Daremos por ampliamente conocida, ya que está incluso en los manuales escolares, la tradición en las relaciones entre los escritores catalanes y los españoles, más fluidas y consistentes en unos gremios que en otros, entre los poetas, por ejemplo. Desde el contacto entre Unamuno y Maragall, desde los de Riba y Foix con la generación del 27, de la que por cronología son equivalentes, hay una pauta que ha llegado hasta las tendencias actuales, horizontalmente distribuidas: los textualistas, los poetas de la experiencia, etcétera. Pertenecen a otro ámbito las relaciones entre los escritores catalanes que escriben en catalán y los que escriben en castellano. Allí el punto quizá más interesante y significativo lo marcan en la generación del 50 la proximidad, ya dentro de la amistad y de complicidades profundas más allá de meras afinidades electivas, de Gabriel Ferrater con Gil de Biedma sobre todo, pero también con Barral y con José Agustín Goytisolo. Pero en todo esto los mecanismos son particulares, deudores por lo tanto de la casualidad y de la anécdota, como no podría ser de otro modo en otros tiempos. Ya es más dudoso lo que pueda ocurrir ahora mismo, cuando los recursos institucionales y las posibilidades de la comunicación permiten, o debieran permitir, mayores posibilidades, más amplias y mejor estructuradas.
El porqué de que no se produzca como debiera el escenario óptimo es el resultado de un cúmulo de errores y despropósitos en diversos estratos de la gestión, y no es ahora mi objetivo tratar de desbrozarlos a fondo. Sí, en cambio, me permitiré algunas constataciones de detalle y de fondo, con el propósito, desde la modestia de mis posibilidades, de arrojar alguna luz sobre la cuestión.
El estado de las cosas más lejano que este cronista recuerda son los últimos tiempos del franquismo, en que la sociedad civil catalana, privada de instituciones oficiales, sin más control sobre la Administración pública que el acceso a infraestructuras dominadas por elementos hostiles a la cultura y a la lengua catalanas, había creado sus propias infraestructuras de orden cívico y cultural. Cuando en los años setenta y ochenta se recuperan, por llamarlo así, las atribuciones institucionales perdidas al fin de la Guerra Civil, los dirigentes de la iniciativa privada dan por supuesto que la Generalitat tomará su relevo y gestionará la catalanidad, el idioma en primer término, desde las instancias y con las garantías y los presupuestos oficiales, y proceden a desactivarse.
Pero por una extraña y nefasta combinación entre la ineptitud de los políticos catalanes y la resistencia de los españoles, el resultado no es el previsto, y la situación actual de lo catalán en general, y del idioma en particular, en términos de equivalencias razonables, es en mas de un aspecto peor ahora de lo que era hace cuarenta años bajo la bota franquista. El paso a la cultura de la resistencia a la incultura de las leyes del mercado le ha sentado fatal a la difusión y la presencia de la literatura catalana. En los años sesenta y setenta, la catalanidad era una marca de modernidad, de progreso, de cosmopolitismo, y la progresía de orientación democrática así lo reconocía en Madrid y en el resto de España. La homogeneización del llamado Estado de las Autonomías, unido como he dicho a la mala gestión de los propios recursos desde Cataluña, ha anorreado el prestigio de lo catalán, y la situación actual es de una pugna perpetua por la presencia pública, con apreciaciones opuestas desde las diferentes orillas. Parece claro que, en estos casos, el débil es siempre el que tiene las de perder, y en este sentido las cifras de uso y difusión son objetivas, frente a apreciaciones sentimentales, abundantes por cierto en ambos sentidos y de escaso interés intelectual.
Es preciso, en este aspecto, tranquilizar a la audiencia castellanohablante en el sentido de que el uso de su idioma en Cataluña no presenta dificultades, ni mucho menos está perseguido o prohibido, tal como pretende cierta propaganda de extrema derecha. Entre los objetivos de la Administración autonómica está el de una mayor difusión del catalán, cometido que con demasiada frecuencia se cumple con torpeza, lo cual da pie a herir susceptibilidades y a comentarios adversos como los anteriormente aludidos, pero por otra parte hay que constatar que no se lleva a cabo con mucha solvencia, y yo diría además que con escaso éxito: los niños y los jóvenes aprenden en catalán en las escuelas, pero juegan en castellano en el patio y en sus comunicaciones en la línea informática, y el idioma de los bares, de los autobuses, de los taxis, de los comercios, en la prensa escrita, en la radio y en la televisión es el castellano con una mayoría aplastante. Que nadie se engañe en ningún sentido, sea de la tendencia que sea y sean sus deseos los que sean, el idioma en estado de supervivencia precario que debe ser protegido, y con gran diferencia, continúa siendo el catalán.
