Cuando los seres humanos descubrieron el habla y comenzaron a estructurar el lenguaje, se establecieron las bases para la comunicación. Cuando descubrieron la arquitectura y detectaron los principios de la organización urbana, se plantearon las bases para la convivencia.
Se trata de dos fenómenos trascendentales cargados de un potencial que ha configurado la historia humana, tanto en su conjunto como en sus particularidades. Su importancia es paralela en la medida en que se genera una interacción entre ambas: la comunicación que se logra por el prodigio del lenguaje incita a la fecunda convivencia que se establece en la vida urbana y esta convivencia, a su vez, propicia la comunicación.
Hay una diferencia profunda entre hablar de arquitectura y hablar en arquitectura. Se habla de arquitectura como de tantos temas, utilizando palabras. Al hablar en arquitectura, sin embargo, las herramientas son otras que permiten decir cosas en forma explícita y contundente. Una puerta establece, sin lugar a dudas, que por ahí se puede pasar de un lado a otro y un muro, en cambio, que no; una escalera propone subir o bajar, una cubierta ofrece, entre otras cosas, sombra.
Una de las características distintivas de la obra arquitectónica y una de las diferencias fundamentales entre el lenguaje y la arquitectura es la de estar esta invariablemente adscrita a un lugar, la de pertenecer a un contexto mayor, sea este natural o urbano. Esta pertenencia provoca una nueva y peculiar sintaxis, ya que se trata siempre de la obra inmersa en un contexto previo a su existencia, que va a afectarla sin remedio pero que también va a ser afectado por ella. Esta situación de interdependencia de la obra con el sitio es condición específica de la arquitectura.
Observando a los indígenas que después llamaríamos americanos, en un texto cuya referencia he olvidado, Américo Vespucio comenta en una carta al rey de España que: «las gentes de estas tierras usan los mismos sonidos que nosotros pero les dan otros nombres a las cosas».
Los mismos sonidos, relacionados de diversas maneras, dan lugar a distintas lenguas. Los mismos elementos, muros, columnas, cubiertas, plataformas, identifican en arquitectura épocas y culturas diversas.
Una interesante equivalencia, una similar estructura de la mente humana ha permitido, genéricamente, la comunicación y la convivencia (las que se logran sin cancelar las diferencias y los matices, más bien aceptándolos y acentuándolos), y da lugar así a idiomas y dialectos, a diversidad de estilos y espacios, a las ricas y variadas manifestaciones culturales a lo largo de la historia.
Así como los fonemas se estructuran en las diversas lenguas de tal modo que son capaces de expresar en todas ellas desde los hechos cotidianos hasta el pensamiento filosófico, desde la charla coloquial hasta la metáfora poética, o transitar desde la cortesía hasta el insulto organizando toda la gama de posibilidades de comunicación humana, de manera equivalente las obras de arquitectura se convierten en la sustancia de las ciudades, en materia generadora de los espacios de reunión para la comunidad o de los ámbitos que alojan la intimidad del hogar, en creaciones capaces de ofrecer el asombro de la experiencia artística o, también, con lamentable frecuencia, en manifestaciones banales o insultantes que contribuyen a la construcción del hastío y la extensión de la miseria.
La ciudad es, si resulta aceptable la metáfora, un texto inacabado que cotidianamente leen, y escriben, sus habitantes.
Con unos cuantos muros, una puerta, algunas ventanas y una cubierta, pueden generarse, pues, espacios contrastantes: desde la choza precaria hasta la más lujosa residencia, pasando por el sitio simbólico o el ámbito poético. Como los fonemas en el lenguaje, los elementos básicos de la arquitectura estructuran las palabras y estas las frases, las oraciones, los párrafos y los capítulos de la ciudad. Son importantes sus características y su calidad particular, ciertamente, pero más lo es la manera como están relacionados entre sí, es decir, su sintaxis.
La obra arquitectónica particular pasa a ser fonema de la escala urbana, se convierte en componente de la ciudad y, con ello, en parte de la comunidad.
Sea en su manifestación oral o en su expresión escrita, la palabra ha sido factor fundamental para transmitir las características de los elementos básicos de la arquitectura, no solo por su capacidad para describir cómo son, sino también para informar de cómo se hacen.
La extensión del vocabulario de términos arquitectónicos en español es especialmente abundante. Incluye referencias a la forma, a la disposición, a los procedimientos de construcción, a los componentes del edificio, al uso, al estilo y a una amplia serie de temas relacionados con las edificaciones.
