Ante todo, deseo agradecer al Gobierno colombiano su gentil invitación al IV Congreso de la Lengua Española, nuestra patria común, para hablar del uso del español en las organizaciones internacionales. Creo que mi aportación más valiosa es centrarme en el caso de la Unión Europea y, en especial, en el del Parlamento Europeo, institución que conozco más de cerca. En efecto, vivir durante más de 20 años en una Torre de Babel que funciona ya con 22 lenguas de trabajo, es decir, con 462 combinaciones lingüísticas, proporciona enseñanzas útiles.
En el caso de las organizaciones de la familia de las Naciones Unidas, mi experiencia es mucho menor, aunque he podido constatar que el uso del español es importante en términos generales como lengua de trabajo, gracias a la activa presencia desde sus inicios de los Estados americanos hispanohablantes. Hecho que les debemos agradecer los españoles, porque llegamos tarde a este mundo, debido a nuestro aislamiento por la dictadura franquista. Con todo, lengua de trabajo no significa lengua vehicular, donde el inglés globbish se ha impuesto como la lengua franca con la que funciona cotidianamente la comunidad internacional. El francés, lengua secular de la diplomacia y la cortesía, se ha visto relegado a un honroso segundo plano.
Para no quedarnos en un encuentro familiar de parabienes cruzados, les señalo que en el mundo global nos queda camino por recorrer para alcanzar el equilibrio entre nuestro peso demográfico y cultural, como lo muestran nuestros índices de utilización de Internet, Google, donde estamos detrás de la lengua de Molière, o Wikipedia, donde nos situamos detrás del polaco.
Permítanme centrar mi intervención en Europa. En su recorrido histórico, el castellano siguió en el Viejo Continente la trayectoria augurada por Nebrija en su pionera Gramática cuando habló de «la lengua como compañera del Imperio». Un español de opción y no de nacimiento, Carlos I de España y V de Alemania, fue sin duda su máximo propagador cuando rompió con el protocolo imperial y empezó a hablar en nuestra lengua. Braudel recuerda que en Francia «en la época de Cervantes, toda persona de bien debía saber y hablar el español» en un siglo xvii definido por Trevor-Roper como la Pax Hispánica. Fue un periodo fugaz en la historia de Europa (aunque no tanto si se compara con la duración de algunas hegemonías posteriores) del que quedan huellas en las piedras, y también en los idiomas. Aquí y allá hay palabras engastadas en el francés, el inglés, en dialectos flamencos, aunque, sin duda, la osmosis más fecunda se produjo con el italiano durante el Renacimiento. En Europa, la mayor difusión del español se produjo de un modo que no respondió en absoluto a la voluntad política de la España imperial, sino de un paradójico afecto no correspondido. Se trata del mantenimiento del judeo-español (djudezmo o ladino), derivado del castellano del fin del medioevo, por los judíos sefarditas descendientes de los expulsados en 1492 en la Europa oriental y mediterránea bajo el Imperio otomano, con un amor a la lengua y una vitalidad cultural de la que quedan todavía huellas. Escritores como Elías Canetti o Edgar Morin dan fe de la importancia de esta dimensión del español.
Mucho tiempo después, cuando España se había encerrado en su desdeñoso aislamiento, Manzoni rindió homenaje al estilo «spagnolesco» con frases engastadas en su magna obra I promessi sposi como el «adelante, Pedro, con juicio», de uso corriente en el italiano actual. Por su parte, los escritores y los compositores románticos crearon una vasta literatura e iconografía aún vigentes en lo mejor y lo peor, así Sevilla es la ciudad escenario del mayor número de óperas.
Pero todo ello no puede ocultar que lo español pasara a ser un elemento exótico y folclórico en la escena europea, y la cultura del Siglo de Oro un patrimonio para hispanistas iniciados a pesar de su influencia en la literatura y el arte. Además de que Don Quijote, Don Juan o el Cid son buena prueba de ello, sin olvidar la influencia hispana en autores como Victor Hugo o Schopenhauer, entre otros, mientras que lo reciente de las traducciones de La Regenta es buen ejemplo de aislamiento cultural.
