El área (lingüística) colombiano-centroamericana (Constenla Umaña, 1991: 126-131), definida por una serie de rasgos tipológicos de sus lenguas que las oponen a las de los territorios circundantes, incluye el oriente y el centro de Honduras, el oriente de El Salvador, el oriente y el centro de Nicaragua, Costa Rica, con la excepción de la península de Nicoya en el noroeste, Panamá y la porción septentrional de Sudamérica, cuyo límite sería una línea que empieza al sur de la desembocadura del río San Juan, en la costa pacífica de Colombia, sigue el paralelo 4 hacia el este, hasta encontrar el meridiano 74 al sur de Bogotá, de donde toma hacia el noreste hasta el límite del departamento de Boyacá con el Estado venezolano de Apure en la sierra de Cocuy, para de allí continuar hacia el norte, hasta la frontera de los departamentos colombianos de Magdalena y La Guajira en la costa atlántica. Esta área lingüística se corresponde bastante bien (aunque no exactamente) con el área arqueológica denominada baja Centroamérica, tal y como se propone en el mapa incluido por Lange y Stone (1984: 4).
La mayor parte de las lenguas indígenas de esta área se repartían en las seis agrupaciones genealógicas de lenguas indígenas que se citan a continuación, con la relación de las que, a partir de indicios sólidos, se considera que abarcaban a comienzos del siglo xvi e indicación de cuáles se han extinguido:
Aparte de las lenguas cuya pertenencia a dichas agrupaciones se ha comprobado, hay dos lenguas colombianas extintas, directamente documentadas, el yurumanguí (del departamento del valle del Cauca) y el pijao (del departamento de Tolima) sobre cuya clasificación no hay seguridad hasta el momento. Las listas de lenguas del área incluyen muchos nombres sin respaldo o respaldados tan solo por algunos vocablos incluidos en crónicas de la época colonial, que en muchos casos han resultado no ser sino denominaciones alternativas de lenguas bien conocidas (a veces simplemente nombres de lugares donde se hablaban o de caciques que las hablaban), como es el caso del uso de care, cerquín y potón para el lenca en Honduras; de voto, zapote y corobicí en Costa Rica para el rama, o de morcote y chita para el tunebo en Colombia. En algunos casos, la incógnita planteada por este tipo de denominaciones no se ha logrado aclarar hasta el momento, como sucede en Colombia, por ejemplo, con los nombres (a) mocana, malibú y pacabuey, de grupos indígenas de los departamentos Atlántico y Bolívar, aparentemente hablantes de lenguas estrechamente relacionadas o de variedades de una misma lengua (Rivet, 1947: 142); (b) chitarero, guane y lache, de pobladores del departamento de Santander, que han sido considerados por algunos como lenguas chibchenses, aunque parece que nunca se han explicitado argumentos lingüísticos a favor de esta identificación, y (c) el colima, el panche y el muzo, el naura y el agatá, del departamento de Cundinamarca, y el pantágora y el amani, del departamento de Caldas, que Rivet (1943) consideró lenguas caribes a partir de argumentos claramente deficientes (Durbin y Seijas, 1973: 49).
En suma, se puede estimar que en el área colombiano-centroamericana el número de lenguas habladas para la época de la llegada del castellano sería de alrededor de medio centenar.
El poder alcanzado por un grupo humano normalmente redunda en difusión y prestigio de su lengua. Esto es así actualmente y lo era en los territorios abarcados por el área colombiano-centroamericana en época precolombina.
En las porciones de Honduras y El Salvador incluidas dentro de ella, las lenguas lencas eran las que reunían al mismo tiempo las condiciones de contar con mayor número de hablantes y estar difundidas por un territorio más amplio; además, estaban en contacto con jicaques y matagalpas, y con los mayas y nahuas del área limítrofe: Mesoamérica.
En la parte de Nicaragua perteneciente al área colombiano-centroamericana, aparentemente hasta el momento no se ha determinado si alguno de los grupos presentes (matagalpas, misquitos, sumos, uluas y ramas) tenía algún tipo de preponderancia en la época precolombina, pero el primero de ellos presentaba la ventaja de una distribución que, como la de los lencas en Honduras, los ponía en contacto con los otros cuatro y además con los mesoamericanos, que a partir del siglo ix d. C. se habían ido apropiando de la vertiente del Pacífico. En la época colonial, los matagalpas sirvieron como medio de contacto entre los hispánicos y los pueblos situados hacia la costa atlántica, función que cabe la posibilidad que hubieran desempeñado en la época precolombina.
