En la última página de la novela de Carlos Fuentes La región más transparente, Ixca Cienfuegos dice: «Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente del aire».
En la región del sur, agrego yo. En la región más soleada. En la región más roja que blanca. En la región del fuego más que de la nieve.
A esta región pertenezco, como también pertenece Ixca Cienfuegos, como Dulcinea del Toboso, como Aureliano Buendía, como la Maga y Rocamadour, como el mudito de José Donoso o la amortajada de M. Luisa Bombal. Somos todos parte de esta región, por cierto, transparente, también enorme y acogedora: la amplia región del español. Aquí nos tocó.
Siempre he pensado que, en la Antigüedad, para crear al hombre, los dioses se dieron una cita. Deben haber discutido bastante sobre cuál era el lugar más apropiado. Me debato sobre si sería en la cordillera de los Andes o en la del Himalaya, en el valle de Anahuac o en el de la Cisjordania, en las riberas del Mississippi o del Nilo. O si al final se pusieron todos de acuerdo y partieron al Peloponeso. En esta histórica cita se fraguó el hombre. Lo dotaron de todas las posibles características y capacidades, creyeron no olvidar nada, ni siquiera el castigo de los umbrales de dolor. Luego de tan ardua jornada miraron su creación y, orgullosos de ella, se felicitaron unos a otros, se dieron la mano y muy contentos volvieron a sus casas a descansar. Allí quedó el hombre. Obediente a los dioses, partió por la tierra a multiplicarse. Pero, por algún motivo desconocido, quizás solo un olvido, a esta nueva criatura la inventaron muda. Pasaron los años, el planeta comenzó a poblarse. En su mudez, instalados tan lejos del cielo, se entendían solo por los gestos. Quizás por un buen tiempo funcionó. Pero a medida que esta creación de los dioses se desarrollaba, por lo tanto, se complejizaba, empezó a introducirse un cierto malestar. Este culminó con una rebelión: los hombres sufrían una grave carencia que les impedía comunicarse, organizarse y, lo más grave, narrar historias. Enojados, acudieron a los dioses. Necesitamos una estructura —dijeron en silencio— un aparato de construcción y representación de la realidad; nos hace falta algo precioso y único: nombrar las cosas. Entonces los dioses reconocieron su error y les enviaron la palabra. Pero como esta vez no se habían dado cita, ya fuera en el Peloponeso o en cualquier otro lugar, desparramaron los bienes y la palabra llegó dividida. En consecuencia, lo que debía representar el habla de los hombres se salpicó en miles de pedazos y los explosivos fragmentos se transformaron en lenguas. Tantas lenguas como espacios de la Tierra que las recibieron. Entonces empezó la confusión.
Según las personalidades y los elementos de la naturaleza que los rodeaba, cada espacio forjó y alimentó aquella lengua que le llegó como un salpicadero. Las adecuaron a su medida, a su imagen y semejanza. Cuando empezaron las guerras y un pueblo iba en pos del otro, arrasaba con todo lo que encontraba a su alcance, incluida la lengua de sus víctimas. Así, al pasar de los siglos, algunas lenguas vencieron a las de su oponente, sometiéndolas a la subyugación y a veces hasta el exterminio. Y, entre tanto apremio, un señorío y otro, llegamos a los tiempos modernos.
No es mi motivo hoy referirme a las lenguas primitivas que poblaron mi continente en la época prehispana. Ello podría ser el tema de otra intervención a la que gustosamente me sometería, pero insisto, por ahora, entendámoslo como harina de otro costal.
Cuando apresuradamente me salto largas épocas de la historia para llegar a la modernidad, lo hago por las ganas inmensas de sacralizar el momento glorioso en el que todo un continente (el nuestro) pudo hermanarse en el lenguaje, tanto en su oralidad como en su gramática. No pretendo ser original, imagino que habrá más de un homenaje en estos días a Andrés Bello. Pero siento que si no menciono de inmediato el enorme regalo que él nos hizo, no puedo avanzar hacia el regalo supremo: contar con quinientos millones de hermanos de lengua.
