El lenguaje en la medicina Pedro García Barreno
Catedrático de Cirugía de la Facultad de Medicina de la Universidad Complutense de Madrid España)

Los primeros impresos médicos aparecieron poco después de la invención de la imprenta, como hojas furtivas impresas en vernáculo: el Laxierkalender (publicado en el año 1475) y el Aderlas-kalender (publicado en el año 1462), con los días para purgar y sangrar, que, junto con los Lasstafelkunst sobre astrología judiciaria, donde con frecuencia aparece la figura del hombre con las influencias zodiacales sobre las partes del cuerpo, muestran el proceso de transición de las creencias médicas populares y sus supersticiones. Los incunables de medicina que primero vieron la luz no fueron obra de médicos, sino trabajo de editores cultos que imprimieron códices médicos antiguos, de texto misceláneo, para cubrir las necesidades informativas de estudiantes y de profesores de medicina. Tal carácter tuvo la primera Articella (publicado en el año 1476), cuyas ediciones contienen fragmentos de Hipócrates, particularmente los aforismos, secciones de Galeno y las interpretaciones que de su obra hiciera Hunain ibn Ishaq.1 La obra de los médicos humanistas en las ediciones de los textos clásicos no puede comprenderse sin la inteligente participación de distinguidos impresores de aquel tiempo, que hicieron posible en diversos países la delicada tarea filológica simultánea de muchos médicos.2

Con todo, la lengua castellana adquirió, en aquella época, rango de idioma científico, carácter reservado hasta entonces y en Occidente al latín, lengua esta a la que el Renacimiento infundía un nuevo vigor. La adopción del castellano para la expresión científica no solo prueba su vitalidad, sino también la existencia de una determinada postura intelectual, además de revelar suficientes matices en la lengua para expresar la complicada y abstracta ideología de los eruditos. Bien es cierto que el vocabulario científico castellano no había nacido espontáneamente; en realidad es el fruto de un lento desarrollo de varios siglos, cuyo inicio se debe a la obra de Alfonso X el Sabio (1221-1284) y, en el campo que nos ocupa, a Raimundo Llull y Arnaldo de Vilanova.3

Pero no es este un caso único. En los demás países europeos, en la misma época, también se usa el habla vulgar para la ciencia. Así sucede en Alemania o en Francia. Paracelso (1493-1541) redactó su magna obra, destinada a todas las esferas sociales, en tosco alemán, y el meticuloso Ambroise Paré (1509-1541) describió las observaciones quirúrgicas en un conciso francés. Por consiguiente, la composición de obras médicas en lengua vernácula no era privilegio exclusivo de España; sin embargo, los escritos en castizo castellano de Andrés de Laguna o de Huarte de San Juan tienen algo que no se encuentra en otros textos científicos de la misma época. De ambos escritores añade con toda justicia Dubler que «su lectura no solo proporciona información científica, a veces completamente original, sino además un verdadero goce estético».4 Andrés de Laguna, cosmopolita y hombre de mundo, quien no por conocer muchas cosas despreciaba las de su país natal, y humanista por excelencia, da por descontado que la revisión de Dioscórides debe ser hecha en español, lengua «que o por nuestro descuido, o por alguna siniestra constelación, ha sido siempre la menos cultivada de todas, con ser ella la más capaz, civil y fecunda de las vulgares», aunque había preferido exponer sus trabajos científicos previos en latín, al que Huarte llamaba lengua extranjera, a pesar de estar toda su obra plagada de frases y citas en aquella.5

No son Laguna y Huarte los únicos, sin duda, que inician el uso del romance; entre ellos podría incluirse a Dionisio Daza Chacón, a Juan de Valverde de Amusco o a Juan Fragoso. El primero, en su Práctica y teoría de cirugía, escribe:

Antes que te dé cuenta de mis trabajos y peregrinaciones, discreto lector, te quiero decir la ocasión que me movió a escrevir en nuestra lengua Española, antes que en latín, que cierto a mí me fuera muy más fácil comparación, y menos trabajo hazerlo en esta más que en aquella; y la razón es evidentísima, porque si escriviera en latín no fuera necesario buscar la propia interpretación del vocablo que usan los cirujanos romancistas, ni traducir los textos de los antiguos y modernos, que me ha sido grandísimo trabajo.

Y Juan de Valverde nos dice que, teniendo presente «las pocas cosas de doctrina que en esta lengua [castellana] ay escritas, y juntamente la poca autoridad que entre Españoles las cosas de Romance tienen, no se me alçavan los brazos a hacerlo»; si al fin se decidió fue por obediencia a su protector, Fray Ioan de Toledo, quien con su

(…) mandato (…) al cual yo como criado no podría replicar —dice Valverde— me forçó a que, dexando aparte todo lo que deste mi trabajo cualquier mal considerado juicio pudiese decir, mirase solo a lo que vuestra Señoría mandava, y a nuestra nación más necessario era.

