Ory descubre la literatura de ultramar a través de los libros de la biblioteca de su padre, el poeta Eduardo de Ory. La lectura de los escritores modernistas y decadentes tendrá un valor iniciático y seminal, como luego la de César Vallejo, cuya obra Trilce resulta una revelación. Muchos son los escritores a los que conoce y con los que se cartea, entre ellos, el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, con quien le unirá una estrecha amistad de juventud, y el artista dominicano Darío Suro, junto a quien alumbra el introrrealismo. Pasado el tiempo, en un viaje de vuelta, Ory se convertirá en el maestro oracular, en la «guía en el desfiladero» de los infrarrealistas Bruno Montané y Roberto Bolaño.
El amor de Carlos Edmundo de Ory por la literatura hispanoamericana es, usando un juego de palabras muy propio del autor, «origenético», pues se remonta a su padre, el poeta modernista Eduardo de Ory, quien cultivó cierta amistad con Rubén Darío y Amado Nervo, entre otros, fundó las revistas Azul (1906) y España y América (1913-1936), que tendían puentes con la otra orilla, y fue cofundador de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras de Cádiz (1909).
(Ramos Ortega, 1983: 118 y 16).
Si Borges confesaba que el acontecimiento principal de su vida había sido la biblioteca de su padre, «de hecho —escribía—, a veces pienso que nunca he salido de esa biblioteca» (Borges, 1999: 16), el caso de Carlos Edmundo se muestra similar, aunque no tan extremo, pues el creador del postismo con el tiempo construirá su propio y personalísimo arsenal libresco. Pero, sin duda, la lectura de los escritores de ultramar desde la biblioteca del padre tendrá para el joven escritor un valor iniciático y seminal, y le marcará para siempre: Alfonsina Storni, Juana de Ibarborou, Delmira Agustini, Julio Herrera y Reissig, Carlos Sabat Escarsty, Julio J. Casal, José Asunción Silva, Ramón López Velarde, Porfirio Barba Jacob, José María Eguren, así como Rubén Darío, Enrique González Martínez, José Martí, Amado Nervo, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián del Casal, todo estos poetas, «rebeldes por sí», «suicidas, nihilistas, pesimistas, drogadictos, budistas, teósofos, filósofos, ultrasoñadores, eróticos, homosexuales, doloristas, locos», que moldearon sus inclinaciones hacia una literatura no conformista, según el mismo autor le confiesa al gran estudioso de su poesía Jaume Pont (1998: 30-31) y recoge en su imprescindible biografía José Manuel García Gil (2018: 80-81), a la que recurriré para estas pinceladas. También leerá a ensayistas como José Enrique Rodó, Rufino Blanco Fombona y otros escritores combativos, como Vargas Vila o Soiza Reill, «que me infundieron —en palabras de Ory— alientos de libertad estética y combativa» (García Gil, 2018: 81).
Para el retrato del joven artista importará también señalar la figura de César Vallejo, a quien descubre en 1945, con veintidós años, gracias a su amigo el poeta Juan Alcaide Sánchez; su obra Trilce es una revelación o, tal vez, deba hablarse mejor de reconocimiento y de encuentro con el poeta de Santiago de Chuco. Si el postismo ha echado a andar a comienzos de 1945, por esas fechas Ory todavía no ha leído el gran libro vanguardista de Vallejo, pero ya parece hermanado con él en la ruptura y en la herida. Cuando Félix Grande conozca al gaditano en 1963 en una de sus lecturas poéticas, le dirá: «Noto en ti influencia de Vallejo» (García Gil, 2018: 423).
También de esta época es destacable su amistad con el poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas, al que conoce en Madrid ese mismo año de 1945; y un poco más tarde, con el artista experimental dominicano Darío Suro, con quien alumbrará el introrrealismo en 1951, un nuevo -ismo de difícil delimitación, pero que tiene a César Vallejo como referente y que, siendo deudor de «la imaginación creadora simbolista, expresionista y surrealista, participa de los materiales candentes de la existencia humana» (Pont, 2011: 188).
