Este texto trata de los choques interculturales que generan, a la larga, literatura; una literatura mestiza que bebe de las raíces del que escribe y de lugar a donde llega a vivir, con ejemplos extraídos de la literatura venezolana; y del exilio no como la única forma de viaje en el mundo de los hispanoahablantes.
Quisiera comenzar mi intervención con dos anécdotas que revelan que todos, para los demás, siempre estamos del lado de allá, como diría Julio Cortázar. En mayo de 1998 había completado un año viviendo en Salamanca, la ciudad a la que, como a Cádiz y a La Laguna, tanto debemos los americanos. Una mañana entré a tomar café a uno de los numerosos bares de la ciudad y, en este, un señor joven atendía a los clientes con la adusta, pero siempre franca, amabilidad salmantina. Lo acompañaba su hijito, como de cinco años, vivo como una salamandra y risueño como deben estar los niños siempre. Cuando dije, «Buenos días, ¿me pone un café con leche, por favor?», el niño, que era del tamaño de un taburete, se me acercó muy sonriente e intrigado y desde abajo me encaró, diciéndome: «¿Y tú qué hablas?»; como ya sabía a qué se refería, conteniendo las carcajadas le respondí muy serio, pero paternal: «Yo hablo español», pero el niño no se tragó la trampa: «Mentira», me dijo, a lo que yo le insistí que sí, que yo hablaba español como él. Rio, incrédulo, seguro de que jugaba con él o trataba de ocultarle uno de esos secretos que solo los adultos saben y del que él se enterará cuando por fin llegue a viejo. Resuelto a demostrar mi engaño, el niño me preguntó, sagaz, seguro que de esta manera descubriría mi ardid, el misterio de mi lengua que tanto le intrigaba: «¿Hablas español?», dijo con tono inquisitorial. «Sí», le respondí lacónico y ya un poco alarmado. Y ante mi flagrante mentira, el niño me espetó de improviso, seguro de que me había cazado en mi embuste: «¿Cómo se dice ‘mamá’?». Yo respondí, algo inquieto, incluso dudando de que me supiera la respuesta: «Mamá». El niño dio un respingo de sorpresa, pero no se amilanó, prosiguió con su auto de fe lingüístico; aún intrigado, hizo la segunda pregunta, quizá la prueba definitiva que demostraría que de ninguna manera yo podría estar hablando en español: «¿Y cómo se dice ‘casa’?». «Casa», riposté triunfante y muerto de risa por dentro, rogando al cielo que acabara ya el interrogatorio. El pequeño policía de la lengua siguió sonriendo mientras se alejaba de mí lentamente, hacia atrás, mirándome extrañado de no saber por qué entendía el raro acento que no se supone que no debía entender. Ese niño no lo supo entonces, pero ante sus recién estrenados sentidos se le había plantado lo otro en forma de mestizo embustero dispuesto a confundir sus convicciones milenarias de sus cinco años de vida. Hoy debe de ser ya un universitario y muchos más acentos habrán pasado ante sus ojos, pues Salamanca es una de las ciudades preferidas por nosotros, los americanos, para hacer nuestros doctorados. Doctorados en los que nunca aprenderemos a hablar normal.
Con un episodio semejante al que acabo de relatar comienza la literatura intercultural, esa que no se queda en los predios naturales de su autor, sino que bebe de cada fuente a la que llega, buscando su propia autenticidad. La literatura intercultural comienza con la lengua desplegándose en las incontables posibilidades del habla. Ese niño salmantino quizá ahora sea abogado o carnicero; médico o cantante; vago o esté en el paro; pero lo cierto es que desde muy temprano se vio obligado a entender que lo otro está frente a él y no hay manera de lidiar con ello sino convirtiéndose un poco en lo que no es. Porque esto ocurre, aunque uno mismo no lo quiera.
