La biología nos enseña que algunas frutas siguen madurando después de la cosecha. Si buscamos el verbo «madurar» en el diccionario alemán de Johann Christoph Adelung de 1801, leemos: «Alcanzar la perfección a través del tiempo» (Adelung,1801: 1048). Me parece que este proceso de maduración puede observarse también en los libros: en el caso de las obras clásicas, por ejemplo, no se trata de frutas que hayan madurado hace ya tiempo –pues la siguiente etapa sería la transición a la podredumbre– sino de libros que se encuentran en un viaje sin fin hacia la perfección, es decir, en un proceso interminable de maduración posterior. Una de las enzimas que desencadena e impulsa este metabolismo, esta maduración posterior, es la traducción.
¿Cuántas veces hemos tenido en la mano un kiwi duro que parece más un hueso que una fruta? Los neozelandeses entendidos lo hacen madurar abriéndole pequeños agujeros. Estas grietas apenas perceptibles en la superficie permiten la penetración de cuerpos extraños, que en el interior de la fruta ponen en marcha un proceso que estimula la maduración. En cuanto a la literatura, se puede decir que en las obras clásicas esas grietas finas son inherentes. A través de ellas, sin embargo, no entran bacterias putrefactivas, cuyo objetivo sería la descomposición, sino enzimas lingüísticas que estimulan y garantizan la vitalidad permanente del organismo. Un estimulante poderoso sería la traducción. Al introducir el cuerpo extraño de otra lengua en la obra, nuevos procesos orgánicos se ponen en marcha. En mi opinión, un clásico sólo puede vivir de generación en generación si experimenta este tipo de metabolismo, si absorbe sustancias extrañas a lo largo del tiempo, las asimila y, de este modo, se renueva constantemente como organismo vivo y no permanece como un monumento a sí mismo en las estanterías.
En su ensayo El traductor, el escritor mexicano Juan Villoro escribe:
La escritura resistente es una materia porosa; sus calculadas fisuras dejan que pase el aire, el ambiente, las renovadas indagaciones de la época.
(Villoro, 2000: 94)
Lo que penetra a través de las fisuras de la piel con el paso del tiempo, se funde orgánicamente con la obra, que sigue creciendo. Y es precisamente la lengua extranjera la que introduce algo que surge directamente de la obra, pero que al mismo tiempo le suministra esas sustancias nuevas que necesita para sobrevivir. Una nueva traducción se justifica cuando trae algo inesperado a la obra, que a menudo sucede a un nivel microscópico que el lector no percibe necesariamente a primera vista, pero que puede tener consecuencias de gran alcance. Socava lo conocido, lo repetido, lo que uno creía conocer ya bastante (esa ilusión que condena a las obras clásicas a una muerte en vida).
El concepto de la maduración posterior lo evoca también Walter Benjamin en su famoso ensayo La tarea del traductor (1923). Ahí escribe:
En su supervivencia, que no podría llamarse así si no fuera transformación y renovación de lo vivo, el original cambia. Hay una madurez tardía hasta para las frases ya acuñadas. Lo que en su tiempo era quizá una característica del lenguaje poético de un autor, puede quedar invalidado en el futuro; y las tendencias inmanentes pueden brotar nuevamente de lo ya hecho1.
(Benjamin, 1972: 12-13)
La idea de que el texto supuestamente fijo del original cambia y se renueva –una idea que Borges adoptaría años más tarde en «Pierre Menard, autor del Quijote»– se debe no sólo a la subjetividad siempre cambiante de los lectores nacidos más tarde y que leen un libro con ojos nuevos, sino a la propia naturaleza del lenguaje. Su movimiento permanente garantiza la supervivencia de los textos, de modo que, como escribe Benjamin, el último trazo de la pluma del autor no es el «golpe de gracia para la obra» (Benjamin, 1972: 13).
En el original, para Benjamin, la relación del contenido con el lenguaje es tan estrecha como la de la fruta con su piel, mientras que la lengua de la traducción envuelve su contenido como un «manto regio de pliegues amplios» (Benjamin, 1972: 15). Puede que esto sea cierto en muchas traducciones, pero me parece que cuanto más se vierten las obras en otra lengua, más intensamente hay que tratar de acercar la fruta y la piel. La interminable tarea para cualquier traducción sería fundirlas en una unidad orgánica.
