Voy a comenzar esta intervención con una referencia de la filosofía platónica, Crátilo 435 d7-e4;1 Sócrates dice:
Quizá, Crátilo, sea esto lo que quieres decir: que, cuando alguien conoce qué es el nombre (y este es exactamente como la cosa), conocerá también la cosa, puesto que es semejante al nombre. Y que, por ende, el arte de las cosas semejantes entre sí es una y la misma. Conforme a esto, quieres decir, según imagino, que el que conoce los nombres conocerá también las cosas;
Y con otra de la filosofía romana: Cicerón en De finibus, III, 1, 3:2 «tum magis nobis quibus etiam verba parienda sunt imponendaque nova rebus novis nomina» («más aún nosotros debemos crear un vocabulario e inventar palabras nuevas que expresen nuevas ideas»). El desafío, pues, proviene de la Antigüedad y hoy en día se agiganta cuando universalmente se reconoce la importancia de la lengua en la estructuración de la ciencia y en la exposición de los conceptos filosóficos, que en la mayor parte de las veces, según el decir de Wolfgang Strobl,3 son «experiencias profundas, casi inexpresables». Permanentemente estamos tropezando con problemas del lenguaje, y aunque todos estamos de acuerdo en que la lengua es «problemática», de igual modo todos coincidimos en que no podemos prescindir de ella; de esos «gritos perfeccionados de monos» de que habló Anatole France, y a los cuales con tanto donaire se refiere Rodríguez Adrados4 cuando dice que «es lo único que tenemos. Podemos intentar perfeccionarlos más todavía o, mejor, usarlos en varios sistemas y niveles que se complementen y corrijan: no otra cosa»; a esos signos, digo yo, es a lo que tenemos que recurrir para cumplir la obligación de darles nombres nuevos a las cosas nuevas para que sea posible que nos entendamos en la comunidad donde actuamos.
El corto tiempo de que disponemos para esta discusión nos obliga a prescindir de una revisión de las especulaciones que usualmente se han tejido alrededor del lenguaje, especialmente de lo que los analistas del lenguaje (antiguos y modernos) han opinado con respecto a las características del lenguaje científico y filosófico. Aunque reconozco que la polémica lleva casi 2400 años, la tiranía del tiempo solo me permite un breve recuerdo al Hermógenes, protagórico, versus el Crátilo, heracliteano, o al estoico Zenón de Citio versus Arcesilao, un académico-escéptico o, para situarnos en tiempos modernos, recordar a un representante de la filosofía analítica, Ludwig Wittgestein, y a uno de los representantes de la filosofía de la ciencia, Karl R. Popper. No se trata de soliviantar los ánimos y revivir viejas polémicas, sino proponernos una tarea beneficiosa y útil para una mejor utilización y manejo de la ciencia moderna, cada día más costosa, más poderosa y por tanto merecedora de ser aprovechada en su máxima expresión. En efecto, Popper sostiene que la persecución del conocimiento científico en el cual todos los hombres se interesan «es un problema de cosmología: el problema de entender el mundo, incluyéndonos nosotros, y nuestro conocimiento como parte del mundo. Toda ciencia es cosmología».5
Las citas que anteceden han tenido el propósito de tomar posición en cuanto al aspecto pragmático del lenguaje. El problema, en pocas palabras, es que en ciencia tenemos que entendernos en un lenguaje determinado, llámese natural, formalizado o simbólico, el cual debe ser unívoco, claro y preciso. En principio, no es concebible una ciencia sin su lenguaje, incluida la propia ciencia del lenguaje, entre otras cosas porque el lenguaje mismo es el factor más importante en la construcción y el desarrollo de la ciencia, puesto que, como bien se ha dicho, «difícilmente concebimos conceptos sin vestidura lingüística».6 Tampoco creo que sea oportuno discutir las ventajas y desventajas que tienen los distintos tipos de lenguaje en las diversas clases de ciencias, porque obviamente cada una de las ciencias tiene un particular modo de mostrarse: por ejemplo, la lógica se muestra propicia a un lenguaje formalizado; la química, la física y las matemáticas son susceptibles de un lenguaje simbólico, aunque ninguna pueda prescindir en lo absoluto del lenguaje natural. En las ciencias sociales y en el vasto mundo de las ciencias biológicas, es obvio que debe privar el uso de la lengua natural, sin que puedan dejar de intervenir aleatoriamente en su composición elementos simbólicos y/o formalizados.