En Costa Rica, los huetares, extendidos en la parte media del país desde la costa del Pacífico pasando por el valle Central hasta las llanuras del Atlántico, constituían el grupo más poderoso política y militarmente, y su lengua era conocida por los pueblos vecinos (Constenla Umaña, 1984: 13).
En Panamá, el pueblo que ocupaba mayor extensión territorial era el cueva, cuya lengua era de la familia chocó según indican los pocos vocablos que conocemos de ella (Constenla Umaña, 1991: 47). Hay indicios de que este idioma se habría empleado como lengua franca, pues, en zonas del oeste del país pobladas exclusivamente por pueblos chibchenses (guaimíes y bocotaes), los cronistas recogieron voces claramente chocoes y elementos del mismo origen se encuentran incluso en el habla ritual de los bribris y los cabécares de Costa Rica.
En el altiplano cundiboyacense de Colombia, el muisca, la lengua del zipazgo, la entidad política más poderosa de toda el área colombiano-centroamericana, cumplía las funciones de lengua franca (Triana y Antorveza, 1987: 24-25).
No existe mención clara de lenguas francas en el resto de las regiones colombianas situadas en el área colombiano-centroamericana. En el caso de la poblada predominantemente por hablantes de lenguas chocoes (denominada costa pacífica y vertiente oeste de la cordillera occidental por los arqueólogos), probablemente hiciera menos falta que en otras partes, por lo cercana que es la relación entre el emberá septentrional y el emberá meridional, las lenguas que se repartían la mayor parte de ese territorio. Lo mismo habría ocurrido en los departamentos del Atlántico y de Bolívar, de estar en lo cierto Rivet al considerar que mocanas, malibúes y pacabueyes eran «un mismo pueblo que hablaba dialectos diferenciados». Tampoco se menciona en las fuentes coloniales la existencia de una lengua franca en la región de la Sierra Nevada de Santa Marta, sin embargo es posible que la hubiera. Actualmente, coguis, icas y damanas comparten una habla ritual que denominan con el nombre de tairona, que se ha aplicado a la importante cultura que se desarrolló antiguamente en las faldas de la sierra y en la zona costera de los alrededores. De acuerdo con Jackson (1995: 68), el vocabulario de dicha habla ritual se relaciona más que nada con el damana, de modo que cabe la posibilidad de que esta lengua se empleara como lengua franca entre los pueblos de la región.
Los españoles denominaron lenguas generales a aquellas que, usualmente debido a la importancia política y militar de quienes las hablaban como lenguas maternas, habían sido adoptadas como medio común de comunicación entre hablantes de distintas lenguas en determinados territorios. Como señaló Tovar (1961: 189), al reconocerles esta condición, estaban «aceptando un hecho anterior a la conquista misma» que procuraron aprovechar para sus propias finalidades. Dos de las lenguas antes mencionadas fueron explícitamente reconocidas como generales: el huetar en Costa Rica y el muisca en el altiplano cundiboyacense. El lenca hondureño tuvo en la práctica esta condición (Herranz, 1987: 438-439), si bien no he encontrado mención de ningún documento en que se le aplique ese calificativo. El concepto, cuya primera aparición data de 1560 (Triana y Antorveza, 1987: 162), lógicamente, no llegó a aplicarse al cueva de Panamá debido a la temprana extinción de sus hablantes durante la primera mitad del siglo xvi. En El Salvador y Nicaragua, ninguna lengua hablada en las porciones de estos países situadas en el área colombiano-centroamericana fue reconocida como general debido a que era en las partes pertenecientes a otra área, Mesoamérica, donde se daba la mayor densidad de población y se encontraban los grupos indígenas más importantes: pipiles y nicaraos (ambos nahuas), respectivamente. En Honduras, cuyo territorio también incluía una porción perteneciente a esta última área, el náhuatl se empleó como lengua general, al igual que el lenca (Herranz, 1987: 438-439).