La segunda anécdota que quería recordar me ocurrió no mucho tiempo después de mi encuentro con el niño lingüista. Había encontrado cerca de mi casa otra cafetería amplia y cómoda para desayunar y leer los periódicos tranquilamente. Era una época en la que todavía leíamos (al menos yo) los periódicos religiosamente en papel, y yo me compraba varios de tirada nacional y algún otro local para estar al día, tal como hacía mi papá en Valera en los ya muy lejanos años setenta del siglo pasado. La cafetería a la que iba a desayunar me gustaba porque era luminosa y tenía mesas anchas en las que podía desplegar los periódicos; el único detalle del lugar eran los dueños, dos señoras ya algo mayores que estarían en sus últimos años como restauradores antes de recibir su merecida jubilación. Desde el primer día me trataron con correcta amabilidad, pero sin dirigirme la palabra. Puede que no les gustara del todo que uno tan extranjero como yo se empeñara en incordiarles las mañanas. Sin embargo, jamás tuve una queja de ellos: tan inexistentes como las palabras amigables. Digamos que se resignaban a que la otredad viniera a tomar café y a leer los periódicos todas las mañanas.
Una de esas mañanas entré con mi carga de periódicos y la señora, que era la más tímida conmigo, alzó los brazos y saludó, alegre: «¡Buenos días!». Me quedé estupefacto y con temor: ¿qué había hecho para que de repente la hasta ahora distante dueña del bar me dirigiera la palabra como un baquiano más, como su amigo de toda la vida? De inmediato lo supe: ella estaba sola atendiendo el bar y en una mesa, sentada, había una familia india. Para la señora, esta gente con esos vestidos naranja, esos puntos en la frente y ese hermoso color cobre en las pieles tenía que ser de una película de extraterrestres. La pobre señora estaba muy asustada porque además la mamá y la tía de la familia intentaban pedirle en francés o algo así el desayuno para los dos niños y el señor que esperaban hambrientos en la mesa. Así que cuando me vio entrar, la señora del bar habrá sentido un gran alivio: «Este es raro», habrá pensado para sí, «pero al menos es nuestro raro». Y así fue como en un santiamén pasé, para los del bar, de vivir en el país de los otros al pueblo de los mismos.
¿Cómo, pues, no va a tener el español numerosas posibilidades a la hora de generar literatura intercultural que muestre las infinitas variantes que ofrece nuestra lengua?
Por la mañana, antes de venir a escuchar las mesas del congreso, leí en las redes el titular de una noticia que me hizo mucha gracia:
Una autora catalana prohíbe la traducción de su libro al castellano: «No quiero contribuir a la bilingüización».
Aparte de que este vocablo es dificilísimo de pronunciar, la dicha autora, cuyo nombre no sé ni querré saber jamás, ya ha hecho una enorme contribución, al español y al catalán, inventando esta ardua palabra: «bilingüización». Ha sido capaz de exiliar este vocablo desde los predios lingüísticos de Ramon Llull al reino de Cervantes, quizá sin querer, pero con mucho tino. Pues incluso si te atrincheras en el refractario casco contra la diversidad, tarde o temprano te hallarás en un callejón que te obligará a incurrir en contradicción. En el caso de esta obstinada autora, en forma de neolingüismo —en su caso, involuntario—, que es otra forma de enriquecer la literatura. Muchos autores lo han hecho, Joyce en su lengua es famoso por su quark y Cortázar en la nuestra es célebre padre del idioma glíglico («apenas él le amalaba el noema a ella se le agolpaba el clémiso...») conformado por palabras inventadas, préstamos y deformaciones del español y otros idiomas. Y en el siglo XVIII, un súbdito rebelde de la Corona española, Francisco de Miranda, inventaba palabras en su diario por diversión, pero también para ocultar sus andanzas, como el pícaro branlaba aplicado a las habilidades de una de sus amigas condesas. Y a inicios del siglo XX, el venezolano Rufino Blanco-Fombona se ufanaba de haber inventado la palabra notícula para designar a sus textos breves que no alcanzaban categoría de ensayos y que recopiló en el volumen La lámpara de Aladino (1915), convirtiéndose de esta manera en uno de los precursores de relato breve o minicuento, al decir de los especialistas:
Dado el carácter misceláneo de gran cantidad de antecedentes de la minificción, sería posible considerar los textos de Rufino Blanco-Fombona como otro de los antecesores del género, pues en estos textos reposa el espíritu des-generado de la minificción, pero también existe la posibilidad de que los pensemos como otras formas minificcionales en las que se unen relato, ensayo y reflexión.