Como es de esperar, a lo largo de su larga vida (Cádiz, 1923 - Thézy-Glimont, 2010) el poeta va a relacionarse con numerosos escritores latinoamericanos y las huellas de ese vínculo vital, que es un trasiego de ideas y experiencias de ida y vuelta, quedan reflejadas en el riquísimo epistolario que custodia la Fundación Carlos Edmundo de Ory, sita en la calle Ancha de Cádiz. Las cajas de los archivos guardan muchos nombres: los dominicanos Manuel del Cabral y Antonio Fernández Spencer; los nicaragüenses José Coronel Urtecho y Pablo Antonio Cuadra; el colombiano Eduardo Cote Lamus; el cubano Cintio Vitier; los argentinos Lisandro Z. Galtier y Osías Stutman; el uruguayo Ricardo Paseyro; los mexicanos Jaime Torres Bodet, y sobre todo Marco Fonz y Tanya Cosío, con los que tendrá una estrecha amistad en los últimos años. Estos son algunos de las personas del lado de allá (invirtiendo la geografía cortazariana de Rayuela) que transitan por la vida del autor.
También pisará Ory tierras americanas. El poeta de Cádiz llega a Perú desde París, el 22 de diciembre de 1956, con su esposa Denise, embarazada. Lo hace huyendo de la penuria económica en la que vive en la capital francesa. Allí nacerá su única hija, Solveig. Vivirán en Chosica, cerca de Lima, gracias al puesto que consigue como profesor de castellano y literatura en la Escuela Normal Superior de La Cantuta. Allí colaborará con la revista Centauro de Lima, y allí conocerá a la viuda de Vallejo, Georgette Philippart, con la que pasará una tarde. Pero la estancia se le hace insoportable —incomunicación, falta de amigos y de relaciones literarias, incapacidad de adaptación a un país que le resulta ajeno— y la familia regresará a París el 22 de septiembre de 1958 (un mismo día 22, como en la llegada, dos años después). Andando el tiempo, un Ory ya maduro volverá a cruzar el Atlántico de forma circunstancial en varias ocasiones. En la primavera de 1992 es invitado a la V Feria del Libro de Bogotá dedicada a España; en el otoño de 1998 lo es a la Semana del Autor de Buenos Aires, en ese mismo viaje visitará también Chile.
Pero el apego de Ory a Hispanoamérica me parece, en comparación, por ejemplo, con otro gaditano como Fernando Quiñones, menos vivencial, experiencial o viajero («lo mejor sería poder viajar en fax») que cultural y espiritual. Es la suya una América más leída que vivida, más dadora de inspiración a través de sus heraldos que sentida en propia carne, porque su sensibilidad no entiende de geografía y más está en el limbo o en la copa de un árbol que en el mapa.
Si, como he dicho, la literatura hispanoamericana moldea y alumbra al muchacho Ory, aspirante a escritor, con el paso de los años, el poeta ya avezado, oculto y de culto, al que escriben y visitan los jóvenes en su cabaña de Amiens en la larga resaca de mayo del 68, se convierte en el maestro oracular, en la «guía en el desfiladero» de Roberto Bolaño.
He tenido la oportunidad de estudiar la correspondencia que sostuvieron Ory y Bolaño y que es el reflejo de una larga amistad iniciada en 1977 y que duraría hasta la muerte del chileno en 2003 (Vázquez Recio, 2022). Al comienzo, la iniciativa de esta relación la llevó el poeta, también chileno, Bruno Montané, amigo de Bolaño, afincado antes que él en Barcelona. Bolaño dejaría constancia literaria de esos inicios en Los detectives salvajes y de lo que para él significaba el poeta gaditano. Felipe Müller, el alter ego de Montané en la novela, habla de las cartas que le escribía a Arturo Belano —mayo de 1977—, todavía en México, donde, dejando a un lado las penurias, prefiere hablarle
(...) de Leopoldo María Panero, de Félix de Azúa, de Gimferrer, de Martínez Sarrión, poetas que a él y a mí nos gustaban, y de Carlos Edmundo de Ory, el creador del postismo, con el que por entonces yo había comenzado a cartearme.
(Bolaño, 1998: 222)
No es la única vez que lo cita en la novela.
