Para que el romancero en América no sea un extraño Alejandro Higashi
Universidad Autónoma Metropolitana. Academia Mexicana de la Lengua (México)

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Sorprende que pese a su extensión geográfica y abundante representación, el romancero en América sea todavía hoy un desconocido de la tradición panhispánica. Frente a lo que sabemos de la tradición sefardí de Oriente y de Marruecos, por ejemplo, la visión panorámica de la vitalidad que mantiene este género al otro lado del mar parece parcial, pese a los esfuerzos detrás de varias compilaciones y estudios con una dimensión nacional o regional como el Romancero tradicional de México (1986) de Mercedes Díaz Roig y Aurelio González; el Romancero tradicional argentino (2002) de Gloria Chicote; El Romancero chileno (1970) de Raquel Barros y Manuel Dannemann; el Cancionero y romancero tradicional de la provincia de Heredia (1992) de Helia Betancourt, Alessandra Bonamore y Henry Cohen; el Romancero y cancionero general de Costa Rica (1999) de Helia Betancourt, Henry Cohen y Carlos Fernández; el Romancero tradicional de Costa Rica (1986) de Michèle S. de Cruz-Sáenz; el Romancero general de Cuba (1996) de Beatriz Mariscal; el Romancero general de Chiloé (1997) de Maximiano Trapero o el Romancero tradicional y general de Cuba (2002) de Maximiano Trapero y Martha Esquenazi Pérez. Aunque esta visión de conjunto podría ser por sí misma una causa de júbilo, las recopilaciones que tienen una dimensión latinoamericanista, como el Romancero tradicional de América (1990) de Mercedes Díaz Roig y El Romancero en América (2003) de Aurelio González, lamentablemente todavía son excepcionales.

La pura extensión geográfica del romancero en América justificaría su estudio: desde las comunidades portuguesas en Canadá y las de hispanohablantes en Estados Unidos (California, Nuevo México, Colorado o Luisiana) hasta Tierra del Fuego, pasando por todos los países del continente (incluso los no hispanohablantes como Brasil). Cuando en algunas regiones su presencia parece menos importante, muy probablemente se deba al desinterés de los folcloristas que todavía no han recogido las tradiciones orales de la zona para su estudio y preservación.

Por razones prácticas, los árboles que forman el gran bosque del romancero se han repartido siempre en pequeñas parcelas; esto no está mal, pero hay que considerar que una perspectiva fragmentaria tiende a fijarse más en la forma en la que los recreadores aclimatan los textos folclóricos a su contexto local. Como apuntó en su momento Mercedes Díaz Roig, el texto folclórico se adapta para

(...) arraigarlo en el medio en el que es recibido, y es gracias a este arraigo que el texto puede penetrar con más facilidad en una determinada comunidad, permanecer en la memoria colectiva y también difundirse más fácilmente.

(1986: 165)

En el caso particular de México, por ejemplo, el proceso de adaptación fue tan radical que condujo a una nueva forma bien estudiada por Aurelio González en El corrido: construcción poética (2015). Aunque hoy los romanceros regionales o nacionales parecen haber triunfado, resulta evidente que se necesita una perspectiva transversal que alumbre las inevitables coincidencias genéticas, formales y temáticas entre los distintos subconjuntos nacionales y, con ello, la identidad de un romancero tradicional cantado en América. Esta dimensión continental fue bien entendida por Carlos Fuentes en La campaña (1990). A lo largo de esta trepidante novela de aventuras independentistas, Baltazar Bustos ve crecer la historia de sus amores con Ofelia Salamanca en distintas canciones populares que se distribuyeron por todo el continente y que él mismo llega a escuchar en algunos momentos. La fascinación que siente por la historia que protagonizan él y su amada se derrumba cuando el cura Quintana le hace ver que se trató de una estrategia concebida y puesta en práctica por la misma Ofelia para salvar la penuria de las comunicaciones interrumpidas por las distintas independencias y a la que Quintana atribuye el éxito de las luchas independentistas:

(Ofelia Salamanca) ha mantenido viva nuestra lucha mediante la comunicación que tan difícil nos resulta en este continente. Si yo he estado en contacto con San Martín y Bolívar, ha sido gracias a ella. Gracias a ella hemos sabido a tiempo qué refuerzos españoles salían de El Callao a Acapulco, o de Maracaibo a Veracruz. (...) ¡Qué ingeniosa fue a veces! Usó una red de canciones que recorrieron América con más velocidad que un rayo, aprovechando unos supuestos amores suyos con un oficialillo criollo de Buenos Aires, para mandarnos noticias.

