El exilio es un fenómeno que puede apreciarse desde distintas dimensiones. A diferencia de una migración común, este encuentra su origen en un conflicto donde no existe alternativa alguna para que las personas que lo padecen se mantengan a salvo más allá que el abandonar su patria.
Las consecuencias del exilio son diversas, una de ellas es la configuración de usos del lenguaje distintos, aun cuando se trata del mismo idioma..
Una Nación que cría hijos que huyen de ella por no transigir con la injusticia es más grande por los que se van que por los que se quedan.
(Ángel Ganivet)
Las migraciones se han dado desde tiempos inmemoriales. El primer hombre, la primera mujer, fueron migrantes. Nómadas en busca de animales, de frutos que recolectar, de refugio, de agua, de materiales para producir armas, para crear instrumentos. La agricultura trajo consigo el sedentarismo. Con los siglos y milenios, las migraciones se fueron haciendo menos comunes, pero nunca han dejado de ser un fenómeno de enorme importancia, es uno de los cinceles con los que el tiempo ha esculpido el perfil de la humanidad.
Migraron el Homo erectus, el Homo neanderthalensis y el Homo sapiens desde África. Migraron los pobladores de América desde Asia, por el estrecho de Bering. Se movieron amplios grupos en la antigüedad clásica. Cruzaron el mar ingleses, españoles, portugueses a un nuevo continente.
Migran hoy los que buscan buenas oportunidades y también los que persiguen una sola oportunidad, una tabla de salvación. Y cada uno de estos movimientos de personas, desde el más relevante hasta el menos notorio, fue también un movimiento de ideas, de pasiones, de costumbres, de lenguas.
Cambian las magnitudes y las frecuencias, cambian menos las motivaciones: la ambición, la búsqueda de riqueza, la sed de poder, el hambre y el deseo de conquista, también el afán legítimo de mejorar, la voluntad de reunirse con los que se adelantaron, el impulso de explorar y descubrir. Y también la necesidad, el hambre, la pobreza, la persecución, la guerra. Migraciones que se buscan y migraciones que llegan impuestas. Migraciones dulces y migraciones amargas. Migraciones voluntarias y migraciones forzadas.
El exilio pertenece a esta segunda clase. Quien se exilia no tiene alternativa. Si quiere mantener la libertad o incluso salvar la vida, debe abandonar su país. No puede irse a otra ciudad, retirarse al campo. Por motivos políticos, raciales, religiosos, es non grato en cualquier pliegue de la patria. No va en pos de fortuna. Huye de la persecución, de la condena segura. De nada le sirve prosperar en la tierra de acogida. Mientras el régimen siga, mientras los opresores sostengan el báculo, no podrá volver a casa. El migrante voluntario se pregunta qué es lo mejor. El exiliado no puede elegir. No va al encuentro de una ilusión. Escapa de la espada.
El desarraigo duele. El migrante experimenta soledad, rechazo, incertidumbre, melancolía, cansancio. El exiliado, además, siente que lo han despojado. Siente que su propia patria, o al menos una faceta importante de ella, lo ha traicionado, lo veja. Aborrece a su hermano, y ni siquiera puede hacerle frente. Porque su hermano se impuso. Porque, en una suerte de episodio autoinmune, lo atacó, lo expulsó.
El migrante voluntario puede dar por terminada su expatriación cuando quiera, o al menos así parece. Sabe que va a estar en su nuevo destino el tiempo que haga falta para lograr su objetivo, cualquiera que éste sea. El exiliado está lejos de forma indefinida. No sabe si volverá. No sabe a qué atenerse. ¿Debe echar nuevas raíces o esperar la reintegración? ¿Adoptar nuevas costumbres o aferrarse a las suyas? ¿Qué plazos debe imponerse, qué vencimientos buscar? Al exiliado le quitan el gobierno de las horas y los plazos. Un sentimiento constante de indeterminación afecta su manera de vivir, de trabajar, de relacionarse.