Y con ese mismo espíritu escribía Fragoso:

Y por proveer al bien común de nuestra nación española, al qual todos tenemos obligación, saqué a la luz este libro en vulgar castellano, porque aunque es verdad que la nueva premática obligue a los cirujanos a ser latinos y médicos, ay muchos romancistas que les será necesario tener libros de su facultad en lenguaje que puedan entender. Quantimás que a los doctos españoles que professaren cirugía, más natural les será el romance con que se criaron que no el latín, el qual como sosa advenediza no es tan fácil ni gustoso.6

La superioridad de los médicos humanistas castellanos del siglo xvi no se debe a un adelanto de tipo erudito, sino más bien a una superioridad humana, literaria o artística. En el progreso de las ideas científicas les aventajan italianos, alemanes o franceses. Pero la labor de los españoles no se perdió, y la prueba más incontestable es la existencia en aquel siglo de un amplio, atinado y bien razonado vocabulario técnico-popular castellano. Dentro de la obra romance, la mayoría de los «tecnicismos médicos» latinos y, con menor frecuencia los griegos y los arábigos, se traducen por cultismos. Para formarse una idea de este conjunto, no hay como hojear el vocabulario de Ruyces de Fontecha, publicado en 1606.7 Consta de unos ocho mil cultismos, entonces términos técnicos, sacados del árabe, del griego y del latín, de los cuales Ruyces da el equivalente castellano. Tanto más sorprendente resulta este hecho al comprobar que el español moderno carece de léxico especializado en esta materia. Si existió y floreció un vocabulario técnico en el siglo xvi, ¿cómo explicar su defecto en la lengua moderna?

En esta fase crucial del desarrollo humano, la idiosincrasia castellana orientó el pensamiento hacia la mística, tan distinta del razonamiento renacentista, y España, fiel a su visión multisecular, permaneció adscrita al universalismo, que resultaba ineficaz al lado de la especialización científica que iba ganando a diario nuevos conocimientos. Desgraciadamente, aquel gran movimiento científico a que España había contribuido en el siglo anterior, apenas penetró en nuestro país ante la muralla que cada día iba levantando a mayor altura nuestro aislamiento.

El ambiente de indigencia con que comienza nuestro siglo xviii, en cuanto se refiere a ciencia médica (…), lo ha descrito el maestro Vicente Escribano de manera tan acabada que con referirnos a su trabajo podemos holgar en señalarlo con detalle. Para sacudirnos el abatimiento, la ignorancia y atraso con que nuestras Facultades y médicos entran en el ruedo de ese siglo, lo primero que hubo de hacerse fue tomar contacto con el saber europeo.8

Pasando a la consideración de la terminología científica en español, aseguraba Lapesa:

En la mayoría de los casos, como consecuencia del inmovilismo filosófico y científico de nuestro siglo xvii, y a causa también del vigor expansivo de la Ilustración europea, la renovación del vocabulario cultural español se hizo por trasplante del que había surgido o iba surgiendo más allá del Pirineo, aprovechando el común vivero grecolatino.

o:

El siglo xviii español hereda un lenguaje escolástico, barroco y dislocado entre la chabacanería y la artificiosidad (…) Cuando en 1726 entabló Feijoo la batalla contra la superstición, contra los prejuicios y contra el abuso del principio de autoridad, la apertura a nuevos horizontes intelectuales se hizo valiéndose de un estilo que muchos creyeron nuevo o extranjero (…) Era preciso ampliar el vocabuario (…) Feijoo no era partidario del neologismo frívolo ni ostentoso, pero no sentía escrúpulos ante el que le parecía conveniente, ya procediera del latín, ya fuese galicismo crudo; siempre con miras a una necesidad de orden intelectual como expresión de un concepto nuevo (…) Dadas las preferencias de Feijoo no es de extrañar que sus neologismos pertenezcan sobre todo al campo de la física y de la medicina.

A partir del Renacimiento, el progreso científico huía del universalismo y, siguiendo las normas del pensamiento helénico, se orientaba hacia la especialidad, surgida de la experiencia eficaz secundada por la razón. En el siglo xviii, esta fue elevada a sus últimas consecuencias como método de cognición por los enciclopedistas en Francia, cuya herencia intelectual recayó en los eruditos alemanes del siglo xix.9

El Diccionario de Autoridades (1726-1739) recogió, en efecto, algunos tecnicismos. Sin embargo, ni la ciencia moderna había aún entrado en agujas, ni había nacido la preocupación social por la ciencia y sus efectos, ni tampoco la Academia podía tener la preparación y la homogeneidad suficientes para hacer frente a semejante situación. Por otro lado, la planta misma del Diccionario habla de limitaciones al inventario; y, así, el prólogo del primer volumen anuncia, para cuando se acabe la obra, un diccionario separado con las voces pertenecientes a «artes liberales y mecánicas», y el del tomo sexto promete la «publicación de una suerte de enciclopedia de artes y ciencias». Habrá que tener en cuenta, en su caso, que comenzó el Diccionario de Autoridades cuando finalizaba en España la Guerra de Sucesión y se culminó medio siglo antes de que Lavoisier estableciera los principios de la nomenclatura química, en 1787.10 Situación histórica que ha de tenerse presente para enjuiciar críticamente el contenido terminológico científico no solo del Diccionario de Autoridades, sino también de las primeras ediciones del Diccionario de la lengua española. Situación que subraya, nuevamente, la necesidad de que las terminologías especializadas y, en particular, la terminología científica, vayan acompañadas en todo momento del conocimiento del área de especialización y de su historia.

