En esta intervención repasaré algunas de las huellas más profundas que América dejó en la vida y en la obra de Fernando Quiñones, desde las voces del exilio de Alberti al eco del Canto general de Neruda, o las lecturas de Ernesto Cardenal, César Vallejo, Cortázar, Sábato y sus colaboraciones en Cuadernos Hispanoamericanos, que pueden explicar su pasión americana, reforzada con los viajes a Argentina en 1965, a Cuba en 1966, a Nicaragua y Venezuela en 1967 y, más tarde, en los setenta, con una gira junto a Félix Grande por Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Perú, Argentina, Uruguay y Brasil, para regresar a la Argentina en 1993.
Desde que Fernando Quiñones comprara en el año 1950 en un baratillo gaditano Ficciones de Borges y años más tarde consiguiera el premio convocado por el periódico La Nación, que ganaría en 1960, no ha dejado de hablarse de la relación amistosa y literaria de Fernando Quiñones con su maestro, como corroboran las casi 500 páginas del libro de Alejandro Luque de Diego, Palabras mayores.
No obstante, la pasión de Quiñones por América Latina es mucho más amplia y tiene que ver, por una parte, con la estrecha vinculación entre Cádiz y algunos países del continente americano y, por otra, con su curiosidad y entusiasmo por los pueblos americanos, desde Nicaragua y Costa Rica, Cuba y México hasta Argentina, que tanto menudean en sus relatos como en crónicas poéticas, artículos críticos y columnas periodísticas.
Quizás todo comenzó cuando a las manos de aquel niño lector vino el libro de Los exploradores españoles del siglo XVI (1930), de Charles F. Lummis, como recompensa obtenida en un concurso de prosa donde aquel infante de primer curso se alzó con el primer premio (Luque de Diego, 2004: 27). Pero tal vez a esa primera impresión pronto se superpusieran, algunos años después cuando trabajaba en la exportación de pescado, las imágenes que podría divisar de uno barcos próximos, que pudieran aparecérseles travestidos por la imaginación de las lecturas juveniles —Salgari, Stevenson, Verne, Salgari— como aquellas naves que en los siglos XVIII y XIX cubrían la travesía atlántica para trasladar personas y mercancías a las costas de América, como luego evocará en La canción del pirata. Aunque ese romántico imaginario se viera enseguida sacudido por el conocimiento real de unos marineros argentinos de El Naviero, un barco fondeado en el muelle gaditano (Luque de Diego/ 1004: 145).
Sin embargo la clave más cierta de esta presencia de la literatura hispanoamericana se remonta a 1950 cuando, como apunta en El regalo (1998), siendo todavía infante de Marina descubrió en un puestecillo del mercado de Cádiz las Ficciones borgianas (Vázquez Recio, 2021: 129). Por este motivo, cuando se produce el llamado boom hispanoamericano a comienzos de los sesenta (Ferrer Sola y Sanclemente, 2004: 83), Fernando Quiñones llevaba ya varios años de lecturas americanas (Gracia, 2004: 57) y no solo de Borges.
Mediados ya los años cincuenta, Fernando está decidido a convertirse en escritor. Su pasión lectora y escritural se ha alimentado con los intercambios sostenidos en la tertulia de la taberna Las Cortes con Felipe Sordo, Serafín Pro y Francisco Pleguezuelo1, donde comparecen por vía interpuestas las voces de Espronceda, Zorrilla, Darío, Marquina y Manuel Machado, y en las tertulias o «academias», convocadas por Miguel Martínez del Cerro. Casi paralelamente vendrán las revistas: El Parnaso (1948-50), que surge de la tertulia Las Cortes, y la sección «Academia», que publicaba La Voz del Sur, en la que publicarían Caballero Bonald, José Luis Acquaroni y José Luis Tejada. Pero será sobre todo a partir de la aventura más ambiciosa y sostenida, la de la transformación de El Parnaso en Platero (1950-1954), cuando el escritor fue redactor y también lo que hoy denominaríamos gestor cultural, amparado por el gobernador Rodríguez Valcárcel y su colaborador José Mª García-Cernuda Calleja. Este amparo no los libró de la censura, como testimonia la retirada del poema de Quiñones a Alberti en el número 7. No obstante, gracias a Platero, también mantendría una interesante correspondencia con Juan Ramón Jiménez, cuyo magisterio sentía por entonces.
