma de ave ha quedado demencialmente dotada del poder del habla: los lectores, acostumbrados al supuesto «realismo» de la novela, tardamos en aceptar que la escena se ha resbalado hacia el delirio de las novelas de caballería. De otra parte, un conocedor de la cosmología islámica popularizada sabe que esta pluma parlante representa el cálamo supremo de Dios —al qalam al-'alà— con el que queda escrito el destino inexorable de los seres humanos. Nadie puede alterar lo que el cálamo ha escrito porque su tinta sagrada se ha secado: de ahí que Cide cuelgue su pluma en la espetera para que su tinta divina se evapore. La escritura suprema de un cálamo así triunfa sobre la pluma de avestruz mal deliñada de Avellaneda.

Otro prodigio que suele pasar desapercibido son las dos muertes de don Quijote. Adrienne Laskier Martín13 e Ivette Martí14 intuyen los desafueros mágicos del espinoso asunto: el hidalgo cuenta, extrañamente, con dos distintas colecciones de epitafios. Al final del primer Quijote los académicos de la Argamasilla le dedican poemas fúnebres al caballero andante e incluso a Dulcinea, no importa que sea esta un sueño del protagonista. Todos ellos, aseguran, yacen bajo una «losa fría» (I, 52), pues están rotundamente muertos y recordados con panegíricos irónicos pero solemnes. Pero don Quijote sigue viviendo sus aventuras en la segunda parte, ignorando que ya está bajo tierra. Para colmo, casi todos los personajes de la segunda parte de la novela han leído la primera —Sansón Carrasco, los duques, Antonio Moreno—. Pero si han leído los lances completos del caballero, tienen que haberse topado con la noticia de que al final del libro este ha muerto, yace enterrado y ha sido despedido con epitafios. ¿Están los personajes de la segunda parte frente a un muerto?

Como si fuera poco, cuando cerramos el segundo tomo del Quijote este vuelve a morir, ahora frente a nuestros ojos, confesando y otorgando testamento. ¿Muere dos veces? El narrador sabe que ya antes el hidalgo ha recibido ditirambos fúnebres, pues alude a los «nuevos epitafios» que se inscribirán en su sepultura. Sansón Carrasco decide añadir otro epitafio, agridulce por cierto, por cuenta propia. Me planteo preguntas delirantes pero oportunas: ¿se unirán estos nuevos epitafios a los poemas de los académicos de la Argamasilla sobre la lápida de don Quijote? ¿Conviven estos académicos eruditos de la primera parte con el cura, el barbero y Sansón? ¿Sospecharía este que tenía frente a sí a dos entes de ficción? Estos son los únicos que pueden morir dos veces y seguir impávidos haciendo aventuras. ¿Sospecharía entonces el bachiller, como otrora Sancho y don Quijote, que también él era un personaje de ficción? Entonces no se intimidaría de haber estado compartiendo la vida con dos «difuntos». Difícil saber: tan solo queda claro que la magia literaria de Cide, que hoy asociaríamos con lo real maravilloso —y con los muertos y vivos en tranquila convivencia de Juan Rulfo— ha vuelto a hacer de las suyas.

Añadamos a este espinoso asunto el «desvarío» inicial que nos aguarda desde los primeros capítulos del Quijote, pues no sabemos a ciencia cierta quién narra las aventuras del hidalgo. Este atribuye el delirio de sus aventuras al hechizo de un quimerista: «Yo te aseguro, Sancho, […] que debe de ser algún sabio encantador el autor de nuestra historia…» (II, 3). Pero no es tan solo un narrador dotado de poderes mágicos quien redacta la crónica del Quijote, sino una legión de ellos. Del entresijo de sus narraciones volverá a surgir la magia.

Ninguna de las voces narrativas (Cide Hamete, el morisco que lo traduce, el segundo autor, entre otras) se mantiene estable: todas se disputan continuamente la narración de la historia. Este disloque narrativo hace que el tiempo y el espacio narrativos se anulen a medida que avanzamos por los prodigiosos meandros de las páginas cervantinas. Nuestra aventura textual comienza cuando la crónica del Quijote que leemos se pierde, sumergiéndonos en un abismo mágico de inesperadas consecuencias. Hemos ido leyendo ocho capítulos de las aventuras del hidalgo y en medio de la escena en la que don Quijote y el vizcaíno levantan las espadas para entrar en batalla alguien nos avisa que:

en este punto […] deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito, destas hazañas de don Quijote, de las que deja referidas (I, 8).