Reinsistiendo en la filosofía de la planta del Diccionario de Autoridades, el prólogo de la edición de 1770 establecía que

(…) de las voces de ciencias, artes y oficios solo se ponen aquellas que están recibidas en el uso común de la lengua, sin embargo de que la Academia pensó antes ponerlas todas (…). La razón de haber variado consiste en que no es un Diccionario Universal, pues, aunque se propuso hacerlo copioso, y esto se ha procurado, se debe entender de todas las voces que se usan en el trato o comercio común de las gentes, y así no deben entrar en él las de ciencias, artes y oficios que no han salido del uso peculiar de sus profesores.

Criterios conservados en la edición de 1780, en la que se incluyeron, por ejemplo: arsénico, azogue, cobre, hierro, oro, plata y plomo; albayalde, litargirio, oropimente y rejalgar; cantárida, coca, cochinilla, opio, pasionaria y quina; azúcar y grasa; bilis, cerebelo, hígado, páncreas, riñón, sangre, barómetro, higrómetro y termómetro; cáncer, enfermedad y rabia; alquimia, física, matemática y óptica; ácido, alkali y fermento. Se echa de menos, sin embargo, la presencia de aire, de flogisto o de la misma química. En cualquier caso, comienzan a ser familiares en la realidad de la lengua, a lo largo del siglo xviii, un buen número de neologismos científicos y técnicos que aparecen en obras especializadas, como el Compendio mathematico (1709-1715), de Tomás Vicente Tosca, y el Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786-1793), de Esteban Terreros y Pando. A lo largo del siglo xix aparecieron voces tales como geología, fósil, oxígeno e hidrógeno.

En nuestra tierra, las contiendas del principio de aquel siglo desangraron al país, lo poblaron de odio, hicieron que se planteara mal la política futura y ahogaron toda posibilidad de ciencia.11 Don Eugenio de la Peña, médico, tomó posesión, en 1807, del sillón A mayúscula en la Real Academia Española. En su discurso de recepción puede leerse:

Los lenguajes de las diversas naciones son ricos en voces en aquellas ramas que se han cultivado con preferencia. Una verdad triste para nosotros, pero que no debe disimularse, es, la que de la lengua castellana, necesariamente, ha de ser pobre en las diversas ramas de la medicina, de la cirugía, de la física; en una palabra, de las ciencias naturales, que entre nosotros, apenas se han cultivado hasta estos últimos tiempos. La escasez de las ideas ha debido resultar, por necesidad, en la pobreza de las voces facultativas.12

En aquellas mismas fechas, Gregory comentaba:13

Parecerá sin duda superfluo detenerme en recomendar el estudio y conocimiento de la lengua nacional; pero es muy cierto que muchos Médicos de nota y de verdadero mérito han incurrido en todos los tiempos en graves faltas, que la crítica ha ridiculizado justamente por ignorancia de la lengua, o incorrección en escribirla.

Pedro Laín, siglo y medio después, hablaría de «patología del lenguaje médico».14

Hay mucho que hacer todavía. Hay, sobre todo, que hacer frente a la inundación de voces extranjeras que suministra el universal empuje creador de la ciencia en todo el mundo y que nos llega con su terminología nueva, groseramente barnizada, por lo común, al adaptarse al castellano. El idioma español de hoy, el que habita en la Península y el esparcido por todo el mundo, ha de considerar la preocupación lingüística como parte esencial de su renovado ensueño de progreso. Todos debemos tener presente la máxima del Rey Sabio: «El seso del hombre, por la palabra se conoce».

Acrónimos, anglicismos, epónimos, errores, xenismos… La jerga es, para Lázaro Carreter,15 «una lengua especial de un grupo social diferenciado, usada por sus hablantes solo en cuanto miembros de ese grupo social. Fuera de él hablan la lengua general». «Las dos características más llamativas del lenguaje médico a cuantos se acercan a él por vez primera son su antigüedad y su riqueza».16 Respecto a lo primero, muchos de los términos anatómicos y clínicos mencionados en la Ilíada o en los textos hipocráticos conviven, hoy, con los de más reciente adquisición.17 «Y llegamos a lo que nos interesa —escribe Amalio Ordóñez—18 la Medicina ha desarrollado todo un léxico que casi supera el número de palabras del léxico común».

