Buenas tardes.
Agradezco a la Real Academia Española de la Lengua, al Instituto Cervantes y a la Asociación de Academias por esta invitación que me honra y permite conversar con notables colegas sobre el apasionante y humilde oficio de traducir literatura. Y a todos ustedes por su presencia en la bella Cádiz, que tuve el privilegio de conocer en el siglo pasado junto con mi padre José Ruiz Rosas, poeta y académico, gracias a la hospitalidad del inolvidable Fernando Quiñones.
Umberto Eco, el semiólogo y novelista italiano, dijo alguna vez que «la traducción es el lenguaje de Europa». Y no le faltaba razón. Lo que pueda entenderse como cultura literaria europea es impensable sin la traducción. Es la lengua del traductor con su impronta la que pasa a formar parte del imaginario literario europeo pues cada traductor, por muy invisible que deba ser, tiene un estilo propio en tanto posee un modo propio de entender una obra literaria e interpretarla en el proceso de trasladarla a su lengua materna (Norah Giraldi acaba de explayarse sobre este mecanismo).
Es esa lengua específica la que a su vez enriquece la lengua materna del lector con giros, frases hechas, guiños sintácticos. Se fragua así un peculiar mestizaje lingüístico, literario y cultural que permite hablar de «lo europeo» en medio de una saludable y feliz gama de incontables diferencias.
España es el país con mayor tradición traductora del mundo hispanohablante, y esa riqueza idiomática fruto de las traducciones se proyecta asimismo a la gran comunidad de hispanohablantes no españoles, a la cual facilita un acceso válido a tan enriquecedor mestizaje. El lector hispanoamericano sin duda disfrutará de ese festín, pero habrá más de una ocasión en que le cueste un tanto entablar el maravilloso diálogo entre lector y obra que genera una creación literaria de calidad, pues paradójicamente se sentirá algo distante o ajeno a una serie de expresiones que se le presentan en su propia lengua materna. Puede ser que, con el tiempo, a fuerza de leer, supere ese pequeño obstáculo para sumergirse en aquel diálogo íntimo, pero lo haría con mayor facilidad o asiduidad si se encontrase de vez en cuando con palabras y construcciones más afines a su habla cotidiana, a la estructura de su pensamiento. Algo similar le ocurrirá al lector español con una traducción elaborada en Argentina, por ejemplo, u otro país hispanoamericano.
Los traductores literarios queremos dar al lector en nuestra lengua materna la versión más lograda posible de la obra que traducimos y admiramos cuando tenemos la suerte de elegir. En la práctica, esta declaración de principios es un proceso mucho más complejo. El mundo editorial, según de dónde proceda la casa de edición, exige al traductor atenerse rigurosamente no solo a la norma que rige el habla del país sino a su expresión idiomática coloquial. El desliz que surja con espontaneidad del acervo de la lengua materna del traductor y salte esos parámetros, se topa con el lápiz rojo.
Esa actitud, en mi opinión, va mermando lentamente el mestizaje natural de nuestras variantes lingüísticas regionales y podría llegar a generar un efecto distanciador del mestizaje lingüístico en sí.
Permítanme un paréntesis con un ejemplo algo extremo de mi experiencia para ilustrar a qué me refiero.
En 1999, una editorial de Barcelona me encargó la traducción de la novela The Dancer Upstairs del autor inglés Nicholas Shakespeare, que narra cómo al comenzar la década de los noventa un corresponsal de un periódico inglés en Río de Janeiro, especie de alter ego del autor, es enviado al Perú a cubrir las noticias sobre Sendero Luminoso. En el texto original inglés no hay mayor distinción entre el habla coloquial del periodista y el habla de los peruanos, no puede haberla en términos de variantes regionales. Al traducir, consideré obvio hacer hablar como peruanos a los peruanos y al periodista londinense como español, que es como suelen hacerlo los británicos. Entendí que por eso se me había elegido para tal encargo.
Cuando recibí el ejemplar impreso de Pasos de baile (título que conservó John Malkovich en la adaptación cinematográfica de la novela que dirigió con Javier Bardem en el papel principal) y abrí al azar la página 191, leí:
Los soldados se situaron a lo largo de ambas naves, apuntando sus armas a los veinte hombres y mujeres mientras les ordenaban que se arrodillaran.
—¿Palomino Cordero? —exclamaron—. ¿Cuál de vosotros es Palomino Cordero?
No solo mis compatriotas, cualquier lector informado sabe que unos soldados peruanos jamás dirían «¿Cuál de vosotros es Palomino Cordero?», sino «¿Quién de ustedes es Palomino Cordero?»
Pensé que se trataba de una lamentable errata. Pero trece líneas más abajo, decía:
Sacaron a todos los hombres a la calle, dejando a otros soldados a cargo de las mujeres.