El autor se ha silenciado y un enigmático narrador nos ha salvado del vértigo de la página en blanco. Ha debido estar leyendo la obra detrás de nuestros hombros, lo que nos produce cierto temor instintivo, pues nuestra condición de lectores ha sido puesta en duda. Por más, las categorías que creíamos claramente delimitadas de «autor» y «lector» se han borrado: un narrador admite que estaba leyendo la obra, con lo que se convierte en un «narrador/lector». Nos preguntamos también dónde está físicamente este narrador que ha surgido a nuestras espaldas, y a qué época pertenece, ya que sabe mucho acerca de la pérdida de la historia de la vida del hidalgo que creíamos leer a solas.

La interrupción del discurso15 permite que el texto explore su propia factura y adquiera conciencia de su propia creación, como es usual en todo experimento metaficcional. Accedemos asombrados a la carpintería de la obra y de súbito interesa más cómo se cuenta la historia que la historia misma. Un narrador «extradiegético» o «supernarrador» reclama el control del texto, y de su mano accedemos a otra noticia inesperada: el «autor» cuya obra íbamos leyendo tampoco era realmente el «autor» de la crónica del manchego, pues deja de escribir cuando el texto que copia se le pierde16. Era el copista de un texto matriz ajeno, y cuando este se le esfuma, se le apaga su propia escritura.

Tenemos pues en juego tres instancias autoriales: 1) el autor que desaparece, 2) el otro autor incógnito cuyo texto este venía copiando y 3) el «supernarrador» que nos explica la interrupción narrativa. Pero la cosa se complica, porque este «supernarrador» que nos salva de la página en blanco nos informa a paso seguido que hay otro narrador adicional —un «segundo autor»—a quien también se le ha interrumpido la sabrosa historia y que se lanza en su busca. Esta es la cuarta instancia narrativa y ya es imposible concebir quién es el creador de esta historia plural que recede cada vez más en el tiempo y el espacio. El Quijote es pues un libro inasible, escrito por plumas distintas en épocas al parecer diferentes, un mosaico narrativo que los «autores» van armando ante nuestro asombro.

Pero algo sacamos en limpio entre tanta perplejidad: la obra que buscamos con el «segundo autor» debe ser «moderna», es decir, contemporánea al siglo xvii, ya que entre los libros de la biblioteca del hidalgo se hallaban textos «tan modernos» como Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares. La primera obra se publicó en 1586 y la segunda en 1587: ambas pertenecen a la realidad «extraliteraria» y fechan la historia de don Quijote como obra moderna. Tomemos nota de esta «modernidad», porque pronto nos habrá de estallar en la cara.

Y finalmente damos con el texto perdido:

Estando un día en el Alcaná de Toledo, llegó un muchacho a vender unos cartapacios y papeles viejos a un sedero; [...] tomé un cartapacio [...], y vile con caracteres que conocí ser arábigos. Y puesto que aunque los conocía no los sabía leer, anduve mirando si parecía por allí algún morisco aljamiado que los leyese, y no fue muy dificultoso hallar intérprete semejante... (I, 9).

Increíble pero cierto: el «buscador» del Quijote busca la obra porque la ha leído; luego, la va escribiendo y termina por protagonizarla. Este «segundo autor» se mueve en el ambiente todavía mudéjar del Alcaná de Toledo y allí se topa con un muchacho que trae a vender unos «cartapacios y papeles viejos» a un comerciante de sedas. El joven sabe bien a quién vender su antigüedad: como los legajos del manuscrito están en letra arábiga, quiere que los vea un mercader de seda, industria aun asociada en la época con la comunidad musulmana.

El «segundo autor» descubre que los cartapacios están escritos en árabe, lengua ya prohibida en España. La historia de don Quijote constituye pues un texto ilegal, que puede conducir al lector a las cárceles del Santo Oficio. Cervantes dicta su irónica denuncia sirviéndose del recurso literario del texto encontrado, que cuenta con numerosos antecedentes en la novela de caballerías: la Crónica de Lepolemo, Don Belianís de Grecia, el Amadís, entre otras. Pero el alcalaíno llevará a sus últimas consecuencias los experimentos metaficcionales pioneros de los autores de caballerías. Por lo general estos hablaban de un manuscrito escrito en una lengua prestigiosa: el griego, el caldeo, el latín, artificio que García Márquez celebra en Cien años de soledad al proponer que el manuscrito de Melquíades estaba escrito en caldeo. Pero ya dejé dicho que por el solo hecho de estar en árabe, los legajos del Quijote no solo son ilegales, sino que están, por más, envueltos en el aura mágica de sobretonos hechiceriles propios de los ensalmos y de los textos clandestinos moriscos.

