La relación de Rafael Alberti con Hispanoamérica tiene dos momentos distintos a lo largo de su biografía. Un primer momento es su viaje a América en 1935, que se traslada a su poemario 13 bandas y 48 estrellas. Poema del Mar Caribe y al diario de viaje Encuentro en la Nueva España con Bernal Díaz del Castillo, ambos publicados en 1936. El segundo momento es su exilio junto María Teresa León en 1940, cuando desde el puerto de Marsella, ponen destino hacia Buenos Aires. Después vendrían Chile y Uruguay. Estas relaciones con Hispanoamérica sirven al poeta portuense para establecer una nueva relación transatlántica con la otra orilla desde el punto de vista literario, pero también una reivindicación poética, política e ideológica en torno a las repúblicas americanas de tono anticolonial frente al hispanoamericanismo de corte más tradicional y conservador. Todo ello se estudiará desde su relato autobiográfico de La arboleda perdida donde confluyen ambas experiencias y ambos viajes..
Aprendiz de poeta
México (El indio)
Todavía más fino, aún más fino, más fino,
(13 bandas y 48 estrellas, 1936)
casi desvaneciéndose de pura transparencia,
de pura delgadez como el aire del Valle.
Es como el aire.
De pronto suena a hojas,
suena a seco silencio, a terrible protesta de árboles,
de ramas que prevén los aguaceros.
Es como los aguaceros.
Se apaga como ojo de lagarto que sueña,
garra dulce de tigre que se volviera hoja,
lumbre débil de fósforo al abrirse una puerta.
Es como lumbre.
Lava antigua volcánica rodando,
color de hoyo con ramas que se queman,
tierra impasible al temblor de la tierra.
Es como tierra.
Como ya se ha explicado en otras ocasiones, Rafael Alberti se encuentra íntimamente ligado desde su juventud a América y, «de modo vivencial», desde el final de la guerra de España, cuando se inicia su larga etapa de estancia en tierras americanas (Hernández Sánchez, 2007: 5). América era algo familiar para alguien nacido en El Puerto de Santa María, en el pleno epicentro de la bahía de Cádiz, unas aguas llenas de «recuerdos coloniales y de los hermosos ritmos de guajiras y habaneras» (Hernández Sánchez, 2007: 33). Ahí quedaba, por ejemplo, el libro 13 bandas y 48 estrellas. Poemas del mar Caribe (1936) o el diario de viaje Encuentro en la Nueva España con Bernal Díaz del Castillo, publicado en varias entregas en El Sol, el 15, 22 y 29 de marzo de 1936 (Alberti, 2004). Escribía allí:
Media hora después desembarcábamos en Cádiz, digo, en La Habana. Porque La Habana, para mí, a la media hora escasa de descubrirla, fue eso: Cádiz. Como ya Cádiz desde ese momento empezó a vivir dentro de mí con un alegre dejo de La Habana.
(Alberti, 2004: 206)
No obstante, el periplo americano del portuense (Alberti, 2007; Augier, 2000; Díaz de Castro, 2010; Kharitonova, 2021; Marrast, 1984) se encuentra fuertemente marcado por el conflicto de la Guerra Civil y el posterior exilio forzado, primero en Hispanoamérica (Perrén de Velasco, 1993) y después en Roma, incluso el primero de ellos, el de 1935, en una especie de efecto flashback de corte metapoético y emocional.
De todo ello da cuenta en su libro autobiográfico La arboleda perdida, donde convergen memoria, experiencia, reinvención y olvido. Unas memorias donde nos ofrece un recorrido literario en torno a su escritura y su propia vida y donde se observa la ansiosa necesidad de recordar que va mucho más allá de la propia naturaleza del género. Porque, en síntesis, La arboleda perdida se concibe como «un acto de resistencia ante la destrucción ocasionada por la Guerra Civil, una última línea de combate que se da en la escritura» (Pope, 2008: 229). En palabras del autor de Ora marítima:
En él, entrelazada a mis nuevas raíces americanas, la presencia de mis largas angustias españolas está más viva y clara que en ningún otro de mis libros.