Como una variedad del lenguaje científico, el lenguaje médico debe definir con mucha precisión los signos y palabras que utiliza; debe tener carácter «denotativo» o rigor para conseguir una comunicación universal. Debe evitar los barbarismos, que atentan contra la fisiología del lenguaje. Están bien algunas prótesis (neologismos), pero no está bien alterar su metabolismo, generalmente por traducciones viciosas. Además, el lenguaje médico debe tener ritmo, pero no excesivo colorido. También conviene evitar el exceso de retórica, el abuso de siglas, los cambios de género, los pleonasmos, las elipsis… y los gerundios. «Si tuviera que señalar algún ejemplo de fijación rutinaria en la lengua especial de los cirujanos españoles, no dudaría —escribe García de la Concha—19 en señalar el abuso del gerundio».

Tal vez sea el «encanto de lo foráneo» el gran distorsionador. Dámaso Alonso llamó la atención, con especial ahínco, sobre los neologismos técnicos.20 Desde siempre y en todos los planos sociales y en todas las lenguas se han usado, se usan y se usarán palabras que no son del idioma vernáculo, pero no me refiero a los préstamos, que luego comentaré, sino a la otra cara de la moneda, a los extranjerismos, considerados como vicios del lenguaje al incumplir dos condiciones fundamentales para una absorción sin traumas: que el vocablo responda en su estructura a los parámetros lingüísticos del español y que sea necesario, es decir, que no tenga voces equivalentes en nuestro idioma. No hay que olvidar, sin embargo, que muchos extranjerismos, una vez acomodada su grafía a la española, acabarán por ser admitidos, porque el uso termina por decir la última palabra en estas cuestiones.

El Boletín de la Asociación Médica de Puerto Rico incluyó en uno de sus números, allá por el año 1977, un artículo titulado Dígalo en español, or say it in english.21 El resumen del trabajo, en español, dice:

Observamos la tendencia del cuerpo médico de Puerto Rico a no utilizar con la debida corrección el español y el inglés, mezclar ambos idiomas y reemplazar palabras castizas por anglicismos. Traducimos literalmente del inglés al español, pronunciamos mal las dicciones inglesas, utilizamos términos que son, en realidad, híbridos lingüísticos. El inglés se usa para dar más énfasis a la expresión, tal como si el anglicismo diera a la dicción más capacidad para transmitir ideas. Se usa el inglés, también, porque se ignora el término técnico hispánico; y puede ser indicio de esnobismo por parte del hablante. Concluimos que esta Babel lingüística (como ya denunciaba De la Peña en el año 1803) es incomprensible e inoperante, y resulta absurda y ridícula.

También Rafael Alvarado se rebeló contra «los horribles anglicismos que provienen, como otros tantos barbarismos, de la pereza mental».22

Y el cubano Alpízar Castillo escribe:23

En español no se necesita incurrir en [estos] desatinos. Nuestro idioma es bien rico léxicamente, y muchos de estos «neologismos imprescindibles» no constituyen más que una muestra de desconocimiento de los términos existentes. En vez de «imprescindibles», son, en realidad, «neologismos por ignorancia». No cabe duda alguna de que el inglés es el idioma internacional de la medicina, pero ello no justifica la contaminación de nuestra lengua con términos extraños. Este fenómeno invasor, claramente rechazable, se está produciendo en el lenguaje científico en general y en la jerga médica en particular. El «spanglish» le gana terreno al español. Usufructuamos, con la lengua, una herencia cultural magnífica y un milenio de tradición escrita. Nuestra responsabilidad es preservar este acervo, hacer que se mantenga la unidad que nos permite entender a los hombres que escribieron sus obras en la misma lengua que usamos día a día.

Para cuidarla tal como nos la cuidaron los que desde siglos atrás vienen transmitiéndonosla: Juan Ruiz, Hernando Domínguez Camargo, José Martínez Ruiz, Juan Ramón Jiménez, Vicente Aleixandre o Germán Arciniegas.

Pero no hay ciencia ni método científico sin ideas precisas y sin palabras exactas: la ciencia empieza en la palabra. «La lexicografía de la Ciencia, cuyo objetivo es el análisis y la expresión adecuados de los conceptos, busca la comunicación entre los científicos y de ellos con la sociedad». Y con las mismas palabras de Rafael Lapesa, porque

(…) no podemos desatender el momento histórico en que vivimos. La sociedad se transforma; la ciencia y la técnica llenan de realidades nuevas el mundo; las formas del vivir cambian a ritmo acelerado. La sacudida alcanza sin precedentes al lenguaje. De una parte, por la invasión de palabras nuevas, resultado unas veces de la mayor comunicación entre los distintos países y de la uniformación internacional de las formas de vida. Otras veces, como consecuencia de la ampliación del campo de intereses del hombre medio, a quien afectan rápidamente los progresos científicos y técnicos que antes eran solo materia de los especialistas. Es preciso que la Academia esté a la altura de las circunstancias para que la riada no sea inundación destructora, sino fertilización de nuestra lengua y refuerzo de su unidad.