Esta magia no es mero adorno literario: es literal. Veamos por qué: cuando el segundo autor descubre el códice, ve que contiene íntegra la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo. El dato nos convoca al delirio: el texto, al estar completo, incluye las páginas que acabamos de leer en torno a su compra y su traducción del árabe. La crónica de Cide incorpora pues la historia de su futura pérdida, de su futuro hallazgo y de su futura traducción en el siglo xvii. Es un libro «profético», que adivina lo que siglos más tarde habría de pasar.

El «buscador del Quijote», para colmo, ha encontrado un códice en el que él mismo está inserto. Si lo lee con cuidado, como hizo aquel Buendía en Cien años de soledad, llegará al momento en que lea su propia historia, en que lea que está leyendo. El antiguo cronista Cide Hamete es un sabio encantador que desde su época medieval —los folios son antiguos y se venden como tales— ha escrito un libro que incluso dará cuenta de la futura publicación de novelas como las encontradas en la biblioteca del hidalgo: las «modernas» Desengaño de celos y Ninfas y pastores de Henares. Pero el espacio se disuelve de la misma manera que el tiempo. El «segundo autor» buscaba el texto, y para llevar a cabo esta búsqueda hay que estar fuera del texto buscado. Pero el segundo autor descubre que está a la vez dentro del texto, pues la historia encontrada, por ser íntegra, tiene forzosamente que incluir el capítulo ix que él mismo nos ha narrado. Es pues un personaje extratextual y a la vez intratextual. La crónica mágica de Cide se lo ha tragado. Por esa capacidad mágica de ocupar distintos planos de la realidad a la vez, nuestro amigo puede ser, simultáneamente, autor, lector y personaje de la historia del hidalgo. Recordemos las Magias parciales del Quijote de Borges: «Si los caracteres de ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores podemos ser ficticios». Y ya con todo esto vamos dando la razón al anacrónico caballero: solo un auténtico encantador sería capaz de lograr tales sortilegios literarios. Estamos locos o poseídos. La «verdadera historia» de don Quijote es tan mágica como una novela de caballerías. O acaso más.

El texto demencial encontrado en Toledo está, por más, ilustrado, pues en el primer cartapacio estaba pintada la batalla de don Quijote con el vizcaíno, que la pérdida del códice dejó en un plano congelado. El lector avisado se pone en guardia: un musulmán no puede ilustrar sus códices, porque su religión prohíbe representar la figura humana, asociada con la labor creadora de Dios. La ilustración de textos era propia en cambio de los miniaturistas europeos medievales, y ya con la invención de la imprenta se puso de moda la literatura emblemática, que glosaba sus escritos con imágenes. Esto nos lleva a concluir otro desatino: el manuscrito de Cide es, simultáneamente, un texto «arábigo» y un texto cristiano (ilustrado a la usanza de las miniaturas y los emblemas). Un texto baciyélmico: a la vez medieval y renacentista, católico y musulmán17. Don Quijote lleva razón: estamos en manos de un taumaturgo.

Al «segundo autor» le preocupa que su códice ilustrado haya sido escrito por un autor arábigo, que puede haber falseado la historia por su condición de musulmán falaz. Estamos ante dos textos en pugna: el texto encontrado de Cide y el que va escribiendo el segundo autor en torno al texto de Cide. También el morisco traductor confrontará el original de Cide cuando este no lo convenza. El manuscrito del Quijote, cada vez más dado a portentos, incorpora esta pugna interna merced a la cual la historia disputa consigo misma.

