Es un hecho de todos conocido la importancia y la significación de la expansión actual de la lengua española en el mundo. Los cálculos más optimistas hablan de unos 400 millones de usuarios de esta lengua, lo que la coloca en un cuarto lugar después del chino, el inglés y el hindi; en Occidente, es la segunda lengua y, dentro de las románicas, la primera.
Existen varias razones para que ello haya ocurrido así, pero no es el caso tratar esos aspectos en esta intervención. Me mantendré dentro del tema general, a saber, la lengua española en Brasil.
Estas circunstancias tan auspiciosas para el español me han sugerido en otra oportunidad la idea de caracterizar el momento actual de esta lengua como el correspondiente a una segunda estandarización, entendiendo como primera, tal como se hace habitualmente, la ocurrida en los inicios de la época moderna con la unificación de España, el descubrimiento de América y el surgimiento de importantes obras científicas (entre las cuales, la más emblemática es la Gramática de Nebrija) sobre el español.
En efecto, hay muchas coincidencias entre aquella época y la actual en que vivimos. Son semejantes los grandes avances científicos, los descubrimientos de mundos hasta entonces inexplorados y, sobre todo, el surgimiento de obras científicas excepcionales que estudian el español (diccionarios, gramáticas, atlas, etcétera).
Es también causa de esa situación el arrollador interés por esta lengua en el mundo (en rigor no sabemos qué viene primero: el problema del huevo y la gallina). En este aspecto, Brasil es un capítulo de la futura expansión del español, pero uno muy importante.
En efecto, junto a Estados Unidos y China, el territorio brasileño aparece como uno de los campos más fértiles para su expansión. El tratado de Asunción, que instituyó oficialmente el Mercosur, y la reciente ley del Gobierno brasileño que establece el español como una de las lenguas extranjeras de elección en la enseñanza secundaria, han dado, en dos momentos diferentes, un gran impulso al español. La cuestión, entonces, aparece como un desafío importante no solo para lingüistas interesados en
problemas relacionados con la enseñanza y la adaptación de una lengua nueva en un territorio determinado, en problemas de bilingüismo o en problemas de enseñanza de lenguas extranjeras, sino también para quienes se ocupan de cuestiones de política y planificación lingüísticas, una especie de sociolingüística aplicada (ver Francisco Corral Sánchez-Cabezudo: «El español en Brasil», Enciclopedia del español en el mundo. Anuario del Instituto Cervantes 2006-2007, pp. 193-196).
He dicho antes que los otros dos grandes territorios en que el español se expandirá de forma muy considerable son Estados Unidos y China. La primera comparación que surge al considerar estas situaciones con Brasil tiene que ver con las diferentes lenguas de base con que el español se encuentra en esos otros territorios, a saber, y muy en principio, el inglés en Estados Unidos y el chino (alguna variedad) en China.
Digo muy en principio porque, en el caso de Estados Unidos sobre todo, no se trata de un país monolingüe; por el contrario, coexisten ahí varias lenguas entre las cuales ya el español tiene una presencia sumamente importante. Diferente es el caso de China, con mucho menor presencia actual de usuarios de español.
Pero simplificando por un instante la cuestión, y suponiendo que el español deberá expandirse (enseñarse) en Estados Unidos a personas hablantes de inglés y, en China, a hablantes de chino, desde el punto de vista del contacto lingüístico que se produce, las situaciones son bien diferentes. El chino es, de las tres (chino, inglés, portugués), la más alejada desde el enfoque areal, genético y tipológico; el portugués, la más cercana; el inglés está en una situación intermedia, sobre todo porque, desde el punto de vista tipológico, se trata de una lengua indoeuropea, lo que, claro, no es el caso del chino.
De manera que la expansión del español en Brasil a través de su enseñanza como segunda lengua se encontrará con una lengua de base (la que manejan los aprendices de español como LE) muy cercana desde los enfoques que he nombrado anteriormente y que paso a explicar con más detalle ahora. Realmente, el español y el portugués han compartido desde sus inicios como lenguas un mismo territorio, y han sido vecinas desde siempre, tanto en la Península Ibérica como, a partir del siglo xvi, también en América. De manera que los contactos por arealidad, con todos los aspectos que normalmente conllevan estas situaciones (préstamos, interferencias, desarrollos comunes, evoluciones parcialmente parecidas, contrastes fuertes para mostrar las diferencias en algunos casos, etcétera), están muy presentes aquí, en sus dos capítulos, por decirlo de alguna manera, el europeo y el americano.
