En los estudios sobre el español de América, es natural que el examen de los vínculos de este con los idiomas amerindios sea uno de los aspectos más importantes. Ya Rufino J. Cuervo en su tiempo había señalado el ingrediente indígena como uno de los elementos básicos en la conformación de la lengua castellana del Nuevo Mundo. En la época actual, este tema ha sido y sigue siendo objeto de abundante investigación en el ámbito hispánico, si bien con diversidad de enfoques y con resultados y conclusiones divergentes e, inclusive, en algunos casos, antagónicos.
El meollo de la cuestión es la apreciación del aporte y la huella de los códigos amerindios en el español, lo cual conlleva una serie de puntos colaterales de carácter histórico, sociocultural y lingüístico. Las diferentes posiciones de los estudiosos al respecto quizás pueden conformar un continuo, en uno de cuyos extremos están los que postulan una influencia considerable de tales códigos sobre el castellano de América, mientras que en el otro se sitúan quienes han expresado una opinión escéptica o negativa. Y entre estos polos están los puntos de vista que no se afilian a las posiciones más extremas, por querer hacerles justicia a determinados factores o circunstancias.
Como prototipo de la posición proindigenista se suele mencionar al célebre lingüista germano-chileno Rodolfo Lenz (el autor del conocido y sólido tratado gramatical La oración y sus partes, 4.ª ed., 1944), quien llegó a considerar, sobre bases hoy refutadas, que el habla popular chilena era «principalmente español con sonidos araucanos» (citado por Moreno de Alba, 1988: 97). En el polo contrario creo que puede ubicarse como representante «despiadado» (según comentario de G. de Granda en sus Estudios de Lingüística Andina, 2001: 13) al fallecido lingüista mexicano Juan M. Lope Blanch.
Es claro que a pesar de las divergencias y las confrontaciones alrededor del aporte lingüístico indígena hay algunas cosas que no están sujetas a debates. En primer lugar, el hecho patente e indiscutible de que el léxico es el terreno donde se produjo el mayor impacto de los dialectos amerindios sobre el español. También el papel especial de las áreas bilingües como las más propicias para albergar rasgos amerindios en campos diferentes al vocabulario (fonología, morfosintaxis).
Quiero recoger a continuación unos pocos ejemplos de las diversas apreciaciones sobre el componente lingüístico indígena en el castellano en la obra de eminentes hispanistas.
En su venerable Historia de la lengua española (9.ª ed., 1981), don Rafael Lapesa incluyó en el capítulo sobre «El español de América» una extensa sección sobre «Las lenguas indígenas y su influencia», en cuya parte inicial muestra su desacuerdo o escepticismo acerca de una serie de fonetismos de diversas regiones que han sido explicados por influencia indígena (por ejemplo, la supresión de vocales átonas del español mexicano o la velarización de la vibrante múltiple en Puerto Rico). Después de afirmar que «No puede rechazarse de plano, sin embargo, la influencia de las hablas indígenas en otros casos» (p. 551), pasa revista a diversos fenómenos tanto fonológicos (por ejemplo, las oclusivas y africadas aspiradas de la región yucateca) como gramaticales (por ejemplo, elementos de la morfología y calcos sintácticos) que respaldan esa afirmación.
El dialectólogo colombiano José Joaquín Montes Giraldo señala en su obra Dialectología general e hispanoamericana (3.ª ed., 1995) que la participación de indigenismos en el léxico del español americano «se concentra en zonas marginales del vocabulario (flora, fauna, onomástica) y no tiene mucha incidencia en el vocabulario fundamental y en el nivel culto» (p. 158). Se refiere al escepticismo de los investigadores en relación con la influencia amerindia en los demás sectores de la lengua, pero no descarta que futuros estudios revelen hechos de transferencia.
El manual sobre El español de América (3.ª ed., 2001) del lingüista mexicano José G. Moreno de Alba contiene un capítulo sobre «La influencia indígena» en el cual, además de un recuento histórico sobre el tratamiento de los vernáculos aborígenes por parte de los conquistadores, la Iglesia y la Corona, se presenta un detenido estudio del aporte léxico de aquellos (especialmente en Las Antillas) y del ingreso de los indigenismos a la literatura y la lexicografía. Significativa es la referencia a la investigación dirigida por J. M. Lope Blanch sobre «El léxico indígena en el español de México», que mostró la gran discrepancia entre la amplitud cuantitativa de los préstamos y su verdadera vitalidad. Seguidamente, el autor expone una serie de posiciones de hispanistas respecto de la influencia amerindia en fonética y gramática, tanto de partidarios de la acción del sustrato indígena como R. Lenz y A. Rosenblat como de adherentes a explicaciones desde el español como B. Malmberg, A. Alonso y J. M. Lope Blanch; Moreno de Alba confiesa su simpatía por esta última posición al escribir (p. 118) que «no debe verse influencia del sustrato en fenómenos que pueden tener su explicación en el propio sistema lingüístico».
En su introducción al volumen Manual de dialectología hispánica. El español de América (1996), don Manuel Alvar hizo una fervorosa defensa de la unidad de la lengua, acerca de lo cual escribió: «lengua es el español, dialecto el castellano, el mexicano, el peruano o el salvadoreño» (p. 6). Respecto de la influencia indígena consideró que «Todas las alteraciones de América son también peninsulares» y que «la tesis de la acción de los sustratos está cada vez más desprestigiada» (pp. 4-5). Pero no descartaba que, «aparte del especto léxico y de rasgos de entonación», haya que aceptar fenómenos de transferencia indígena. Curiosamente, da como ejemplos de esta la –m final (pam, vienem) y las «llamadas consonantes heridas» (esto es, aspiradas) del yucateco, pero ambos fonetismos se registran en Colombia, donde el sustrato amerindio es diferente.