El exiliado no es el individuo moderno, de aliento cosmopolita, que aprovecha los avances en los medios de comunicación —ya sean físicos, como los aviones, los trenes, las carreteras, o electrónicos, como el internet y las telecomunicaciones— para habitar lugares más o menos distantes, conocer a otras personas y sostener un intercambio cultural y humano más intenso, aprovechando un camino de exploración y cambio que se antoja cada día más prolijo. No. El exiliado, en el extremo opuesto del espectro migratorio, en el fondo mismo de este fenómeno, junto con aquellos que huyen de la pobreza extrema, la guerra, la inseguridad, pero sin otra salida que un país que no es el suyo... El exiliado, muy lejos de extender sus horizontes, de conquistar nuevas tierras, cambia un paisaje por otro, un marco de identidad por uno ajeno, su tierra por la tierra de los extraños.
Es arrancado de los brazos maternos, sin saber si volverá a sentirlos, y huérfano, sin la madre y los hermanos con los que creció y compartió unas raíces, una sensibilidad y un lenguaje comunes, es dejado a su suerte en un refugio lejano del que conoce muy poco. No siente la satisfacción, la emoción, la curiosidad, la industria de quien se va para acopiar —más saber, más destrezas, más mundo, más dinero—. No siente tampoco la esperanza, el alivio precario, el anhelo de quien busca saciar sus necesidades. Lo que siente el exiliado es dolor, frustración, miedo, humillación.
Las migraciones, por regla general, imponen una distancia física y afectiva. Pero en muchos casos la gente mantiene, en mayor o menor grado, una relación con el lugar y su colectividad de origen. Con el exilio, en cambio, el rompimiento es tajante, se diría que total. El exilio es un infarto, mata el tejido mismo de los vínculos sociales, políticos, familiares.
Trasladando el pensamiento de José Ortega y Gasset, su maestro, a este terreno, María Zambrano discurría sobre su propio destierro: si «yo soy yo misma y mis circunstancias» y el exilio me arranca de cuajo mis circunstancias, entonces dejo de ser yo. Por eso, en el exilio, los efectos del desarraigo y la extranjería son más fuertes. El exiliado enfrenta en todo momento un conflicto íntimo de difícil solución. Por un lado, alberga e incluso protege el deseo de seguir siendo parte de la sociedad de origen. Quiere conservar sus raíces, preservar su cultura, transmitirla a sus hijos. Por el otro, este deseo se opone al deseo de adaptación a una nueva sociedad y unas circunstancias nuevas. Quiere pertenecer a ellas y dejar por fin de ser un extraño.
El exiliado, además, queda condenado a la añoranza. Si al principio el objeto de su evocación y su melancolía es la tierra de origen, años, décadas después, si es que tiene la fortuna de regresar, el objeto de añoranza pasa a ser la patria que lo acogió y protegió cuando estuvo indefenso. De regreso en el entorno original, que ha devenido un tanto extraño, que siguió andando el tiempo por una trocha distinta y divergente, el exiliado revivirá con nostalgia agridulce los días, entonces muy largos, ahora demasiado cortos, vividos allende el mar, allende la cordillera.
En 1945, cuando el triunfo de los aliados en la Segunda Guerra Mundial hacía suponer que el régimen fascista de Francisco Franco, ya sin la ayuda militar de Hitler y Mussolini, finalmente caería, poniendo fin al destierro de tantos, el ilustre jurista e historiador español Rafael Altamira Crevea publicó un artículo en el que se despedía de México y afirmaba que el dolor y la nostalgia de haber dejado su España de origen se convertían en el dolor y la nostalgia por dejar México, el país protector.
Pablo Yankelevich ha estudiado los fenómenos de la reincorporación de los asilados del Cono Sur. Argentinos, uruguayos, brasileños, chilenos que han vuelto a sus países recuerdan su larga estancia en México como una de las mejores etapas de su vida, a pesar de las penurias, la desazón y el dolor.
El origen del exilio se pierde en la noche de los tiempos. En Mesopotamia, los delincuentes que llegaban al templo del dios Asilo eran protegidos por sus sacerdotes. En Grecia, la pena de exilio era considerada peor que la de la muerte pues, con la muerte civil, el castigado perdía toda posibilidad de desarrollo y toda oportunidad de relacionarse, mantenía la capacidad de reconocer y padecer su tormento. En la Edad Media, los delincuentes del orden común eran protegidos en las iglesias, una forma de piedad que no merecían los acusados y presos políticos. Tal era el temor que les tenían los monarcas y señores feudales.