Y en otro momento:

Vivimos en un momento histórico de rápidas y sorprendentes transformaciones, cuyas consecuencias pueden alterar los caracteres internos de la lengua y, además, originar divergencias geográficas que la inutilicen como vehículo de comunicación (…). El problema del neologismo científico y técnico afecta a todas las leguas. Cada edición del Webster da entrada a una ingente cantidad de términos y acepciones que no figuraban en la anterior. Pero en el caso del mundo hispanohablante, el léxico importado supera grandemente, en masa y calidad, al léxico que exporta. El hecho no es ninguna novedad: viene ocurriendo desde que nuestros «novatores» de fines del siglo xvii y nuestros ilustrados del siglo xviii intentaron aminorar el retraso que en el pensamiento, ciencia y técnica españoles se había producido a consecuencia del aislamiento intelectual respecto al resto de Europa a partir de los tiempos de Felipe II.24

No podría haber ni introducción más sabia ni mejor justificación de las actuales preocupaciones de la lexicografía de la ciencia. No en vano la lengua es, en efecto, la primera ciencia que posee el hombre. La lengua es una primera clasificación del mundo y ella nos muestra una organización de la realidad; pero la inicial descripción científica por el lenguaje natural sirve demasiado trabajosamente a ciertos tipos de realidades científicas. El desarrollo de la ciencia y la constante aparición en ella de nuevos dominios van acompañados de una necesidad de superación del lenguaje natural.25

Nadie, a este propósito, ignora que los avances actuales en los más variados campos de la investigación científica y los desarrollos tecnológicos ligados a los sectores más dinámicos de la economía tienen en el inglés su lengua vehicular. Verdadera lingua franca en la transición entre siglos, su imperio, avasallante en la actualidad, deriva de cuestiones conocidas por los sociolingüistas: el grado de cohesión, expansión, difusión y penetración de una lengua depende del prestigio que, para propios y ajenos, tenga la cultura de la que es portadora. Es seguramente así, en muy buena medida, como esa cultura, resultante más bien del poderío científico y económico, impone la lengua. Pero no es menos cierto que también la lengua, con sus estructuras y su historia, es un fenómeno esencialmente político, que contribuye a la conformación de una cultura. Y si la primera premisa podría dar lugar a un cierto conformismo bajo la pregunta ¿qué hacer?, la segunda obliga a un ¡tener que hacer! en cuanto a la comunicación lingüística de la ciencia en español. Si la primera premisa pudiera conducirnos (y conduce de hecho) a la cómoda dejadez de la subordinación en tantas formas posibles como la lengua modela la vida cotidiana de la sociedad y, mucho más aún, la actividad de la comunidad científica, la segunda está forzando la imprescindible adecuación de la lengua española para su incorporación a los grandes sistemas de comunicación, a las interfaces con la moderna instrumentación informática, a la confección y al uso de las grandes memorias electrónicas y a la explotación de servicios. Esta adecuación y la capacidad de acceso de las lenguas a las nuevas tecnologías se están convirtiendo en algo así como una forma de selección natural previa, que va a regular su supervivencia en el seno de una nueva modalidad de darwinismo social. Adecuación que ha de enraizarse en la cultura y suponer la imposición de determinadas pautas sociales y políticas; a fin de cuentas, no es sino la propiedad que tiene la tecnología de configurar la sociedad.

Si nos apuntamos a esta adecuación de la lengua española como imprescindible argumento previo para enfrentarse a este desafío o, si queremos, para su mantenimiento, su empleo y su expansión, no cabe la menor duda de que ello tiene que basarse en una política lingüística coherentemente correcta, capaz de atender a los múltiples flancos que muestra. A uno de estos flancos se refiere José Antonio Pascual26 como la

(…) intelectualización de una lengua estandarizada, es decir, la mayor o menor facilidad para realizar en ella formulaciones precisas y rigurosas y, si es necesario, abstractas; esta intelectualización tiene uno de sus pilares en la terminología, que es uno de los ámbitos en que nos encontramos más desasistidos los hispanohablantes (…), hecho para el que no existen graves problemas de índole teórica, pero que exige una política lingüística bien orientada, que facilite la creación paralela de voces técnicas en los distintos países de habla hispana.

Decía Pedro Salinas27 que nos hace falta una política de la lengua:

Esa política del lenguaje ha de tener, como punto de arranque, la actitud resuelta de alzarse contra esa falsa idea de que el lenguaje se mueve por una fatalidad, ante la cual es impotente el querer humano; contra esa política del «dejar hacer» a unas supuestas fuerzas inconscientes hay que proclamar una política del «hagamos», en nombre de una conciencia.