Ha habido tendencias diferentes en cuanto a las relaciones del castellano y las lenguas indígenas durante los cinco siglos en que han estado en contacto. Con completa conciencia de la gradualidad de los procesos históricos y la dificultad consecuente en lo relativo a ponerles límites temporales, propongo para dichas relaciones las tres etapas que se plantean en los apartes siguientes.
Los conquistadores percibieron claramente cuáles eran los grupos indígenas más importantes y le dieron prioridad a la conquista de sus territorios. En la década de 1510, conquistaron el territorio cueva; en la de 1520, el de los taironas; en la de 1530, el de los lencas y el de los muiscas y, finalmente, en la de 1560, el de los huetares.
Estas conquistas decidieron lo que iba a ser la situación lingüística del área durante los siglos xvi y xvii. En una etapa inicial, cuando todavía la mayor parte de los conquistados no había aprendido la lengua de los conquistadores, los idiomas nativos más importantes sirvieron de medio de comunicación con los indígenas en general y se emplearon para inculcarles las ideas y el modo de vida hispánicos. Poco a poco, debido a factores como una mayor presencia de españoles, el mestizaje y las disposiciones legales asimilacionistas, se fue generalizando el bilingüismo y el castellano fue desplazando a dichos idiomas en cada vez más y más esferas comunicativas. A fines del siglo xvii, las que habían servido como lenguas francas en época precolombina habían perdido su condición de tales (las hubiera reemplazado o no el castellano en esta función), eran habladas únicamente como lenguas maternas y se encontraban en franco retroceso aun dentro de sus mismos territorios.
En la historia de la convivencia de las lenguas indígenas y el castellano, desde el punto de vista de este último, esta fue la etapa de mayor interacción, aquella en la que hubo más hispanohablantes que aprendieran lenguas indígenas y también aquella en que se dieron las mayores influencias lingüísticas sobre ellos.
Durante los siglos xviii y xix, la expansión de la población hispánica a nuevas zonas fue escasa y lenta. Regiones como el oriente de Honduras, el Caribe nicaragüense, parte del Caribe costarricense y panameño, Darién, la cordillera del Chocó, la Sierra Nevada de Santa Marta, la sierra de Perijá y la Sierra Nevada del Cocuy se mantuvieron en alto grado libres del control hispánico constituyéndose en regiones de refugio (Aguirre Beltrán, 1967) para una gran cantidad de grupos indígenas y permitiendo la conservación de sus lenguas y de sus culturas.
La castellanización creciente y en algunos casos total de los territorios que habían sido de las lenguas generales (en el siglo xviii, por ejemplo, desaparecieron el muisca y el huetar) y el aislamiento de las otras lenguas en regiones de refugio determinaron que esta fuera la etapa de menor interacción entre el castellano y las lenguas indígenas y de menor influencia de estas sobre aquel.
En el transcurso del siglo xx, más temprano en algunos sitios, más tarde en otros, las regiones de refugio dejaron de serlo o disminuyeron mucho su tamaño. La penetración intensa de los hispanohablantes en ellas ha significado una interacción mayor entre el castellano y las lenguas indígenas.
Las variedades del castellano habladas actualmente en el área colombiano-centroamericana incluyen indigenismos procedentes de lenguas de otras partes de América, hecho relacionado con la proveniencia de los conquistadores que llegaron a cada territorio, por ejemplo, los que llegaron a Panamá tenían experiencia antillana y los que llegaron a Honduras y El Salvador, panameña unos y mexicana otros. Estos indigenismos de fuera del área no interesan en sí en este trabajo, pero tuvieron un papel importante como factores que contribuyeron a reducir la necesidad de la lengua de los conquistadores de adoptar palabras para designar una gran cantidad de elementos de la realidad americana. Por ejemplo, en ninguna parte del área el español tomó en préstamo palabras para designar especies del género Capsicum porque ya disponía para ellas del tainismo ají o del nahuatlismo chile.