Hay una segunda contribución de Alvar en el mencionado volumen, titulada «Las investigaciones sobre el español de América», en la cual se refiere, entre otros temas, a las gramáticas de idiomas americanos compuestas por religiosos coloniales, destacando el papel de modelo que para esas obras tuvieron las Introducciones latinas de Elio Antonio de Nebrija. «Pero lo que sí quiero dejar claramente asentado —expresó don Manuel— es cómo los frailes españoles hicieron —y cuántas veces— el prodigio de fijar unas lenguas que, sin ellos, no hubiéramos conocido» (p. 43).
En el mismo volumen, Humberto López Morales se refiere a este tema en su contribución titulada «Rasgos generales», insistiendo en la necesidad de diferenciar las situaciones de bilingüismo, en las cuales el imperfecto aprendizaje del español por los indígenas abona el terreno para el traslado a este de elementos amerindios, de las situaciones de monolingüismo hispánico. Es en este segundo caso, donde puede hablarse de «una auténtica influencia lingüística de una lengua sobre otra» (p. 22), como ocurre especialmente en países como Bolivia y el Perú.
De cualquier manera —anota López Morales— el peso indígena que pueda tener hoy el español americano es bastante débil, en términos generales, y si en algunos trabajos la impresión que se saca es muy otra, todo parece deberse al resultado de aplicar metodologías analíticas muy endebles y periclitadas (p. 23).
Siguiendo la misma línea de pensamiento, el mismo autor se refiere a «los indigenismos vivos» en su libro La aventura del español en América (1998). Allí señala la marginalidad (topónimos, antropónimos y gentilicios) y escasa vitalidad de los indigenismos en países como México, ya que así lo han mostrado investigaciones concretas. «Es necesario que un mexicano (en términos estadísticos) use casi mil palabras españolas para escuchar un indigenismo» (p. 77). A manera de conclusión, declara López Morales: «Al margen del vocabulario, las influencias indígenas no aciertan a explicar ninguno de los fenómenos del español americano» (p. 78).
«Antes y después de España. La contribución amerindia» (traducción mía) es el título del capítulo que el hispanista estadounidense John Lipski dedica a nuestro asunto en su manual Latin American Spanish (1994). Este autor se concentra allí en el examen de los interlectos utilizados en zonas de bilingüismo con predominio del vernáculo indígena, en los cuales «la fonología, la morfología y la sintaxis del idioma materno se superponen a las partes españolas» (p. 65, traducción mía). Factores socioculturales o políticos pueden elevar el estatus de estos códigos mixtos y aumentar su vitalidad, como ha ocurrido en áreas de Paraguay y de los antiguos imperios inca y azteca.
Lipski presenta interesantes ejemplos de estas variedades, como es el caso del llamado güegüense de la Nicaragua colonial, mezcla de español con nahua, y examina a fondo el fenómeno del uso pleonástico del pronombre objeto lo (por ejemplo, lo tengo el carro, p. 83), que se registra en diversas áreas, como la andina, México y América Central. Considera que esta construcción se explica probablemente por acción de los diversos sustratos indígenas, pero no con transferencia directa de elementos sino «a un nivel más abstracto», como una especie de calco estructural.
Cerremos este recuento de algunos ejemplos representativos de la diversidad de posiciones respecto a la relación del español con los vernáculos amerindios refiriéndonos al pensamiento del profesor Germán de Granda, quien es, como se sabe, uno de los mayores investigadores de esta cuestión (además de ser el padre de los estudios afro-hispanoamericanos).
En el texto con que se inicia su libro Estudios de lingüística andina (2001), De Granda expone lo que él llama «un esquema interpretativo de la contribución de las lenguas indoamericanas a la génesis histórica de las diferentes variantes, diatópicas y diastráticas, del español de América». En la primera parte del artículo señala la dirección que han seguido estos estudios, que, después de un largo periodo de «minusvaloración» de la influencia de los códigos amerindios, entraron en una fase de actitud favorable y abierta hacia ella, cambio propiciado por la aparición y el auge del nuevo campo disciplinar del contacto de lenguas.
Seguidamente pasa el autor a exponer su «esquema interpretativo», que consiste en hacer un deslinde inicial de las zonas en las cuales, por razones demográficas y etnohistóricas, debe descartarse la posibilidad de una transferencia de rasgos amerindios (diferentes de los préstamos léxicos) al castellano de América. Por lo que atañe a Colombia, la zona del muisca, principal idioma aborigen, queda incluida en la cuarta y última categoría postulada, que se refiere a los territorios en los cuales los dialectos americanos fueron absorbidos tempranamente por el español.
Para las áreas restantes, el colega español elabora una tipología de situaciones de contacto basada en dos variables sociológicas relacionadas con la naturaleza de las sociedades tanto indígenas como hispánicas. De las intersecciones entre dichas variables se derivarán determinados procesos de transferencia lingüística, agrupados bajo los tipos principales de préstamo lingüístico y sustitución lingüística (siguiendo conceptos de la conocida obra de S. G. Thomason y T. Kaufman).