(Fuentes, 1990: 248-249)

Aunque en el origen de los estudios sobre el romancero en América se tuvo una perspectiva continental (el primer trabajo publicado en 1906 por Ramón Menéndez Pidal, luego de su viaje a América en 1905, se tituló precisamente «Los romances tradicionales de América»), esta perspectiva está muy lejos de haberse convertido en una constante. Además, no hay que engañarnos: la visión de Menéndez Pidal no fue una decisión metodológica, sino el resultado de un trabajo algo preliminar, exploratorio y concebido con generalidad debido más bien al desconocimiento que se tenía sobre la pervivencia de textos folclóricos en el nuevo continente. Los trabajos metodológicos sobre el romancero como un fenómeno literario que atraviesa nuestra región de una punta a otra llegaron mucho más tarde, como pasó con el Romancero tradicional de América (1990) de Mercedes Díaz Roig. En este trabajo, la autora se propuso «presentar un panorama lo más completo posible del Romancero tradicional en América». Para ello, durante tres años buscó todas las versiones publicadas a su alcance, tanto en bibliotecas públicas y privadas como en los archivos del Seminario Menéndez Pidal. Es probable que a su magisterio se deba el interés de Aurelio González (1947-2022) en esta perspectiva investigativa que se irá manifestando en distintos artículos hasta El Romancero en América (2003). Desde el título, son claras sus aspiraciones: definir la especificidad del trasplante del romancero a América. Como el mismo Aurelio González apuntó en esa ocasión:

Así como el hombre europeo afincado en América se acomodó a las condiciones climáticas y estructuras sociales que le planteaba el nuevo continente, y dio lugar a una descendencia americana, también el romancero originado en España se integró a la cultura del nuevo continente, modificando muchos de sus aspectos, conservando otros y generando manifestaciones innovadoras propias de la nueva cultura.

En este trasplante a tierras americanas, merced a la apertura propia del género, el romance traído en la memoria se enriqueció con términos nuevos, secuencias narrativas originales, formas particulares, etc., al tiempo que esta recreación permitió que en algunos casos el texto dejara de vivir como romance y se convirtiera, por ejemplo, en corrido, nuevo género americano, hijo del romance tradicional transmitido oralmente y del romance vulgar recibido por el pliego suelto, y nieto de la balada europea. Con el tiempo, esta nueva forma poética en México y en otros países desplazó en vitalidad al propio romance.

(González, 2003: 115)

Aurelio González pensaba que bajo la denominación «romancero en América» o «romancero americano» teníamos

(...) más de quinientos años de desarrollo cultural a partir de la presencia europea en el Nuevo Mundo y más de cuarenta millones de kilómetros cuadrados de extensión y veinte países hispanohablantes.

(González, 2016: 211)

Muchas de sus ideas más importantes quedaron expresadas en su libro de 2003, pero muchas otras se fueron fraguando a lo largo de los años en un corpus que preparó y quedó, lamentablemente, en prensa en el momento de su partida en 2022.

La historia de El Romancero en América, de Aurelio González, es larga. Cuando ingresé en la Academia Mexicana de la Lengua, por allá de 2015, la colección Clásicos de la Lengua Española recién comenzaba. En varias ocasiones le insistí a Aurelio sobre una nueva recopilación de romances que extendiera hasta nuestro continente la perspectiva del que publicó Paloma Díaz-Mas en 1994, modélico, erudito (lleno de esa información que resultaba útil y no nada más rimbombante) y con algunos paseos dignos de reconocimiento por la tradición allende el mar, pero todavía focalizado en la tradición española. Ambos sabíamos que nuestra admirada autora estaba preparando una segunda edición para la Biblioteca Clásica de la Real Academia Española, seguramente muy ampliada. Desde entonces, vimos la oportunidad de reimprimir dentro de la colección Clásicos de la Lengua Española la edición de Paloma Díaz-Mas y complementar su perspectiva con la del romancero que se cantaba de este lado del mar. Estuvimos de acuerdo en que la tarea resultaba ardua, pero no imposible, porque en El Romancero en América, publicado en 2003, Aurelio González había avanzado varias ideas clave sobre cómo tendría que ser un romancero que reflejara la enorme complejidad de esos «más de quinientos años», «más de cuarenta millones de kilómetros cuadrados de extensión» y «veinte países hispanohablantes». Estas conversaciones, en todo caso, animaron una intención que Aurelio González había comenzado a cultivar décadas atrás. A partir de entonces, encontrarnos en diferentes eventos conllevó naturalmente a sumar anécdotas sobre los problemas que le salían al paso y las ingeniosas maneras en que los resolvía, todo contado siempre con esa sonrisa inteligente y traviesa con la que solía ir poniendo pausas a la conversación.

