El vínculo entre el lenguaje y la arquitectura se evidencia en perfectas definiciones que hablan con claridad y belleza de los componentes de las edificaciones o del oficio de construirlas. De igual manera, muchos autores nos deleitan con el manejo excepcional del lenguaje hablado o escrito cuando evocan simbolismos, sentimientos o percepciones que despiertan un lugar o un espacio creado, aún más allá de lo funcional o de lo constructivo. Al hacerlo, ellos no están alejados de la maestría que exige la descripción de una experiencia mística, que, como la arquitectura, parece no tener palabras para explicarla, ya que solo se entiende dentro de ella misma.
Por esta razón, resulta muy significativo que en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua Española se discierna sobre un tema tan vivificante, sobre cómo la arquitectura y, de manera particular, la arquitectura hispánica, integra esencialmente al Humanismo, a las artes y a las ciencias. Quizás sea también una oportunidad para comprender mejor el lenguaje, que, escrito con formas, nos muestra la historia de la transformación de nuestros territorios.
La noción sobre los espacios habitables la enriquecemos a partir de las vivencias individuales que nos oferta nuestro entorno: en nuestras casas, en las ciudades o en nuestros territorios. En ellos crecemos, dibujamos nuestros valores, realizamos nuestros sueños y edificamos nuestra cultura. Por ello, al construir, no solo somos responsables del espacio donde transcurre el trasegar cotidiano de nuestros conciudadanos, sino también de materializar en lugares la visión de la sociedad como un todo; en este sentido somos garantes de permitirles con nuestras obras alcanzar sus metas y anhelos, o, caso contrario, inducir a frustraciones y a olvidos.
El doctor en Arquitectura Jesús Aguirre Cárdenas, en su ensayo Arquitectura y Humanidades, desarrolla el concepto y hace referencias, entre otras, a la base aristotélica:
Humanidad significa los principios esenciales de la especie, tanto formales como materiales, prescindiendo de los individuales. Pues se dice humanidad en cuanto que alguien es hombre (ser humano), y el hombre es alguien, no por sus principios individuales sino solo por que tiene los principios esenciales de la especie.
Liga posteriormente, en su análisis, el humanismo y la ciencia, y lo aplica a la arquitectura para refrendar el concepto del espacio habitable como satisfactor integralmente humano de todas las características, físicas y espirituales, de quien lo usa.1
El maestro en Filosofía David Calderón Martín del Campo, en una reflexión sobre el sentido humanístico de la arquitectura, critica drásticamente buena parte del ejercicio contemporáneo netamente mercantilista, requiere un acercamiento con la poesía y la filosofía, esenciales para una lectura integral de esta práctica disciplinar, y reflexiona sobre los espacios comunitarios, cuando los hay, dice: «aportan lo mismo: la iglesia da identidad, la plaza encuentro, el mercado alianza, el monumento recuerdo».2
Algunos de los eventos recientes de finales del año 2006 facilitan elementos para introducir de manera contemporánea el tema: la XX Bienal Colombiana de Arquitectura, en cuyo marco se realizó el V Encuentro Iberoamericano de Arquitectos y la XXIII Asamblea de la Federación Panamericana de Arquitectos, así como la XV Bienal Panamericana de Arquitectura de Quito y el premio El León de Oro otorgado a la ciudad de Bogotá en la X Muestra de Arquitectura en la Bienal de Venecia, sustentan que la arquitectura y el urbanismo son un entorno indispensable para el entendimiento cultural contemporáneo. Tanto en su forma como en sus contenidos, los encuentros de arquitectura destacan obras y trabajos académicos recientes que tienden a convertirse en los hitos que van definiendo nuestra cultura arquitectónica.
Al comprender que al construir nuestras ciudades, día a día construimos también nuestro patrimonio, somos más conscientes sobre la responsabilidad que asumimos al definir los nuevos lugares para la convivencia. La permanente ampliación de los perímetros urbanos y el necesario equilibrio que ello demanda sobre la densificación de los centros de las ciudades obliga al respeto por nuestro pasado, a valorar el legado sobre el cual se estructuraron los trazados, los conjuntos y las edificaciones, que merecen conservarse, aun sobre las presiones que pretende imponer el mercado inmobiliario.
Si bien las actividades económicas del proceso de colonización en nuestro territorio americano tenían base en la producción rural, minera y el intercambio portuario, su concretización tuvo los escenarios urbanos como epicentros. En ese transcurso, existió una clara decisión de política urbanizadora, de ahí el rico sumario fundacional que se dio entre los siglos xvi y xvii, cuando «en 1580 existe constancia de la fundación de por lo menos 230 ciudades permanentes y en 1630 de unas 330».3 Esa decisión estuvo acompañada de una forma de hacer la ciudad sobre la cual se ha investigado y discutido con todo rigor histórico, incluso en el interesante debate sobre los cánones que rigieron esos modelos.
No parece ser controversial que el urbanismo en América Hispana fue finalmente también parte del proceso de mestizaje, donde los elementos básicos como la trama urbana, la Plaza Mayor, los edificios institucionales y la vivienda conformaron nuevos patrones, alimentados de una parte de las utopías urbanas europeas, que resultaban muy difíciles de recomponer en las ciudades insulares españolas y, de otra, del entorno geográfico y cultural inherente a nuestro territorio. En esos nuevos contextos urbanos, al igual que hoy, el espacio público y los lenguajes formales se definen también como estructurantes de las nuevas colectividades.
De tal manera, que durante las horas de discusión del tema, en el marco del IV Congreso Internacional de la Lengua Española, solo podemos definirnos como ávidos de escuchar las enriquecedoras reflexiones que al respecto harán cada uno de los distinguidos participantes. Con seguridad, ellos abrirán con sus conocimientos nuevas puertas y ventanas para pensar la arquitectura como parte del lenguaje común de nuestras culturas.