—¡Cantad! —chillaron—. ¡Todas! ¡Cantad!
Algo impensable en ese contexto. El vosotros en el español peruano solo aparece en situaciones en que emula el uso peninsular con un resultado forzado. Aquí, los soldados en cuestión dirían: «¡Canten! ¡Todas! ¡Canten!» O, si me apuran: «¡Canten todas, carajo!»
Recordé que, en mi infancia arequipeña, las únicas personas que usaban el vosotros eran las monjas y los curas españoles. Me puse entonces a leer Pasos de baile desde la primera página y comprobé con estupor que al pasar por la edición de mesa mi prolijo trabajo de diferenciación de registros había sido allanado sin piedad ni criterio alguno (o «sin medida ni clemencia» como dice un vals peruano) al habla peninsular, con lo cual, la novela perdía de un plumazo una enorme tajada de verosimilitud, ingrediente básico de cualquier ficción que se precie.
En 2005, seis años más tarde de este, para mí, pequeño desastre, y a doscientos noventa años de su fundación en 1713, la Real Academia Española en un esfuerzo conjunto con las veintidós academias hispanas, publicó su fabuloso Diccionario panhispánico de dudas y dos años después, en el CILE de Cartagena de Indias, se aprobó el texto básico de la primera gramática española consensuada, como escuchamos ayer en el discurso del Rey. Considero que, en tanto herramientas concretas de referencia, deberían servir de inspiración al mundo editorial de los diferentes países que publican traducciones literarias, para salir de su rigidez e ir abriendo poco a poco las esclusas que den paso a un genuino mestizaje lingüístico.
Existe pues una jerarquía de corrección en el sector editorial, que suele pecar de hipercorrección al no abrigar ni siquiera formas consolidadas del habla culta de la América Hispana tratándose de España, o abundar en localismos inverosímiles fuera de su ámbito tratándose de Argentina, México y, a veces, España. En lugar de orlado de un mestizaje lingüístico, el producto puede llegar a ser tan elaborado, dentro de los parámetros de edición de la casa, que pierde no solo la impronta del lenguaje del traductor, sino a veces la del propio autor.
Los debates sobre estas cuestiones no son nuevos, los regateos entre traductores y editores de mesa por la conservación o eliminación de una frase o una palabra tampoco. Personalmente, prefiero una traducción en la que no se perciba que es tal, pero que al mismo tiempo no tema mostrar los quiebres que pueda ostentar la obra de partida, aquellos que, como diría Walter Benjamin, suscitan el deslumbramiento del lector. Se trata de no arrebatarle poesía al texto original. Incluso el hecho un tanto extendido de «mejorar» algunas obras en la traducción, resta fidelidad al espíritu de la obra en cuestión y es debatible.
El escritor italiano Alessandro Baricco comentaba, según cuenta la traductora italiana Vittoria Martinetto, que las traducciones de sus novelas al español eran demasiado «españolas», que a ese paso iba a necesitarse traducciones específicas para Hispanoamérica. Lo cual tampoco es tan sencillo como suena, porque en sentido estricto habría que hacer una versión al castellano andino, otra al caribeño, e incluso al habla de cada país, algo que sería demencialmente inútil y artificial.
Hace poco me ofrecieron traducir un relato de Kafka a un español más peruano con el aliciente de que sería la primera traducción arequipeña de un texto de Kafka. Averigüé que en su momento aquel relato lo había traducido justamente el peruano Juan José del Solar, una traducción estupenda como todas las suyas, si bien ajustada a la norma peninsular. Aun así, me pareció que no había necesidad de traducirlo de nuevo, pese a que cada versión aporta algo y que suele decirse que las traducciones tienen fecha de caducidad, aspecto también importante para la discusión, sobre el cual Susanne Lange ha reflexionado aquí con gran acierto.
En conclusión, al abogar por una mayor apertura a nuestra gran lengua panhispánica, el arte y el reto, con seguridad nada fáciles, consistirán en alcanzar un término medio de sutil dosificación a la medida específica de cada obra, que impedirá que las traducciones se circunscriban a un ámbito lingüístico sea peninsular, argentino mexicano o del país que fuere, que podría reducirse drásticamente y, de hecho, despertar la necesidad real de otras traducciones para el resto de países de la América hispana o España dado el caso. Se trata, en definitiva, de que el texto traducido, aquel producto de «lo más cerca que podemos estar de la transmigración de almas» como sostiene Juan Villoro, llegue al alma de la gran comunidad hispanohablante. Y antes de que el otro mestizaje galopante con los omnipresentes anglicismos acabe por deshispanizarnos.
Muchas gracias.