Pero el grimorio de Cide se refracta en nuevos espejismos. Al final de la primera parte, el texto, nuevamente perdido, se encuentra en una caja de plomo. Ya no está redactado en árabe, sino en letras góticas. Lo «gótico» se asocia a la ilustre sangre goda de los descendientes del antiguo reino visigótico, aún no «mancillado» por los invasores musulmanes. Tener sangre mora implicaba una deshonra; tener la rancia sangre goda era en cambio motivo de orgullo. Nuestro libro es pues arábigo y gótico, musulmán y cristiano, clandestino y oficial, antiguo y moderno. Cide, como Sheherezade, celebra con gozo las nupcias de los contrarios. No nos extrañe que Borges lo supiera leer con tanta complicidad literaria.

Y de súbito el manuscrito arábigo-gótico se convierte en libro impreso. En el capítulo segundo el bachiller Sansón Carrasco anuncia que ha salido impresa en Salamanca la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La noticia aterra a Sancho: «dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza [...] con otras cosas que pasamos a solas que me hago cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió» (II, 2). Sancho se persigna de miedo al comprobar la tesitura sobrehumana del historiador que penetra a mansalva en los resquicios de su conciencia. ¿Dónde se encuentra esta figura fantasmal, que escucha a hurtadillas las conversaciones secretas de don Quijote y Sancho? ¿A qué época pertenece, pues parece ser un árabe medieval y sin embargo escucha las conversaciones en castellano de unos personajes del siglo xvii? Apunta don Quijote —y ya a estas alturas nos da más vértigo que risa— que debe tratarse de «algún sabio encantador», «que a los tales no se les encubre nada de lo que quieren escribir». Nos estremece pensar que lleva razón.

Los personajes han descubierto, aturdidos, que son entes de ficción: el simple sueño de un historiador con poderes mágicos. Unamuno celebra este pasaje en Niebla, y Borges lo homenajea cuando en sus «Ruinas circulares» el protagonista descubre que las llamas no lo pueden quemar porque es un personaje de ficción, soñado por otro. El sabor onírico de la escena se acentúa cuando los protagonistas cervantinos advierten que quien los sueña es, para colmo, un hechicero árabe.

A todo esto don Quijote no puede creer que anduviesen en estampa sus altas caballerías, ya que la sangre de sus enemigos aún no estaba enjuta en la cuchilla de su espada. El tiempo se obnubila una vez más, porque el intervalo entre la consecución de la aventura y su escritura y publicación ulterior es nulo. El hidalgo termina lamentándose de que de «los moros no se podía esperar verdad alguna, porque todos son embelecadores, falsarios y quimeristas» (II, 3). Como el texto que vamos leyendo, no sin temor.

El sobresaltado hidalgo pregunta ahora: «Y por ventura […] ¿promete el autor segunda parte?» (II, 4). Sansón le explica que este anda buscando afanosamente el texto, y lo dará a la estampa cuando lo encuentre. Sancho tercia entonces una promesa: «Atienda ese señor moro, […] que yo y mi señor le daremos tanta […] materia de aventuras [...], que pueda componer no solo segunda parte, sino ciento» (ibíd.). La magia de Cide sigue haciendo de las suyas: los personajes prometen aventuras para la segunda parte ¡que ya está escrita y que tenemos impresa en las manos! El tiempo discurre enloquecido: las aventuras que Sancho y su amo consideran «futuras» ya estaban escritas desde mucho antes. La gesta quijotesca está congelada en un tiempo clausurado, aunque los personajes creen vivirla como proyecto futuro.

El abatido de don Quijote sigue avanzando por el laberinto de su propio ser novelado. En el capítulo lix descubre que no es tan solo el ente de ficción de un árabe quimerista sino, para colmo, de un autor espurio. En una venta del camino varios personajes proponen leer un capítulo de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha (II 59). Don Jerónimo no se muestra entusiasmado, porque ya ha leído la primera parte de la historia de Cide y no cree que esta «segunda» esté a la misma altura. Entre otras aberraciones, trae a don Quijote desenamorado de Dulcinea. Al oír eso, el manchego monta en cólera y afirma su identidad «real» frente al ente ficticio urdido por Avellaneda. Un caballero le entrega entonces la historia del usurpador: «Y poniéndole un libro en las manos […], le tomó don Quijote, y […] comenzó a hojearle» (ibíd.). Don Quijote lee el Quijote. Pero lo lee atónito y enojado, porque es un falso Quijote. Tiene que luchar a partir de ahora contra tres identidades en las que se le bifurca la suya propia: él, que siempre creyó ser de carne y hueso, descubrió que lo había fantaseado un árabe, y ahora sabe que también lo ha fabulado un farsante. Imagino los ojos ávidos de García Márquez sobre este pasaje: también su Buendía leyó su propia historia, y, cuando leía que estaba leyendo, el tiempo explota. Pero al lector del Quijote el tiempo ya le ha explotado en la cara varias veces.