Cuando su romancero ya estaba muy avanzado, le recordé que nuestras ediciones se acompañaban de un apéndice crítico y empezó a trabajar en ello. La meditada selección que propuso refleja bien el diálogo crítico que deseaba entablar desde distintas trincheras: la perspectiva de los estudios peninsulares (escogió, por ejemplo, trabajos clásicos de Ramón Menéndez Pidal, de Ana Valenciano o de Ana Pelegrín en los que se plasma la mirada abarcadora desde la Península); otra parte de la selección refleja el auge de los estudios sobre el romancero americano en México (con nombres tan familiares como los de Mercedes Díaz Roig, Beatriz Mariscal, Mercedes Zavala, Vicente T. Mendoza o el mismo Aurelio González); y, por supuesto, una miscelánea de trabajos realizados desde América o con una perspectiva americana (como los de Gloria Chicote, Andrés Manuel Martín Durán y John K. Leslie). En septiembre de 2019, Aurelio González nos entregó a Agustín Herrera, coordinador editorial de la Academia Mexicana de la Lengua, y a mí, 793 cuartillas en papel tamaño carta, el tamaño americano, a renglón cerrado. Aurelio González no sólo quería que el libro saliera en esta colección, sino que expresamente lo preparó para que fuera la contraparte del volumen de Paloma Díaz-Mas, cuya edición actualizada todavía no se publica. En 2019, por desgracia, la Academia Mexicana de la Lengua sufrió las consecuencias de un cambio en las políticas económicas del país que redujo dramáticamente el presupuesto de la institución; además de lo anterior, ni ese año ni los siguientes se convocó la beca para proyectos de investigación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) en la que habíamos concursado y ganado durante varios años consecutivos y que había sostenido nuestro programa editorial hasta ese momento.

Está previsto que este libro aparezca próximamente en una de nuestras colecciones más importantes, la colección Clásicos de la Lengua Española, en cuanto podamos sortear los aspectos económicos. Informados de la penosa situación que atravesamos, la Real Academia Española, bajo el amparo de su director, don Santiago Muñoz Machado, no dudó ni un segundo en participar como coeditor y con la misma celeridad se unió al proyecto la Fundación Duques de Soria, por intermediación de Ruth Fine, Patrizia Botta y de sus directivos: Rafael Benjumea (hijo), presidente de la Fundación Duques de Soria, y Jaime Olmedo, vicepresidente.

El Romancero en América de Aurelio González no es el típico corpus de obras folclóricas: no es la transcripción que resulta de una serie de sesiones grabadas con los informantes de una zona luego de extenuantes temporadas de trabajo de campo. Tampoco es una selección personal de los mejores romances de la tradición americana para crear la falsa imagen de un canon (y que, a la larga, si la obra encaja en los gustos del público lector, puede convertirse con facilidad en ese canon que frene la circulación tradicional de todos aquellos romances que no hayan sido incluidos en la selección). Desde su raíz, el proyecto de Aurelio González era más ambicioso en uno y otro sentido: tenía la misión de superar a los corpus locales por su capacidad para representar la tradición americana y, al mismo tiempo, recoger una muestra representativa no de los mejores romances, sino de los mejores ejemplos de variación entre zonas. Con esta recopilación, Aurelio González trazó un muestrario razonado que revelaba la difusión y dispersión que tuvo el género en América gracias a su capacidad de adaptación; es decir, al equilibrio entre conservación y variación de distintos tópicos o de algunos componentes estilísticos de los textos. Como si se tratara de un árbol genealógico, Aurelio González partió del Índice General del Romancero (IGR) y, a través de una nomenclatura bien conocida para quienes se especializan en su estudio (pero fácilmente asimilable para quienes no), nos conduce de la mano por un catálogo de obras que son nuevas, porque recogidas en puntos muy lejanos de la extensa geografía americana probablemente nunca habíamos tenido la oportunidad de escucharlas, pero al mismo tiempo resultan familiares porque alguien recitó algo parecido en una reunión, escuchamos una canción parecida acompañando una ronda infantil o lo leímos en algún libro de nuestra educación temprana. Como sucede a menudo con la tradición oral, los árboles genealógicos distan mucho de ser perfectos. Si bien la mayor parte de los textos tienen un origen registrado en el siglo XVI, algunos, como el Bernal francés, no se recogió antes y sólo hemos podido constatar su existencia gracias a algunos pocos versos que aparecen en obras burlescas; o el romance de Silvana, cuya primera documentación aparece hasta la tradición sefardí oriental a finales del XVI y en castellano hasta mediados del XVII. En otros casos excepcionales, sucede lo contrario: la evidencia de la circulación de temas variados por el mapa americano permite suponer que en tradiciones como la ecuatoriana, donde sólo se conoce Mambrú y Las señas del esposo, el desinterés de los investigadores oculta un acervo folclórico equivalente al de las zonas con las que colinda geográficamente.