Tradicionalmente el lenguaje natural de una ciencia se ha formado en la medida misma en que esa determinada ciencia se ha desarrollado o ha evolucionado: un paralelismo natural, dada la mutua relación que apuntamos antes. Los recursos para la formación de ese lenguaje han sido muy variados y han surgido de la necesidad inmediata de nombrar cosas nuevas que el hombre descubre o inventa. En general ha prevalecido el uso de palabras tomadas del lenguaje vulgar, con o sin un determinado grado de hipóstasis en cuanto al significado, acudiendo a palabras artificiales compuestas de raíces de las lenguas clásicas, por lo general griega y latina, o tomando en préstamo palabras de otros idiomas, por lo general provenientes de las lenguas habladas donde una determinada disciplina científica ha adquirido un mayor desarrollo. Algunas ciencias que tuvieron un gran desarrollo desde la Antigüedad, tales como la medicina, la química, la astronomía, etcétera, han heredado un lenguaje tan contundente que en muchas circunstancias resulta difícil de cambiar, modificar o eliminar.
Como las ciencias, especialmente las experimentales, exigen muchas veces la comprobación y la verificación del fenómeno, así como la necesidad de reproducirlo y repetirlo, es por tanto un fenómeno cultural que no soporta un lenguaje equívoco para nombrar sus elementos constitutivos. Esta necesidad de rigurosidad semántica crea un permanente desafío no solo a los científicos, que están en la obligación de nombrar de alguna manera cada uno de los fenómenos nuevos que descubren, sino también a los encargados de preservar la dinámica, la coherencia y la pureza de la lengua. Esto nos lleva a pensar que es indispensable un acercamiento permanente entre científicos y lingüistas, para buscar conjuntamente, sobre la base de los elementos que caracterizan un fenómeno científico de cualquier naturaleza, que ese se pueda, digámoslo así, «bautizar» de la manera más precisa posible. Esta operación combinada de científicos y lingüistas no parece utópica en estos tiempos de comunicación fácil y rápida por Internet y posiblemente tampoco sean difíciles de establecer los criterios que deben privar de un modo general y en particular para una ciencia determinada y un caso específico, en el momento de escoger nombres adecuados.
Por supuesto que en algunas áreas del saber hay ya criterios seculares y experiencias ya consolidadas: desde los siglos xvi y xvii los taxonomistas saben muy bien cómo darle nombre a una nueva especie animal, vegetal o mineral. En la medicina, el lenguaje ha sido tradicionalmente complejo, ambiguo, extremadamente inseguro. Son numerosos los factores que explican esta suerte de torre de Babel que siempre ha reinado en el lenguaje médico y que por supuesto no es del caso analizar aquí. En este campo, la combinación de un lenguaje inseguro con la subjetividad del profesional y con el devenir perpetuo del fenómeno biológico hace muy difícil alcanzar la precisión necesaria para el manejo adecuado de un problema determinado. No obstante, es justo mencionar que hay proyectos conducidos por organismos internacionales o por grandes centros científicos privados, con el objetivo preciso de normalizar el lenguaje en ciertas áreas fundamentales: el nombre de los tumores, el de las enfermedades infecciosas, el de los medicamentos, etcétera. Cuando el patólogo diagnostica «cirrosis» en el hígado, la palabra debe referirse a un conjunto de criterios ya establecidos, y esa palabra adquiere la categoría de un símbolo, pues de ella se derivan hechos importantes para el pronóstico, el tratamiento y todo el manejo en lo concerniente a este determinado problema; pero, para que ese símbolo cumpla cabalmente su función, tiene que existir una correlación de veracidad entre la enfermedad y la palabra, pues hay muchas otras enfermedades muy parecidas a una cirrosis y que tienen otros nombres y también otros pronósticos y otros tratamientos. La palabra adquiere una categoría propia, con independencia de su etimología y de lo que quiso significar quien primero la utilizó; en este caso alguien la tomó del adjetivo griego kirros, amarillento, ya que en efecto el enfermo por lo general tiene un color amarillento, pero esa coloración también aparece en muchas otras enfermedades que con los criterios perfectamente establecidos no son cirrosis. De este ejemplo, tomado un poco al azar, se deduce la inmensa inseguridad que existe en el lenguaje de la medicina, que está exigiendo permanentemente la creación de términos que se adecúen lo más cercanamente posible para nombrar el fenómeno.