Pero el concepto de «movimiento lingüístico» (Sprachbewegung) (Benjamin, 1972: 20). del que habla Benjamin, dista mucho de referirse a una mera actualización del lenguaje. A menudo se dice que la razón para hacer una nueva traducción de una obra clásica es que el lenguaje envejece y que cada 50 años hay que volver sobre un texto para desempolvarlo y ponerlo al día. En mi opinión, esa no es la tarea de las nuevas traducciones. De hecho, es el aspecto que menos justicia le hace. Porque no basta en absoluto con que un traductor saque un texto antiguo de la estantería y se ponga manos a la obra con la justificación que le darían esos 50 años. Volver a traducir un clásico requiere mucho más que un mero cambio de perspectiva temporal. Es cierto que el traductor actual suele disponer de mayor información que sus predecesores, y que incluso puede estudiarlos y aprovechar sus conocimientos, pero esto no hace que la obra sea automáticamente más fiel al original. Traducir de nuevo a los clásicos es una de las tareas más difíciles, porque intervienen muchos desarrollos literarios y lingüísticos, muchas tradiciones. Hay que barajarlas todas y preguntarse si, desde el punto de vista del lenguaje, puede arrojarse alguna luz nueva sobre la obra. Y se deberían tener en cuenta, además, dos movimientos: el de la lengua y la literatura de la obra en su viaje a través del tiempo, y el de la propia lengua y literatura del traductor. En el proceso, el traductor no sólo debe penetrar cada vez más profundamente en el original, sino que al mismo tiempo debe emprender un viaje a través de su propia historia lingüística y preguntarse: ¿Qué puedo recoger del tesoro de mi lengua en el camino hacia el presente y hacerlo útil para la traducción? Quizá el escritor austríaco Heimito von Doderer quiso decir algo parecido cuando escribió:
Una traducción no sólo debe seguir y acercarse al original con amor y cuidado: debe adelantarse a él. Debe hacer visible un encanto completamente nuevo de la obra que estaba latente en ella pero que no se ha podido resaltar en la lengua original.
(Doderer, 1969: 251)
Por eso, a la hora de hacer una nueva traducción, hay que preguntarse, entre otras cosas: ¿de qué manera modelaría el autor del original el lenguaje si hubiera escrito en la lengua de la traducción? Se puede ampliar el juego haciendo uso de las ambigüedades, porque en cada lengua las palabras tienen sus propias bifurcaciones, que despiertan otros significados. En cuanto al Quijote, en alemán hay por ejemplo toda una gama de sentidos metafóricos en torno a las palabras «armar», «desarmar», «armadura», o también dentro del campo semántico de la «locura» o del «enloquecer», que pueden crear nuevas conexiones sinápticas. Abrir el camino para estas conexiones nuevas estimula el metabolismo de la obra.
Y en este tipo de metabolismo lingüístico, la flecha del tiempo puede también invertirse. La membrana permeable del clásico superviviente permite ese intercambio. De modo que la traducción puede crear también una alternativa al pasado de su propia lengua. Éste sería el caso del escritor y traductor alemán Rudolf Borchardt. Borchardt pensaba que la lengua alemana de la Edad Media carecía de un Dante que la hubiera hecho más moldeable y sonora. Así que para su traducción de la Divina Commedia de 1930 inventó un alemán al que sometió a un desarrollo lingüístico alternativo partiendo de los dialectos germánicos, a los que fusionó con el alemán contemporáneo. Borchardt escribe:
Todo arcaísmo genuino actúa retrospectivamente, sometiendo a la historia a su voluntad en la obra de arte; desecha del pasado lo que no le conviene y añade de un modo creativo lo que necesita del presente.
(Borchardt, 1995: 365)
Aunque la comprensibilidad del texto sufra, gana en expresividad y musicalidad. Borchardt lo llamó «restauración creativa» (Borchardt, 1955: 230-253.
Un ejemplo de este tipo de restauración podría ser mi experiencia con los proverbios de Sancho Panza. Vi que los que no son propios de la lengua alemana podían incorporarse a ella de un modo retroactivo; de modo que en mi traducción del Quijote pude inventarme proverbios que suenan como si siempre hubieran existido, pero que están inventados siguiendo la forma característica de los proverbios en alemán.
Cuanto más se profundice lingüísticamente en el texto original, más posibilidades tendrá el lector de buscarse diferentes caminos a través del texto. Y la traducción de una obra sólo tendrá futuro si se dejan abiertos para el lector tantos caminos como sea posible. De modo que no se trata solamente de descubrir nuevos aspectos a través de la lengua, sino de restituirle a la obra sus posibilidades inherentes y enriquecerlas con las posibilidades inherentes en la lengua de la traducción.
Como dije al principio, la maduración posterior de la fruta provoca cambios bioquímicos. Absorbe el gas etileno y fomenta la maduración de la fruta, que luego vuelve a liberar el gas para ejercer el mismo efecto estimulante en otras frutas. Y es de esta manera, según creo, que las nuevas traducciones pueden ejercer un efecto estimulante sobre los lectores y la literatura de hoy –no importa hace cuántos siglos haga que han sido escritos. Porque como dice Nietzsche en Humano, demasiado humano:
Lo que distingue a las cabezas verdaderamente originales no es ser los primeros en ver algo nuevo, sino ver lo viejo, lo conocido desde antaño, lo visto una y otra vez por todos, como algo nuevo.
(Nietzsche,1954: 814)