Hay exilios señalados por la historia: el de los judíos que fueron expulsados del Imperio romano, el de los caudillos que debieron salir de sus lares tras la ocupación romana de sus tierras; el de los musulmanes del sur de la península ibérica, en tiempos de los Reyes Católicos, conocidos como al-Ándalus; el de los judíos sefaradíes, también por órdenes de Isabel I y Fernando II, que debieron salir de Castilla y Aragón en 1492, lograron preservar su lengua milagrosamente. Los ejemplos alcanzan hasta el presente e incluyen por supuesto a los perseguidos políticos, designados de esta forma no por el país persecutor, sobra casi decirlo, sino por el país de asilo.
Estos grupos de exiliados no solamente han buscado salvar la vida y la libertad. También han hecho un esfuerzo muy grande, se diría que en ocasiones sobrehumano, por preservar y transmitir su cultura, comunicarse en su lengua, con todo y los matices regionales y locales, preparar y saborear la comida de la casa materna, apegarse dentro de lo razonable a las costumbres diarias, vestir a la manera usual, trabajar, divertirse y descansar tal como lo hacían antes. Dos de estos grandes valores sobresalen: la lengua y la comida. De la comida dice agudamente Fernando Savater: los exiliados cambian más fácilmente de dioses que de alimentos.
La lengua ha sido y es el medio más importante de identificación de los grupos exiliados. No es solamente un instrumento práctico, el primer recurso para resolver las necesidades constantes del día a día y la vida en sociedad, sino también una herramienta sutil, un mecanismo insondable que nos permite expresar ideas, pensamientos, sentimientos, dudas. Es la facultad de decir lo que quiere el alma humana.
El lenguaje es común, una facultad humana. La lengua propia, en cambio, está cargada de signos —de significados y significantes— que sólo los iniciados, la comunidad que la habla, pueden entender bien y a cabalidad.
Nada identifica más a un grupo que un código común. La lengua es justamente eso. Es el código común por excelencia. Y dentro de una lengua hay otras lenguas. El vasto universo del idioma español contiene por igual al español de Castilla y al español de Texas. El de Castilla, al de Madrid. El de Madrid, al de ciertos madrileños. Tan nutrida y maleable es una lengua que en ella se codifican lo mismo las grandes identidades, como la identidad hispanoamericana, que las identidades locales. En el español del altiplano de México está, de alguna manera, contenido el altiplano.
La lengua se usa, se rumia, se moldea sobre todo en el hogar. El hogar —lo saben bien quienes migran a países donde se habla otro idioma— es el santuario donde siempre alienta la flama de la lengua, el refugio a donde vuelve el exiliado para tomar aliento, descansar del habla ajena, del entorno y sus idiosincrasias, atizar el fuego para trasmitirlo a los hijos. En ahí, junto al fogón, en el comedor, en la recámara, donde echan raíces las palabras que, signos, al fin y al cabo, cifran todo lo que somos, y es ahí donde se echan a volar.
En la escuela, muy pronto, la lengua será otra. Incluso si el exiliado tuvo la fortuna de alojarse en un país donde se habla el mismo idioma, sabe que afuera, en las calles, en las plazas, en las tiendas, en los centros de enseñanza, las costumbres, las ideas, los valores, el trato y, por lo tanto, el lenguaje, son distintos. A veces ligeramente. A veces radicalmente. La educación, con razón, es una preocupación constante de los migrantes —y de los extranjeros en su propia tierra—. Las escuelas que se establecían en las montañas de Grecia para educar a los niños durante la ocupación otomana y las escuelas rabínicas o islámicas que se ocultaban a los ojos de la Inquisición o, en tiempos más recientes, los colegios que fundaron en México los republicanos españoles sirven para ilustrarlo.
Un contraejemplo de la resistencia del migrante a asimilarse y, más aún, permitir que sus hijos se asimilen, lo encontramos en la actualidad. Desde la segunda mitad del siglo pasado y a consecuencia de la globalización de la economía y la ampliación de las relaciones internacionales, no son pocos los gobiernos, casi siempre occidentales, que han establecido escuelas en países donde es común que residan temporalmente sus ciudadanos —profesionistas, empresarios y servidores públicos; expatriados, en el sentido corporativo del término—. Los alumnos asisten a ellas sólo durante el periodo de asignación de sus padres. Han surgido así liceos franceses y japoneses, colegios alemanes, centros educativos en idioma inglés, cuyos planes de estudio y nivel educativo son fáciles de revalidar en el país de origen.
