Será por deformación profesional (muchos años de radio), pero a mí me gusta que la literatura suene. Y me gusta más cuando suena bien. Y mucho más, si me lo permiten, cuando lo hace con la musicalidad que le ponen los latinoamericanos al leer y al contar.
Siempre me ha parecido que la lectura en voz alta es como una peculiar prueba del algodón de la literatura (no sé si puedo decir «buena literatura» o simplemente literatura, ya sea en verso, en prosa o en cualquier otra forma transmedia que pueda adoptar en un futuro cercano o lejano). Y lo que nos perdemos los que compartimos este idioma, con el derroche de musicalidad en nuestro decir, al no disfrutar más de la lectura en voz alta.
Si a esa querencia por el sonido unimos una pasión, la del flamenco, no es de extrañar que hoy quiera hablar aquí en Cádiz, de los cantes de ida y vuelta. Y más, pensando que estamos en un congreso en el que se habla de mestizaje e interculturalidad y enmarcados en un panel titulado «Viaje, tornaviaje y cultura literaria transatlántica».
Pero no les oculto que, realmente, todo ello no es más que un quite que me hago a mí mismo para hacer una referencia, aunque sea breve (casi a modo de homenaje en el 25 aniversario de su muerte) a Fernando Quiñones. Gaditano, flamenco y que hizo el viaje, el tornaviaje y que encarnó y sigue encarnando como nadie la cultura literaria transatlántica.
Confieso que la referencia a los cantes de ida y vuelta en un congreso como éste no es nada original, y más pensando en Fernando Quiñones, porque fue aquí, en Cádiz, donde cuentan las crónicas (que ya saben que en todo lo referente al flamenco, hay que leer con cierta cautela) sonaron por primera vez estos cantes que, según los estudiosos (controversias incluidas), nacieron a partir de los viajes al otro lado del charco que realizaron andaluces (muchos de ellos gaditanos, algunos artistas de la supervivencia en el día a día), que cuando volvieron lo hicieron impregnados de formas musicales del folclore de aquellas tierras americanas.
El rasgo que une a los cantes de ida y vuelta es el de sus formas melodiosas. Precisamente esa musicalidad es la que, en un principio, generó cierto (virulento en algunos casos) rechazo por parte de los amantes del purismo, de la dureza, de la crudeza y la asperidad (mucho más musical, por cierto, que aspereza) de los considerados cantes (o palos) fundacionales y tradicionales del flamenco, como la caña, la soleá o la seguiriya.
De aquellos viajes de ida y vuelta a la otra orilla del Atlántico surgieron verdaderas explosiones de musicalidad y belleza como las guajiras y las rumbas (de clara influencia cubana), las vidalitas y las milongas (que rezuman aromas argentinos) o las colombianas, que no hay que dejarse llevar por la correlación fácil: no se inspiran en formas musicales tradicionales de Colombia, sino que simplemente fue el nombre que le dio su creador, Pepe Marchena, ya en el siglo XX, por lo melodiosa en sus formas, razón por la que se incluye en este grupo de cantes.
Los hay que también incluyen entre los de ida y vuelta los cantes del Piyayo y la petenera, que aunque hay cierta controversia en torno a sus orígenes, algunos estudiosos los sitúan en una región de América Central, entre el norte de Guatemala y el sur de Yucatán, llamada Petén y cuyos habitantes y canciones se conocen como peteneros y peteneras.
Y no podemos dejar de mencionar que uno de los palos flamencos más festeros y más disfrutones es el tango.
Pero dirán ustedes que aquí no hemos venido a hablar de flamenco, sino de literatura. He realizado esta referencia porque el título de esta mesa, «Encuentros literarios desde las dos orillas», parece preguntarnos sobre si en la literatura se ha producido también ese viaje de ida y vuelta; y con el tiempo esa mixtura. La lengua es muy dada también a este tipo de enriquecimiento. Y las formas literarias son amigas de las influencias, de las querencias, del dejarse llevar.
Sí me gustaría apuntar que, al menos en el flamenco, el concepto de viaje de ida y vuelta parte siempre de una visión... no sé si se puede decir, «hispanocéntrica». El viaje de ida siempre es el que parte de aquí, de esta orilla europea, y va hacia la otra. Y el de vuelta es el que regresa nuevamente a esta orilla. Elemental, ¿verdad?
Pero, claro, desde el otro lado, la visión es justo la contraria. La ida es el viaje de allá a acá. Y la vuelta el contrario. Digo esto, que parece tan de Perogrullo, porque me da la impresión que, en algunos momentos, la literatura en lengua española se ha enriquecido con la misma intensidad y brillantez con ambos viajes, con ambas visiones.
En el flamenco no hay muchas (por decir alguna) referencias a cómo los cantes se reflejaron (si es que lo hicieron) en el folclores del otro lado del charco. Sólo se hace la mirada en este sentido cuando se habla de las peteneras que se cantan en Argentina o el Golfo de México. En la literatura creo que esa lectura puede ser mucho más amplia y enriquecedora.
Por cierto, que el viaje musical que se está produciendo ahora (creo que el literario ya lo hizo) es el contrario. Los acercamientos se prodigan actualmente desde ésta a la otra orilla. Y, al margen de gustos musicales y modas, es sintomático comprobar cómo los viajes cambian su sentido con el paso del tiempo. Solo hay que observar las populares colaboraciones, en el mundo del pop o de la música más sabrosona, que se están produciendo en la actualidad, casi siempre con músicos de aquí que se acercan a las formas musicales de allí.
Antes de dar pasos a nuestros invitados hoy, que son a los que realmente han venido a escuchar, sólo me gustaría apuntar una especie de boceto de esos viajes literarios de ida y vuelta.
El joven Borges viajó a Sevilla para conocer al que siempre reconoció como uno de sus maestros, Rafael Cansinos Assens. El gaditano Fernando Quiñones, al que me gustaría reivindicar como merece en este congreso, hizo la travesía contraria. Al cabo de los años, los dos visitarían en Madrid a Cansinos. Quiñones reconocería a Borges como su maestro, como su gran influencia; y Borges reconocería en el gaditano a «un gran escritor de la literatura hispánica de nuestro tiempo, o simplemente de la literatura».
Y es muy conocida esa anécdota (ese sucedido, que diríamos por aquí) que protagonizaron maestro y discípulo cuando Quiñones, después de años de influencia borgiana, le dijo: «maestro: después de mucho batallar por fin me he librado de usted, por fin me he librado de Borges». Y Borges le contestó: «qué suerte, yo aun no lo conseguí».
Fernando Quiñones fue durante varias temporadas el director de un programa de flamenco en Televisión Española que se ha convertido en visión de culto para los aficionados. Pero lo que no consiguió fue inocular a Borges el virus del flamenco. Sin embargo Quiñones sí que vino infectado de tango argentino para siempre.
Estos virus, estas infecciones culturales entre una y otra orilla, creo que nos han proporcionado páginas inolvidables en la literatura en lengua española.