De las cuatro situaciones de contacto que resultan del esquema propuesto, son las más relevantes para el presente tema las dos correspondientes al Paraguay y Yucatán, por una parte, y a las «tierras altas andinas», por otra. En ambas ha tenido lugar un proceso de aprendizaje incompleto del castellano por las respectivas sociedades indígenas y surgido así, en ambos casos, un tipo de lenguaje «repleto de transferencias gramaticales» provenientes de los vernáculos amerindios. Estas modalidades de español étnico (para las cuales De Granda no ve apropiada la denominación de interlectos) trascienden los límites de las comunidades indígenas y pueden convertirse en normas regionales.
Me parece que con este «modelo interpretativo totalizador» el profesor De Granda ha proporcionado a los estudiosos del tema una apropiada carta de navegación.
Antes de entrar a considerar las relaciones que se han dado y que se dan en Colombia entre la lengua de la sociedad mayor y las hablas autóctonas, tal vez es conveniente referirnos brevemente al componente amerindio del patrimonio lingüístico del país, el cual, además del español y los idiomas aborígenes, incluye dos dialectos criollos, esto es, afrocolombianos.
En 1965 se publicó en Bogotá la obra Lenguas y dialectos indígenas de Colombia, cuyo autor era el historiador Sergio Elías Ortiz, la cual ofrecía, por primera vez, un cuadro completo del acervo lingüístico amerindio del país, a la luz de los conocimientos establecidos hasta entonces. Ortiz distinguía allí entre «Familias lingüísticas de Colombia», es decir, agrupaciones consideradas autóctonas, y «Mareas lingüísticas», esto es, migraciones provenientes del exterior.
En la primera categoría ubica las familias chibcha, guahibo, puinave, sáliba, tucano y witoto. Los idiomas chibchas se hablaban, según los sitúa esta obra, en el centro, el nororiente y el suroccidente del país, mientras los dialectos guahibo, puinave y sáliba corresponden a las llanuras de la Orinoquia, el puinave a las selvas de la misma región y las hablas tucano y witoto a la Amazonia. Las «Mareas lingüísticas» se refieren a las familias arawak, caribe, quechua y tupí-guaraní. La quechua y la tupí-guaraní se ubican en el suroccidente y el suroriente amazónico respectivamente, pero las hablas arawak y caribe se distribuían en varias regiones.
Este panorama de la obra de Ortiz ha sido modificado por los estudios posteriores y por los procesos de extinción lingüística, especialmente en cuanto a la composición de algunas familias. En primer lugar de la familia chibcha, a la cual atribuye dicho autor idiomas del sur-occidente como el páez, el guambiano, el quáquier, el camsá y el cofán que no se incluyen hoy en dicha agrupación. La constitución de las familias arawak y caribe se presenta en la actualidad mucho más reducida de lo que aparece en el panorama de Ortiz; en particular, las lenguas del chocó no se afilian hoy al tronco caribe.
El compendio de Ortiz se basaba en los esquemas clasificatorios de los principales americanistas del pasado, como Antonio Tovar, Chestmir Loukotka, Paul Rivet, J. Aldon Mason, Norman McQuown, etcétera. Después se desarrolló considerablemente la lingüística amerindia en este país, gracias al ingreso de nuevas teorías y metodologías para el análisis de idiomas ágrafos, al impulso que recibieron los trabajos de campo y a un ambiente propicio a estas investigaciones en medios académicos y gubernamentales. Debe reconocerse que a este progreso en el conocimiento científico de las lenguas aborígenes colombianas contribuyó notablemente, durante varias décadas, una entidad extranjera (y controvertida), como es el Instituto Lingüístico de Verano.
De las prensas del Instituto Caro y Cuervo (originalmente creado para la investigación hispánica) salieron a la luz pública una serie de obras que fueron fortaleciendo la lingüística aborigen. Baste mencionar como ejemplos Las lenguas indígenas en la historia social del Nuevo Reino de Granada, por Humberto Triana y Antorveza (1987); Estado actual de la clasificación de las lenguas indígenas de Colombia, obra compilada por María Luisa Rodríguez de Montes (1993); Lenguas amerindias. Condiciones socio-lingüísticas en Colombia,editada por Ximena Pachón y François Correa (1997), y la culminación de este proceso, el importante volumen colectivo Lenguas indígenas de Colombia. Una visión descriptiva (2000) patrocinado por el Instituto Caro y Cuervo y con la coordinación científica y editorial de María Stella González de Pérez y María Luisa Rodríguez de Montes, en el cual participaron especialistas colombianos y extranjeros.
Este volumen contiene el estudio «Clasificación de las lenguas indígenas de Colombia», cuyo autor es el etnolingüista vasco-francés Jon Landaburu (a quien mucho debe nuestra lingüística aborigen) y que representa una valiosa revisión y actualización del tema, a la luz de los progresos de los últimos tiempos. Landaburu elabora un esquema clasificatorio que, de manera original, se basa en el criterio de la expansión y la distribución espacial, opera con el concepto de estirpe (no de familia) e incluye solo idiomas vivos y documentados.
Este cuadro clasificatorio abarca 18 «estirpes» para un total de 54 lenguas y distingue «estirpes de proyección continental» (chibcha, arawak, caribe y quechua), «de proyección regional» (discontinuas, por ejemplo la tucano), «de proyección local» (por ejemplo la guahibo o la uitoto) y «de lengua única» (por ejemplo el páez, el ticuna, el cofán, etcétera).