En el campo educativo, el dilema del exiliado regresa. Educar para preservar ciertos rasgos de identidad colectiva, es decir para distinguir, o educar para integrar. Me atrevo a decir que las respuestas a esta disyuntiva han variado a todo lo ancho del espectro. Desde la apertura plena y quizás resignada a la influencia del entorno hasta la cerrazón, el rechazo y la obstrucción a lo foráneo, que es en realidad lo local, pasando por todo tipo de posturas intermedias.
Los embates que enfrenta la lengua de los emigrados varían según el contexto. Los latinoamericanos que han encontrado asilo en Estados Unidos, donde la lengua predominante es el inglés, pero al mismo tiempo se habla mucho el español, están en una situación muy distinta de la de las mujeres sirias que se refugian, por decir algo, en Argentina, donde su idioma tiene muy poca presencia. Muy distinto es también cuando la lengua del exiliado es una variante de la lengua que se habla en el país que lo recibe. La base gramatical y el vocabulario general coinciden, pero hay cientos, si no miles, de matices —modismos, formas de expresión, usos fonéticos, expresiones idiomáticas— que terminan por marcar una diferencia apreciable e imprimen en la identidad su detalle fino y sus florituras.
En el primer caso, aun cuando el idioma propio se impregne de sonidos, lapsus gramaticales y términos que provienen del inglés, la persona sabe que, en lo fundamental, sigue hablando el español. Ese aspecto cardinal de su identidad se mantiene incólume. Pero en el último caso, cuando el adjetivo preferido en Valencia para ciertas descripciones se reemplaza por el que es más común en México, o cuando se olvida un valencianismo y se adopta en su lugar un mexicanismo, o cuando la pérdida gradual del ceceo pasa desapercibida, y estos cambios se echan de ver, si acaso, sólo cuando hay un reencuentro con el español materno, la inquietud de la asimilación cultural y el celo de preservación pueden ser mayores.
Recordemos, por ejemplo, el castellano que se hablaba en la España del 1500 y que los judíos, por necesidad, llevaron consigo en su peregrinar por Europa, preservándolo como lengua hasta la actualidad, una lengua, si no secreta, sí envuelta en un misticismo étnico y cultural. O el español de los republicanos que debieron dejar la península al final de la Guerra Civil para trasladarse a América Latina y, en particular, a México, donde se asentaron unos veinte mil, sobre todo en la capital. Todos hablaban, en esencia, el mismo idioma, pero vistas más de cerca, las particularidades sonoras y morfosintácticas dibujaban claras líneas regionales.
Atrapados entre dos alternativas, adaptarse al nuevo entorno o conservar la condición española, los migrantes, la mayoría de las veces inconscientemente, empleaban distintas formas de hablar según el entorno en el que estaban. Uno era el lenguaje íntimo, familiar y gregario que se utilizaba en casa o en las ocasiones de convivencia con los amigos. Otro era el del intercambio social en el sentido más amplio. En un caso preferían el vosotros; en el otro, el ustedes. En el camión se hablaba de chícharos, betabel y boletos; en la casa, de guisantes, remolacha y billetes. La segunda, la lengua autárquica, se preservó sin influencias de ninguna índole. Se convirtió en un texto pétreo e inamovible. Como el sefardí cuatrocientos años antes, fue una lengua íntima y familiar, una suerte de instrumento sonoro que, resguardado en una gaveta de oscura madera, entre paños heredados y bajo llave de plomo, se extraía para interpretar, al aroma de unos vinos, las historias familiares, los romances, los refranes, las gestas tradicionales y el calor y la solidaridad de la tribu.
El español de la península tenía su propia evolución. No había correa de transmisión que comunicara su movimiento al español del exilio. Tampoco lo hacía el español de México, o lo hacía sin la tensión y la velocidad necesarias. El léxico, las formas sintácticas y, con ellas, la forma de ser de un pueblo en un momento dado, se mantuvieron, y todavía hoy persisten en la tercera generación, con modismos y expresiones que no dejan de sorprender a los mexicanos de otras procedencias y, lo que es más llamativo, a los españoles del otro lado del Atlántico, cuando unos u otros viajan. Es un lenguaje que se usa para expresar los sentimientos de pena, melancolía, nostalgia o, como dirían los gallegos, morriña y los portugueses, saudade. Círculo de causas y efectos. El instinto gregario dio lugar a un hecho lingüístico peculiar que consolidó y dio consistencia al grupo, lo constituyó en tribu, en un clan solidario, con una moral, una sensibilidad y una personalidad propias. Los miembros pudieron así, como afirmó el arquitecto Félix Candela, seguir pensando que eran españoles y alimentar esta ilusión.