Ya entrado el siglo xx, la Guerra Civil volvió a enlazar la cultura y la lengua españolas con el sentir europeo. Pero, sobre todo, fue el turismo de masas el fenómeno que generalizó un balbuciente y simpático español por parte de nuestros visitantes.
El castellano retornó con fuerza a Europa con la incorporación de España a la entonces Comunidad en 1986, y pasó a ser lengua oficial en los tratados y lengua de trabajo de las instituciones comunitarias. En estas, la experiencia del Parlamento Europeo es la más significativa, por ser la única instancia pública y decisoria, al ser un Parlamento elegido directamente por casi 500 millones de ciudadanos de 27 Estados diferentes, que legisla sobre múltiples aspectos de su vida cotidiana. Sus normas se integran de modo directo como legislación de cada Estado, representando más de un tercio en promedio e influyendo en casi dos tercios de su política económica y social. Baste pensar en la importancia de disponer de una información fidedigna para los trece Estados que tienen ya el euro como moneda única.
Las personas elegidas como parlamentarios provienen de todos los niveles culturales y sociales, así como de los más diversos rincones geográficos. Lo son como representantes de sus conciudadanos y no como lingüistas, por lo que necesitan un sistema eficiente de interpretación simultánea y traducción de textos que van a ser leyes vigentes en sus respectivos Estados.
En 1986, momento de nuestro ingreso, la interpretación simultánea trabajaba con 72 combinaciones lingüísticas entre nueve lenguas de trabajo, con la consiguiente traducción sobre la marcha de informes, enmiendas, etcétera. Ahora, como les he mencionado, se trabaja con 22 lenguas, lo que supone 462 combinaciones, un gigantesco y continuo esfuerzo de organización en el que la regla es el más difícil todavía. Desde enero de este año, se trabaja con normalidad en rumano y búlgaro, lenguas de los Estados que acaban de incorporarse, y tres alfabetos (latino, griego y cirílico). No hay que olvidar que además de los idiomas de la familias latina, sajona y germánica, se han incorporado los eslavos y hay otros como el finlandés y el húngaro, auténticas islas lingüísticas, o el maltés, mezcla de italiano, árabe e inglés, con el turco en puertas.
En algunos casos, la Unión Europea ha agotado las existencias de intérpretes y traductores de algunas lenguas de Estados minoritarios. Un hecho curioso es que la disponibilidad de profesionales capaces de trabajar en español era mayor que la media en el momento de la ampliación a los nuevos miembros de la Europa central y oriental por sus pasadas relaciones con Cuba.
En la Comisión, original institución que constituye el ejecutivo comunitario y se caracteriza por tener el monopolio de iniciativa sobre los temas comunitarios dominan las dos lenguas más vehiculares: históricamente el francés y hoy cada vez más el inglés, al que se añade el alemán (lengua materna de casi un cuarto de los ciudadanos de la UE). En cuanto al Consejo, formalmente tiene que seguir la pauta del Parlamento en las reuniones ministeriales. Dato significativo es que el portal de la actual Presidencia alemana del Consejo esté en las tres lenguas citadas, más el español, lo cual constituye una razonable muestra de «realpolitik». El Tribunal de Justicia sigue las mismas pautas.
La Comunidad no es un marco académico, sino un mundo de textos tecnificados producidos en un lenguaje que tiende al «euroobscuranto» en el que a veces cuesta trabajo reconocer el propio idioma a pesar del tronco común de las raíces grecolatinas que dominan el lenguaje culto. Por ello, existe una categoría de especialistas, los juristas-lingüistas, que cumplen un papel muy importante en el cotejo y la colación de los textos legales.
Un riesgo real son los llamados falsos amigos, como ocurre con los múltiples significados de la palabra compromiso en español, que van desde la entrega personal a fondo (engagement en francés, involvement en inglés) al acuerdo concertado, por ejemplo la enmienda de compromiso, llamada enmienda transaccional en el lenguaje parlamentario español, mientras que a veces parece que se le pone al interlocutor en un compromiso, es decir, en una situación embarazosa. También el problema que plantean las traducciones incorrectas, por ejemplo cuando nos incorporamos en 1986, con la aprobación del Acta Única que algunos intérpretes denominaban Acto Único, eficaz aunque imposible método de control de la concupiscencia. O los problemas que genera introducir términos de origen taurino, usuales en el lenguaje político en España, a mí me ocurrió con un diputado holandés al que acusé de hacer una faena de acoso y derribo, expresión que sembró la confusión en las cabinas. También se producen a menudo expresiones idiomáticas que recuerdan el «don’t be lagrimilla» de aquella deliciosa carta de Frida Kahlo a Diego Rivera, sin tanta imaginación.