(Rojo, 2016: 35-38)
La familia a la que pertenece esta algo malcriada escritora catalana, que no quiere ver sus libros publicados en español, es muy amplia y lleva siglos jugando con las palabras, para suerte de todos.
Pero estas palabras que quiero decir traicionarán parte del asunto que nos ha convocado aquí esta tarde. Quiero hablar de literatura intercultural, pero no sé si pueda hablar de exilios. Me permito leer in extenso un fragmento de algo que escribí hace muchos años para una antología de escritores venezolanos que nos habíamos marchado del país:
La primera vez que tuve consciencia de que ya no estaba en Venezuela ocurrió a las dos de la mañana en un bar de Salamanca. Todavía el jet lag ejercía sobre mí el influjo del insomnio y, sin pensarlo dos veces, me puse una chaqueta y salí a caminar por la ciudad que sería mi casa en los siguientes cuatro años. Era 4 de mayo de 1997 y Venezuela aún no sabía lo que se avecinaba, aunque lo anhelaba secretamente. Pensándolo desde este futuro tan lejano, fue un acto muy irresponsable salir a la calle de madrugada, acostumbrado como estaba en Caracas a esperar las primeras luces del día para salir, o a caminar cortas distancias desde mi casa en la esquina de Colimodio, con mucho cuidado de no tropezarme con ningún malandro. Tal vez la novedad, el aturdimiento, el trastorno, como llamaba una amiga venezolana a ese período de adaptación que duraba varios meses, me empujó a la calle de madrugada buscando algo que hacer, buscando conocer la noche de una ciudad que me olía raro y que desconocía completamente. Qué emocionante es caminar por un lugar nuevo y qué curiosa es la sensación, cuando ya nos hemos apropiado del espacio, que se conserva de esas primeras aventuras: cada calle nueva, cada espacio nuevo es un universo de la percepción.
Así que después de deambular por las intrincadas calles salmantinas, atestadas de estudiantes cantarines y borrachos, después de llegar a los límites de la ciudad, hasta un mirador desde donde se ve el río Tormes y el puente romano (más tarde entendería que había llegado hasta el así llamado «Huerto de Calixto y Melibea»), entré en un bar, con ganas de sumarme a la fiesta. En la barra pedí un ron con coca-cola; y cuando me lo llevé a la boca, algo se atravesó entre mi lengua y el apreciado líquido: media rodaja de limón que flotaba entre los hielos.
Este vaso está sucio —me quejé al barman, o camarero, como se le llama en España.
Y el camarero, indignado o sorprendido, me espetó un contundente «¡Eso es así!» con la cariñosa brusquedad castellana a la que poco a poco me iría acostumbrando y por la que desarrollaría gran afecto, por su limpidez y honestidad; también porque se me asemejaba a las adustas maneras andinas que también son parte de mí.
Media rodaja de limón en un vaso de ron con coca-cola. Ese fue mi primer tropiezo intercultural, el primero de decenas a los que hay que habituarse cuando vives lejos del país donde has nacido. Pequeñas diferencias que te van alejando poco a poco de tus raíces, pero que al mismo tiempo las subrayan. Pequeñas diferencias que te hacen más venezolano cuando aprendes que no puedes tocar la fruta antes de comprarla, y que el pan no es del día y te lo dan en la mano y sin bolsa; diferencias que te dicen que ya no estás allá cuando las monedas tienen otra textura y huelen diferente, cuando para decir «hola» dices «hasta luego», cuando el almuerzo es a las dos y vas andando a todos lados.
(Cordoliani, 2013: 49-50).
Mi llegada a España fue la llegada de cualquier estudiante que viniera de América con ilusiones y sin saber con qué si iba a encontrar, pero que recibía cada experiencia con alegría y algo de escepticismo, y que no se daba cuenta de que cada episodio lo alejaba de su origen y lo transformaba en otro, en ese que había de ser un venezolano más allá de las fronteras. Un venezolano que sería muchas cosas, menos un exiliado. Porque...