El anterior esquema difiere de clasificaciones anteriores especialmente en la composición de la estirpe chibcha, para lo cual Landaburu ha tenido en cuenta los resultados obtenidos por el lingüista costarricense Adolfo Constela en sus investigaciones léxico-estadísticas (1985, 1993). Así, los vernáculos aborígenes de Colombia quedan reducidos a los tres dialectos de la Sierra Nevada de Santa Marta (coguí, ica, wiwa), el tunebo, el cuna, el barí y el chimila, es decir, siete variedades actuales. También aparece ya muy magra la composición de los troncos arawak y caribe, con seis y dos lenguas respectivamente.
Pese al número relativamente elevado de idiomas amerindios que alberga el territorio colombiano (aunque claro que muy por debajo de México y Brasil), esta riqueza etnolingüística no ha sido un factor importante en la vida nacional, a diferencia de otros países hispanoamericanos. Podemos explicar esta ausencia total de protagonismos y de peso e influencia por parte del multilingüismo amerindio en el transcurrir nacional por varios factores.
En primer lugar, con el proceso de acelerada extinción de tales vernáculos, los que subsisten se localizan en regiones periféricas del país, alejadas de los centros del poder y la cultura, y forman una especie de collar etnolingüístico. Con la desaparición del muisca, que se hablaba en el altiplano central, y de otros vernáculos en zonas adyacentes (por ejemplo el tolima, Santander, Antioquia), el castellano quedó como único vehículo de comunicación en las regiones principales. Esta situación sin duda contribuyó a una invisibilidad y una ausencia de lo indígena que se dio por mucho tiempo en la vida nacional. Es sabido que la Constitución de 1886, la anterior a la actual, de marcada orientación hispánica, ignora por completo a la población aborigen, pero una ley de 1890 tenía por objeto determinar «la manera como deben ser gobernados los salvajes que vayan reduciéndose a la vida civilizada» (Pineda Camacho, 2000: 17).
El historiador y antropólogo R. Pineda Camacho, refiriéndose a las áreas de población indígena, describe así el clima etnocentrista que imperaba en el pasado: «En este contexto, las misiones y la escuela tuvieron como meta enseñar el castellano, extirpar el conocimiento de las lenguas nativas; promover la educación “cristiana” y “civilizar a los indios”» (loc. cit.).
Afortunadamente, como veremos luego, las cosas han ido cambiando considerablemente en las últimas décadas.
Veamos ahora algunos aspectos del contacto de lenguas que se inició en estas tierras con el descubrimiento, para pasar después a examinar la cuestión de las influencias propiamente lingüísticas entre la lengua nacional y los idiomas amerindios.
Como es bien sabido, los conquistadores españoles se encontraron en el Nuevo Mundo con un elevado multilingüismo. En el caso de la actual Colombia, prácticamente en todo el territorio (y no solo en los bordes, como ahora) se hablaban dialectos amerindios. Con base en el inventario elaborado por el americanista Norman McQuown en la obra The indigenous languages of South America, revisado por Sergio Elías Ortiz en su mencionado compendio, este calcula en 300 el número de lenguas y dialectos existentes aquí en el momento del descubrimiento (Ortiz, 1965: 395).
Quien se ocupe de estos temas cuenta, afortunadamente, con una excelente guía en la obra del historiador Humberto Triana y Antorveza titulada Las lenguas indígenas en la historia social del Nuevo Reino de Granada (1987). Este autor recoge un compendio de testimonios históricos que documentan «las barreras lingüísticas» en las diferentes regiones de la actual Colombia, incluyendo uno que relata que los indios pantágoras empleaban un sistema de silbos con el cual podían expresarlo todo y entenderse «con mucha distancia de camino» (ibídem, 33). Entre esos testimonios está otro de 1536 que refiere que «en cada pueblo hay una lengua que casi no se entienden de los unos pueblos a los otros, y esta dificultad es tan grande, que no puede ser mayor» (ibídem, 10). El jesuita Joseph Gumilla en su célebre obra El Orinoco ilustrado [1791] (1994), se quejaba del «laberinto de lenguas» con que tenían que enfrentarse los misioneros en las llanuras de la Orinoquia y lamentaba que no hubiese allí una lengua «general» como en el Perú, el Paraguay o el Nuevo Reino. Oigámoslo refiriéndose a la fonética de los vernáculos orinoquenses:
Lo que pesadamente agrava, es la diversidad de pronunciaciones: unas narigales, como la de los sálivas, cuyas sílabas, casi todas, han de salir encañadas por el garguero… Otras son guturales, como la situfa, que ahoga las letras consonantes… En fin, la excesiva velocidad de las lenguas guahiva, chiricoa, otomaca y guarauna, es horrible, causa sudor, frío y congoja al no poder prescindir el oído más lince una sílaba de otra.
(ob. cit., 195).
Por otra parte, el benemérito sacerdote pensaba que la pesadilla del «laberinto de lenguas» podía aliviarse identificando los idiomas «matrices», pues conociendo estos (sus estructuras, diríamos hoy) es más fácil comprender los «derivados» o «subalternos». Y con esta idea directriz dio los primeros pasos en la lingüística comparada de la Orinoquia (ibídem, 194 y ss.).
Respecto a todo este elevado multilingüismo, parece razonable relacionarlo con la organización sociopolítica de cacicazgos, es decir, agrupaciones pequeñas, que era la propia de estos territorios. Este tipo de mosaico social sin la unidad política que se dio en casos como el de México o el Perú, se refleja en el mosaico lingüístico que encontraron los conquistadores.