Aunque el estatus del español en el Parlamento es el mencionado de lengua oficial y de trabajo, en igualdad formal con todas las demás, la realidad establece matices y diferencias. En los tiempos de nuestra entrada pude escuchar a sesudos funcionarios decir que si los hispanohablantes teníamos problemas podíamos utilizar el francés como lengua por la afinidad latina, hecho que me llevó a calificar a Europa como tierra de misión para nuestra lengua. Desde entonces, las cosas han cambiado mucho gracias a nuestra activa presencia, con tres presidentes españoles en la institución y el español como lengua de trabajo en los principales grupos, lo que llevó a experimentados funcionarios a comentar con sorpresa el rápido ritmo de hispanización de la Cámara. Cuando llegamos, alguno de ellos había propuesto que utilizáramos el francés como lengua vehicular para ahorrar. En este proceso hay que agradecer el interés creciente de los hispanófilos, así como la actitud especialmente cercana de italianos y portugueses, que figuran en cabeza entre los hispanohablantes. Pero la afirmación más radical que he escuchado en el hemiciclo del Parlamento Europeo es sin duda la que hizo el presidente Mitterrand en su histórico discurso sobre la Presidencia Francesa del Consejo Europeo en 1995, cuando al referirse a la dimensión cultural de Europa utilizó el argumento de la necesidad de políticas activas de protección de las diversas culturas europeas, no solo la danesa y la griega, sino también de la francesa o la alemana, porque en su opinión solo dos culturas tenían la fuerza suficiente para sobrevivir por sí solas: la anglosajona y la hispana. Afirmación que mereció murmullos oportunamente reflejados en el Diario de Sesiones.
Permítanme en este punto contestar a la consabida pregunta sobre el idioma europeo. ¿Será el inglés, haciendo realidad en Europa la profecía poética de Rubén Darío?; ¿el francés, con su peso histórico en la Comunidad?; ¿el alemán, lengua materna de 1 de cada 5 ciudadanos comunitarios, pero con innegables barreras psicológicas?; ¿el latín de los nostálgicos?, ¿incluso el esperanto de los racionalistas? Comparto al respecto la autorizada opinión de Umberto Eco en las lecciones que impartió en el Colegio de Francia sobre «la búsqueda de una lengua perfecta en la historia de la cultura europea», cuando dijo que debemos poner nuestras esperanzas en una Europa de políglotas. A lo largo de la historia europea hay, en efecto, una constante búsqueda de la lengua perfecta que resolvería a la vez el problema de la mutua comprensión, de la concordia religiosa y de la paz política. Intento imposible perseguido por Raimundo Lulio, Postel, Nicolás de Cusa, Descartes, Leibniz… entre tantos otros.
Intento fallido, pero que ha producido efectos no deseados enormemente beneficiosos. Así, de la exploración lulliana en pos de la concordia religiosa surgió una teoría de las combinaciones lingüísticas que llega hasta el ordenador actual. Sistema que produce resultados asombrosos, como el que tuve la oportunidad de presenciar hace años en el Congreso boliviano en La Paz, en el que un programa basado en el aymará posibilita la traducción inmediata entre lenguas europeas. Algo que en la Comunidad se trata de lograr con el programa Euretra. La Unión tiene como programas de interés en nuestra dimensión cultural el programa LINGUA para la promoción de la enseñanza y el aprendizaje de lenguas, y los programas ALFA, para fomentar la movilidad entre América Latina y la Unión Europea, y ALBAN, de ecos de alto nivel.