En los romances de «amor fiel» destacan Las señas del esposo o La aparición de la amada difunta; en los de «adulterio», La adúltera y el Bernal francés; en los de «incesto», Delgadina y la Penitencia del hermano incestuoso; en los de «amor y muerte», el Conde Olinos y El galán y la calavera. La presencia reiterada de temas religiosos es quizá uno de los rasgos identitarios que más llamará la atención de quienes se dedican al romancero peninsular; en casi todos los rincones de la geografía americana encontraremos ejemplos de romances «devotos» (El marinero al agua y Santa Catalina), «marianos» (En el camino de Belén, El nacimiento de Cristo, El sueño de la Virgen, La fe del ciego o Los tres Reyes), «sobre la Pasión» (La búsqueda de la Virgen, Las tres Marías, Allá en el monte Calvario, etc.) y distintas versiones a lo «divino» (que, dentro del plan general, se convierten en espléndidos ejemplos de los amplios márgenes de variación del género). Otras presencias quizá parecen menos frecuentes, pero no son menos importantes: entre los romances picarescos anticlericales, el romancillo El cura pide chocolate, conocido también como El cura y la criada, destaca por su frecuencia en la tradición oral moderna, aunque se ha recogido en las comunidades sefardíes de Marruecos. Algunos de ellos han tenido muy escasa fortuna, pero ilustran muy bien la capacidad del folclore para renovar sus temas, como el romance del Atropellado por un tren (un joven que al verse en el hospital sin los dos brazos, pide que lo maten) o El hijo malvado (que previene sobre el maltrato parental, castigado a convertirse en un ser mitad lobo, mitad hombre).

El romancero llegó a América en la memoria de sus colonizadores, en las partituras de los músicos, en el acervo literario popular, en los cantos de sus mujeres, en las rondas de sus niños; pero no llegó muerto. Al contrario, de inmediato dio pruebas de su capacidad adaptativa. En las ensaladas que redactó Fernán González de Eslava en el último cuarto del siglo XVI, por ejemplo, ya se conserva una treintena de romances nuevos y viejos, citados o contrahechos. La cita por sí misma indica conservación en la memoria personal y colectiva, junto a cierta veneración fetichista; pero las contrahechuras caen de lleno en la variación, hilo conductor de este trabajo de Aurelio González. El camino más obvio para aclimatar este género fue tratar los temas del momento: durante la Colonia, como un romancero que registró las campañas locales (fuertemente inspirado por La Araucana de Ercilla) y otro, decimonónico, reflejo de los movimientos independentistas americanos. El romancero también sirvió para definir los rasgos de identidad de las comunidades que lo cantaban. La forma más elevada de esta adaptación sucedió cuando los intérpretes asumieron su misión de hacer asequibles los temas folclóricos a su nuevo público, a través de localismos, giros expresivos familiares para la comunidad, la onomástica de la fauna, la flora y la geografía del nuevo continente. El uso de diminutivos como atenuadores con valor afectivo, por ejemplo, es uno de los rasgos idiosincráticos de las lenguas americanas y lo encontraremos en el romancero sin distinción ni de tema ni de subgénero. Lo mismo encontraremos en una versión mexicana de La muerte de Prim, romance histórico,

En la calle del Turco lo mataron a Prim
sentadito en su coche de una manera vil

o en una versión colombiana de Los tres reyes magos, donde alterna con -ico en bojoticos, diminutivo de bojotes;

El rey Baltasar traía de mirra diez bojoticos,
y el Niñito lo miraba con unos lindos ojitos.
(...)
San José lo acariciaba, la Virgen le daba besos,
y unos buenos pastorcitos le trajeron unos quesos.
Un corderito muy blanco, un pastorcito traía,
y el Niñito lo miraba con carita de alegría

o en una versión cubana del romance infantil Don Gato:

Estaba el señor don Gato en silla de oro sentado,
calzaba medias de seda y zapaticos dorados.
De fuera le han invitado que se tiene que casar
con una gatica rubia hija de un gatico pardo.

La variación tiene, por supuesto, su propia lógica en la que alterna la conservación de temas, historias y formas vinculadas a esas historias con lecciones innovadoras. La dispersión geográfica de las muestras dificulta mucho apreciar cómo funcionan estos principios de repetición y variación al interior de la tradición americana, por eso resulta tan importante un romancero que se proponga, como éste de Aurelio González, exponer estos finos mecanismos de innovación y estereotipia a través de genealogías concretas. Aunque en el pasado se creía que el romancero funcionaba como un gran rompecabezas de piezas intercambiables, atesoradas en una especie de banco general de fórmulas, la realidad es que los acervos formulísticos son variados, como si fueran sucursales de un banco general, pero con identidad propia, y se forman arracimados alrededor de un eje narrativo. Cada historia tiene un número finito de fórmulas estilísticas que la definen con cierta exclusividad. La perspectiva teórica con la que Aurelio González organiza su selección de romances lo confirma en una lectura transversal de los diferentes apartados de El Romancero en América, organizado por países. Toda la selección es un ejemplo de lo anterior, pero me centraré en Las señas del esposo (IGR 0113), uno de los romances con mayor difusión en el ámbito hispánico, siempre teniendo en cuenta el trabajo fundacional de Mercedes Díaz Roig (1979) sobre este romance. Empecemos por una versión de Colombia recogida por Gisela Beutler en 1977, cantada por Elcira Vásquez, de 10 años, en la población de Cocorná, Antioquia. En esta versión, el locus amoenus en el que se sitúa la reunión de los esposos sugiere de forma equívoca un encuentro erótico; el desarrollo del diálogo confirma el interés de una de las partes y la negativa de la esposa, quien sin saberlo aprueba el examen de fidelidad al que fue sometida. La investidura militar del esposo y su participación en la guerra también forman parte importante del núcleo de la historia:

Estaba Catalina sentada debajo un laurel,
Con los pies en la frescura, viendo las aguas correr.
De pronto pasó un soldado, y le hizo detener
—Deténgase, mi soldado, que una pregunta le haré.
Oigame, soldadito, ¿de la guerra viene usted? 5
¿Si no ha visto a mi marido en la guerra alguna vez?
—Si lo he visto, no me acuerdo, deme usted las señas de él.
—Mi marido está todo rubio y buen mozo igual que usted.
Tiene una habla muy ligera y un ademán muy cortés.
Y en la cacha de la espada lleva el nombre de Marfel. 10
—Por sus señales, señora, su marido muerto es.
En la mesa de los dados lo mató un genovés.
Y de encargo me ha dejado que me case con usted,
Y que cuide de sus hijos, conforme cuidaba él.
—Eso sí, que no lo haré. ¡No me lo permita Dios! 15
Siete años lo he esperado y siete lo esperaré.
Si a los catorce no viene, yo de monja me entraré.
Y a mis tres hijos varones los mandaré para el rey,
A que le sirvan de vasallas y que mueran por la fe.
Y a mis tres hijas mujeres conmigo las llevaré. 20
—Calla, calla, Catalina, calla, infeliz mujer,
Hablando con tu marido, y sin poderlo conocer.

Esta versión coincide con otra de Paraguay recogida y estudiada por Eleonora Noga Alberti que cantan las mujeres sefardíes para dormir a los niños pequeños y las niñas de Asunción del Paraguay y otras ciudades de Latinoamérica para jugar a la ronda (1975: 260).

La versión mexicana, recogida en Lagos de Moreno de labios del señor Pepito de 37 años y publicada por Mercedes Díaz Roig y Aurelio González en Romancero tradicional de México, presenta la historia desprovista del locus amoenus, de los indicios que apuntan al contexto bélico, de la declaración sobre el acomodo de los hijos y de la anagnórisis del marido (con lo que la muerte supuesta se convierte en un deceso real). Al cierre, como sucede con muchas de las versiones recogidas en Norteamérica y Centroamérica, el romance entronca con otro, el de La viuda abandonada (aunque, en esta versión, la despedida coincide con el final del corrido sobre la Toma de Zacatecas, un 23 de junio de 1914: «Ya con ésta ahí me despido, / con la flor de una violeta, / por la División del Norte / fue tomado Zacatecas»). Hay otra variante menor que conviene mencionar porque ejemplifica bien la capacidad adaptativa del género: el gentilicio del modelo vinculado a Italia («En Valencia le mataron, / en casa de un ginovés») se actualiza en la versión mexicana por otro más familiar para el público mexicano: un japonés, reflejo de la inmigración que llegó por California y que se distribuyó posteriormente en las costas de Baja California, Guerrero y Oaxaca. En fin, se trata de una versión muy innovadora:

Yo soy la recién casada, a nadie le gustará,
me abandonó mi marido por la mala libertad.
—Oiga, señor, por fortuna, ¿qué no ha visto a mi marido?
—Señora, no he visto nada, cierne una seña y le digo.
—Mi marido es alto y rubio, muy mal parecido no es. 5
En la muñeca derecha lleva un letrero francés.
—Por las señas que usted da su marido muerto es,
en la ciudad de Valencia lo ha matado un japonés.
—Tres años yo lo he esperado y otros tres lo esperaré,
si a los seis años no viene con otro me casaré. 10
Me puse mi falda negra y un velo negro también,
luego me vi en el espejo: ¡Ay, qué buena viuda quedé!—
Ya con ésta me despido por la flor de una violeta,
aquí se acaban cantando versos de «La viuda negra».

Otra versión recogida en Ecuador por Isaac J. Barrera, de apenas 11 versos, aprovecha la popularidad del romance infantil de Mambrú para aludir al marco bélico y a la espera de la esposa (explícita en la versión francesa y muy velada en las versiones en español); el modelo fue la canción folclórica Malbrough s’en va-t-en guerre, donde ni tonada ni estribillo («mironton, mironton, mirontaine») coincidían con el rumor sobre la muerte de lord John Churchill, duque de Malborough (1650-1722) en la batalla de Malplaquet (1709). Aunque Mambrú y Las señas del esposo no suelen coincidir en la tradición americana, el resultado es efectivo. Quizá esta asociación con Mambrú explique, al menos en parte, la pérdida de la prueba de fidelidad.