(Alberti, 1987: 123)
Allí, el poeta de Marinero en tierra se desdobla en personaje de su propia novela-vida, desde una perspectiva donde se entremezcla el relato histórico de los hechos y la experiencia emocional ante esos mismos hechos y paisajes para crear así una suerte de negociación entre historia y ficción, en clave de la voz del yo. Rafael Alberti se transforma así en personaje plural, en heterónimo de sí mismo en un juego metaliterario en relación con otro juego de planos históricos referidos al cronista del siglo XVI Bernal Díaz del Castillo, que también había emprendido la aventura americana desde su Medina del Campo natal, con el que se establecen curiosos e intensas relaciones de artificio literario (Balcells, 1992) al traerlo al presente como guía de su viaje junto a María Teresa León, quien también dejaría constancia de ello en su Memoria de la melancolía publicada en 1970 (León, 1998):
Dejados, de cuando en cuando, de la mano guiadora y compañera de Bernal Díaz del Castillo, el prodigioso soldado homérida, comenzamos nuestra vida mexicana, nuestro intenso trabajo literario.
(Alberti, 1987: 51)
Se utilizaban en este capítulo del libro segundo de las memorias albertianas parte de los artículos publicados inicialmente en El Sol en marzo de 1936. Unos textos —el Encuentro— referidos a su viaje a México desde La Habana después de haber pasado por Nueva York y la Casa de las Españas de la Columbia University, donde el cronista le servía de guía al poeta, que como aquel había realizado el mismo trayecto para desembarcar finalmente en el puerto de Veracruz y dejarse asombrar por la exuberante naturaleza y aquellos exóticos hombres como «un viajero que sabe ver» (Alberti, 2004: 16), en palabras de Domingo Faustino Sarmiento referidas a Castillo.
El México de Bernal Díaz del Castillo aún está vivo, como él; pero, naturalmente, dentro de un México de hoy. Por eso mi encuentro con Bernal no es el tropiezo con un muerto, ni siquiera con un resucitado. Es más el encuentro con la realidad viva, palpable y en movimiento.
(Alberti, 2004: 205)
El papel que desempeña en la narración el problema y las circunstancias específicas del exilio republicano puesto en diálogo con el discurso autobiográfico resulta de significativa relevancia, porque:
Tanto los autobiógrafos que escriben desde allá, como los que lo hacen al regreso, pretenden recuperar lo vivido desde la perspectiva del presente, atravesada por espejismos nostálgicos y con los inevitables desplazamientos idealizadores a los que el tiempo y la distancia dan lugar. Esta clave retrospectiva del discurso memorialista es pocas veces tenida en cuenta por los historiadores de la literatura, cuando utilizan estos textos como material documental, sin someterlo al necesario cedazo crítico.
(Alberca, 2017: 150)
Lo cierto es que, de acuerdo con la teoría del pacto autobiográfico que en su día había establecido Philipp Lejeune (1991), Alberti en La arboleda perdida nos ofrece una construcción idealizada de su pasado, un pasado perdido tanto en el tiempo como en el espacio, un pasado que ya no volverá; y ese pasado que ahora nos interesa son los momentos de la Segunda República y sus puentes para con el exilio americano, de acuerdo también con aquellas ideas que interpretan a Hispanoamérica como espacio para el destierro desde una actitud de reminiscencia y reconciliación, gracias a ese contrato de verosimilitud que implica la escritura autobiográfica. Porque dicho pacto no hace sino transformar o asumir dichas palabras subjetivas sobre los hechos y el recuerdo como verdad, aunque solo se trate de una verdad literaria. En otras palabras, un tono confesional donde el biografiado se muestra supuestamente íntegro y sincero ante una experiencia en este caso de reflexión y sufrimiento ante un doloroso viaje que lo arranca de su tierra.