Notas

  • 1. Hunain ibn Ishaq, muerto en el año 873. Conocido en Occidente como Johannicius, fue la figura principal del trabajo de traducción, que fue dominado por los cristianos en virtud de su conocimiento del griego y del siriaco. Cristiano nestoriano, tradujo el Viejo Testamento al árabe, así como numerosos manuscritos médicos griegos.Volver
  • 2. «Humanismo médico»; en Francisco Guerra: Historia de la Medicina, 2 tomos, Madrid: Ediciones Noema S. A., 1985, tomo I, pp. 270-284.Volver
  • 3. Marañón y más recientemente Dubler insisten sobre el origen árabe de la tendencia filosófica que, a partir de las dos grandes figuras de Ramón Llull (Mallorca, 1232-1316) y de Arnaldo de Vilanova (1245-1312), ha caracterizado al estilo denuestra medicina. Medicina llena de intenciones trascendentes, individualista a la cabecera del enfermo y reacia por lo tanto a la colaboración; pero universalista en su teorización; profundamente humanista en la consideración del dolor, y, en consecuencia, divergente del sentido de equipo, técnico y estadístico de la medicina moderna. César E. Dubler: La «Materia Médica» de Dioscórides. Transmisión Medieval y Renacentista, vol. V, Glosario médico castellano del siglo xvi (Prólogo, extenso, de Gregorio Marañón), Barcelona: Tipografía Emporium, S. A., 1954; Santiago Segura Murguía: Diccionario etimológico de medicina, Bilbao: Universidad de Deusto, 2004.Volver
  • 4. C. E. Dubler. Ver: 3, p. 33.Volver
  • 5. De la «Epístola nuncupatoria al serenissimo, inclyto y muy poderoso señor don Philippo», en Andrés de Laguna (c. 1510-1559): Acerca de la materia medicinal y de los venenos mortíferos (edición de Salamanca de 1566), de Pedacio Dioscorides (siglo i), Madrid: Ediciones de Arte y Bibliofilia, 1983, p. 7. Juan Huarte de San Juan (1529-1588): Examen de ingenio para las ciencias (1575), edición de Guillermo Serés para Círculo de Lectores (Bibioteca Universal-Filosofía, 1996).Volver
  • 6. Juan de Valverde de Aumusco (c. 1520-1588): Historia de la Composición del cuerpo humano, Roma, impresa por Antonio Salamanca y Antonio Lafrey, 1556. Juan Fragoso (c. 1530-1597): Chiruregia Universal, Madrid: Viuda de Alonso Gómez, 1581. Dionisio Daza Chacón (1513-1596): Practica y Theorica de Cirugía en Romance y Latin, Valladolid: Bernardino de Sancto Domingo, 1582-83. Ver: Carlos del Valle-Inclan: «El léxico anatómico de Bernardino Montaña de Monserrate y de Juan de Valverde», Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina 1: 121-188, julio-diciembre 1949: «¿Cómo verter al castellano lo que siempre se había dicho en latín? De responder a esta pregunta, construyendo una terminología en romance, se encarga Montaña de Monserrate, ganado, por ello, la gloria (…). Para formar su terminología, el hombre de ciencia tiene dos procedimientos: recurrir a la invención de palabras o cogerlas del río del lenguaje ordinario (…). Montaña recurre al segundo procedimiento (…). A veces ni siquiera así puede solucionarse el problema, y el rodeo para nombrar la formación anatómica se acreca a una descripción más que a un nombre (…). El lenguaje científico requiere, sobre todo, precisión, condición dificilísima de lograr cuando (…) se escribe esforzándose en emplear constantemente el mismo lenguaje con que se habla».Volver
  • 7. Iuan Alonso y de los Ruyzes de Fontecha: Diez privilegios para mugeres preñadas, compuestos por el Doctor […], natural de la Villa de Daymiel, Cathedrático de Visperas, en la Facultad de Medizina, de la universidad de Alcalá. Con un diccionario Medico. Dirigidos a los inclitos señores D. Iuana de Velasco y Aragon, Duquesa de Gandia, etc. Y Don Gaspar de Borja su hijo. Con Previlegio. En Alcala de Henares, Por Luys Martynez Grande. Año de 1606. Volver
  • 8. Vicente Escribano y García: Datos para la historia de la Anatomía y Cirugía españolas de los siglos xvii y xviii, Discurso leído en la inauguración del Curso académico 1916-1917, Granada: Universidad de Granada, 1916. Carlos del Valle-Inclan: «El léxico anatómico de Manuel de Porras y de Martín Martínez», Archivos Iberoamericanos de Historia de la Medicina 4 (1): 141-228, enero-junio 1952: «Si Porras (Anatomía galénico-moderna, Madrid: Imprenta de Mufica, 1716) giraba en la órbita del movimiento culterano y afrancesado que invadió nuestro idioma a comienzos del siglo xviii, Martínez (Anatomía completa del hombre, Madrid, 1728) se mueve en la contraofensiva