El final de esta versión ecuatoriana es un poco desconcertante (los 15 años de la esposa contrastan con sus cinco matrimonios previos, inexplicados en el romance y en la tradición), pero las coincidencias con una versión peruana («No lo permita el dios del cielo ni el glorioso San Andrés / que una niña de quince años se case de segunda vez») sugieren que los transmisores advirtieron una hipermetría («se case de segunda vez» tiene 8 sílabas en el papel, pero a la hora de cantarla tiene 9 por el final agudo en el asonante) que intentaron resolver con la sustitución del trisílabo «segunda»; los bisílabos «cuarta» o «quinta» lo hubieran hecho, así que también hay que considerar cierto delirio hiperbólico cómico, quizá por la orientación infantil del Mambrú. Sería gracioso notar que la jovencita de 15 años que pregunta por su marido lleve a cuestas cinco matrimonios previos, lo que deja claro que no está dispuesta a esperar muchos años como en la tradición más seria («Siete años lo he esperado y siete lo esperaré. / Si a los catorce no viene, yo de monja me entraré»):

Mambrú se fue a la guerra y no sé cuándo vendrá;
Si vendrá por Pascua o Reyes o vendrá por Navidad.
—Diga usted, señor soldado, usted que ha servido al rey,
Si le ha visto a mi marido por Flandes alguna vez.
—No, señora, no le he visto, deme usted las señas de él. 5
—Mi marido es Félix Blanco, Félix Blanco, aragonés,
Y en el puño de su espada carga las armas del rey.
—Sí, señora, sí le he visto, su marido murió ya
Y dejó por testamento que me case con usted.
—Que el cielo no lo permita, ni mi padre san Andrés, 10
Que una niña de quince años se case por sexta vez.—

En la versión cantada por Benigna Hidalgo, de 84 años, y recogida por Helia Betancourt, Henry Cohen y Carlos Fernández en el Romancero y cancionero general de Costa Rica, también se aprecia cierta infantilización de un romance que con seguridad acompañaría un juego o un baile de corro. Los abundantes diminutivos y la licencia gramatical («que se case usted con yo») contribuyen a crear una atmósfera lúdica asociada a la niñez. En esta versión se mantiene la prueba de fidelidad, pero no la anagnórisis, aunque podría quedar sugerida en un final abierto:

¡Qué bonito el soldadito paradito en el cuartel
con su riflecito al hombro esperando al coronel!
—Diga usted, señor soldado, ¿de la guerra viene usted?
—Sí, señora, de allá vengo, ¿por qué me pregunta usted?
—Si habrá visto a mi marido que hace un año que se fue 5
y en el ala ’el sombrero lleva el nombre de Isabel.
—Sí, señora, sí lo he visto hace un año que murió
y en el testamento dice que se case usted con yo.
—Dios me libre, Dios me guarde y la virgen santa Inés
que por muerto mi marido casarme segunda vez.— 10
Aquí termina la historia de esta infeliz mujer
que hablando con su marido no lo pudo reconocer.

Una versión nicaragüense recogida por Ernesto Mejía Sánchez coincide con otra costarricense en el nombre de la esposa (Isabel, aquí «en el puño de la camisa» y allá «en el ala del sombrero») y con la mexicana en el final, cuando sustituye la prueba de fidelidad por su conversión repentina en La viuda abandonada (aunque aquí, fracasaría estrepitosamente la prueba de fidelidad, porque en vez de que sea el marido quien propone las segundas nupcias, es la misma viuda). Estas coincidencias son fortuitas y probablemente se explican por la contigüidad geográfica entre regiones, pero no dejan de sorprender porque el producto final es un texto del todo coherente cuyas resonancias sólo son significativas para quien tiene la fortuna de acumular versiones y apreciar un panorama general:

—Señores, por fortuna, ¿no me han visto a mi marido?
—Señora, no lo conozco, pero deme algunas señas.
—Mi marido es alto y rojo, tiene tipo de francés,
y en el puño ’e la camisa lleva el nombre de Isabel.
El caballo es tordío, la montura plateada, 5
el cilindro es de plata y la gorra engalonada.
—Por las señas que usté’ ha dado su marido muerto es,
en la puerta de un sitiado lo mató un traidor francés.
—Yo visto de luto negro y de sofoca café,
y me miro en el espejo y hermosa viuda quedé. 10
Yo espero a mi marido y siempre lo esperaré,
y con tal de que no aparezca, yo me caso con usté’.

Otra versión nicaragüense recoge el principio in medias res, pero tiene la llamativa licencia gramatical de la costarricense («con yo») y el diminutivo inicial («soldadito»); como la mexicana, cierra con La viuda abandonada. De forma inusitada, ubica la acción en las inmediaciones de Jutiapa, municipio localizado a 125 km de la Ciudad de Guatemala. De nuevo, se repite la coincidencia entre una red compacta de locaciones y una versión en la que coinciden tópicos y fórmulas de distintas regiones colindantes. Quizá el dato más curioso sea que, en vez de la prueba de fidelidad, el romance concluye negando de forma absoluta las segundas nupcias:

—Soldadito, venga acá, ¿de Jutiapa viene usté’?
¿No me ha visto a mi marido que en la expedición se fue?
—Señora, no lo conozco, deme usté’ las señas de él.
—Mi marido es gentil hombre, capitán muy bueno es él.
—Por las señas que me da, su marido es muerto ya, 5
y en su testamento dijo que se case usté’ con yo.
—Dios me guarde, Dios me libre, y mi madre santa Inés,
que las viudas de este tiempo no se casan otra vez;
que las viudas de este tiempo no se casan otra vez.