Lo que Andrés Bello temía, dicho en sus propias palabras, era «la confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de la Edad Media». Para aplacar su temor, como «medio providencial de comunicación entre los pueblos americanos», creó durante la primera mitad del siglo diecinueve la Gramática de la Lengua Castellana. Y yo me apodero de aquel texto, lo traslado en mi equipaje vaya donde vaya y, con él escondido entre mis ropas, me enfrento, orgullosa, al resto del mundo. Porque mientras yo hincho el pecho, lo hunde el escritor húngaro o el islandés, sumidos en la desesperación por la unicidad de sus palabras, por la nitidez de la línea que separa y aísla su tierra hablada y escrita con el resto de las tierras. Como la igualdad pareciera insistir en mostrarse utopía imposible, en la repartición de las lenguas resultó también inevitable que algunos ganaran más que otros. De este modo, yo cruzo cada frontera dentro de mi continente para luego cruzar el océano y nunca, nunca me encuentro sola. Aquel es el regalo supremo al que me refería.
Quinientos millones de personas. El desarrollo de nuestro idioma tiene, además, una dimensión única: la continuidad territorial de la mayoría de sus hablantes. (Aquí abro un paréntesis solo para recordar que las mil millones de almas que habitan la India, aunque tengan al inglés como idioma oficial, aquello no lo convierte en su lengua materna). No hay en toda la superficie de la tierra un espacio equivalente en amplitud y homogeneidad que el que integran los veinte países hispanoparlantes que se sitúan desde el río Bravo hasta los confines de la Patagonia, integrando los espacios insulares del Caribe español. Y como si esto fuera poco, podemos agregar con toda justicia a más de cuarenta millones de seres humanos que ocupan las comunidades hispanas al interior de Estados Unidos y se transforman en la mayor minoría étnica de ese país.
Entonces, ¿carezco de fundamentos para regocijarme frente a mi par de Hungría o de Islandia? Hace poco leí un artículo donde me enteré de lo siguiente: con la inclusión del gaélico, el búlgaro y el rumano, las lenguas oficiales de la Unión Europea ascienden a veintitrés. Al imaginar a los veintitrés traductores en cada una de las reuniones, pienso: ¿y qué sucederá con la ficción escrita en cada una de esas lenguas? No creo ser pesimista al temer por ella. Nosotros, en esta parte del mundo, podemos escribir un cuento de pocas páginas y automáticamente estas pueden ser leídas por quinientos millones de personas.
Hablo de la palabra escrita, hablo de la ficción. Lo hago porque es allí donde reside nuestro mayor privilegio. Si un investigador o un aventurero hicieran un largo paseo por cada uno de nuestros países conversando con su gente, es probable que terminaran un poco confundidos o con un cierto dolor de cabeza. Cada vez que cruzaran una frontera o el océano, tendrían que adecuarse a un lenguaje coloquial distinto. A veces un chileno no comprende a cabalidad las expresiones de un colombiano, así como un boliviano no comprende las de un español. Que la geografía, que la personalidad, que la historia, que la tradición oral, tantas cosas nos separan en el habla. Pero no así en la escritura. La palabra escrita es nuestra llave maestra. Y como tal nos retrata en nuestra esencia: siempre estamos al sur de algún lugar, siempre somos el sur, así como en otras lenguas se aspira el norte eterno y, al hacerlo, el frío y la nieve. Nuestra lengua se asemeja al calor. Su fonética, al sol. Somos una lengua de fuego.
Y cuando pienso en esta llave maestra, me pregunto lo siguiente: ¿por qué hacen hablar a los escritores, siendo ellos los adalides de la palabra escrita? Trato de remontarme en el tiempo y, aunque no tengo pruebas, sospecho que Dante no se instalaba en la esquina de una plaza a charlar coloquialmente con sus vecinos sobre su Infierno o su Paraíso, así como tampoco imagino a Homero o a Virgilio pregonando a viva voz la opinión sobre sus poemas de pueblo en pueblo. ¿En qué momento los escritores nos convertimos en juglares, separándonos así de lo único que es enteramente nuestro, la palabra escrita? La literatura, por sus propias características, nunca fue mediática. Hasta hoy. La corrupción de la escritura es la oralidad. ¡Que se callen los escritores! ¡Que vuelvan a sus mesas de trabajo con sus lápices, sus máquinas de escribir o sus computadores! Allí pertenecen, no a las páginas de la prensa. ¿Qué nos importa si a tal poeta le gusta más el azul que el amarillo? ¿Es relevante que a tal novelista le atraiga más el Pacífico que el Atlántico? Si su preferencia no se refleja en su escritura significa que como creencia es nula y que, por lo tanto, no importa. Nuestro gran lujo es la palabra escrita, quedémonos en ella.
Para cerrar, vuelvo a Ixca Cienfuegos. Y repito sus palabras convencida del privilegio que envuelven: Aquí nos tocó. Qué le vamos a hacer. En la región más transparente.