Pese a todos estos delirios, Cervantes clausura la obra denostando una vez más los embelecos de las novelas de caballerías, devolviéndonos así al proyecto literario «verosímil» de su primer prólogo. Pero ni él mismo se salva de su magia textual. La obra cierra, ya lo sabemos, con las palabras de la inverosímil pluma parlante. Pluma al fin, habla en femenino singular, pero Cervantes sinuosamente le arrebata la palabra para reiterar, usando ahora el masculino de la primera persona, su proyecto teórico anti-magia. ¿Qué prodigio es este que un escritor satírico del siglo xvii surja incorpóreo de la pluma musulmana antigua y fantasiosa de Cide Hamete?

La realidad textual se ha transmutado en portento. Hemos hollado el finis terrae de la escritura cervantina. El texto delirante parece haber vencido sobre el proyecto literario «verosímil» de su autor Cervantes. Nos hermanamos con don Quijote, que se volvió loco por leer ficciones caballerescas: no sabemos si hemos leído un libro del siglo xvii español o un libro árabe medieval, o un antiguo códice en caracteres góticos. ¿Estamos ante un libro arábigo clandestino o ante un libro godo y aristocrático? ¿Dónde estábamos cuando descubrimos que alguien leía a nuestras espaldas el texto que teníamos en las manos? ¿Quiénes son estos autores múltiples de la obra que la leen y terminan por sumergirse en ella, violando las leyes del tiempo y del espacio? ¿Ha muerto don Quijote dos veces? ¿Qué pluma prodigiosa es la de Cide, dotada del poder del habla y congeladora del destino último de don Quijote?

Hemos terminado por compartir la locura de don Quijote por obra y gracia de la lectura, precisamente el mismo ejercicio que turbó la razón del manchego. Como a él, Cide terminó por alcanzarnos con su magia literaria. Nunca resultan más oportunas las palabras de Borges sobre la magia encriptada que subvierte el proyecto teórico cervantino, demoledor de las fantasías caballerescas: «Cervantes, íntimamente, amaba lo sobrenatural».