La evolución histórica tiende más a la multiplicación de las lenguas que a su reducción. El caso de España es aleccionador al respecto, al pasar del castellano como lengua impuesta a minorías a lengua compartida y común. En Iberoamérica, sin duda, el castellano puede desempeñar un papel parecido como lengua vehicular, entre lenguas y culturas indígenas por su carácter de «mezclas de muchas razas y culturas, esa es la razón de su continuidad y su fuerza», por decirlo con Carlos Fuentes. Europa sigue en este campo más la pauta de Suiza que la de Estados Unidos, con sus reiteradas afirmaciones oficiales de un monolingüismo desmentido continuamente en la vida cotidiana. Si en América se progresa hacia fórmulas de integración regional, se tendrá que reconocer y aprovechar la diversidad lingüística, en principio con menos complicación que en el caso europeo. Lo importante es la voluntad de entenderse a partir del respeto en la diversidad, porque no conviene olvidar el comentario irónico a ambos lados del Atlántico de ciudadanos de diversos países que no se entienden hablando el mismo idioma compartido.
En mi opinión, el lema «Unidad en la diversidad», que resume la voluntad expresada en el proyecto de Constitución Europea, es el que otorga más posibilidades al futuro del castellano en Europa. Nuestra lengua, con sus múltiples acentos que nos llegan a veces por los auriculares, ha encontrado ya su propio hueco y figura entre las cuatro o cinco cuya interpretación y traducción no plantea problemas en general. Al mismo tiempo, está suscitando un movimiento general de interés, fácilmente perceptible en el número de personas que en las instituciones sigue cursos de aprendizaje de nuestra lengua. Igualmente, destaca su difusión creciente como segunda lengua en los planes escolares en aquellos países en los que así está establecido.
¿Se puede favorecer la expansión del castellano en Europa? Pienso que es un esfuerzo que merece la pena, aunque no se puede limitar a la acción gubernamental. Hay medios que sí dependen de esta, como la acción y proyección del Instituto Cervantes. Pero hay otros que van más allá de nuestras propias posibilidades como país. En este terreno hay que tener muy presente el empuje que supuso el boom de la literatura latinoamericana para nuestra cultura en la segunda mitad del siglo xx. Uno de sus máximos exponentes, Gabriel García Márquez, expresó un comprensible temor a que nuestra opción histórica de integrarnos en Europa condujera a un extrañamiento también lingüístico. No obstante, el hecho de que nuestros premios nobeles de literatura provengan de ambos lados del Atlántico o de que los líderes democráticos latinoamericanos puedan visitarnos hablando español, a veces con apellidos de otros países europeos, son activos de indudable valor. Frente a la ventaja que tiene la comunidad angloparlante, por no hablar del voluntarismo de la «Francophonie»… Igualmente, el hecho de que recibamos obras y espectáculos que vienen de ultramar y que expresan este patrimonio común, desde el folclore centroamericano al del Cono Sur, hasta la dedicación a la Feria del Libro de Frankfurt a culturas iberoamericanas. En un plano más personal, es muy reconfortante contemplar un programa de televisión hispanoamericano en la soledad de una habitación de hotel de aeropuerto.
La realidad presenta, pues, rasgos esperanzadores para esta vuelta del castellano a Europa gracias no solo a nuestro esfuerzo, sino a nuestro principal activo, la existencia de una vasta comunidad de hispanohablantes en América, incluidos los Estados Unidos, que se proyecta también en Europa. Sin duda, el fortalecimiento y la consolidación de la democracia y del desarrollo económico en Iberoamérica son logros estratégicos para acrecentar el valor del español.
Permítanme concluir expresando mi acuerdo con algunas autorizadas opiniones: la primera es la del eximio escritor paraguayo Augusto Roa Bastos, que vivió su largo exilio en Europa, cuando nos señaló que lo mejor que España puede hacer por Iberoamérica es integrarse plena y decididamente en Europa. Opción válida si se complementa con el sabio consejo de otro gran escritor, Alfonso Reyes, cuando nos dijo «seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales». Sabio consejo, formulado antes de que se pusiera de moda la globalización, que sigue teniendo plena actualidad si nuestra integración en Europa no nos lleva a olvidarnos de lo que nos dijo Neruda sobre la mejor herencia que dejó España en América, su lengua. Ahora nuestro idioma es un oro que se ha rejuvenecido y fructificado, sepamos aprovecharlo juntos.