Al tratar el tema de las influencias de las lenguas indígenas del área colombiano-centroamericana en el español, conviene distinguir entre las que se dan en el habla de las etnias mayoritarias hispanoamericanas monolingües en castellano (desde que se originaron al establecerse los primeros españoles) y las que se presentan en los dialectos étnicos (Zimmermann, 1992: 236-7). En el caso que nos ocupa, estos últimos son variedades del español originalmente desarrolladas como producto de su uso como segunda lengua por una etnia indígena y restringidas a ella. Aunque los dialectos étnicos provienen de este tipo de bilingüismo, en algunos casos, debido a la extinción del idioma indígena, llegan a constituirse en lenguas maternas de las etnias respectivas.
En las hablas de las etnias hispanoamericanas originadas desde la llegada de los conquistadores españoles, que podríamos llamar dialectos ordinarios, la influencia se da normalmente en el léxico, y solo excepcionalmente en algún otro aspecto (casi siempre en la morfología derivativa y, en menor grado, en la fonología). En estos casos, las personas que sirvieron como punto de partida fueron fundamentalmente personas con el castellano como primera lengua, tanto monolingües como bilingües poseedores de distintos grado de dominio de la lengua indígena como segunda lengua. Este tipo de personas introdujeron préstamos básicamente destinados, en la mayoría de los casos, a llenar lagunas denotativas que el castellano tenía por su condición ajena al mundo americano (los llamados tradicionalmente préstamos motivados por la necesidad, que quizás habría que denominar préstamos por necesidad denotativa) y, en una minoría de ellos, al deseo de connotar familiaridad con dicho mundo (los llamados préstamos motivados por el prestigio, que podrían denominarse más exactamente préstamos por necesidad connotativa).
Las influencias presentes en los dialectos étnicos son, lógicamente, mucho mayores y con frecuencia abarcan todos los niveles de la lengua. En un estudio previo (Constenla Umaña, 2005: 68-79) se dan ejemplos fonológicos y morfosintácticos de dialectos étnicos de indígenas costarricenses, como son, en el castellano de muchos bribris, el tratamiento de las consonantes nasales como alófonos de las oclusivas sonoras del mismo punto de articulación, la adopción de un fonema /∫/, la ausencia de verbo en oraciones copulativas estativas, el uso de negación más adverbio en vez de adverbios negativos (siempre no = nunca), la falta de concordancia de género entre el sustantivo y sus modificadores y de número entre sujeto y verbo, y la omisión del artículo definido.
Esta intensidad notablemente mayor de las influencias se debe a que, en el caso de los dialectos étnicos, el punto de partida son personas bilingües que tienen un dominio completo de su lengua materna indígena y uno parcial del castellano e introducen en este elementos de aquella para llenar lagunas más que nada debidas a su conocimiento incompleto. Aunque el motivo original de los préstamos aquí sea la necesidad denotativa, como lo denotativo y lo connotativo coexisten siempre en el lenguaje, las particularidades de los dialectos étnicos pueden ser aprovechadas connotativamente: he observado especialmente a líderes jóvenes, que normalmente hablan un dialecto ordinario del castellano, marcarse como indígenas, cuando la circunstancia lo hace pertinente, empleando construcciones del dialecto étnico del grupo al que pertenecen.
En los dialectos ordinarios, los préstamos procedentes de las lenguas del área se limitan al parecer al léxico (no conozco ningún rasgo gramatical o fonológico que se haya demostrado claramente que se derive de la influencia de alguna de ellas) y hay una correlación entre el tipo de elementos incorporados con las etapas de la convivencia planteadas anteriormente y con la importancia de las lenguas para la época del descubrimiento.
Dejando de lado los topónimos, la cantidad más importante de préstamos está integrada por sustantivos de las clases de los zoónimos y los fitónimos, elementos que normalmente se tomaron de las lenguas más importantes empleadas como lenguas francas en la primera etapa, lo cual es natural, pues entonces el castellano no había acabado de llenar las lagunas de su léxico en lo relativo a la naturaleza americana. En esa época se adoptó también una cantidad muy exigua de adjetivos, entre los que predominan los referentes a estados de plantas o de cosas elaboradas a partir de ellas. El caso en que esto se ha investigado más pormenorizadamente es el de la influencia huetar (Constenla Umaña, 1984: 7-9; Quesada Pacheco, 1990: 29-30, 32-58) en el español de Costa Rica, pero se encuentran observaciones importantes sobre la del muisca en el de la altiplanicie cundiboyacense de Colombia (Montes Giraldo, 2000: 323, 333-339). En los demás casos, la del lenca hondureño en el español de Honduras, la del cueva en el de Panamá y, quizás, la del Matagalpa en el de la parte montañosa central de Nicaragua y la del tairona en el de los alrededores de la Sierra Nevada de Santa Marta en Colombia son casi nulas lo que se sabe hasta la fecha.