Yo no puedo hablar de exilio, porque yo no me exilié, pero sí me han separado de mi hábitat natural y he tenido que adaptarme al país de acogida. Para mí exilio es una palabra que se aplica a los desterrados, sobre todo políticos; a lo sumo, yo soy un inmigrante, un estudiante que decidió poco a poco quedarse en el país donde aprendió que todo, menos la leche, puede llevar un limón. ¿Pero exiliado? Exiliado estaba Ovidio, que produjo con las Tristia una de las grandes literaturas del exilio y la tristeza por el terruño que se hayan podido leer.
Parve (nec invideo) sine me, liber, ibis in urbem: / ei mihi, quo domino non licet ire tuo! (Pequeño librito (y no te desprecio por ello), sin mí irás a la ciudad de Roma, / ¡ay de mí!, adonde a tu dueño no está permitido ir!).
(Ovidio, 2005: 1182-1183)
Exiliado fue Francisco de Miranda, si bien es cierto que su larguísimo periplo de 45 años comenzó como el viaje de un joven privilegiado que iba a Madrid a hacer fortuna. Una vez que escapó de las autoridades españolas y pasó a las recién independizadas excolonias, que formarían lo que hoy es Estados Unidos, Francisco de Miranda vivió la experiencia de habitar «el otro lado» y conocer otras costumbres, con lo que alimentaría su archivo famoso, el Himalaya de papeles, como fue bautizado en una ocasión:
Cito ahora a Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario (1982):
En Boston (Miranda) tiene una vez más la experiencia de una sociedad que permite todo lo que no está prohibido expresamente, y presume la buena fe de cada cual mientras no haya motivo de sospechar lo contrario. Llega su equipaje, y la aduana deja pasar los baúles sin el más leve inconveniente y sin abrirlos, «con mi palabra solamente de que no contenían efectos de mercancía».
(Rangel, 1982: 54)
Desde luego, en la nueva república de América no existía la alcabala, ese invento venido del mundo musulmán de la península. No era necesario vigilarte para viajar por tu país; pues el criterio de verdad era muy diferente. Estas observaciones fue apuntando Miranda, a quien podríamos considerar nuestro primer inmigrante, nuestro primer estudiante de intercambio y nuestro primer exiliado.
En un ensayo reciente, ¿Irse o quedarse? La migración venezolana en la narrativa del siglo XXI (2009), la profesora Luz Marina Rivas señala este aspecto que no se puede pasar por alto cuando de literatura de eso conocido de la diáspora venezolana se trata:
La migración se ha convertido en un tema literario, aunque en muchos textos aún aparece como tema secundario. La tendencia más notoria es la de mostrarse como parte del discurso de los personajes, discurso argumentativo o reflexión acerca de por qué emigrar o por qué quedarse. Esto constituye una novedad importante, puesto que, en las décadas anteriores, las representaciones de los migrantes tenían relación más bien con los que llegaban a Venezuela. Desde el famoso poema de Vicente Gerbasi, Mi padre, el inmigrante (1945), pasando por las novelas La última cena (1987), de Stefania Mosca, Habitantes de tiempo subterráneo (1990), de María Luisa Lazzaro, o Amargo y dulzón (2001), de Michaelle Ascencio, los inmigrantes representados eran extranjeros llegados a Venezuela, que se asentaban en el país y echaban nuevas raíces en él. De ellos, nacían familias venezolanas.