Desde el punto de vista genético es conocido el origen común de ambas lenguas en las modalidades autóctonas del latín implantado en Hispania y Lusitania por el Imperio romano.
Y tipológicamente considerada, la situación es también muy peculiar, pues ambas pertenecen al mismo grupo indoeuropeo, románico y hasta ibérico de lenguas.
De manera que su similitud es extremadamente alta. En otras oportunidades (ver, entre otros, mi trabajo «Las fronteras del español con el portugués en América«, Revista Internacional de Lingüística Iberoamericana, 2004, vol. II, n.º 4, pp. 105-118), al considerar el problema de los contactos entre lenguas (y culturas), expresé mi idea de que en el estudio de las situaciones de contacto hay que considerar las que suceden entre el español y el portugués como un caso especial. A saber, contacto entre lenguas areal, genética y tipológicamente muy próximas.
Pues estas circunstancias favorecen de forma notoria la intercomprensión de hablantes usuarios de ambas lenguas (supongamos a ambos monolingües, uno español, otro portugués), ya que es común presenciar diálogos en los que uno se expresa en una lengua y el otro en la otra, sin aparentes fallas ni caídas en la expresividad ni en la fluencia del diálogo.
Pero, como bien se sabe, esa facilidad de intercomprensión esconde muchas veces problemas más complejos, precisamente por la semejanza de las formas, que muchas veces es altamente engañosa. Y ello se debe, en un alto porcentaje de casos, a que, en el transcurso de la historia, los desarrollos específicos de cada lengua modificaron un origen común. Modificar aquí significa ‘incorporar’ o ‘perder’ valores nuevos o antiguos, respectivamente. Esto en el caso de la gramática. En el caso del léxico la situación es parcialmente semejante, aunque claro, la creación léxica específica de cada lengua o variedad de lengua depende de múltiples factores extralingüísticos que pueden ser muy diferentes de un caso a otro.
Es decir, que, cuando se trata de acercar, comparar, hacer interactuar al portugués con el español, se obtiene la impresión de que se trata de algo «igual pero diferente». Si de la enseñanza del español en un contexto lusohablante se trata, la situación será muy diferente, claro, a la que surge de enseñar español a anglohablantes o a chinohablantes.
El otro tema que quisiera tocar hoy aquí es el del tipo de lengua que es el español. No trataré cuestiones relacionadas con la tipología interna de la lengua, desde el punto de vista estructural o funcional, sino una caracterización externa del español.
Ya adelanté más arriba la cuestión cuantitativa del número de hablantes. Ahora quisiera avanzar un poco sobre la enorme expansión geográfica de esta lengua, lengua nacional, a veces oficial, en 21 países del mundo. Ello necesariamente promueve una diversificación muy grande. La promueve, bien digo, no la origina, ya que las posibilidades de diferenciación están implícitas en la propia lengua, y ya es sabido que ninguna lengua adopta cambios que no se adecuen a su naturaleza y a su funcionalidad.
Pero más allá de eso, lo cierto es que el español está altamente diversificado y que, como lengua histórica, ha cumplido diferentes procesos de estandarización, por lo que es posible reconocer no uno, sino varios centros creadores de normas estándar dentro de esta lengua. Se trata de un caso de estandarización policéntrica.
Ello quiere decir que no existe solo una variedad estandarizada del español, como a veces suele decirse. Y menos aun si dicha supuesta única variedad se identifica con España o, más concretamente, Madrid.
Resumiendo, se trata de una lengua con un altísimo número de hablantes, gran diversificación geográfica y más de una variedad estandarizada. Por cierto, funcionan en ella también otras dimensiones de la variación, pero no es del caso en una discusión sobre la enseñanza del español hacer incidir la diastrática (ya que se supone que la enseñanza como LE solo se refiere a la variedad ejemplar, estandarizada) ni la diafásica, que sí tiene interés en el contexto de la enseñanza pero que presenta otros problemas ajenos a los que deseo tratar aquí hoy.