Aunque, evidentemente, estaban dejando de serlo. Normalmente, la incorporación ocurría de manera gradual y era más bien silenciosa, imperceptible. Pero había hechos que enfrentaban al migrante con el mundo real. Néstor de Buen recordaba que todos los vecinos del edificio donde vivió de niño eran asilados políticos. También lo eran los amigos de sus padres. Él y sus hermanos asistían a uno de los colegios republicanos. Los sábados y domingos lo pasaban en un centro deportivo de concurrencia española. Cuando finalmente ingresó a la Escuela Nacional de Jurisprudencia de la Universidad Nacional Autónoma de México, a los dieciocho años, se preguntó: Pero ¿qué hacen aquí estos mexicanos?
La singularidad de la lengua hablada tenía su claro reflejo en la escrita y aún en la literaria. Los autores consagrados o en plena actividad que, tras el destierro, siguieron escribiendo en sus países de acogida terminaron por ver cómo, con el paso de los años, lo que era un estilo de claro arraigo español había devenido algo más, ni peninsular ni mexicano. Algunos de ellos, incluso, llevaron su interés a otros temas. Mientras que para ciertos intelectuales, las vicisitudes históricas y personales de la salida del país de origen y el exilio eran los asuntos fundamentales y no se movían de ellos, otros procuraban olvidarlos y exploraban, en cambio, problemas inherentes al país de acogida o problemas generales, sin relación con lo que estaban viviendo. Los escritores de la segunda generación, que habían nacido en el país de acogida, pero se habían formado en el ambiente confinado del exilio, enfrentaron la misma alternativa: indagar en la experiencia familiar y personal o volcarse sobre las cuestiones propias de la tierra adoptada. Muchos de ellos decidieron volver al país de sus padres; otros, con plena conciencia, se quedaron.
Sirva el caso mexicano para ilustrar lo anterior. Hablamos de la duración del exilio español en México no sólo por el tiempo que se extendió el régimen franquista y, con él, el destierro, sino también por esa suerte de prolongación que fueron las mujeres y hombres de segunda y tercera generaciones nacidos, como diría Luis Rius, «en ausencia». Figuras como Angelina Muñiz-Huberman, Arturo Souto, Enrique de Rivas, Tomás Segovia, Mada Carreño, Luisa Carnés, Concha Méndez y el propio Rius, o los más jóvenes, como José Ramón Enríquez, José María Espinasa y Antonio del Toro han escrito en México obras que mantienen vivo ese lenguaje forjado en el exilio, distinto al del entorno mexicano pero distinto también del español.
Los artistas del exilio español —una pléyade que abarca tres generaciones de hombres y mujeres; disciplinas tan variadas como la literatura, las artes escénicas, la plástica, la arquitectura y la música, y cuando menos una docena de países de destino, entre ellos Francia, Argentina, la Unión Soviética y México, pero también Chile, Cuba y Estados Unidos— no carecen de modelos. En el siglo XIX, Víctor Hugo debió vivir veinte años en la Gran Bretaña, exiliado, por su oposición republicana a Napoleón III. Ahí, el que es considerado padre del Romanticismo y una de las grandes plumas de las letras francesas escribió tres de sus libros de poesía más célebres, Los castigos, Las contemplaciones y La leyenda de los siglos, así como su obra magna, Los miserables. También francés y en la misma época, Alejandro Dumas padre se asiló en Italia y Bélgica, recorrió el mundo y desplegó una actividad política intensa en contra del régimen napoleónico. Además de la pasión política y la denuncia de la injusticia social, la obra de estos dos autores deja ver ese sentimiento de pérdida y la esperanza del regreso a la patria.