(Rivas, 2009)
La literatura que trata de la vida y los milagros de los venezolanos fuera de su país ha ido en constante crecimiento, como es normal en un país del que han emigrado siete millones de ciudadanos. Venezuela era un país acostumbrado a regresar más que irse, y el discurso narrativo ha tenido que adaptarse a las nuevas circunstancias, lo cual ha dado no pocas obras que ya comienzan a adquirir suficiente densidad como para pensar en un corpus. El tiempo me obliga a obliterar a decenas de autores y circunscribirme a tres o cuatro, quizá más: vienen a mi memoria los nombres de Juan Carlos Méndez Guédez, uno de los «fundadores» de la narrativa de la inmigración americana en España con su hermosa Una tarde con campanas (2004), en la que un niño inmigrante descubre el universo que es Madrid; Rodrigo Blanco Calderón, que ha alcanzado notoriedad con su primera novela, The Night (2019); Israel Centeno, que ya desde finales de los noventa intuía en sus novelas los derroteros de los venezolanos fronteras afuera, como queda acreditado en una novela delirante y deliciosa llamada Exilio en Bowery (1998); y Karina Sáinz Borgo, cuya novela de inmigración o huida, La hija de la española (2019) ha sido traducida a numerosos idiomas. Estos autores son herederos de autores tan disímiles como Fermín Toro, autor de Los mártires (1842), la primera novela venezolana, que ocurre ¿por casualidad? en un Londres dickensiano; Rufino Blanco-Fombona, cuyo diario, escrito en gran parte en Europa, es un repositorio de vida venezolana fuera; y hasta el cubano Antonio Machín tiene que ver con este proceso de escritura venezolana para y desde la nostalgia, pues el cantante se hizo famoso entre otras piezas, con Píntame angelitos negros, del poeta venezolano Andrés Eloy, cuyo poema Las uvas del tiempo, de obligada escucha los 31 de diciembre en Venezuela, fue escrito en la soledad de una habitación madrileña mientras los españoles celebraban en la Puerta del Sol la llegada de 1924. En 1982 el viajero de Percusión, de José Balza, un hombre que rejuvenece a medida que se acerca a su tierra natal, deja para la literatura de Venezuela una de las cimas de la novelística en español. Hasta Rómulo Gallegos incursionó en el tema intercultural de los que vienen y de los que se van con una novela muy rara, y trabajada, llamada El forastero [1942], que el autor demoró años en publicar, pues fue escrita a principios de siglo. Cierro con esta imagen, que quiero que solo sea verbal: las iglesias gemelas de Valera y de Montesano sulla Marcellana. Contra lo que se pudiera pensar, es la iglesia italiana la que ha imitado a la andina, pues el promotor de este templo en Montesano fue el empresario Filippo Gagliardi, que vivió muchos años en Venezuela y que, quién sabe por qué razón, sentía un especial afecto por la humilde iglesia de San Juan Bautista de Valera, a la que los lugareños llaman «catedral» sin serlo. Hasta Gabriel García Márquez reparó en la presencia de este sagaz negociador italiano: en 1958, una vez derrocada la tiranía de Pérez Jiménez, el nobel colombiano, aún joven periodista «feliz e indocumentado», escribió una serie de reportajes sobre cómo los extranjeros, sobre todo los que habían colaborado con el régimen, huían del país antes de que el nuevo gobierno ajustara cuentas con ellos, que se vieron obligados a hacer lo que el dictador les mandaba. El nobel explica:
La situación de los inmigrantes era perfectamente comprensible: sobre ellos pesaba la amenaza directa de la Seguridad Nacional.
(García Márquez, 1960)
Don Filippo era uno de ellos, por lo cual García Márquez escribió «El último truco de Filippo Gagliardi», en el que cuenta las aventuras de este curioso y algo pícaro emprendedor. Toda una novela de ida y vuelta, la de Gagliardi, que queda como recuerdo de que el intercambio cultural entre Europa y América no ha acabado y no ha de acabar jamás. El gótico llegó al nuevo continente de la mano de los inmigrantes y regresó a su país de origen de la mano de los indianos. Y ahí quedan las iglesias gemelas, como se ve en la foto que cierra este texto: de un lado, estoy yo posando ante la iglesia italiana; del otro, mi querido amigo el pediatra valerano Rafael Santiago, que me hizo el favor de enviarme esa imagen para una conferencia en la Universidad de Salerno y que ahora también me sirve y queda como testimonio de que uno puede irse o quedarse, pero siempre debe regresar. A los orígenes, que es de donde brota la savia de la imaginación. Gracias.