Tanto en la primera etapa como en las dos siguientes se han adoptado otros tipos de sustantivos: topónimos, antropónimos, gentilicios y nombres de lenguas, comunes de tipos de seres sobrenaturales y propios de estos, de cargos y de objetos característicos de las culturas (incluyendo tipos de casas, vestimentas, utensilios, comidas y bebidas). En la primera etapa, la inmensa mayoría de estos elementos se tomó de las lenguas generales; en las siguientes, el desuso de las lenguas generales fuera de sus territorios propios y su extinción en estos han determinado que se hayan tomado de las lenguas locales de las regiones de refugio.
Los topónimos son la única categoría que compite en vitalidad y supera en número a los zoónimos y los fitónimos. El primer siglo de convivencia, el último tercio del xix y los dos primeros del xx han sido los momentos más intensos de su adopción. En el último tercio del xx la cantidad de topónimos tomados en préstamo decreció notablemente, pero hay indicios de que podría reactivarse por gestiones de los indígenas para que en la nomenclatura geográfica de sus regiones se reemplacen nombres castellanos por adaptaciones de los nombres usados en sus lenguas.
A partir del último tercio del siglo xix, los gentilicios principales de los pueblos indígenas y los nombres de sus lenguas han presentado una gran inestabilidad que ha llevado a constantes nuevas adopciones. El motivo es, por lo general, que los antropólogos, los lingüistas o, más recientemente, los dirigentes indígenas deciden en determinado momento cambiar la denominación usada hasta el momento, con frecuencia empleando el argumento no es el «verdadero nombre» del pueblo o la lengua; es así como a una de las lenguas chibchenses de Colombia se la ha conocido con los nombres de guamaca, sanká, sanjá, arosario, marocacero, malayo y damana, y, en lugar de guaimí, guatuso o sumo, muchos prefieran actualmente decir nobere (aunque escriban ngäbere, de acuerdo con la ortografía práctica oficial de la lengua, o incluso ngöbere, a contrapelo de ella), malecu o mayangna. Otro tipo de gentilicios, los que designan a subgrupos en que se dividen las etnias, como, por ejemplo, los nombres de clanes o linajes, se toman en préstamo, pero casi únicamente en obras que tratan sobre sus culturas o en traducciones de textos indígenas.
El uso abundante pero, en general, totalmente transitorio de antropónimos nativos para hacer referencia a los indígenas, que apenas estaban empezando a adquirir nombres y apellidos españoles, fue algo propio de la primera etapa; en las siguientes ha sido extremadamente ocasional y limitado más que nada a trabajos especializados como los etnográficos.
Los nombres de tipos de seres sobrenaturales y nombres propios de estos, los nombres de cargos y los nombres de objetos característicos de las culturas siguen tomándose en préstamo, pero su uso está más que nada limitado a las personas que se relacionan con los indígenas, principalmente desde el punto de vista del estudio de su cultura y su historia o a las traducciones de textos indígenas. Así, por ejemplo, en la bibliografía antropológica sobre los chocoes emberaes se habla, por ejemplo, de los jais, ‘espíritus que tienen que ver con las enfermedades y su curación’; de Carabagí, ‘el ser supremo’; de los jaibanaes, ‘médicos-chamanes’; de benecuá, ‘fiesta del maíz’; de los miasues, ‘tipo de bastones usados por los jaibanaes’, etcétera. Es probable que los préstamos de las lenguas indígenas del área colombiano-centroamericana al castellano que se den en el futuro sean más que nada de este tipo, seguidos por los gentilicios y los nombres de lenguas.