La versión paraguaya que recopila Aurelio González ilustra un fenómeno diferente: el conservadurismo formal de la comunidad judeoparaguaya que vive en Asunción. Se trata de una versión recogida por Eleonora Noga Alberti en Asunción en 1973, cantada por una descendiente de sefardíes jerosolimitanos, Myriam de Misrahi, quien en ese momento tenía 90 años. Este romance refleja bien la forma en la que el romancero acompañó los movimientos migratorios de las comunidades sefarditas por América, a fines del siglo XIX, y de su establecimiento en la ciudad de Asunción a principios del siglo XX. Eleonora Noga Alberti (1975: 256-258) ha subrayado ya sus peculiaridades frente a la tradición peninsular y americana: la conservación de un judeoespañol muy puro (sin incorporación de términos griegos o turcos); la presencia reiterada de una caballero Amadí (probable alusión a Amadís de Gaula) que no aparece en ninguna de las otras versiones; en el diálogo entre la dama y el caballero las señas del marido son sustituidas por la fórmula paralelística de requerimientos y concesiones hasta llegar a la solicitud del cuerpo de la dama, la maldición de ésta y una anagnórisis inmediata; en lo formal, se inserta un estribillo entre cada hexadecasílabo («amán, amán», aunque Aurelio González decidió excluirlo de su versión por considerarlo extraño al género) y una tarareo (que sí conserva). Agregaría que el marco es muy original por su preciosismo; recuerda de lejos un locus amoenus (por las arboledas), pero el oro y el marfil hacen pensar más bien en una escena cortesana. El preludio del encuentro amoroso queda sugerido en el acto de peinarse la dama:

Arvoleras, arvoleras, arvoleras de Amadí,
la raíz tiene de oro, y la simiente de marfil
y en la ramica más alta, hay una dama gentil,
peinándose los sus trenzados y con un peine de marfil.
La lará lará lará
Por ahí pasó un cavaiero y el cavaiero Amadí. 5
—¿Qué buxcas vos, mi señora, qué buxcabas vos aquí?
—Buxco yo a mi marido, mi marido Amadí.
—¿Cuánto das vos, mi señora, y a quien vo’ lo truxera aquí?
—Vos daré los tres molinos, tres molinos de Amadí;
el uno muele canela, y el otro jenjebrí; 10
y el mi trecer molino muele harina para Amadí.
La lará lará lará
—Poco das vos, mi señora, y por el precio de Amadí.
—Vos daré las tres mis hijas y tres mis hijas que yo parí.
La una para la mesa, y la otra para servir,
y la más chiquitita de ellas para holgar y dormir. 15
La lará lará lará
—Poco das vos, mi señora, y por el precio de Amadí.
Dabas vuestro puerpo lindo, más blanco que el jazimín.
—Ah, malaña tal cavaiero, y que tal se dejó decir:
—Abaxes, vos mi señora, abaxes vos ‘onde mí.
Que yo so’ vuestro marido, vuestro marido Amadí. 20

Quizá sea interesante saber que esta versión judeoparaguaya coincide muy de cerca con otra recogida en Sarajevo (Bosnia) por Laura Papo en 1917. Ambas no sólo repiten la disposición de los tópicos (la dama se peina, pasa el caballero y empiezan un intercambio de peticiones y entregas, el caballero solicita su cuerpo, maldice la dama y se da la anagnórisis), sino también varias fórmulas, como puede apreciarse desde los preliminares de ambos textos:

Arbolera, mi Arbolera, tan galana y tan gentil,
la rays tiene de oro y las ramas de marphyl
y la más chica ramica es una dama zarif.
Y peñando los sus trensados con su peñe cristallín.

En la hipótesis de Aurelio González, América es un territorio y no una lengua. Con esa perspectiva, resultaba muy difícil no incluir las versiones brasileñas. Aurelio González seleccionó la versión de Joventina Simões, Ana Matos y Antônio Alves de Souza, recogida por Isabel Serrano en Guarapari, Espíritu Santo, por ahí de 1959. Se trata de una de las versiones más amplias de la selección y presenta algunas sorpresas. Aunque coincide con la escena inicial de una dama peinándose, el soldado llega ahora en un barco; luego de las señas, se alarga el intercambio de peticiones y entregas (dinero, telas decoradas de oro y marfil, su caballo blanco, un objeto de oro) hasta que el caballero pide su trenza de cabello y la dama lo maldice. La anagnórisis se debe a un anillo partido en dos y la dama pasa la prueba.