Y para conseguir su propósito el portuense recurre/reutiliza la figura literaria, pero también histórica, de Bernal Díaz del Castillo y su vital periplo también americano, después trasladado a su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568), un memorial de guerra que, sin embargo, se transforma en mucho más gracias a la experiencia vital de Rafael Alberti, que lo somete a una relectura y comentario autocrítico que, en cierto sentido, recogía el imaginario pro-americano del dominico «protector de los indios» Bartolomé de las Casas, recogido en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) e Historia de Las Indias, obra publicada en 1875, trescientos años después de su muerte. Una Historia verdadera que, en parte, aunque con un sentido más amable y menos amargo, ya había utilizado en los textos de 1936, pocos meses antes del golpe de estado franquista. Porque
(...) para un español, para un poeta sobre todo, le era imposible moverse solo en esta difícil realidad mexicana, tuve la suerte de encontrarme con él, y acompañado ya de él recorrer parte de estas tierras.
(Alberti, 2004: 205)
Respecto a La arboleda perdida de Alberti conviene subrayar cómo a partir del tercer libro (inclusive) estas memorias están escritas después de la Guerra Civil. Ello marca un giro profundo tanto en el estilo del poeta como en la dimensión que adquiere su escritura memorialística, ahora profundamente impregnada de esa nostalgia trasatlántica: una perspectiva diferente respecto a la revisión de su vida, porque cuando escribe estos libros el autor de La pájara pinta ya se encuentra en la tesitura del destierro y ha perdido la España de la República: dos circunstancias fundamentales que marcan los ritmos de su literatura.
Así, como el cronista-conquistador que va a América, en el tercer libro revive su viaje forzoso a México como si de la aventura derivada de un relato de Indias se tratara, aunque invirtiendo los valores y las perspectivas del enfoque como autor. Es decir, frente al tono de epopeya hispánica de Bernal Díaz del Castillo, el tono no es sino todo lo contrario. Los valores de la crónica americana son ahora los valores de un español republicano en el exilio, aunque se refiere a un pasaje anterior de 1935, su primer viaje a América. Un viaje que tenía una fuerte dimensión política, ya que uno de sus objetivos principales era dictar una serie conferencias para denunciar la política de derechas del gobierno de Gil Robles y Lerroux y recaudar algunos fondos para ayudar a las familias que habían sufrido en el conflicto minero de Asturias durante 1933-1935.
Ahora bien, el punto de partida, de esta crónica se desarrolla sobre la base de un juego intertextual en que él junto a María Teresa León, con quien zarpa hacia la otra orilla, se hace acompañar del mismo Bernal Díaz del Castillo, quien ya había partido hacia México en 1519. Y lo hace a modo de comentario de la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de aquel. Escribe el poeta:
Después de unos veinte días en La Habana, nos hicimos a la mar en el Siboney. Durante la travesía fui leyendo, en un banco de cubierta, un libro maravilloso que había comprado en París: La conquista de la Nueva España, escrito por Bernal Díaz del Castillo, un soldado genial, de impresionante memoria, a las órdenes de Hernán Cortés.
(Alberti, 1987: 44)
Asimismo, al igual que el cronista del XVI, Alberti pretendía construir la escritura de su aventura trasatlántica, que también tenía mucho de epopeya por las circunstancias del exilio —el momento en que se escribe— donde convergen tiempos distintos, además de otros planos de introspección psicológica, tutelados desde un triple juego de perspectivas superpuestas: lo inconsciente, la retrospección autobiográfica y, finalmente, el plano de la posteridad y la necesidad de perpetuar la experiencia desde el recurso de lo vivido en primera persona:
Al final de mi viaje desde Odessa, pasando por Estambul, Italia, Francia, Nueva York, La Habana, el día 11 de mayo de 1935, en el Siboney, un barco de pabellón cubano, desembarqué en la Villa Rica de la Veracruz, acompañando los caballos que el prodigioso soldado de Hernán Cortés, Bernal Díaz del Castillo, transportaba por primera vez a aquel puerto mexicano, uno de los primeros fundados —como ya he dicho— en la entonces llamada Nueva España.
