Estas líneas se proponen un acercamiento a un desafío cultural que tarde o temprano se hacen los lectores y autores de todo el orbe hispano. ¿Quiénes somos los americanos que usamos el español como lengua franca? ¿Qué características tienen las literaturas que escribimos y leemos?
Aparte de la experiencia personal, en este apretado escrito se recurrirá principalmente a ciertas nociones conocidas elaboradas por Eugenio Coseriu en el campo de la lingüística (Coseriu, 1958 y 1962) y por Roberto Fernández Retamar (Retamar, 2005).
Ferdinand de Saussure, como es bien sabido, propuso que en cada lenguaje existen un conjunto de reglas —la morfología, la sintaxis, la semántica, la fonética, la fonología— a las que llamó «lengua». A la realización en cada individuo de la lengua, la denominó «habla». Gustaba comparar al lenguaje con las reglas del ajedrez, fijas, aprendidas, y la realización individual de esas exigencias por cada jugador, con su estilo personal.
Eugenio Coseriu, advirtió que en cada lenguaje ese bagaje común a todos los hablantes tenía realizaciones sociales compartidas por segmentos de esos hablantes, de cada país, de cada región, dentro de las cuales los individuos manejaban sus hablas particulares. Así fue como aparecieron las nociones de «sistema», «norma» y «habla». De un modo general, podemos decir que en nuestro caso el sistema es el español o castellano, la norma es la manera como usamos ese sistema en cada uno de nuestros países, y el habla es el manejo del lenguaje de cada individuo atendiendo a la norma en la que vive. Precisando más sus conceptos, Coseriu se refiere a una norma diatópica, un criterio de carácter espacial, los usos normales y habituales en un conjunto geográfico determinado. Hay una bebida en el Perú que se llama gaseosa, y en México se denomina soda. La gaseosa se toma con una cañita en el Perú y con popote en México. Ángel Rosemblat, en una de sus páginas memorables, recuerda a un turista español que va por una carretera de México y ve un letrero que dice: «Se prohíbe a los materialistas estacionarse en lo absoluto». «Materialistas» son lo que transportan materiales.
Según Coseriu, hay otra norma a la que llama diastrática que atiende a usos lingüísticos de rasgos sociales en común como pueden ser la edad, el nivel económico, el sexo y guarda relación con la sociolingüística. En mi país, el Perú, en los años cincuenta del siglo XX a la cerveza se le llamaba «cebada»; inclusive en los escritos literarios. Ahora se le llama «chela» o «chelita». Los lenguajes particulares, entran en esta denominación: el lenguaje de los juristas o los soldados, por ejemplo. Hay otra norma para Coseriu, llamada diafásica que tiene que ver con la pragmática: por ejemplo, la lengua culta frente a la coloquial.
Cuando los españoles llegaron al continente americano, de forma inmediata, si bien fueron imponiendo su lengua, la fueron modificando, incorporando voces desconocidas por ellos, para denominar nuevas realidades. Han corrido ríos de tinta sobre la palabra «canoa», que usó por primera vez Cristóbal Colón.
Ocurre entonces un fenómeno que ha estudiado Roberto Fernández Retamar (2005). Los habitantes de los pueblos originarios se ven al principio obligados a usar una lengua ajena y, naturalmente, el manejo que tienen al principio no es depurado; pasará algún tiempo antes de que este conocimiento sea aceptable y nuestros pobladores poco a poco van sintiendo como propia la lengua que un comienzo fue impuesta. Ahí es cuando aparece la originalidad, en todo su esplendor.
Es proverbial el ejemplo que se pone de dos escritores coetáneos: Guamán Poma de Ayala y el Inca Garcilaso de la Vega. Ambos son expresión de lo que ocurría en América con el castellano en el siglo XVI. Mientras Guamán Poma usa el español de los runas, el pueblo llano, Garcilaso utiliza un español depurado propio de los autores que conocían bien a los escritores de la época del renacimiento. Pero uno y otro son modelos de lo que ocurría con el español americano.
En toda la época del virreinato, aquí y allá fueron apareciendo autores con un manejo exquisito de ese castellano, basta aquí señalar a la monja mexicana Juana Inés de la Cruz, como un ejemplo de gran calidad artística que va más allá de toda ponderación.