Su primera experiencia como redactor de periódicos en La Voz del Sur y en la revista Platero lo incentivará a leer con avidez cuanto caía en sus manos, pero esas ansias no lo convertirán en un mero devorador de libros. Quiñones ha desarrollado una capacidad crítica que le permitirá cumplir sobradamente, llegado el momento, el encargo de Cuadernos Hispanoamericanos. Para esas fechas —1955— Quiñones vive su tercer año en Madrid, desde donde seguía escribiendo para La Voz del Sur, primero como colaborador habitual, desde el 10 de marzo de 1952, y luego desde su sección «Cartas de Madrid» (Cantos Casenave,1999: 33-34).
En estos años de supervivencia, Quiñones colaborará también con ABC, la revista Teresa, además de enviar algunos artículos al semanario gaditano La Información del Lunes, para el que seguirá escribiendo una vez iniciada su participación en los Cuadernos Hispanoamericanos (Cantos Casenave, 1999: 36-37).
Era conocida su vinculación con esta revista, pero sin duda han sido el estudio y cuidada edición de la profesora Atero Burgos (2021) los que permiten comprobar de qué modo tan consciente, tan constante, llevó a cabo tal empeño en una publicación que, desde su inicial empeño tutelar y patriotero, seguía empeñada en preservar los lazos con Hispanoamérica con miras más amplias y para un público menos sesgado ideológicamente2. Posiblemente empezó a escribir en Cuadernos Hispanoamericanos por invitación de Luis Rosales, por entonces colaborador de Laín Entralgo, su fundador y director, cargo en el que Rosales lo sucedería desde 1956.
Como señala Atero Burgos, su primer trabajo fue una reseña de una antología de cine aparecida en la revista Libélula de Sevilla (Atero Burgos, 2021: 21), al que seguirían otras reseñas flamencas y, sobre todo, literarias, así como creaciones propias en verso y prosa, en las que anuncia las temáticas con que se daría a conocer en América, pero será el estudio de Ana María Barrenechea sobre Borges, publicado en 1957, el primer acercamiento crítico a la literatura hispanoamericana, que se materializa en una reseña publicada en el número 93, correspondiente a septiembre de 1957.
A partir de aquí los acercamientos a esta literatura son constantes y primordiales, no solo por su carácter pionero —algunos consideran a Quiñones el «introductor» de Borges en España, sin negar que otros escritores pudieran haberlo leído antes (Luque de Diego, 2004: 57-60)— sino sobre todo porque en Cuadernos Hispanoamericanos está también las crónicas poéticas, los relatos que aquella «América Morena», como él la llamará, le inspiró.
Sería imposible resumir en estas líneas todos los hallazgos americanos que Quiñones reveló en esta revista, pues fueron 35 años (1955-1996) y un total de 289 textos, en los que publicó 40 reseñas de escritores de Argentina, Nicaragua, Venezuela, México, Honduras, Chile, Cuba, Perú, Colombia y Brasil, de los que la investigadora destaca al argentino Ernesto Sábato; el venezolano Luis Pastori; los nicaragüenses José Coronel Urtecho, Pablo Antonio Cuadra y Ernesto Cardenal; el brasileño Joao Cabral de Melo; el chileno Pablo Neruda; el peruano César Vallejo y, sobre todo, Borges. A ello cabe sumar las reseñas de libros colectivos como Las cien mejores poesías cubanas, las Cien poesías nicaragüenses, o los Cuatro grandes poetas de América dedicada a Rubén Darío, César Vallejo, Pablo Neruda y el dominicano Manuel del Cabral (Atero Burgos, 2021: 21-22), así como la monografía de Jean Franco, An Introduction to Spanish-American Literature, «cuya traducción al español —como apunta Vázquez Recio (2021: 136)— se convertiría en un manual básico para el estudio de la literatura hispanoamericana durante años». Cabría añadir a esta apresurada síntesis, los homenaje a autores latinoamericanos que la revista destinó, entre otros, a Pablo Neruda, Juan Carlos Onetti, Octavio Paz y Jorge Luis Borges. Por último, cabe reseñar sus contribuciones a la crítica de arte, sobre la pintura del colombiano Juan Ignacio Chino Cárdenas, así como las notas y comentarios en los que Latinoamérica y, particularmente, la América de habla hispana, destaca con un especial relieve.