(Alberti, 1987: 46)
Comparte con Díaz del Castillo la actitud de asombro y sorpresa. Tal vez por ello recurre a su crónica —tradición literaria y cultural incluidas—, en clave de metáfora, para dejar testimonio explícito de todo ello. Muy consciente de dichas tradiciones literarias, Rafael Alberti recurría a la Historia verdadera para usar nuevamente las referencias al Amadís de Gaula, paradigma de los libros de caballerías del XVI y utilizar los criterios y la perspectiva de lo real-maravilloso-fantástico del Amadís para dar cuenta, como si de un Bernal Díaz del Castillo contemporáneo se tratara, de una realidad que se presenta ante los ojos del viajero-aventurero como algo excepcional: la ciudad de México/Tenochtitlan, a caballo entre los límites de lo verosímil, lo real y lo maravilloso. Escribe el soldado de Hernán Cortes en su Historia verdadera:
Vimos tantas ciudades y valles poblados en el agua y en la tierra firme y otras grandes poblaciones y aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba México, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro Amadís.
(Díaz del Castillo, 1632: 64)
Porque los límites entre lo verdadero y lo verosímil, patentes en la proximidad estilística de la prosa histórica, legal y sacra en el siglo XVI que convergen en Castillo sirven a Alberti para reconsiderar los registros que operan en estos pasajes de La arboleda perdida. Porque, además, de manera próxima a la crónica antigua, la crónica moderna tiene propósitos particulares que la alejan del relato más oficial, unos propósitos que prevalecen, ya que en su elaboración discursiva existe un complejo proceso de amplificatio emocional ordenado cronológicamente que coadyuva a la exaltación y reconfiguración de la figura del autor-protagonista-narrador: el yo autorial.
Sin embargo, esto es solo un recurso literario lleno de intenciones nada ingenuas, cuyo objetivo último no se sino invertir la perspectiva del cronista-conquistador para, sobre ese discurso, construir una nueva negociación acerca del continente americano. Alberti adoptaba una nueva perspectiva europeísta transnacional (Morgan, 2017).
Un discurso autocrítico sobre España y lo español, que ahora pone el acento en el relato político y social, también económico, que Alberti deja entrever, en el que se aleja de modo considerable de los valores imperialistas hispánicos del primero:
Bernal Díaz del Castillo nos cuenta que Hernán Cortés luchaba por el oro (...). Y para conquistarlo esclavizaron un pueblo y escribieron una sangrienta epopeya. Y esa epopeya es la que iba contándome Bernal Díaz, en su libro La conquista de la Nueva España (...). Los árboles del amanecer, desde la ventanilla del tren que me conducía a la capital, me trajeron al indio de los caminos y las estaciones, descalzo o en guaraches, hermético y bajo su inmenso sombrero, como callada sombra de las primeras mañanas del hombre. ¿No estaba ya callado cuando Cortés? ¿No hablaban ya entonces únicamente los señores feudales y las castas sacerdotal y militar? ¿No le hablaban en el mismo tono de mando los capitanes de Cortés? ¿Desde qué oscuro siglo se quedó sin voz? En platos de madera los indios me ofrecían, sin palabras, frutas, flores, tortas, dulces, cosas brillantes que contrastaban con su tristeza y hermetismo. En las orzas de barro ya había aparecido el pulque, la sangre blanca del maguey; las pitas erizadas, militarmente ordenadas en falanges; el nopal y los cactos, unidos, apretados, como tubos de órganos; a la vez que las casas cuadradas de adobe, con las puertas ennegrecidas por el humo doméstico. Poco a poco, estas casas habían ido creciendo de altura, ganando balcones y tejados, abriéndose en calles, y las calles poblándose de tranvías, bocinas, de todos esos ruidos de una ciudad entrando en la mañana. Habíamos llegado a México. Estábamos en 1935.
(Alberti, 1987, 47)
Como puede comprobarse en esta larga cita, Rafael Alberti y María Teresa León se alineaban con las tesis de Bartolomé de las Casas y su visión crítica de la realidad americana para reconocer un conteniente americano basado en el criterio de la alteridad, frente a la ausencia de la voz en primera persona de las poblaciones indígenas en contraste también con esa abundante, barroca y colorista descripción del escenario americano. Una perspectiva nada ajena a lo que Federico García Lorca reflejaría en Poeta en Nueva York, cuando describe sus impresiones sobre la población negra a las orillas del río Hudson. Una población marginada que no escapaba en ambos casos sus respetivas miradas sobre esos mismos españoles pobres, campesinos y gitanos que en plena República aún vivían en condiciones muy similares. Así describe a esa población popular:
Al pie de los troncos, sentados en la tierra, espiando el paso de los automóviles, los indios vendían flores. Allí pasan su día impasibles, aguardando unas pobres monedas. Ni esas lluvias instantáneas que caen en el verano los ahuyentan. Siguen como ausentes, provocando en nosotros una mezcla de ternura y desconfianza.