Pasada la que debió de ser la etapa de los esfuerzos de entendimiento por señas entre españoles y americanos, se pudo llegar a la utilización de los famosos farautes, lenguas o lenguaraces, es decir, intérpretes. «Los intérpretes (escribe Triana, ibídem: 106) fueron un elemento clave en la supervivencia física y sicológica de los conquistadores españoles». Aquí es obligado mencionar a la célebre india Catalina, quien colaboró con los españoles en el norte del país (su estatua adorna la ciudad de Cartagena) y era, al decir del poeta Juan de Castellanos, «en lengua castellana muy ladina» (ibídem, 115).
Si extrapolamos al contacto inicial europeo-amerindio lo que enseñan hoy día los estudios sobre contacto de lenguas, debemos suponer una etapa de interlengua,esto es, el tipo de código (un español mal aprendido, con elementos de la lengua materna) que manejaban los indígenas en su interacción con los peninsulares.
También parece haberse formado un pidgin o sabir para la comunicación entre ambas partes, pues no otra cosa debió de ser «el tercer lenguaje compuesto de palabras chibchas y españolas, irregular, pobre y poco hermoso» a que se refería José María Vergara y Vergara, según pasaje citado por Triana (ob. cit., p. 167).
Posteriormente, esa interlengua debió de convertirse en un mejor manejo de la lengua dominante por parte de los dominados y, por lo tanto, durante el tiempo en que se conservaron los vernáculos amerindios, debió de presentarse una situación de progresivo bilingüismo por parte de los aborígenes. Naturalmente que lo anterior se refiere a las regiones en las cuales la población indígena y la española se mantenían en estrecha relación.
Según Triana y Antorveza (ob. cit., 239 y ss.), «el bilingüismo constituyó durante años una realidad social y cultural en todo el territorio del Nuevo Reino de Granada» y fue estimulado por las propias leyes de la Corona española. No solamente eran bilingües muchos indígenas (los llamados ladinos) sino también no pocos peninsulares, en centros como Bogotá y Tunja conocían en mayor o menor grado el muisca.
El bilingüismo colonial recibió un notable impulso con la política de Felipe II, inspirada en las experiencias de México y el Perú, en cuanto a ordenar el empleo de los idiomas vernáculos en la Administración pública y el adoctrinamiento religioso (desde 1574). Para este último se impuso el conocimiento adecuado de la lengua indígena pertinente como condición obligatoria que deberían llenar los candidatos. Las medidas reales en este sentido tuvieron muchas dificultades en la práctica, pero es evidente que elevaron la valoración de los idiomas autóctonos y difundieron su conocimiento por medio de la composición de gramáticas, vocabularios y confesionarios y de la creación de cátedras para la enseñanza.
Naturalmente que el idioma amerindio que recibió más atención fue el muisca, «lengua general» del Nuevo Reino, y así nacieron la primera cátedra que (a partir de 1582 y durante 40 años) regentó en Santa Fe de Bogotá el cura criollo Gonzalo Bermúdez, y la primera gramática, cuyo autor fue el dominico, también criollo, fray Bernardo de Lugo, publicada en 1619.
Respecto a las llamadas lenguas generales, el muisca y el quechua o ingano fueron reconocidas como tales por la Corona española, pero en la práctica tuvieron también esa función el siona del Putumayo y el sáliva de las llanuras orientales (ibídem, 161 y ss.). El quechua, como se sabe, no era idioma prehispánico en la actual Colombia sino que fue introducido y difundido por los españoles en el suroeste del país, en la primera mitad del siglo xvi, para que sirviera de vehículo a la evangelización, dada la proliferación de variedades lingüísticas. No obstante su carácter «advenedizo», como señala Ortiz (ob. cit., p. 251), la lengua del Inca suplantó a los vernáculos que allí existían y además sirvió de «lengua franca» para el trato entre las diversas etnias amerindias de la región.
Es claro que las políticas de la metrópoli, si bien veían la conveniencia de la utilización de los códigos lingüísticos autóctonos, siempre impulsaron también la enseñanza del español a los indígenas. Por otra parte, la creciente aculturación de estos hacia las costumbres y los valores hispánicos (Triana ha señalado, por ejemplo —ob. cit., p. 519 y ss.—, las consecuencias hispanizantes del paso del modelo de «pueblos de indios y doctrinas» al de parroquias de tipo europeo) fue conduciendo al abandono de los vernáculos y a la adopción general del castellano (salvo, claro está, en las regiones apartadas donde no había contacto interlingüístico).
Los testimonios históricos muestran que a finales del siglo xviii se había cumplido una vasta castellanización en la llamada Tierra Firme, donde muchos idiomas indígenas (incluyendo el muisca) habían desaparecido, sea por extinción de los grupos respectivos o por adopción de la lengua de superestrato. De manera que la famosa cédula real de Carlos III, de 1770, por la cual se prohibía el empleo de los vernáculos amerindios en todo el imperio y se ordenaba el uso exclusivo del castellano, no tuvo ya mayores consecuencias por estas latitudes.
El proceso de extinción de lenguas (que continúa en la actualidad) afectó a todas las regiones del país y causó la pérdida de vernáculos que fueron importantes según las crónicas coloniales, como, por ejemplo, el cueva del área del golfo de Urabá, el zenú y el tairona de la costa norte, el pijao del Tolima, el maipure de la Orinoquia, el pasto y el quillacinga del actual Nariño, diversos dialectos de las familias arawak y caribe en la Amazonia y la Orinoquia, etcétera.