Lo cierto es que Montané se escribe con Ory desde noviembre de 1976, con un primer envío donde le hace llegar poemas de, entre otros, Roberto Bolaño, y meses después le manda Alba clara sobre el cagadero, escrito a cuatro manos con él (21-VII-1977)1, y al que Ory responde con una carta dirigida a ambos (27-VII-1977), «¡Abobo, espíritus carnales! ¡Qué inteligentes y ladinos sois!», les dirá. Esta primera misiva, con destinatario doble, inicia una correspondencia que no acabará hasta veinte años después, con una postal enviada por Bolaño en febrero de 1996. La primera es de agosto de 1977. El número de misivas de Bolaño es superior al de Ory: 52 (entre cartas y postales, al margen de otros envíos) frente a 28.
Las cartas van a discurrir con unos roles iniciales que se irán suavizando e igualando con el tiempo. Por un lado, está el poeta admirado y maduro, que aconseja, amonesta, filosofa y habla también de su propia vida, y, por otro, el escritor aspirante, que se desahoga, pide consejo, y a veces ayuda, y al que vamos viendo madurar con el paso del tiempo.
El contenido de la correspondencia de Bolaño alude a aspectos personales: detalles de su cotidianidad, asuntos laborales, sentimentales, familiares, el inicio de su enfermedad. Pero el gran peso temático de su correspondencia tiene que ver con la literatura: las lecturas que realiza (un verdadero caudal), referencias literarias y culturales, lo que está escribiendo, sus intentos por publicar y, cuando va pasando el tiempo, los premios que poco a poco va consiguiendo y que le irán permitiendo vivir, su camino hasta convertirse en un escritor algo más reconocido. Por parte de Ory hay alusiones a su vida cotidiana, que se nos representa de una manera casi monacal, la de alguien apartado del mundo con su pareja, Laura; sus lecturas —de clásicos, sobre todo—, sus cartas, su amor por el silencio y la naturaleza, su entrega a la escritura, su voluntad taoísta de no-hacer. El epistolario Bolaño-Ory va llenándose de complicidad, de confidencias compartidas, de intercambios de lecturas y proyectos creadores, de irónico humor. En medio de las dificultades económicas y con problemas para su estancia en España, en marzo de 1979, Bolaño se ofrece a Ory como secretario, «ordenando el epistolario». Ory declina la propuesta por descabellada y por su necesidad de soledad:
Hijo mío, ¿cómo puedo usar secretario yo? Y, ¿usarte a ti de eso? Me paso el tiempo mirando el paisaje de árboles delante de mí (...) hago mi soledad o lo que es lo mismo: hago mi religión.
(22- IV-1979)
Ory y Bolaño se conocen personalmente en Barcelona en 1978 y desde entonces volverán a verse en varias ocasiones, la última en Blanes, en el verano de 2001, ya con Bolaño bastante enfermo. Desde el principio Ory ve a Roberto Bolaño y a Bruno Montané, fundadores del infrarrealismo, como herederos del postismo, hermanando la acción poética de esta nueva generación vanguardista con la de los años cuarenta. Y la sintonía con Bolaño es profunda, especial —«tus cartas son otra cosa» (27-I-1996), dirá—. Se identifican en lo periférico y marginal, en la voracidad lectora; ambos, admiradores de poetas raros y malditos, de Lautréamont, Baudelaire y Rimbaud, que para Bolaño es una brújula; ambos, provocadores con sus propios ismos; ambos, han nacido en abril, «the cruellest month», como escribió Elliot, con una entrega radical a la literatura, de modo que lo cotidiano, ganarse la vida, por ejemplo, se les hará cruel, como les será difícil publicar al principio. Escritores de un gran sentido del humor y del juego; autoexiliados o desterrados, extraterritoriales, como diría George Steiner. Ambos, vagos y poetas, según rezaba la tarjeta de visita de Roberto Bolaño.
Esta amistad final con Roberto Bolaño, un escritor tan relevante en el panorama literario contemporáneo, viene a sellar el amor de ida y vuelta con América de un autor como Carlos Edmundo de Ory, menos terrestre que abisal o cósmico, desconocedor de localismos y fronteras. Lo escribe en su Diario:
Y quien discute que yo soy francés, se equivoca. Mi poesía es de Cádiz, es decir, del mundo, de América y, sobre todo, del mar.
(Ory, 2004: 72)