Isaac Bashevis Singer se trasladó de su natal Polonia a Nueva York, donde colaboró como periodista y escritor en The Jewish Daily Forward, un pequeño periódico en yidis que atendía a una comunidad igualmente pequeña. Singer escribió sus novelas, cuentos, obras dramáticas y ensayos en esta lengua. Fue traducido al inglés, pero nunca renunció al yidis original como vehículo expresivo. Por su originalidad, su estilo y la extraña amalgama de ingenio, crudeza y humus histórico que consiguió, recibió el Premio Nobel en 1978. La obra de Singer recuerda a la pintura de Chagall. En el epicentro mismo de la cultura estadounidense, rehuyó la tentación de escribir en el inglés que conocía tan bien para explorar y explotar literariamente el yidis de sus padres y de su microuniverso polaco, preservándolo así de la influencia ambiente.
Juan Ramón Jiménez nació en el pueblo de Moguer, Huelva, en 1881. Tuvo que morir lejos, en Puerto Rico, más de veinte años después de dejar España rumbo a Estados Unidos. En el exilio, el autor hizo diversos apuntes biográficos relativos a la República, la guerra y el exilio, pero sus temas fundamentales no cambiaron. El aislamiento y la depresión lo llevaron a buscar un lenguaje personal que supuso, incluso, cambios a la ortografía del español. El resultado fue una literatura pura en el texto y conceptual en el fondo por la que se le otorgó el Premio Nobel en 1956.
Ramón J. Sender, también español, residió primero en México y después en Estados Unidos, donde murió en 1982. A diferencia de Juan Ramón Jiménez, los temas de Sender son la guerra y el exilio. Por su pasado político y la crítica social de su obra, fue presa fácil de las persecuciones que desplegó el macartismo en Estados Unidos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. La calidad de la obra de temática española es muy superior a la del resto de sus libros, en particular aquellos en que habla de Estados Unidos.
Estos y otros escritores encontraron en la literatura una forma de lidiar con una realidad abrumadora, ya fuera reintegrándose, por la vía estética, a la tierra arrebatada, ya buscando la gradual incorporación al país de acogida. Sus libros fueron su voz y su voz, si no cura, sí bálsamo. Para ellos, en primer lugar, pero también para sus seres queridos. También para los lectores. No hay nada que agradecer al exilio, pero sí al espíritu de quienes sublimaron en dolor del exilio en arte. Quizás nadie lo ha expresado mejor que León Felipe en estos versos:
Hermano...
Tuya es la hacienda...
La casa, el caballo y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.Tú te quedas con todo
Y me dejas desnudo y errante por el mundo.Más yo te dejo mudo... ¡mudo!
¿Y cómo vas a recoger el trigo
Y a alimentar el fuego
Si yo me llevo la canción?
Hay un exilio distinto, el exilio que padecen los escritores que permanecen en sus países a pesar de la censura y los actos del Gobierno que pretenden controlar el pensamiento y las formas de comunicarlo. Es el llamado «exilio interior».
Esta forma de proscripción ocurre en regímenes dictatoriales de larga duración. En ellos, la cultura, la libre expresión y el intercambio abierto de las ideas levantan sospechas entre quienes detentan el poder, causan desconfianza, inquietan y, por tanto, son objeto de censuras. Lo vimos en la Alemania nazi, en la Italia fascista, en la Unión Soviética, que impidió que Solzhenitsyn fuera a recibir el Premio Nobel de Literatura con que lo galardonó la Academia Sueca en 1970.
En el orbe hispanoamericano, los ejemplos más notables son la España franquista, la Cuba posterior a 1959 y la Nicaragua sandinista. En Cuba, la marginación de los intelectuales se produjo de manera paulatina. Muchos escritores que en un principio simpatizaban con Castro fueron dejando la isla conforme las limitaciones crecían. En España, la persecución y el control de la prensa, los medios de comunicación y las editoriales llegó de golpe —brutal e inmediatamente— el primero de abril de 1939, fecha oficial del término de la Guerra Civil.
El Gobierno de Cuba tolera, algunas veces, que las obras disidentes lleguen a otros países y se consuman en ellos, pero impide que circulen en la isla. Normalmente, estas obras tienen una dimensión histórica y critican duramente la vigilancia estatal y el control policiaco. Abordan, asimismo, asuntos del comunismo y sus partidos. No hablan propiamente de Cuba, aunque puede inferirse que el sujeto verdadero son la isla, los cubanos y su clase política. Según comentarios, por supuesto no oficiales, la cercana relación de algunos autores con el Gobierno les da esta libertad, un privilegio del que no todos gozan, ni siquiera cuando las obras son también, como aquéllas, para el consumo externo.