Pero así como existen similitudes estimulantes que invitan a descubrir urdimbres que las entretejen, tanto por su distinto origen como por la estructura misma de su sintaxis, se establecen claras diferencias en el potencial expresivo que ofrecen el lenguaje frente a la arquitectura y la palabra frente al espacio.
Estructura esencial del lenguaje oral o escrito es la sucesividad de su expresión. El texto o el discurso se desarrollan irremediablemente en forma lineal y es necesario elegir el orden en el que se organizan las ideas o las referencias. Existen, por supuesto, algunas posibilidades de eludir esta condición secuencial de progresión que permiten liberarse de ese control. La metáfora es, por ejemplo, una magnífica puerta que se abre a las evocaciones y a las referencias múltiples (tal vez por ello en la crítica arquitectónica se utiliza tanto), pero aun ella debe también plegarse al orden férreo de la sucesión.
La expresión arquitectónica, en cambio, no es sucesiva, sino simultánea. No hay un orden sintáctico y una expresión fundamentalmente lineal en su construcción, sino un orden específico que en cada obra aparece y una oferta plural que se ofrece a la experiencia y a la interpretación. Formas, texturas, colores, proporciones, dimensiones, sistemas resistentes, materiales, efectos luminosos, acústicos, visuales, táctiles, y, por supuesto, usos y actividades de los seres humanos, todo ello de manera sincrónica. Por eso, los elementos y los espacios en el lenguaje arquitectónico no poseen claros y específicos significados, lo que se promueve por su simultaneidad es, más que la comunicación unívoca, la interpretación y la experiencia vital. La arquitectura acepta cambios de uso, algunos previstos y otros descubiertos por los usuarios o el tiempo; sufre o se beneficia de ampliaciones y modificaciones; puede volverse ruina sin perder capacidad de expresión. Los espacios arquitectónicos están llenos de resonancias, las calles y las plazas están impregnadas de ecos: charlas, piropos, insultos o protestas ciudadanas quedan por siempre registrados en la memoria acústica de los espacios arquitectónicos.
Referirse a un edificio como «períptero, octástilo, de orden dórico» era, hace dos milenios, una descripción bastante precisa. Unas cuantas palabras bastaban para que un conocedor del lenguaje de la arquitectura tuviera una información tanto del aspecto de la edificación como del detalle de sus principales componentes. Ese tipo de descripciones académicas ofrecían algo equivalente a la información que puede brindarse hoy mediante un buen número de dibujos, si bien no se debe olvidar que entonces ya hacía varios siglos que se realizaban construcciones con esas características.
En lo que a arquitectura se refiere, el vocabulario tradicional de nuestro castellano tiende a ser, previsiblemente, descriptivo. Hay términos que se refieren al programa general de una obra: teatro, templo, palacio; otros que se detienen en la forma de los componentes de un edificio: arcos apuntados, de herradura, bóvedas de pañuelo, bóvedas de cañón; muchos exigen conocimientos especializados: capealzado, escarzano, astrágalo; los hay que se refieren más bien a los espacios: deambulatorio, nave, claustro, plaza, calle; a los detalles: pecho de paloma, bocel, gotero; a los procedimientos: enjalbegar, a soga, a tizón; a los componentes principales: arco, bóveda, cúpula, columna, muro. Están también los términos que hablan de las condiciones estructurales: saledizo, arbotante, armadura; de los instrumentos o los equipos de trabajo: plomada, cordel, talocha, maroma; del estilo: dórico, bizantino, gótico, barroco, neoclásico, moderno; o de la cultura, el país o la región que les dio origen: egipcio, griego, islámico, japonés, etcétera.
En ocasiones, la sensibilidad o el ingenio llegan a utilizar el lenguaje para atribuir a los materiales una suerte de temperamento propio y un peculiar voluntarismo. El gran arquitecto Louis Kahn afirmaba que los vanos que se abrían en un muro de ladrillo «querían ser arcos» y, en México, el maestro albañil que se equivoca en el trazo de un muro se justifica haciendo notar que: «así quería».
En los años recientes, las palabras como factor principal de descripción para las obras arquitectónicas tienden a ceder cada vez más el terreno ante los medios gráficos y, con ello, el vocabulario tradicional tiende a diluirse.
Si mis observaciones anteriores son acertadas, parece claro que en arquitectura el amplio inventario léxico de la lengua española se ha concentrado en la generación de términos que describen las características, la forma, los procedimientos de construcción y un amplio etcétera de lo que podrían llamarse los instrumentos que generan la arquitectura. Son comparativamente escasos los vocablos que expresan las características de los espacios, la luz, las relaciones con el sitio o el ritmo de las secuencias y los recorridos.