La convivencia del castellano con los vernáculos amerindios del país durante cinco siglos puede verse desde las perspectivas diferentes de las dos partes involucradas. Desde el ángulo hispánico se logró la práctica unificación lingüística en reemplazo de la problemática situación inicial de acentuado multilingüismo, pero para la población amerindia el balance de los siglos de coexistencia ha sido la extinción de gran parte de su riqueza etnolingüística, la absorción de muchos grupos étnicos por el estrato dominante y el menosprecio y la injusticia de la sociedad mayor respecto de los grupos étnicos sobrevivientes.
Menos mal que la actual Constitución Política de 1991, por lo menos en teoría, consagra una nueva actitud, al expresar en su artículo 10:
El castellano es el idioma oficial de Colombia. Las lenguas y dialectos de los grupos étnicos son también oficiales en sus territorios. La enseñanza que se imparta en las comunidades con tradiciones lingüísticas propias será bilingüe.
Sin embargo, es evidente que si bien este pronunciamiento constitucional es un paso de gran significación, por sí solo no garantiza que tenga las consecuencias y resultados pertinentes. Refiriéndose a este problema, anota R. Pineda Camacho (1997: 171):
La implementación de una verdadera política lingüística no puede estar aislada de una estrategia social más amplia, de un movimiento lingüístico a nivel técnico, de una estrategia de normalización (o planificación) lingüística; y debe estar acorde con las tendencias sociolingüísticas de una región específica, si queremos que la Constitución no sea letra muerta.
Para referirnos ahora a las influencias lingüísticas que van de los idiomas amerindios a la lengua de Castilla, parece apropiado comenzar por la probablemente primera compilación de los préstamos léxicos americanos que ingresaron al habla de los conquistadores. Se trata del repertorio que, bajo el título de «Tabla para la inteligencia de algunos vocablos», incluyó el cronista fray Pedro Simón en sus célebres Noticias historiales de 1627 y que fue publicado por el Instituto Caro y Cuervo en 1986.
En una breve introducción, el franciscano advierte que los vocablos que presenta «ya los han hecho tan Españolizados, que no nos podemos entender acá sin ellos», y que provienen de diferentes naciones de indios, «en especial de la isla de Santo Domingo», de donde fueron difundidos a otras regiones.
Fray Pedro acompaña cada vocablo de la correspondiente explicación, en forma muy llana e inclusive pintoresca. Sobre la Arracacha, por ejemplo, anota: «Sabrosas asadas y en la olla, y mejores para hacer conservas». El artículo sobre el Bihao incluye el comentario: «Suelen remediar la hambre de los soldados en las jornadas, aunque no son muy sabrosas, antes desabridas». Los Caymanes «Son unos valentísimos y feroces lagartos de agua y tierra, que son lo mismo que los cocodrilos del Nilo de Egipto». La Chicha «Es el vino que hacen los indios de su maíz, que embriaga si beben mucho» y las Naguas son «un faldellín blanco de lienzo que hacen las mujeres en tierras calientes».
Otros indigenismos registrados por fray Pedro Simón fueron Aguagates, Ajiaco, Ají, Barbacoa, Bahareque, Baquiano, Cabuya, Cazabe, Canoas, China, Ciénaga, Fique, Guarapo, Guayaba, Hicotea, Huracán, Mazato, Múcura, etcétera. El vocabulario contiene también palabras castellanas ampliadas en su significado para denotar elementos de la nueva realidad encontrada en tierras americanas, como Chapetón («visoño en la guerra»), Demora («Tributo que pagan los indios»), Encomendero, Estancias, Gallinazo («ave negra al modo de cuervo»), Mestizo («Es el hijo de español y de india»), etcétera.
Un segundo punto de referencia histórico en esta cuestión es el capítulo XII, «Voces nuevas» de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano de R. J. Cuervo (1955: 840 y ss.), en el cual, bajo la rúbrica «Voces americanas», el ilustre filólogo presenta, cuidadosamente documentados en los cronistas, un conjunto de tainismos (ají, anón, baquiano, guayaba, huracán,etcétera) y muisquismos (cuba, cubias, chisa, guascas, sote, etcétera). Anota Cuervo que la voz canoa puede considerarse la primogénita de expresiones de origen americano que ingresaron al castellano puesto que «Nebrija le dio cabida en su diccionario castellano, que se imprimió en 1493» (ob. cit., p. 841). Con razón el dialectólogo José Joaquín Montes opina (1997: 34) que con este aporte de Cuervo se inició «el estudio científico de los elementos indígenas de nuestra habla».
A dicho estudio ha contribuido también notablemente el propio colega Montes con su trabajo «El español de Colombia y las lenguas indígenas», publicado en el mencionado volumen colectivo Lenguas amerindias. Condiciones sociolingüísticas en Colombia (1997). Es este un valioso y completo balance del «estado del arte» en esta materia que contiene tanto la trayectoria histórica de los estudios como un inventario crítico de los indigenismos léxicos, repartidos según el vernáculo de donde estos procedan y con indicación de los autores que los identificaron.