Con muy pocas excepciones, la pertenencia a vocabularios conocidos solamente por minorías, de todos modos, parece ser cada vez más el destino de los préstamos de las lenguas indígenas del área colombiano-centroamericana y probablemente de toda América. Esto ha llegado a ocurrir incluso con los fitónimos y los zoónimos, propios del habla de la población rural, que pasó en el siglo xx de ser mayoritaria a minoritaria. Obviamente, esta es la causa de la escasa vitalidad mostrada por los indigenismos en general en los estudios que se han realizado al respecto, que han sido llevados a cabo en centros urbanos al parecer en todos los casos (López Morales, 1998: 76-78; Jara Murillo, 1988).
En la primera etapa de la convivencia, la influencia del castellano se ejerció casi exclusivamente sobre las lenguas generales, pues eran estas, no aquel, el medio de comunicación empleado en el contacto con los hablantes de las lenguas locales minoritarias. Para formarnos una idea de la naturaleza de dicha influencia, disponemos de datos únicamente en el caso de una lengua: el muisca, ya que de los trabajos que se hicieron sobre el huetar y, probablemente sobre el lenca, ninguno parece haber sobrevivido (Constenla Umaña, 2004: 12-13). En los textos de oraciones católicas contenidos en las obras del siglo xvii (la Bernardo de Lugo de 1619 y las anónimas publicadas por primera vez por Uricoechea en 1871 y Quijano Otero en 1883), los préstamos que aparecen (por cierto, escritos con la ortografía castellana de la época, sin intentar reflejar las adaptaciones de pronunciación que deben haberse dado) pertenecen exclusivamente a la terminología de la religión que se quería inculcar por su medio: Dios (al igual que otras lenguas, como el bribri y el cabécar, el muisca no tenía un genérico para designar a los seres sobrenaturales que en castellano denominaríamos dioses), cruz, ángel, pecado, confesión, comunión, misa, cristiano, iglesia. Los que aparecen en los vocabularios contenidos en esas mismas obras tienen que ver mayoritariamente con objetos, animales, tipos de explotaciones agrícolas o cargos introducidos por los españoles (a diferencia de lo que sucede en los textos, en muchos casos se transcribe la adaptación muisca de la pronunciación): espada, flauta, grillos, calsas (‘calzas’), hicabai (‘caballo’), tansia (‘estancia’), corrijidore (‘corregidor’). En los ejemplos que se dan en los vocabularios aparecen también antropónimos como Juan y topónimos como Parma (‘La Palma’). Los ejemplos citados permiten constatar que en el muisca el tipo de préstamo más común obedeció al mismo factor fundamental que la mayor parte de los préstamos de las lenguas generales al castellano: la necesidad de vocablos para referentes introducidos por el contacto con la otra cultura, lo que antes denominé la necesidad de llenar lagunas denotativas. Hay algún caso, sin embargo, en que se encuentra predominio de lo connotativo, como ocurre con el tratamiento señor, cuyo equivalente en los ejemplos es tanto la forma usada habitualmente en muisca paba (literalmente, ‘padre’) como la palabra castellana.
El notable aislamiento de la mayor parte de las lenguas indígenas sobrevivientes durante la segunda etapa determinó que la influencia del castellano sobre ellas fuera exigua. En los vocabularios (de barí, dorasque, chánguena, guaimí, bocotá, térraba, bribri y cabécar y jicaque) que quedaron del siglo xviii y de la primera mitad del xix, es excepcional encontrar algún elemento de origen español, incluso en el caso de los nombres de objetos y animales introducidos a partir de la conquista, la mayor parte de los cuales aparecen designados por medio de palabras propias de cada lengua. No es de extrañar esto, pues en las regiones de refugio, una vez desaparecida la vigencia de las lenguas generales en el siglo xvii, los misioneros durante el resto de la época colonial siguieron en general la política de aprender las lenguas locales. En los recogidos en la segunda mitad (que abarcan muchas lenguas más), el número de préstamos presenta algún incremento, pero siempre es notablemente pequeño. La mayor influencia del castellano se manifiesta, como era de esperarse, en la única de las lenguas que claramente tuvieron en su momento la condición de generales que sobrevivía a fines del siglo xix, el lenca. En Membreño (1987: 251-254) aparecen transcripciones de diálogos en lenca hondureño que incluyen abundantes préstamos del castellano, buena parte de ellos no motivados por necesidades denotativas: negocium (‘negocios’), ratu (‘momento’), juez, atrazu (‘atraso’), familia, ofrecer, legua, pero, creer, poder. Fuera del lenca, solo el misquito pareció haber recibido influencias fuertes de una lengua europea, pero esta no fue el español sino el inglés, hecho motivado por su estrecha colaboración con Inglaterra en la lucha contra España.