Desde hace ya varios decenios, en las escuelas y los talleres de arquitectura casi nadie conoce el vocabulario tradicional de términos arquitectónicos y aún menor es el número de quienes lo usan. Se escucha constantemente, en cambio, una serie de palabras que a muchos nos suenan incómodamente españolizadas, como escanear, plotear o pixelar, que forman parte de una terminología en la que continúan predominando los vocablos descriptivos, pero ya no de los componentes o de los espacios de la edificación, sino concentrados en las referencias a los procesos de representación.
Todas las lenguas han generado abundantes términos que se refieren a la arquitectura y han contribuido de manera sustantiva a aprenderla y a construirla.
Por ello, a primera vista puede sorprender que en la actualidad estos se conozcan y se utilicen tan escasamente. Aun en medios que cabe suponer especializados, como las escuelas y las facultades de arquitectura, estas palabras suscitan un sabor anacrónico y tienden a conocerse solo entre un reducido grupo de eruditos mientras que su significado y su aplicación en las referencias cotidianas es casi nula. No deja de resultar intrigante el reducido incremento que se observa hoy en una nomenclatura antes tan rica y variada.
Aventuro algunas explicaciones y unas cuantas reflexiones en torno a la situación actual del vocabulario arquitectónico, y esbozo brevemente algunos de sus antecedentes y consecuencias.
Creo que hay, entre otras, dos razones importantes que pueden contribuir a comprender la situación. Por una parte, dados los recursos crecientes en el campo de la representación gráfica (aunados a los no menos notables de los medios de reproducción —de los trazos en la arena, el pergamino y el papel a las impresiones en láser—), la información arquitectónica ha transitado de lo verbal a lo gráfico, de la descripción general a la representación específica. Por otra, puede pensarse que la generación de un vocabulario extenso y preciso sobre cualquier tema presupone algunas condiciones. Así, una primordial es que las características de lo descrito mantengan una permanencia y una continuidad histórica que permita que los términos se conviertan en referencias útiles y generalizadas, para lo cual, en nuestro caso, se requiere de una correspondencia con la forma de hacer la arquitectura. Cuando las formas y los procedimientos se mantienen durante un lapso de tiempo considerable, la gente se habitúa a ellos y aprende a reconocerlos. Entonces se crea un código que para los artesanos, los constructores o los arquitectos tiene sentido. Se da un acuerdo tácito que permite utilizar un determinado léxico en común y se consagran entonces los significados.
En la época actual, estas condiciones han cambiado. En las últimas tres décadas la arquitectura en boga ha logrado una difusión y una presencia en los medios muy intensa, pero ha mostrado también unas características que no habían sido habituales a lo largo de la historia. Ahora no solo es posible, sino que se ha prestigiado una actitud de cambio constante en las formas, los materiales y los procedimientos, lo que previsiblemente dificulta la labor de nombrarlos y, cuando esto se intenta, la terminología resultante suele quedar en generalidades imprecisas, efímeras y, con frecuencia, polémicas.
Tal vez por eso, hoy, el uso de la palabra como medio inicial y fundamental para describir las características de la forma o las peculiaridades de la fábrica de los elementos arquitectónicos ha perdido sentido y competencia. Como he dicho, el desarrollo creciente de los recursos gráficos, dibujos, maquetas, modelos y fotografías y las diferencias de precisión a favor de estos medios sobre las palabras son tan claras que parece natural ceder este campo con la irreparable pérdida del vocabulario tradicional.
No obstante la evidencia de lo anterior, en la actualidad se escribe y se habla de arquitectura más que nunca; más que nunca se ventilan sus problemas y sus posibilidades, más que nunca se debaten sus características y sus implicaciones, sus relaciones con su lugar y con su tiempo.
Solo que los discursos y los textos de hoy se concentran en la reflexión, en el análisis y en la interpretación de los problemas, las posibilidades y las responsabilidades del quehacer arquitectónico. La descripción ha quedado, como es natural, en manos de la imagen. El vocabulario arquitectónico ha dejado de ser, pues, terminología para especialistas, ha perdido su pertinencia específica y es ahora discurso abierto y comunitario.
Cada vez más consciente de que, en arquitectura, la comunicación por la palabra, más que con la descripción, en este siglo recién inaugurado tiene que ver con la convivencia, personalmente creo que el panorama trazado en estas páginas augura el principio de una vuelta al humanismo, anuncia una importante apertura ante el potencial cultural que plantea el estrecho parentesco entre el lenguaje y la arquitectura y, sobre todo, como corresponde al verdadero sentido de la cultura, hace camino al andar por esa espléndida, aunque difícil, senda de la unidad que se logra aceptando lo diverso. Hago votos porque así sea.