Notas

  • 1. «Magias parciales del Quijote». El «Quijote» de Cervantes (Ed. George Haley, Madrid: Taurus, 1980, pp. 103. 103-105). Volver
  • 2. «Una novela para el siglo xxi», apud Don Quijote de la Mancha. Edición del IV Centenario. (Madrid: Real Academia Española/Asociación de Academias de la Lengua Española, 2004, pp. xiii-xxviii).Volver
  • 3. Borges también teorizó sobre la magia literaria desde muy temprano: cf. su libro Discusión, de 1932. Volver
  • 4. Cf. su «Realismo maravilloso y literatura fantástica», Eco 229 (1980), pp. 79-101 y su libro O realismo maravilhoso (São Paulo, Brasil: Ed. Perspectiva, 1980). Véanse también el artículo pionero de A. Flores, «Magical Realism in Spanish American Fiction», Hispania 2 (1955), pp. 187-192) y Tzvetan Todorov, Introduction à la littérature fantastique (Paris: Seuil, 1970). Muchos estudiosos, desde Enrique Anderson Imbert, Seymour Menton hasta Emir Rodríguez Monegal han reflexionado sobre el tema de la ruptura de lo real en nuestras letras hispanoamericanas. Emil Volek ofrece un panorama abarcador en su «Realismo mágico entre la modernidad y la postmodernidad: hacia una remodelación cultural y discursiva de la nueva narrativa hispanoamericana» (Revista de Literatura Hispánica, vol. I, núm. 31, 1990, pp. 1-20).Volver
  • 5. Cf. su célebre Nach expressionismus: Magischer Realismus. Probleme der neuesten europaischen Malerei (Leipzig, 1925). Volver
  • 6. Vargas Llosa reúne sus comentarios y sus estudios sobre el Tirant en el volumen Carta de batalla por «Tirant lo Blanc» (Barcelona: Seix Barral, 1991). Volver
  • 7. Cristóbal Colón, Diario del descubrimiento. Estudios, ediciones y notas por Manuel Alvar (Ed. del Excmo. Cabildo Insular de Gran Canaria, 1976, p. 54). Volver
  • 8. «El Quijote y los Plomos del Sacromonte: dos textos mágicos redactados en grafías impenetrables» (en prensa en los Mélanges Abdeljalil Temimi, eds. Ridha Mami y Luce López-Baralt, CIEM, Túnez).Volver
  • 9. Dedico varios capítulos a la oniromancia, a la astrología, a las profecías, a los recetarios médicos y a la magia morisca (talismanes, bebedizos y conjuros) en mi estudio La literatura secreta de los últimos musulmanes de España (Madrid: Trotta, 2009). Volver
  • 10. Apud Mercedes García-Arenal y Fernando Rodríguez Mediano, Un Oriente español: los moriscos y el Sacromonte en tiempos de Contrarreforma (Madrid: Marcial Pons, 2010, p. 13). Cf. también Manuel Barrios Aguilera, Estudio preliminar. «Las invenciones del Sacromonte. Estados de la cuestión y últimas propuestas» (En Ignacio Gómez de Liaño [ed.], Los juegos del Sacromonte, Granada: Colección Archivum, Universidad de Granada, 2005, vii-liii). Volver
  • 11. Cito por Kevin Matos, op. cit., y la cita corresponde al Discurso de Gonzalo de Valcárcel, recogido en Rafael Benítez Sánchez-Blanco, «El discurso del licenciado Gonzalo de Valcárcel sobre las reliquias del Sacromonte» (En Los plomos del Sacromonte: invención y tesoro. Eds. Manuel Barrios Aguilera y Mercedes García-Arenal. Valencia: Publicacions de la Universitat de València, 2015, p. 197).Volver
  • 12. Refiero al lector al ensayo de K. Matos (op. cit.), que se ocupa de las largas polémicas relacionadas con la interpretación de estas grafías góticas. Volver
  • 13. Cervantes and the Burlesque Sonnet (Berkeley/ Los Angeles/ Oxford: University of California Press, 1991).Volver
  • 14. «Las muertes de don Quijote: hacia una lectura de los epitafios» (Revista Académica Dewey Today, año I, núm. 3, abril de 2012, pp. 32-42).Volver
  • 15. Por cierto que la interrupción del texto en medio de una batalla es un artificio que Cervantes pudo haber aprendido en La Araucana de Alonso de Ercilla o bien en el Espejo de príncipes y caballeros. Añado la posibilidad, entrevista por algunos cervantistas, de que Cervantes se haya servido también de la interrupción del texto que lleva a cabo el originalísimo Francisco Delicado en su Lozana andaluza. El «auctor» irrumpe, convertido en voyeur, en la alcoba donde la Lozana y Rampín hacen el amor. Más adelante se va de juerga con sus entes de ficción, y, para animar a la Lozana a ser más divertida y más locuaz como personaje, la invita a tomar vino con él. Para colmo, llega a proponerle que le haga un hijo. El hijo del autor y su personaje femenino sería, pienso, el texto mismo. Sea como fuera, hay que decir que el «pirandellismo» o la metaficción de Delicado es de las más divertidas y chispeantes de toda la literatura española. Volver
  • 16. ¡Cuántas pérdidas en la obra cervantina! Se pierde no solo el texto —que se extravía muchas veces—, sino el rucio de Sancho, de la misma manera que se evaporan el galgo y el mozo de «campo y plaza» del preludio de la novela. Y, en el Persiles, se pierde a su vez el bagaje de Bartolomé, entre tantos otros olvidos. Volver
  • 17. Abundo en estos y otros misterios mágicos en mis ensayos «El sabio encantador Cide Hamete Benengeli ¿fue un moro de al-Andalus o morisco del siglo xvii?» (en Cervantes y las religiones, Ruth Fine y Santiago López Navia, eds., Universidad de Navarra-Iberoamericana-Vervuert, 2008, pp. 339-357); «En torno al guardarropa mágico de Cide Hamete Benengeli» (en Por sendas del Quijote innumerable. Romero Muñoz, Carlos, coord., Visor Libros, Madrid, 2007, pp. 167-188) y «El grimorio ilustrado de Cide Hamete Benengeli» (en Juan Diego Vila, ed., El «Quijote» desde su contexto cultural. Buenos Aires: EUDEBA, 2013, pp. 59-84). Volver