En la etapa de desaparición de las regiones de refugio, se intensifica gradualmente el contacto de las lenguas indígenas del área con el castellano y esto se traduce en una mayor adopción de elementos de este por parte de aquellas. Si antes de esta etapa y en sus primeros momentos las influencias y los cambios consecuentes en la forma de vida marchaban a paso muy lento, en la segunda mitad del siglo xx se aceleran notablemente en la mayor parte de los territorios. En general, en las lenguas de las antiguas regiones de refugio, al principio las necesidades de significantes para los nuevos conceptos se llenaban predominantemente por medio de formaciones léxicas nuevas hechas con elementos patrimoniales, por préstamos bien adaptados a su fonología o acordes con ella (de todos modos la mayor parte de los indígenas no hablaba castellano o tenía un dominio muy escaso de él) o, incluso en algunos casos, por los dos tipos de elementos, como ocurre en los siguientes ejemplos del guatuso, lengua chibchense del norte de Costa Rica: corre, ‘rifle’ (originalmente ‘rayo’, significado que conserva); tafá, ‘gato’ (literalmente ‘felinito’); malhióca lhaíca, ‘escritura’ (literalmente ‘habla de dibujos’); cuquí súca,‘camisa’ (literalmente ‘lo que cubre las extremidades superiores’); yuquí, ‘cuchillo’; maráfáquesufá, ‘avioneta, avión’ (literalmente ‘volador’); chíu, ‘automóvil’ (originalmente ‘bote’, significado que conserva en la actualidad); chopo, ‘revólver’ (en el español local este es el significado de la palabra, no ‘fusil’ como consigna el Diccionario de la Real Academia Española); amansarrye, ‘amansar’; nhaína o chacárra, ‘gallina’, y páca o teptep, ‘vaca’. Con la aceleración del proceso y el avance del bilingüismo, lo predominante pasan a ser los préstamos sin mayores adaptaciones al sistema fonológico original de las lenguas como sucede en el caso del guatuso con pádre, ‘sacerdote católico’; bus, ‘bus’; gasolína, ‘gasolina’, y banhco, ‘banco’. Los elementos de este tipo llevan a la modificación de los sistemas fonológicos, cuyo número de fonemas se amplía sobre todo por medio de escisiones secundarias.
La influencia léxica, sin embargo, ya no se limita a la satisfacción de necesidades denotativas, como se ve en los siguientes ejemplos de hispanismos (recogidos en Huber y Reed, 1992), que han reemplazado elementos vernáculos en el vocabulario básico y en el de la fauna local en ica, la lengua chibchense de Colombia con mayor número de hablantes: /'wesu/ ‘hueso’, /'webu/ ‘huevo’, /'higru/ ‘hígado’, /sa'hinu/ ‘saíno’, /'sapu/ ‘sapo’, /gei'nasu/ ‘gallinazo’, /'nigwa/ ‘nigua’. Villars (1993: 64) que en una lista de 400 rubros de vocabulario básico de tol (jicaque oriental de la Montaña de la Flor, Honduras) el 7 % está constituido por hispanismos.
En cambio, en lo morfosintáctico, la influencia del castellano parece seguir siendo extremadamente infrecuente y excepcional, al menos esto es lo que se concluye al examinar las gramáticas de las lenguas del área publicadas durante los últimos 30 años.
En el contacto entre el castellano y las lenguas indígenas, estas últimas han sido obviamente las grandes perdedoras desde el punto de vista territorial y de número de hablantes.