El mayor contingente es el de los quechuismos, muchos de los cuales se emplean única o preferentemente en el suroccidente del país, como anaco, ‘falda de mujer’; chullojo, ‘tuerto’; gaicha, ‘huérfano’; lluspar, ‘dar a luz’; panca, ‘mazorca’; quinde, ‘colibrí’; sucho, ‘falto de algún miembro’; susunga, ‘colador’; tingar, ‘golpear la bola’, etcétera. Pero una buena cantidad se han generalizado en el español colombiano, sobre todo en ciertas áreas semánticas como la alimentación o la vida cotidiana, como ocurre con achira, cancha, carpa, chamba, china, chircal, choclo, chunchulla, chupe, cóndor, coto, coya, cuncho, minga, mute, ñapa, papa, pisco, quin, sute, tacar, etcétera.
El tema de los quechuismos ha despertado en Colombia el interés de diversos estudiosos. Así por ejemplo, el Glosario de quechuismos colombianos de que es autor Arturo Pazos (1966) despliega un extenso acopio de ellos tanto en el vocabulario general como en la toponimia del suroccidente. Las voces van acompañadas tanto de la etimología quechua postulada como de la extensión geográfica.
Por ejemplo, verbos como achucar, ‘atragantarse’; chiltar, ‘partir’; enchurar, ‘enrollar’; llaspir, ‘resbalar’; marcar, ‘llevar algo en los brazos’; pampear, ‘palmotear’; tusar, ‘trasquilar’ (algunos usados también fuera del área suroccidental), y una legión de sustantivos como aillo, ‘estirpe, familia’; cacho, ‘cuerno’; callana, ‘tiesto’; cocha, ‘laguna’; cusma, ‘poncho’; chamba, ‘zanja’; chancho, ‘cerdo’; choclo,‘mazorca de maíz tierno’; mote,‘maíz pelado’; guaricha, ‘ramera’; mica, ‘vaso de noche’; ñanga,‘cosa que se da gratuitamente’; ñapa, ‘adehala’; ñapanga,‘mujer del pueblo’; palta, ‘agugate’; pite, ‘pedazo’; quipe, ‘fardo’; taita,‘padre’; tambo, ‘posada’, etcétera.
En cuanto a los topónimos, el autor los ordena según una serie de sufijos quechuas como yaku o yako, ‘río, riachuelo’ (Ambiyaco, Chuchuyaco, Guascayaco, etcétera); usku o urko, ‘cerro, monte’ (Cundusurco, Chagraurco, Chiriurco, etcétera); pampa, pamba o bamba, ‘llanura, planicie’ (Cajabamba, Chacapampa, Paltapampa, etcétera), y algunos otros.
Vienen en segundo lugar los muisquismos, acerca de los cuales señala Montes (ob. cit., p. 47) que:
A pesar de haber sido los muiscas la comunidad indígena más importante que habitó en el territorio de la actual Colombia no son muy numerosos ni particularmente difundidos los muisquismos en el español de los colombianos.
El colega Montes se apoya en este punto en el amplio trabajo anterior de su esposa doña María Luisa Rodríguez de Montes, publicado bajo el título «Muisquismos léxicos en el Atlas lingüístico-etnográfico de Colombia (ALEC)», en el Homenaje a Luis Flórez (1984).
En este estudio (referencia obligada para el tema), la autora presenta un conjunto de supervivencias muiscas que se refieren preferentemente a la agricultura y los alimentos como abagó, ‘mazorca’; acua, ‘hoja de la mazorca’; curuba, uchuba (frutas); cubios, ‘nabos’; cuchuco,‘sopa’; changua, ‘caldo’; chisa, ‘plaga de la papa’; fica, ‘hoja del maíz’; fucha, ‘sarna’; uchuba, ‘fruta’, etcétera. De otras áreas semánticas están términos de uso actual muy frecuente como tunjo, ‘fantasma de los campos’; moján o mohán, ‘espanto, demonio’; chingue, ‘especie de falda que usa el pescador’; quincha, ‘colibrí’; chichaguay, ‘almorranas, llaga’, y, naturalmente, cuba, ‘hijo menor’, voz que, a juzgar por el mapa correspondiente (ibídem, p. 313), tiene una distribución actual muy amplia en todo el oriente del país, pues incluso penetra en lugares de la costa atlántica y la Amazonia.
Todas estas retenciones reunidas y analizadas por la autora provienen no solo del Atlas lingüístico-etnográfico, sino también de otras fuentes como Cuervo y Ezequiel Uricoechea. En cuanto a su distribución, es natural que la mayor concentración corresponda a los departamentos de Cundinamarca y Boyacá, pero también se constata una menor irradiación hacia otras regiones como Casanare, Meta, los Santanderes y Tolima.
Naturalmente que en el campo de la onomástica tenemos hoy día una nutrida presencia del muisca, tanto en los apellidos (Botiva, Chipatecua, Guatibonza, Guanume, Chivatá, Gacha, Guativa, Neuque, Sutaname, Tibaquirá, Zipagauta, etcétera) como en la toponimia del altiplano cundiboyacense, comenzando por el nombre de la capital de Colombia (también Cota, Cajicá, Fontibón, Fómeque, Facatativá, Fusagasugá, Subachoque, Choachí, Guatavita, Chiquinquirá, Suavitá, etcétera; véase Rodríguez de Montes, 2005: 2).
Recientemente (2006) la investigadora del Instituto Caro y Cuervo María Stella González de Pérez ha publicado una breve lista de muisquismos también escondidos en los datos del ALEC y que en su mayoría pertenecen al área semántica del campo como bachiquiar, tesicar, ‘brotar la mazorca’; chichacuar, ‘recoger los restos que quedan en el campo después de la riega de trigo’; guasoquiar, ‘desherbar’; suque, ‘mazorca incipiente’, y algunos otros. Para estas retenciones la autora propone etimologías debidamente documentadas en fuentes coloniales.