de ese movimiento, cuyos objetivos pueden resumirse así: La lengua castellana había que considerarla como un cuerpo ya concluso, y no como algo en un continuo hacerse, porque esto llevaría el peligro de su corrupción. Era, pues, preciso no solo recoger y usar las expresiones de los clásicos, sino también las tradicionales del pueblo, en peligro de ser olvidadas o no frecuentadas. En una palabra, fijar el idioma, apoyando el uso correcto de todo vocablo en un escrito antiguo. Es decir, frente al culteranismo y afrancesamiento se levantaba casticismo y purismo. Castizo y purista quiere ser Martínez resucitando la nomenclatura de Valverde (Ver nota 21), recomendando el uso de las llanas palabras del vulgo, para ganar asi un puesto entre las autoridades de la lengua, al lado del anatómico Amusco». «La modernidad, el nuevo equilibrio europeo, el reordenamiento ideológico en torno a los valores que poco deben ya a los ideales religiosos, se impusieron poco a poco sin la colaboración de España, contra la voluntad de España» (Joseph Pérez: «Los austrias menores», en Julio Valdeón, Joseph Pérez y Santos Juliá: Historia de España, Madrid: Espasa Calpe, S. A., colección Gran Austral, 2006, p. 255).Volver
  • 9. Ver: Rafael Lapesa: «Ideas y palabras: Del vocabulario de la Ilustración a los primeros liberales» (A Pedro Laín Entralgo), Asclepio-Archivo Iberoamericano de Historia de la Medicina, 28-29 (Homenaje a Pedro Laín Entralgo): 189-218, 1966-1967. Volver
  • 10. Pedro Gutiérrez Bueno: Prontuario de Química, Farmacia y Materia médica, Madrid: Imprenta de Villalpando, 1815. Edición facsimil: prólogo por María del Carmen Francés Causapé, Instituto de España-Real Academia de Farmacia, Madrid, 1994.Volver
  • 11. «Una voluntad de comenzar de cero que se convertirá en costumbre, justificando la impresión de Juan Varela cuando calificó la historia inaugurada con el retorno de Fernando VII como un “continuo tejer y destejer, pronunciamientos y contrapronunciamientos, constituciones que nacen y mueren, leyes orgánicas que se mudan a penas ensayadas”» (Santos Juliá: «Edad Contemporánea–reacción absolutista», en: J. Valdeón, J. Pérez y S. Juliá: Ibíd. 8 p. 417).Volver
  • 12. Eugenio de la Peña: Reflexiones generales del lenguaje de la medicina, expediente del Sr. de la Peña en la RAE, 1803.Volver
  • 13. Juan Gregory, médico del rey de la Gran Bretaña y profesor de Medicina en la Universidad de Edimburgo: Discurso sobre los deberes, qualidades y conocimientos del médico, con el método de sus estudios, traducido de la edición francesa, Madrid: Imprenta Real, 1803, p. 121.Volver
  • 14. Pedro Laín Entralgo: «Patología del lenguaje médico», Medicamenta 26 (299): 391-395, 1956 (Reproducido en El Médico en la Historia, Madrid: Taurus Ediciones, S. A., 1958, pp. 25-44). En 1983, Cristóbal Pera insistió en el tema («La patología del lenguaje médico», Revista Quirúrgica Española, 10: 11-12).Volver
  • 15. Fernando Lázaro Carreter: «Sobre el lenguaje de los médicos», JANO, vol. 37, n.º 887: 100 (2484), dic. 1989. Amalio Ordóñez Gallego: «Jerga, cultura e información», Revista Sanitaria de Higiene Pública 67 (4): 243-247, 1993.Volver
  • 16. Fernando A. Navarro: Traducción y Lenguaje en Medicina, 2.ª ed., Monografías Dr. Antonio Esteve, n.º 20, Barcelona: Fundación Dr. Antonio Esteve, 1997; en «Introducción», p. 9: «En un país como España, de ciencia secundaria y dependiente, todo autor médico es en buena medida también traductor, y como tal debería formarse». El libro recoge una docena de artículos publicados con anterioridad en Medicina Clínica (Barcelona) entre 1992 y 1996; todos ellos aportan una cuidada bibliografía a la que añade otra general. Medicina Clínica (Barcelona) ha mantenido, año tras año, en su sección «Artículo especial», la presencia del lenguaje médico en sus páginas.Volver
  • 17. Ver nota 37. Ver: José Alsina: «Sobre los orígenes de la lengua médica griega», Boletín del Instituto de Estudios Helénicos, 9: 67-79, 1975. John H. Dirckx: The Language of Medicine, Hagerstown MD: Medical Dept Harper & Row Publishers, 1976. Volver