Desde luego, todas estas cuestiones se relacionan con las vicisitudes históricas de esta lengua, que desde 1492 tiene una fuerte vocación internacional y ya desde antes un innegable afán expansionista dentro de la propia Península Ibérica. Esa vocación, y ese destino, la ha llevado a establecer contactos con innumerables lenguas y culturas de varios continentes. De ahí parte de las razones de su diversificación actual.
Sin embargo, su diversificación no llega, ni mucho menos, a tocar el centro o corazón de la lengua, es decir, su estructura léxico-gramatical básica; ello tiene como consecuencia que hablantes de muy diferentes procedencias geográficas, cuando hacen uso de una variedad estandarizada del español, en general relacionada con las variedades cultas de la lengua, puedan entenderse sin problemas graves de inteligibilidad, ni mucho menos.
Y muchas de esas diferencias que aparecen de todos modos residen en el nivel fonético y en el más superficial del léxico. En este último caso, no por la existencia, o no, de una forma, sino por la existencia de una misma forma con significados total o parcialmente diferentes (ver como un solo ejemplo el interjuego entre hablantes americanos y españoles de los verbos tomar, comer, beber. En España, el camarero pregunta «¿Qué van a tomar?» para inquirir sobre qué consumirán los parroquianos como alimento sólido. La misma pregunta, en América —parte de ella— se interpretaría como una pregunta por la bebida que se consumirá, ya que beber —el verbo que se usaría en España para referirse al líquido que se ingerirá— pertenece a un registro formal, más alto, etcétera) y, a veces, ni siquiera significados diferentes, sino ámbitos de aplicación no del todo coincidentes.
En cuanto al centro de la lengua, su gramática, la variación que pueda existir no impide la comprensión. Como único ejemplo, veamos el contraste que se observa en el uso del tiempo y modo verbal en oraciones negativas subordinadas con verbo principal de conocimiento (como saber), en diferentes variedades de español. Refiriéndose a la incertidumbre sobre si Juan estará presente más adelante en el día (o en el futuro), puede oírse «No sé si venga», como en México, «No sé si viene», «No sé si vendrá». Ningún usuario de español en su variedad culta, estandarizada, dejará de entender una u otra. Usará preferiblemente una, claro, pero la otra no le será ajena por completo.
Todas estas cuestiones tienen que ver con el manido eslogan «unidad en la diversidad». Pues es así, la unidad de la lengua española está asegurada y en ello tienen mucho que ver la globalización de la que tanto se habla a través de los medios de comunicación. Hoy, con los adelantos técnicos en las comunicaciones audiovisuales, se puede oír y observar variedades de español diferentes sin moverse de la casa de cada uno. Y esto es algo que no existía hasta hace unos 20 años atrás.
De manera que, asegurada la unidad básica de la lengua y observándose que, en cuanto a las diferencias, nunca sustanciales (es decir, que impidan la comunicación de forma categórica), cualquier hablante puede tener contacto cotidiano con ellas y, de ese modo, puede ir familiarizándose e incorporando esas variantes diferentes, no me parece que pueda transformarse en un gran problema cuál será la variedad de español que se enseñará en el aula de español como LE.
Sé que en los últimos tiempos y a propósito, sobre todo, de la necesidad que, precisamente, tiene Brasil de cumplir con la ley de que hablé antes y, en consecuencia, de enseñar español en el nivel secundario, se ha planteado a veces de forma desmedida y virulenta esta cuestión. Sospecho que presiden esta discusión cuestiones que tienen que ver con aspectos políticos del asunto, lo que, pasado por el filtro de la lingüística o, mejor, de la sociolingüística, caerían en la etiqueta académica de la «política o políticas lingüística(s)».
Es cierto. Por ese lado encuentran su lugar muchas veces cuestiones que, trascendiendo el ámbito político, se ubican más bien en el mundo de la ideología. Pero, por lo menos en mi caso, no es ese el enfoque que debe prevalecer en una discusión técnica del asunto. En todo caso, es otra discusión en la que los lingüistas más bien pueden actuar como observadores. Y entonces, estén los lingüistas como protagonistas o como observadores, creo que el buen sentido común no debe perderse en ningún caso.
He pensado varias veces el asunto en los últimos tiempos, desde que la polémica surgió e impregnó los ámbitos especializados. Y he tratado de observar cuál sería la diferencia, y cuáles las similitudes, entre un aprendiz de español con lengua base portugués y un usuario común del español como lengua primera.