Fuera del léxico, la influencia amerindia en el español colombiano no ha sido constatada, salvo quizás el caso de algunos fenómenos gramaticales que se registran en el habla del departamento de Nariño que contrastan notoriamente con la norma del resto del país y para los cuales el origen quechua parece evidente. Apoyándose en fuentes colombianas, el profesor John Lipski los incluye en su mencionado manual (1994).
El habla nariñense comparte con la ecuatoriana andina el peculiar uso del gerundio en construcciones como Deles pasando el cafecito, ‘páseles el café’, o Vine comiendo, que no significa lo que parece, sino ‘comí antes de venir’ (ibídem, p. 215). También en esta región de influencia quechua los sufijos de diminutivo tienen un comportamiento peculiar, pues se cuelgan de las partículas pronominales objetivas, como en el ejemplo de Lipski bajemelito, ‘bájemelo’. En la misma línea están dos rasgos que aparecen en la frase ayudarasle a tu hermano, que no es un simple futuro, sino que tiene una intención imperativa y en la cual el pronombre de objeto indirecto no va antes del verbo sino pospuesto a este, como en el español clásico (loc. cit.).
En el terreno de la pronunciación, Montes Giraldo (ob. cit., pp. 65-7) se refiere a algunos hechos que han sido presentados como de posible influencia del sustrato indígena, verbigracia las oclusivas sordas aspiradas que aparecieron en datos del ALEC y que según doña María Luisa Rodríguez de Montes (1972) podrían tener origen muisca, la reducción del sistema vocálico por cierre de e en i y de o en u en posición final de palabra o el carácter de la entonación en algunas regiones.
Para el caso de Colombia, según hemos visto, la cuestión de la influencia de los códigos amerindios en la lengua española tiene que ver, fundamentalmente, con el ingreso de elementos de dos de ellos: el muisca, idioma de la familia chibcha, y el quechua. Del primero sabemos que ya estaba extinto a mediados del siglo xviii, como dice expresamente un documento de 1751 (Rodríguez de Montes, 2005); el segundo perdura todavía hoy en boca de la población ingana, que tiene sus núcleos en el surocciente pero que también se mueve por otras regiones del país, incluyendo la capital.
Esta diferencia histórica explica, probablemente, la anotada desigualdad en cuanto a la extensión del aporte de cada uno de esos idiomas a la lengua nacional: es notoriamente mayor el contingente incaico, así se manifieste sobre todo en su área de influencia occidental (como hace el muisca en la franja oriental del país). Por otra parte, la inexistencia de transferencias gramaticales provenientes del muisca confirma lo previsto en el ya mencionado modelo explicativo de Germán de Granda, que incluye expresamente «las zonas centrales y nororientales de la Gobernación de Nueva Granada» dentro de las cuatro áreas del imperio colonial español en América, en las cuales, por principio, deben descartarse esas transferencias, debido a la temprana desaparición de los respectivos códigos amerindios (ob. cit., p. 22).
Finalmente, quiero referirme a una investigación acerca de la convivencia actual del español con algunos idiomas indígenas colombianos en situaciones de contacto realizada como tesis de maestría en la Universidad Nacional. Este trabajo, titulado Interferencia y contacto de lenguas. Español en fronteras bilingües de Colombia (2006), cuyo autor es Héctor Ramírez Cruz, explora los resultados lingüísticos de dicha convivencia en tres escenarios: una localidad en el departamento del Vichada, donde la relación es con el vernáculo sikuani; el municipio de Uribia en el departamento de La Guajira, donde se habla wayúu, y los municipios de Leticia y Puerto Nariño en el departamento del Amazonas, donde el contacto es con idiomas como el yagua, el cocama y el ticuna.
Guiándose principalmente por los aportes metodológicos del profesor de Granda, el autor de esta tesis examina las «interferencias transitorias» del sikuani y el wayúu sobre el interlecto español de grupos bilingües en ambos territorios. En el interlecto de los wayúu, por ejemplo, se constataron fenómenos como omisión del artículo y de los verbos copulativos; en el de los sikuani aparecieron rasgos como la expresión del pasado con el verbo en presente o la exclusión del pronombre personal en tercera persona.
Los datos de la investigación en la Amazonia revelaron el empleo allí de un tipo de lenguaje que exhibe rasgos coincidentes con el llamado español andino, como son, por ejemplo, la simplificación en el empleo de los pronombres complementarios de tercera persona, a favor de soluciones como el leísmo o el loísmo; la omisión de estas mismas partículas y de auxiliares verbales; órdenes sintácticos diferentes al más corriente en español (S-V-O), empleo del pretérito con valor de evidencial; doble posesivo, etcétera.
Estas coincidencias llevan al autor a formular la hipótesis (sustentada en consideraciones históricas) de una difusión de características del español andino (que alberga, como se sabe, notorias influencias del quechua) desde las tierras altas peruanas hasta la Amazonia. La modalidad amazónica sería, pues, una prolongación (debilitada, claro está) del área lingüística andina.
Investigaciones de campo, como esta, en las fronteras geográficas y culturales de la coexistencia de la lengua española con vernáculos amerindios, cobijadas por marcos teóricos sólidos y actuales, están llamadas, pienso, a sacar a la luz muchos nuevos aspectos del tema que nos convoca en esta reunión.