  • 18. Amalio Ordóñez Gallego: Lenguaje médico. Estudio sincrónico de una jerga, Madrid: Universidad Autónoma de Madrid, Colección de bolsillo, 1992 [incluye una escogida bibliografía]. También: José M.ª López Piñero y M.ª Luz Terrada Ferrandis: Introducción a la terminología médica, Barcelona: Salvat Editores, S. A., 1990: «Durante los últimos años, la enseñanza de la terminología médica ha tenido una importancia creciente (…). Este libro es el primer manual de terminología médica que se publica en España». A. Duque Amusco y A. Ordóñez Gallego: Diccionario oncológico gramatical (Con apéndice de términos médicos inusuales), Madrid: Editorial Libro del Año, 1994. Juan Murube, con la colaboración de Jorge Otero Pailos y de Rubén Lim-Bon-Siong: Influjo de la lengua inglesa en el español usado por los oftalmólogos (ed bilingüe), Madrid: Tecnimedia Editorial, S. L., 1998. Álvaro Rodríguez Gama: Enciclopedia académica sobre el lenguaje de las ciencias de la salud, Santafé de Bogotá: Colombia, Instituto Colombiano para el Fomento de la Educación Superior, 1999. Volver
  • 19. Víctor García de la Concha: «La lengua especial de la cirugía», Cirugía Española 50 (5): 337-338, 1991. Comenta que fue requerido para tal cometido coincidiendo con su lectura de: los Discursos medicinales, de Juan Méndez Nieto (Discursos mediçinales, compuestos por el liçençiado Juan méndez nieto, que tratan de las marabillosas curas y suçesos que Dios nuestro Señor á querido obrar por sus manos, en çinquenta años que á que cura, ansí en españa como en la ysla española y rreino de tierra firme, en cartagena indiana. Año de 1607). Edición de la Universidad de Salamanca y Junta de Castilla y León, 1989. Introducción de Luis S. Granjel, descripción bibliográfica de Teresa Santander y transcripción de Gregorio del Ser Quijano y Luis E. Rodríguez-San Pedro.Volver
  • 20. Citado en: Rafael Lapesa: «Necesidad de una política hispánica sobre neologismos científicos y técnicos», ponencia leída en la sesión inaugural de la Primera reunión de Academias de la Lengua Española sobre el lenguaje y los medios de comunicación, Telos 5: 84-89, enero-marzo 1986 (Recogida en R. L.: El español moderno y contemporáneo, Barcelona: Crítica-Grijalbo Mondadori, 1996, p. 214). Volver
  • 21. José Ramírez Rivera y Braulio Quintero: Boletín de la Asociación Médica de Puerto Rico 69 (6), 199-205, 1977.Volver
  • 22. Rafael Alvarado: «Inmunizar e inmune», ABC, 25 julio 1990. Volver
  • 23. Rodolfo Alpízar Castillo: El lenguaje de la medicina. Usos y abusos, 2.ª ed., Salamanca: Clavero, 2005. Tal vez, el libro sobre lexicografía de lectura más amena. Solo un comentario. En la entrada Scanning (p. 159) puede leerse en la p. 160: «En español, estas pruebas se denominan pesquisaje» (Véase el artículo: «Despistaje, pesquisaje»).Volver
  • 24. Rafael Lapesa (ver nota 20), pp. 211-220. Volver
  • 25. Todos los dominios de la ciencia estuvieron siempre empeñados en crear un lenguaje simbólico apropiado a su objeto, tendente a la abstracción y a un mejor ajuste a la estructura de la realidad. Porque el lenguaje sirvió siempre para expresar las preocupaciones del pensamiento acerca del origen y la naturaleza del universo y del hombre. Y expresión de estas preocupaciones habrían de ser las creaciones literarias mítico-religiosas en todas las lenguas; las que darían paso a la exaltación artística de los mitos y, a su lado, al razonamiento filosófico y al razonamiento matemático. A la vez, la lengua natural se ha ido amplificando con un cierto grado de cientificismo y refinando en sus intentos de lograr una mayor amplitud de sus objetivos. Este grado de cientificismo, entremezclado con la lengua natural, aparece ya arraigado en los tiempos clásicos, aunque data de los dos últimos siglos el gran incremento de su presencia, lo que ha dado origen a la comunicación científica multilingüe. Es así cómo todos los dominios de la ciencia se empeñan en crear un lenguaje simbólico apropiado a su objeto; objetividad y cuantificación que se van alejando de los modos usuales del lenguaje, a la vez que este se adapta en su intento de lograr aquellos fines. Comunicación científica cuya naturaleza, intensidad y dominios han ido cambiando, incluso en los tiempos recientes, en función de la hegemonía política, el poderío económico y la influencia tecnológica de las naciones, tan fuertemente relacionados entre sí.Volver
  • 26. José Antonio Pascual, en Ángel Martín Municio: «Terminología y ciencia», conferencia sin publicar, Viena, septiembre de 1998. Volver
  • 27. Pedro Salinas: «Política de la lengua. Su base», Defensa del Lenguaje (prólogo de Mariano Rubio), Madrid: Amigos de la Real Academia, Espasa Calpe, S. A., 1991, pp. 70-71.Volver