La literatura en Hispanoamérica, como antes había ocurrido con la literatura ibera, se fue haciendo más original con el paso del tiempo. Y así como España dio en los siglos XVI y XVII a grandes autores que gozan de vitalidad hoy mismo, como Cervantes, Lope de Vega, Garcilaso, Fray Luis de León, San Juan de la Cruz, Quevedo, Góngora, Tirso de Molina o Calderón, cuando habían pasado cinco siglos desde la aparición del español; en el caso americano, los autores de mayor originalidad surgen en el siglo XX. Empiezan entonces a escribir una pléyade de poetas y novelistas cuya valía es universal: César Vallejo, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Octavio Paz, Juan Rulfo, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez, José Donoso, Gabriela Mistral, Juana de Ibarborou, Ida Vitale, Rosario Castellanos, Blanca Varela o Gioconda Belli. Difícil señalar una característica común a todos escritores, pero sí es que la hay, es la utilización original del español americano. Y ese castellano nuestro, tiene en su entraña las características de las lenguas occidentales, un vínculo clarísimo con el mundo grecorromano, o con los idiomas utilizados en la península ibérica como el árabe o el vasco, pero tiene, sobre todo, la marca americana, encuentro con lenguas originarias que conviviendo con el español lo fecundan y modifican. Somos pues, culturas de extremo occidente, tenemos mayoritariamente algo que viene de Europa, conocemos la historia, nos vestimos y actuamos como occidentales, pero somos algo diferente, pertenecemos al extremo occidente. Sírvanos de modelo, dos escritores ejemplares, reconocidos ya en el canon universal: uno, Juan Rulfo, y otro, José María Arguedas. Ambos tuvieron que abrirse paso en condiciones editoriales adversas y, aunque aceptados en un comienzo, tuvieron que pasar por rechazos e incomprensiones antes de tener la popularidad de la que ahora disfrutan, como se evidencia con la publicación por parte de la Asociación de Academias de la Lengua Española de la novela Los ríos profundos de José María Arguedas.
Tanto Rulfo como Arguedas no podrían explicarse fuera del continente americano. Su magnífica prosa muestra una relación lírica con la naturaleza que no viene de la tradición occidental, sino de aquella otra que en América del Sur llamamos andina y que se resume en la gran importancia de las colinas, los cerros y las montañas que atraviesan el continente y condicionan en cierto modo la relación de los individuos con el medio natural. Y al decir esto incluimos también a las lenguas originarias que comparten con el español su difusión en partes importantes de nuestros territorios. Estas moles de piedras y de bosques condicionan las vidas de hombres y mujeres, acercan y al mismo tiempo alejan a los pobladores. Solo en América del Sur tenemos más de sesenta idiomas diferentes. Rulfo y Arguedas son la quintaesencia, en la ficción, del encuentro de visiones europeas y americanas, que naturalmente aparece también en la depurada prosa de Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez.
Este español americano aparece de manera muy nítida en la poesía de Vallejo, quien, en sus años de madurez, está constantemente confrontando su dicción peruana con la española. Una cosa parecida ocurre con la lírica de Octavio Paz o de Pablo Neruda. Se trata de poetas que honran a su dicción, a la norma americana que usan y a la lengua española. Podemos decir que en el siglo XX la literatura hispanoamericana ha alcanzado una alta cota de esplendor.
Desde Amarilis, aquella poeta anónima que dirigía sus versos a Belardo, Lope de Vega, las mujeres americanas que han tomado la pluma han sido generalmente monjas o hijas de familias ilustradas, porque aquellas del pueblo llano tuvieron siempre dificultades para cultivarse. Con el tiempo, esa situación ha cambiado radicalmente y en el siglo XX aparece una conjunto de poetas mujeres de notable calidad y que son herederas, de alguna manera, de aquellas que escuchaban en los salones los versos de Rubén Darío, Amado Nervo o Guillermo Valencia. Solo que sus versos no tienen la suavidad de las tardes de amor. Exponen, con naturalidad, una nueva situación, un reclamo que nace de las entrañas. En «Vals del Ángelus», en las primeras líneas escribe Blanca Varela:
Ve lo que has hecho de mí, la santa más pobre del museo, la de la última sala, junto a las letrinas, la de la herida negra como un ojo bajo el seno izquierdo.
Ve lo que has hecho de mí, la madre que devora a sus crías, la que se traga sus lágrimas y engorda, la que debe abortar en cada luna, la que sangra todos los días del año.
Un fenómeno que está ocurriendo en los últimos años es que las mujeres de todos nuestros países americanos toman la palabra, desde cualquier punto del territorio; tienen lucidez, información y calidad. Veamos este ejemplo, para terminar esta introducción, de Ana Luisa Ríos, poeta de Nauta, en la selva del Perú:
PLAYA TIBI
Nací en Playa Tibi y crecí entre las garzas
buscando huevos de taricaya y también de tortuga,
las crecientes del río se llevaron esas tierras.
Mis papeles dicen que nací en Nauta,
pero mis ancestros son de todas partes,
aunque yo creo que nací libre como las garzas.
Tuve una abuela de piel oscura y cabellos de luna
que vino tal vez de Esmeraldas
y murió abandonada donde nunca supe,
tuve un abuelo blanco que vino de las Españas.
Por mis venas corre, aunque mi gente lo calla,
sangre originaria, tal vez mayoruna o kukama.
Hablo el castellano amazónico y el de todas partes,
me encantan las fiestas de los animales y la fiesta de las frutas.
A veces vuelvo al lugar donde quedaba Playa Tibi
y me quedo mirando, por horas, las aguas mansas del río.
Hablar nuestro castellano y el de todas partes es un objetivo que mantenemos más de quinientos millones de hablantes en todo el mundo.