En Nicaragua, en el momento actual, el gobierno llega al despropósito de exiliar a los escritores con quienes no simpatiza y al acto antijurídico y absurdo de quitarles la nacionalidad.
En la España franquista, desde el fin de la guerra en 1939 hasta la promulgación de la nueva Constitución en 1978, los escritores fueron objeto de persecuciones y sus obras, prohibidas, mutiladas o expurgadas. La reacción de los autores varió por causas políticas, sociales y personales. Hay cuatro casos completamente distintos.
Miguel Hernández, excelso poeta del pueblo, fue encarcelado y condenado a muerte. Conmutada la pena por treinta años tras las rejas, murió solo en la cárcel de Alicante en 1942. La obra que escribió en prisión manifiesta desencanto y un profundo dolor. Hay en ella una carga infinita de tristeza y una denuncia desgarradora. Entre sus poemas más conocidos está el que dedica a su hijo, un bebé de brazos, titulado «Nanas de la cebolla», lo creó cuando su mujer le escribió para decirle que no tenía nada que darle al niño más que cebollas.
Un segundo caso es el de Antonio Buero Vallejo. También condenado a muerte tras su detención en 1939, y conmutada la pena por treinta años de encierro, produjo en la cárcel y, sobre todo, cuando salió una serie de obras de profunda crítica social que, con una habilidad magistral, casi de ilusionista, consiguieron engañar a los incompetentes e incultos inquisidores en los tiempos de la más rigurosa censura franquista. Buero nunca dejó de producir ni se ausentó del ambiente literario. Duramente acosado por el régimen, pudo mantener no sólo su calidad formal y su espíritu crítico, sino también el afecto de la sociedad española.
El tercero de ellos, Vicente Aleixandre, actuó de un modo distinto. Por sus antecedentes políticos y sus simpatías republicanas, al terminar la guerra se vio inmerso en un ambiente muy hostil. Decidió entonces aislarse, no sólo de los círculos artísticos sino de la sociedad española en general, para convertirse en una especie de oráculo secreto al que acudían los jóvenes escritores en busca de orientación y de un refugio contra la estructura formal del Estado español. Gracias a su poesía, sobre todo la de la edad madura, Aleixandre pudo darse a conocer, no en España, donde no figuraba oficialmente, sino en el exterior. Recibió el Premio Nobel en 1977.
El cuarto caso es María Moliner, profesora republicana que al final de la guerra fue expulsada del magisterio y se tuvo que recluir sola y aislada en su casa con una máquina mecánica de escribir para producir, con una voluntad y una inteligencia inauditas, uno de los mejores diccionarios de la lengua española.
El idioma y la literatura del exilio se desenvuelven entre el deseo y la resistencia, entre la voluntad de adaptación y el miedo a la despersonalización, entre la esperanza y el desencanto. Sin embargo, los cruces e intercambios resultan inevitables y terminan por formar una literatura distinta, original y rica; una zona gris que comprende a los que hablan y escriben la lengua del exilio. No lo hacen como lo hacían en su país de origen, pero tampoco como otros lo hacen en los países de adopción. Esto ocurre de manera más notable y explicable entre las mujeres y los hombres de la primera generación, pero se extiende en el tiempo y trasciende a la segunda y quizás tercera generaciones. No se trata, por supuesto de un fenómeno exclusivo de las letras. Abarca todas las artes y todas las manifestaciones del espíritu.
Cambia la sintaxis y cambian los temas; en pintura, la paleta de colores se altera y el ojo se posa en nuevos objetos. En música hay otras notas, son otras las melodías que sugiere el medio rural, otros los ritmos que impone la ciudad. Pero algo se mantiene: la voluntad y el ánimo de crear, de escribir, de publicar, de poner en circulación una obra para que con suerte engarce, en su vuelo, con su hilo invisible, al país original con el país de adopción, y los cierre sobre el poeta como un solo par de alas.
Termino citando a Carlos Arniches:
Canta...
Cantos de tu niñez,
Ya que nunca tu patria
Volverás a ver.Canta vagabundo
Tus miserias por el mundo,
Que tu canción quizás
El viento llevará
Hasta la aldea
Donde tu amor está.