Senhora dona Clarinda no seu jardim passeava;
con o pente de ouro na mão sus cabelos penteava.
Lançou os olhos ao mar e viu vir a grande armada:
o comandante que nela vinha muito bem a comandava.
—Me diga, seu comandante, me diga, por su alma, 5
se o homen que Deus me deu vem aí na sua armada.
—Não o vi, nem o conheço, nem sei que sinais levava.
—Levava cavalo branco com sua sela dourada;
na ponta da sua lança, sinal de guerra levava.
—Este homem eu vi na guerra com vinte e cinco facadas; 10
a mais pequenina delas era pescoço cortado.
—Ai, triste de mim, viúva!, ai, triste de mim, coitada!
Três filhas que Deus me deu sem nenhuma ser casada.
—Que darias tu, senhora, a quem o trouxesse aqui?
—Daria tanto dinheiro que não tem conta nem fim. 15
—Eu não quero o teu dinheiro, isto não pertenece a mim.
Sou soldado, vou pra guerra, não persisto por aqui.
Que darias, tu, senhora, a quem o trouxesse aquí?
—As telhas do meu telhado, que são de ouro e marfim.
—Eu não quero as tuas telhas, isto não pertenece a mim. 20
Sou soldado, vou pra guerra, não persisto por aqui.
Que darias, tu, senhora, a quem o trouxesse aquí?
—Daria meu cavalo branco, que ele deixou para mim.
—Eu não quero o teu cavalo, isto não pertenece a mim.
Sou soldado, vou pra guerra, não persisto por aqui. 25
Que darias, tu, senhora, a quem o trouxesse aquí?
—Daria a limeira de ouro que ele deixou para mim.
—Não quero a tua limeira, isto não pertenece a mim.
Sou soldado, vou pra guerra, não persisto por aqui.
—Não tenho mais que oferecer nem vós mais que me pedir. 30
—As tranças do teu cabelo deviam ser para mim.
—Cavalheiro, que tal pedes, que te atreves a pedir?
Devias ser arrastrado em volta do meu jardim,
A um cavalo amarrado.
—O anel de sete pedras que contigo reparti, 35
que é da tua metade? —Pois a minha eu trago aqui.
—Se tu eras meu marido, por que zombavas de mim?
—Quis ver si teu coração era leal para mim.—

Este muestrario está muy lejos de ser exhaustivo, pero permite ver algunas constantes en el proceso de adaptación geográfica y, claro, también, en la elipsis y conservación de ciertos temas con la intención de refuncionalizar un tópico o una fórmula que deja de tener significado para la comunidad. En varias versiones hay una elipsis del marco bélico o se reduce a un componente infantilizado, proveniente de la situación de comunicación en la que se interpreta el romance (una ronda, una nana, etc.). Aunque las guerras y la migración en Iberoamérica formaron siempre parte de sus dinámicas sociales, el contexto infantil y escolar en que suelen aprenderse y transmitirse estos romances contribuyó a la dulcificación o desaparición del tópico.

También en casi todas las versiones se debilita la prueba de fidelidad, con lo que la simulada muerte del marido se convierte en un hecho; las razones pueden ser distintas: el que los esposos dejaran de reconocerse mutuamente resultaba verosímil en la Edad Media por la dilatada duración de los viajes, pero en un mundo moderno perdió su razón de ser; la prueba de fidelidad estaba condicionada, por supuesto, a que la esposa no reconociera a su marido, de modo que la elipsis de una condicionó la elipsis de la otra. Vinculadas a la identidad del marido están las señas, que se mantienen no por su interés para la narrativa (dado que en ocasiones desaparece la muerte simulada del marido), sino por resultar una sección muy atractiva para los juegos de ronda. Lo mismo sucede con el intercambio de peticiones y entregas: con toda seguridad podemos suponer que su mantenimiento o, incluso, amplificación, daba pie a un intercambio de bienes simbólicos dentro de los juegos de ronda.

Resulta inevitable pensar que estamos ante la punta de un inmenso iceberg bogando en el mar. Si hasta ahora el romancero ha solido vivir en trabajos de campo que enfatizan su vida tradicional y popular en una región, como si fueran minas en las que se busca y rebusca en el subsuelo más profundo, quizá ya sea tiempo de mirar en una escala continental y empezar a atar los cabos sueltos de un corpus que desconoció fronteras políticas y creció, se adaptó y se diseminó siguiendo las caprichosas rutas migratorias de las necesidades humanas por América. Si se me permite una última analogía, El Romancero en América es como ese marido que vuelve de la guerra: cuesta trabajo reconocerlo, pese a que se tienen ya las señas que mejor lo identifican; está ahí, ante nuestros ojos, y entabla un animado diálogo con quienes lo estudiamos para ver si somos capaces de reconocerlo. Al final, estamos frente a una prueba, no de fidelidad, sino de agudeza académica para empezar a estudiar de forma sistemática y continental un corpus rico, variado y sumamente dinámico que, a veces, sólo a veces, nos ha costado trabajo ver.

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