A Sergio Pitol la ciudad de Cádiz le recordaba Veracruz. Y viceversa, claro. Una vez más hoy, al llegar a Cádiz, he recordado la tarde en que Pitol me llevó a conocer la antigua Villa Rica de la Vera Cruz, en la costa este de México, a orillas del río Huitzilapan. Fui pues al lugar donde Hernán Cortés barrenó sus naves —no las quemó, como dice la leyenda— y edificó su primer fortín en tierra americana.
Lo que aquel día pude ver, a orillas del Huitzilapan, fueron las ruinas del fortín. Por ellas trepaban y se enroscaban, implacables, como si se tratara de una venganza de Moctezuma, las raíces milenarias de los árboles de la zona.
La imagen podría ilustrar antiguos desencuentros literarios entre las dos orillas. El de Unamuno y Rubén Darío, por ejemplo, el más célebre quizás.
Siempre entre los dos, entre él y yo —escribió Unamuno—, hubo como una cristalina muralla de hielo. Había algo que nos mantenía apartados aun estando juntos. Yo debía parecerle a él duro y hosco; él me parecía a mí demasiado comprensivo. Y no me entrego a los que se esfuerzan por comprenderlo y justificarlo todo. Prefiero los fanáticos.
Para Unamuno, Rubén Darío no era apasionado, más bien sensual y sensitivo, y no era la suya un alma de estepa caldeada, seca y ardiente, sino húmeda y lánguida, como el trópico en que naciera. Había mucho que les separaba y poco que los uniera, aunque siempre quedó clara, por parte de Darío, la admiración por la obra de Unamuno, la valoración de su poesía y el respeto por su persona, pero sin atisbo alguno nunca de reciprocidad.
Ese unamuniano «algo que nos mantenía apartados aun estando juntos» llama la atención. ¿Podría tener que ver ese «algo» con lo que deja bastante apartados de la literatura latinoamericana actual a un notable porcentaje de lectores y de escritores españoles? La misma pregunta llega desde la orilla opuesta: ¿qué ven los lectores y escritores latinoamericanos en la narrativa española de hoy en día que los mantiene discretamente alejados de ésta?
¿Qué era ese «algo»?
Veamos. Paso revista rápida a la historia general de las relaciones literarias entre ambas orillas. Hubo de todo, claro: épocas muy crudas y otras de alegre navegación conjunta. Y coincido con quienes piensan que, en el lado español, no fueron muchos los autores y editores que supieron ver lo que se escapó a toda una generación de políticos: que la integración a la Unión Europea no era un cambio de estatus, sino una propuesta de mestizaje, un gesto final de adaptación al medio que permitía salvar a un conglomerado de culturas que dejarían de ser significativas si no se confederaban.
En cualquier caso, la «cristalina muralla de hielo» se borró como mínimo en dos ocasiones, en dos periodos en los que existió una mayor proximidad literaria entre las dos orillas. Uno es el de los años treinta, cuando nuestra Guerra Civil propició una comunicación estrecha: apoyos de Octavio Paz, Pablo Neruda, César Vallejo y de tantos otros autores latinoamericanos solidarios con la Revolución española. El otro periodo de gran actividad fue el de los años sesenta y setenta cuando reinara el boom Balcells en Barcelona, extendiéndose por todo el mundo. Reinó para unos, y no tanto para los demás, que siempre lo vieron como la invención de una falaz literatura continental. Falaz lo era, confirmaría yo. Pues se trataba en realidad de literatura de diferentes países (Chile, Perú, Colombia, México, Argentina, etc.), lo que se nos presentó con la unidad de lo continental en una eficaz operación de marketing. Y falaz, además, porque dejó fuera del boom nada menos que a Elena Garro, Rulfo, Borges, Vlady Kociancich, Monterroso, Ribeyro, Silvina Ocampo, Bioy, Di Benedetto...
Muchos años después, cuando un cierto declive ya era la sombra de la «épica latinoamericana del boom», Ricardo Piglia le diría a Roberto Bolaño que observara cómo en realidad los dos estaban más cerca de otros estilos no necesariamente latinoamericanos y moviéndose ya por otros territorios, donde, si miraban a la noche estrellada, podían verse nuevas constelaciones.
Porque estoy de acuerdo —le dijo Piglia a Bolaño— en que definirse como latinoamericano supone antes que nada una decisión política, una aspiración de unidad que se ha tramado con la historia y todos vivimos y también luchamos en esa tradición. Pero a la vez nosotros (y este plural es bien singular) tendemos, creo, a borrar las huellas y a no estar fijos en ningún lugar. En estos días, estoy viviendo en California, donde todo se entrecruza, como sabes bien: los recuerdos del viaje al Oeste de la beat generation, con las novelas de Hamett, y los barrios paranoicos que describió Philip Dick conviven con la intriga de la cultura latina. De modo que aquí por contraste me siento un escritor digamos ítalo-argentino (un falso europeo, otro europeo exiliado).
Quiero creer que Piglia hablaba de una revolución del lenguaje en el campo de la literatura y, más específicamente, en la experiencia del lector. Y de las transformaciones al leer e imaginar lo que se lee, y de los paradigmas que ya anunciara George Steiner a principios de los setenta: el cambio de la relación, por ejemplo, entre el escritor y la lengua nacional.
En fin, cuando aquellas constelaciones anunciadas por Piglia aparecieron, la literatura de ultramar, aunque solo fuera por los inéditos temas abordados y en algunos casos por su apertura extraterritorial (Sergio Chejfec sería el paradigma de ésta), se fue distanciando de las antiguas rutas que pasaban por una metrópoli en la que hoy conviven, por una parte, el paso doble o triple de lo sentimental sobre la forma y, por la otra, quizás en compensación con lo primero, una atractiva pluralidad de voces, y no el panorama homogéneo de autoficciones que creen ver algunos. Y en el lado americano, se habla, entre otras cuestiones, de migraciones, de la demoledora permanencia del feminicidio, y de la tragedia general de éstas y otras formas de desapariciones.
América Latina sabe mucho de desapariciones. En un reciente texto de Emiliano Monge se habla de las primeras obras que en territorio americano convirtieron en literatura la tragedia de las desapariciones. Yo ahí destacaría las de Sergio González, Roberto Bolaño, Sara Uribe, Abad Faciolince, Rey Rosas, Castellanos Moya, hasta las más recientes, como la extraordinaria El libro de nuestras ausencias, de Eduardo Ruiz Sosa, por lo que uno diría que persevera y hasta va aumentando ese «algo» que nos mantiene apartados aun pensándonos juntos.
Así están probablemente las cosas, pero seguro que también de otra forma que yo no veo. Después de todo, admitamos que nuestros encuentros literarios entre las dos orillas vienen siendo, ya casi desde tiempo inmemorial, un tremendo rompecabezas perdido ahora para colmo dentro del infinito puzle que es hoy en día la literatura universal.