Para dar una idea en cuanto a número de hablantes, en la parte del istmo centroamericano incluida en el área colombiano-centroamericana, de acuerdo con los datos incluidos por Pérez Brignoli (1997: 26), la población indígena hacia el 1500 sumaba cerca de dos millones y medio, en tanto en el presente parece haber un máximo de 427 697 hablantes de las lenguas indígenas originarias que han sobrevivido (el 17,1 % de los que tenían las lenguas del área a comienzos del siglo xvi). De ser los únicos pobladores del área, los hablantes de lenguas indígenas (incluidos los de la parte colombiana) han pasado a ser solo el 2,24 % de la población actual.
Además, el estado de conservación de estas es en la mayor parte de los casos bastante precario. Aplicando, para ejemplificar, la clasificación de estados de conservación de las lenguas indígenas de Bauman (1980: 5-13) (florecimiento, resistencia, declinación, obsolescencia y extinción) a las lenguas de la principal agrupación genealógica, la chibchense, tenemos que a la primera categoría no se pueda asignar ninguna; a la segunda, siete (el guaimí, el cuna, el cabécar, el cogui, el ica, el tunebo y el barí); a la tercera, siete (el paya, el guatuso, el bribri, el bocotá, el teribe, el chimila y el damana); a la cuarta, una (el rama), y, a la quinta, ocho (el huetar, el boruca, el dorasque, el chánguena, el antioqueño, el atanques, el muisca y el duit). De estas 23 lenguas, entonces, hay un 30,4 % en estado resistente, otro tanto en estado declinante y un 34,8 % están extintas.
En cuanto a territorio, todas las lenguas extintas fueron reemplazadas en los suyos por el castellano, cuyos hablantes en muchos casos (probablemente en todos), han ocupado grandes porciones de los que poblaban originalmente los indígenas que todavía hablan las suyas. Para citar un ejemplo, de acuerdo con Jaramillo Gómez (1987: 64), los baríes en otro tiempo tuvieron a su disposición 21 300 kilómetros cuadrados en Colombia y Venezuela, que en 1980 se habían reducido a solo 2400.
La amenaza mayor para las lenguas que quedan es la pauta de bilingüismo diglósico (Villars, 1993: 46-47, 17) en que han ido cayendo conforme se va dando la desaparición de las regiones de refugio. El bilingüismo diglósico o sustractivo propio de las situaciones de supremacía por parte de una lengua y subordinación por parte de otra tiene «un carácter sustitutivo o desplazante, es decir, una orientación hacia la inevitable pérdida o extinción de la lengua dominada» (ibídem: 47), que se ve excluida gradualmente de más y más situaciones comunicativas hasta que termina no teniendo cabida en ninguna.
Desde su inicio, la convivencia del castellano y las lenguas indígenas del área colombiano-centroamericana (y, en general, la de las lenguas de los conquistadores europeos de América y las lenguas indígenas americanas) ha sido una relación asimétrica de conflicto lingüístico (Vallverdú, 1981: 31). El castellano, en primer lugar, despojó de su supremacía a las lenguas que la habían ejercido previamente y, en una primera etapa (siglos xvi y xvii), fue reemplazando a estas lenguas, que habían pasado de dominantes a subordinadas, en los territorios antes poblados por sus hablantes, directamente dominados por ellos o bajo mayor influencia por su parte. Las demás lenguas indígenas quedaron aisladas y al mismo tiempo marginadas de los procesos de las entidades políticas surgidas a partir de la conquista (primero demarcaciones del Imperio español, luego repúblicas hispanoamericanas) en regiones de refugio. En una tercera etapa, aquella en que nos encontramos, el castellano reanudó su expansión y con ella se ha venido completando la subordinación de todas las lenguas indígenas sobrevivientes del área con la imposición de un bilingüismo diglósico que amenaza con desembocar en la desaparición de todas ellas.
La única posibilidad de que la convivencia de lenguas a la que me he referido no conduzca a este final sería el reemplazo del bilingüismo diglósico por un bilingüismo simétrico o aditivo que «garantice el derecho de los bilingües de hacer uso indiscriminado de ambas lenguas en cualquier situación comunicativa» (Villars, 1993: 47). Quienes valoramos la diversidad lingüística como un valor cultural de la mayor importancia estaremos, sin duda, de acuerdo en que se debieran hacer todos los esfuerzos necesarios para lograrlo, pero, al menos por el momento, no hay indicios de que las sociedades nacionales e incluso la mayor parte de los indígenas compartan este punto de vista.