La primera cuestión, que ya he observado antes, tiene que ver con las grandes semejanzas y cercanías entre el español y el portugués. Si vamos al centro de la cuestión, las diferencias estructurales y funcionales entre ambas lenguas no sobrepasan una media docena, aunque a veces las semejanzas puedan ser una trampa.
La segunda, comentada también más arriba, es que las diferencias entre las variedades estandarizadas de español son también mínimas y que, en todo caso, no impiden la intercomprensión.
La tercera, que estas diferencias intervariedades son mayoritariamente de cuño fonético o léxico y que, si bien pueden llamar la atención en un primer instante, no impiden la comunicación.
Hechas estas constataciones, hacia dentro y hacia fuera de la lengua española, queda claro que un hablante de español está, en este aspecto, en una situación muy semejante a la del aprendiz. También el hablante hipotético con el que estoy ejemplificando lo es de una variedad. Seguramente maneje varios registros dentro de ella y, en algunos casos, maneje también la variante estandarizada correspondiente, la más cercana a la lengua formal escrita que dispone y que ha adquirido en la enseñanza formal.
Pero siempre se sorprenderá al enfrentarse con hablantes de otras variedades; pasado el primer momento (anecdótico la mayor parte de las veces) de asombro, podrá adaptarse con mayor o menor comodidad o «acomodarse», como se estila decir hoy.
Ello dependerá del tiempo y de la intensidad del contacto con la otra variedad. Y también de las propias circunstancias sociales y psicológicas propias de cada hablante en cuestión. Hay quienes no se acomodan nunca a la otra variedad, hay quienes lo hacen inmediatamente y, como siempre, hay casos intermedios.
Pero lo que quiero decir es que esa es una situación normal para el hablante nativo de español. Y lo mismo le sucederá al aprendiz. Siempre será una la variedad que vaya a aprender como primera y básica, dependiendo del origen de su profesor, de su instituto, etcétera.
¿Es alguna de esas variedades mejor que cualquier otra? Obviamente no, todas tienen el mismo valor.
Otra pregunta: ¿es alguna de ellas más útil de aprender, a los efectos prácticos de la vida cotidiana? Bueno, tampoco, cada una de ellas puede satisfacer con creces las necesidades lingüísticas del aprendiz de español. Todas ellas, por ser formas estandarizadas, cumplen las funciones correspondientes que caracterizan a este tipo de lenguas, y en esto no hay diferencias.
Por fin, desde el punto de vista cultural, ¿es alguna de ellas más rica que las demás? También aquí debe responderse negativamente. Evidentemente, una variedad peninsular se asociará a la cultura hispánica peninsular, y una variedad americana a la cultura propia de esa región. Y nadie en su sano juicio podría decir que la cultura peninsular sea más rica que la americana, ni viceversa.
En consecuencia, me parece que el problema planteado al principio, a saber, cuál debe ser la variedad que ha de enseñarse, es un falso problema. No existe tal cosa, ya que siempre se aprenderá (como siempre se adquirirá) una variedad, y luego se podrá pasar a la comprensión de las otras, en aquellos pocos aspectos en que difieren.
Por lo tanto, debería dejarse al aprendiz elegir qué variedad le interesa aprender. Permítaseme recordar aquí que en algunas universidades alemanas existen, por ejemplo, «lectores» de español de España y de español de América, de portugués de Portugal y de portugués de Brasil, etcétera. Si ello fuera imposible por alguna razón (claro, se necesitan profesores nativos de diferentes regiones a disposición del estudiante), no hay inconveniente en enseñar una de ellas con la convicción plena de que el alumno puede, sin problemas, enfrentarse, como lo hace el hablante nativo, al rico mundo lingüístico del español. Después de todo, el interés de ese estudiante por esta lengua surge, en parte, por su carácter de lengua ampliamente expandida por el mundo occidental. Y por esa misma razón es que ella presenta esas variedades diferentes en grado variable. Así que no hay salida. Si el español fuera una lengua hablada por unos pocos y propia de un solo país, a nadie le interesaría conocerla. Pero no lo es y, en consecuencia, hay que enfrentarse con imaginación y un poco de sentido común a las consecuencias de esa amplitud y expansión de la lengua.
Por lo cual sugiero que la discusión sobre cuál sea la variedad que debe enseñarse desaparezca de la agenda, por lo menos, de los lingüistas.