(Alberti, 1987: 48)
No en vano, nuestros viajeros se presentaban, no como conquistadores españoles, sino como sorprendidos viajeros conquistados por aquellas tierras. Escribe en 1936:
Yo no era un español de la conquista. Yo iba a ser enseguida un español conquistado, pero por la propia aventura —toda aventura es lucha—, de los países que visitaba.
(Alberti, 2004: 206)
Y remata años después:
De asombro en asombro, como todos los españoles que fuimos llegando a este país, recorrimos el valle de México, pero sin levantar la cruz y mucho menos la espada. Dos escritores españoles, pacíficos —no dos odiados, por aún colonialistas, gachupines.
(Alberti, 1987: 50)
Adoptaban una actitud apegada a la tierra americana como «ética y estética continental» a la manera de Güiraldes, Rivera, Gallegos y Andrade (Ortiz Díaz, 2016: 105-106).
Y frente a esta periferia social, el centralismo y el contraste de la gran ciudad. Igual que Lorca con Nueva York, asimismo, el autor de Marinero en tierra se sorprende de la gran ciudad de México. Un modelo de modernidad que contrasta también con la naturaleza desmedida del entorno, en un alegato social a favor de la cultura indígena y autóctona. Escribe:
Puedo asegurar hoy que ante nosotros se alzaba una ciudad moderna, afeando y oscureciendo el cielo mexicano de edificios de cemento, de siete u ocho pisos. Al asomarse al valle de México, por todos los caminos se desmayaba el pirú, un árbol con sus racimos de pimienta roja. Con el pie en el río se hallaban los ahuehuetes de barbas blancas, remojándolas en la corriente. Los muros de las quintas se desbordaban de buganvillas. Flores gigantes a través de las verjas. Una naturaleza desproporcionada y magnífica cercaba a la ciudad, a la ciudad el valle, al valle la montaña.
(Alberti, 1987: 48)
De uno u otro modo, lo cierto es que resulta importante redimensionar el texto de Alberti como una especie de contratexto respecto a la crónica del XVI, dentro de unas relaciones analógicamente inversas, que entroncan las memorias del portuense con el discurso anticolonial/descolonial, ya que da abundantes muestras de reconocimiento hacia aquellas tierras, sus gentes, su cultura y literatura. Un hispanismo, el de Alberti que, frente a las posturas más conservadores, se alineaba con las corrientes más críticas y modernas (Pike, 1971). Un discurso bien distante respecto a la retórica y realidades del hispanoamericanismo oficialista heredero de la Dictadura de Primo de Rivera (Sueiro Seoane, 1992).
Uno de los tópicos más recurrentes de las letras españolas en tiempos de cambios o de hacer literatura en torno a grandes empresas históricas es el recurso al hombre de letras como alter ego del hombre soldado: el hombre que combate con la pluma y la espada. Ahí quedaban Cervantes o Cadalso como dos buenos ejemplos de ello. Este también podría ser el caso de Bernal Díaz del Castillo cuando se atreve con su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España y, en cierto sentido, el de Rafael Alberti con su Arboleda perdida. Como aquel conquistador, ahora transformado en una especie de alter ego de Alberti, el poeta portuense intentó representarse como como un nuevo hombre de letras y armas; ambos emprenden la titánica aventura americana, aunque en contextos y situaciones bien distintas, si no contrarias, que no obstante les obligan a abandonar su tierra para propósitos y deberes más propios del relato épico: Bernal Díaz del Castillo para conquistar, en nombre de Dios y el rey, una tierra de dimensiones infinitas; Rafael Alberti para conquistar la libertad.