También en las instancias más elevadas y minoritarias, en los suplementos literarios por ejemplo, lo catalán vive en un gheto. En los periódicos nacionales de gran tirada (y aun en los de Barcelona), la literatura catalana es un pequeño apartado en las últimas páginas, y muchas veces ni está. Por no hablar de becas y de premios. No traeremos ahora aquí las cifras, que ilustran sobre una desproporción importante. También (quizá más aún) en las cumbres de la alta cultura el catalán vive en la continua sensación de tener que extraer sus derechos y su presencia con esfuerzo y ante una resistencia sistemática, y de nuevo las cifras dicen que es algo más que una mera sensación.
No es por cierto el caso de este congreso, titulado «De la Lengua Española», donde el apartado específico en el que estamos tiene un sentido en el conjunto, y donde no cabe cuestionar la dimensión, sino lo contrario, agradecer la presencia. Me refiero a los medios públicos donde la visulización del catalán es nula, y en el mejor de los casos muy inferior a la que le correspondería por distribución proporcional. Está en discusión continua la presencia del castellano en Cataluña, pero anécdotas y sutilezas sociológicas o intelectuales en general al margen, nadie parece haberse planteado en serio la presencia del catalán (y del euskera y el gallego) en el resto del territorio español, a la que nada en la Constitución obliga, ciertamente, pero que tampoco impide. Aquí no hay delirios modernizadores que valgan, aquí la globalización es de otro planeta: la tradición es un material plástico que en este caso se invoca a favor del pasado.
No argumentaré sobre la base de lo que antes se llamaba el pueblo, en otro momento la ciudadanía y hoy no se sabe muy bien lo que es. Las mayorías, las tendencias de consumo, se dice más o menos eufemísticamente. El hecho determinante es que en España las autoridades, por llamar de alguna manera a los que tienen cierto poder de información y de comunicación (que son al parecer los conceptos clave de la actualidad), no ven la lengua y la cultura catalanas como algo propio, y las generaciones se apuntan al mecanismo heredado de resistirse a la querencia procedente de Barcelona no tan solo en lo referente a los recursos (tal como dije, lo que ya es un tópico sin dejar de ser una realidad), sino también a la presencia idiomática. Los catalanes piden y el resto de los españoles se resisten, niegan, recortan y minimizan, esto es, juicios de valor al margen, el círculo vicioso de una realidad que ya empieza a llevar siglos instalada.
Este cronista ha sido y es muy crítico con la política lingüística, y aun con la política en general, practicada en Cataluña. Pero aquí el auditorio es otro, y más que una pretensión didáctica, fuera de lugar sin duda alguna, la ocasión se presta a la, llamémosla, automayéutica. ¿Qué puede desactivar este proceso inacabable de reproches, peticiones frustradas y recelos mutuos? En un orden de cosas muy genérico, mi propuesta entra en el terreno de la sentimentalidad colectiva: que los catalanes no vean el uso del catalán y la difusión no discriminante de su literatura como algo que hay que arrancar a un poder central que de forma sistemática niega, sino que sea este poder central el primer y principal protector de las minorías amenazadas de extinción, el catalán, el euskera, el gallego. Que se sienta el interés del poder central en la salvaguardia de los débiles, que estos sientan que Madrid los aprecia y defiende como propios y no como extraños que producen recelo e indiferencia y, en el mejor de los casos, tan solo comprensión y tolerancia. Que lo máximo a que se pueda aspirar, y aun en el terreno de lo individual, no sean la simpatía, con pocas consecuencias prácticas y sin continuidad. Que se vea por parte de Madrid una real iniciativa amorosa, si me permiten, hacia lo catalán, hacia su lengua y su literatura.