Las cosas se complican más cuando nos adentramos en ciencias que están en proceso de expansión y desarrollo. Se me viene a la mente un ejemplo del área de la psicología: el fenómeno que ocurre individual o colectivamente en personas o sociedades sometidas a fuertes tensiones emocionales o a circunstancias muy adversas desde el punto de vista alimentario, ambiental, higiénico, sanitario, que desarrollan una especial resistencia a la adversidad y hasta llegan intuitiva o conscientemente a desarrollar con gran fuerza mecanismos potenciadores de la resistencia, como se ha visto en los campos de concentración, en las cárceles, en los países sometidos a una tiranía, en sequías o en los niveles de pobreza crítica, etcétera. Un fenómeno psicológico que va mucho más allá de un simple proceso de adaptación. A esta situación, que se estudia con creciente interés, se la denomina, en el idioma inglés, resilience, del latín resilientia, del verbo resilio, que significa ‘saltar hacia atrás’, ‘rebotar’; se aplicó originalmente en física de los materiales, pero también se ha aplicado a tejidos orgánicos y así se ha hablado de la resiliencia pulmonar, para referirse a la elasticidad del tejido pulmonar. La palabra no está en nuestra lengua, aunque sí está registrada en las lenguas francesa e italiana, además del inglés. He puesto un ejemplo en el cual creo que resulta conveniente adoptar como nombre para este fenómeno complejo (más o menos acotado en un conjunto de parámetros) la mencionada palabra resiliencia, derivada de un verbo latino que tiene una carga semántica donde predomina la idea de rebote, de elasticidad. La persona o la sociedad desarrolla, dicho metafóricamente, una elasticidad, una forma especial de resistencia o de adaptación ante lo adverso.
Al contrario de este ejemplo quisiera poner otro cuyo bautizo podría resultar un poco más problemático. En el periodo helenístico fue descrita por los epicúreos, pero principalmente por los estoicos, la observación, muy aguda por cierto, de que los seres vivos al nacer tienen un primer impulso destinado a su autoconservación y dicen textualmente que es la naturaleza la que «los apropia» de sí mismos y que adquieren conciencia de su propia constitución. El fenómeno tiene profundas connotaciones biológicas, éticas y morales y la escuela estoica lo estudia profundamente a través de muchos de sus representantes. Ahora bien, en las lenguas modernas y en los estudios sobre este tema se utiliza la palabra apropiación o conciliación para traducir el verbo griego oikeioô, que en efecto significa ‘apropiarse de’, ‘unir íntimamente’, ‘hacerse amigo de alguien’, significados correspondientes a la riquísima familia de raíz oik, donde están incluidas palabras como la casa, la vivienda, la economía, etcétera, es decir, las cosas más inmediatas de la vida. Pero el verbo apropiarse, en la acepción 5 de nuestro diccionario, tiene un sentido negativo, tomar para sí una cosa, con un sentido muy activo, por lo general de forma violenta o ilegal. Quedan abiertas las posibilidades de encontrar palabras que maticen el significado, pero no creo que sea descartable adoptar la palabra griega oikeiosis, que transporta plenamente el significado que quisieron darle los estoicos al fenómeno descrito.
Con estos ejemplos concluyo diciendo que el lenguaje de las ciencias debe ser estructurado en la forma en que mejor se ajuste a la conveniencia del caso específico y que cada nombre que se le asigne a una teoría científica, a un fenómeno, a un descubrimiento o a un invento se haga por una aproximación entre científicos y lingüistas, aproximación que será fecunda y útil si los primeros aportan una descripción clara y precisa y los segundos saben cómo responder, al mismo tiempo, conforme al genio de la lengua y al genio de la ciencia. De un buen «nombre» dependerá que lo recién nacido crezca, se desarrolle, se conozca y se aproveche.