Como acierta a explicar también Atero Burgos, en la profunda implicación con Cuadernos Hispanoamericanos tuvo mucho que ver también la amistad entablada en Madrid, y cultivada a lo largo de los años, con otro director de la revista, Félix Grande, que accedería al cargo en mayo de 1983, después de oficiar como subdirector desde noviembre de 1978. Fernando Quiñones había conocido a Félix en esta etapa madrileña. Era novio entonces de la también poeta Paca Aguirre, y con ellos Quiñones compartía, además de la amistad, el interés por la literatura y la música. Posiblemente, el trabajo de Paca en el Instituto de Cultura Hispánica desde 1971, como secretaria de Luis Rosales, facilitaría el famoso viaje de Fernando Quiñones y Félix Grande por América, aunque Quiñones ya había logrado el patrocinio de esta entidad para su primer viaje a Argentina en 1965. De hecho, no solo se trata de apoyo económico, pues gracias a las lecturas que se ofrecían en el Instituto de Cultura Hispánica, conocerá al nicaragüense Luis Rocha, por ejemplo, que le facilitará a su vez publicar en Nicaragua así como dar a conocer a otros escritores españoles (Cordero, 2014: 136-137). Del mismo modo, las publicaciones de las Ediciones Cultura Hispánica, permitieron a Quiñones leer a muchos autores latinoamericanos, como los reunidos por Chacón y Calvo en Las cien mejores poesías cubanas (1958), a través de la Colección «La Encina y el Mar».
Pero, no fue Cuadernos Hispanoamericanos la única publicación en la que vieron la luz sus artículos sobre América Latina. El tema de su literatura se despliega en 14 artículos de Diario de Cádiz, que abordan las figuras de Borges, Rómulo Gallegos, Ernesto Cardenal, César Vallejo, Julio Cortázar, Rubén Darío, el cineasta y escritor argentino Fernando Birri y la poesía cubana (Quiñones, 2006). Como ha señalado Vázquez Recio, de Borges se ocupa en tres ocasiones, siendo las dos primeras en las tempranas fechas de 1962 y 1963, que vienen a coincidir con los años en que aún el boom hispanoamericano estaba en ciernes (2021:137).
Pero antes de tal periplo, ya se había producido el acercamiento clave de Quiñones a la literatura americana en lengua española, su conocimiento personal de Borges. No puedo desgranar, ni me atrevería a hacerlo, los pormenores de una relación tan profunda y extensa que ha dado lugar a tantas publicaciones entre las que descuella el libro de Alejandro Luque, pero tampoco puedo orillarla al abordar este tema.
Sin duda, más allá del casual encontronazo, como diría Quiñones, con el manoseado volumen de Ficciones, el hito más importante fue, en primer lugar, la obtención del premio convocado por el diario La Nación, para elegir la mejor colección de cuentos —en un número de 5 a 10— en español, al que Quiñones había enviado siete relatos unidos bajo el título de Siete historias de toros y de hombres, que despertaron la atención, entre más de quinientos manuscritos —recordará Borges3—, de un jurado presidido por el propio Borges y en el que también participaban Eduardo Mallea, Carmen Gándara y Adolfo Bioy Casares.
Aquel primer contacto lector entre el maestro y el gaditano se reforzará con cartas —Quiñones lo va teniendo al tanto de la marcha de sus publicaciones— que permiten al gaditano alcanzar que, en su tercer viaje a Europa, Borges se desvíe del itinerario inicial y pase cuatro días en Madrid. Son los primeros meses de 1963 y, nada más realizarse el encuentro, la conexión vital —por extraño que pueda parecer— y literaria ha vuelto a producirse. El esfuerzo del gaditano no solo por comprender a Borges, sino porque otros lo comprendan se materializa en su estudio «La argentinidad de Jorge Luis Borges» para el suplemento literario de La Nación, publicado el 12 de abril de 1964, con la idea de contrarrestar la idea de que la vocación europeísta y cosmopolita de su maestro tuviera que ser interpretada en clave de anti-argentinidad (Luque de Diego, 1004: 163). En este sentido, también publicó en 1967 «Jorge, L. Borges: cuatro costados argentinos»4.
En 1965 Quiñones atravesaría el Atlántico para visitar a su maestro con la ayuda del Instituto de Cultura Hispánica y posiblemente también con el de la Sociedad Argentina de Escritores (Vázquez Recio, 2021: 131). Mientras, se estaba preparando la publicación en la editorial Emecé del libro de relatos La guerra, el mar y otros excesos, que vería la luz en Buenos Aires en 1966, así como la Historias de la Argentina, publicadas también en esa misma ciudad y año por Jorge Álvarez, editor que ya había publicado Crónicas de América (1965), con textos de Cortázar, Benedetti, Miguel Ángel Asturias o Hemingway; Crónicas de Buenos Aires (1965), con textos de Mújica Láinez, Horacio Quiroga, etc.; y Crónicas de la violencia, con textos de García Márquez, Ricardo Piglia y el propio Quiñones (Cantos Casenave, 2020: 4). A su regreso se convertirá en «una especie de cónsul en Madrid, un puente con América» (Vilches, 2008: 184).
En 1966 publicaría también en ABC el artículo «Una América en hora», donde trataba de contrarrestar la imagen de una cultura en ebullición, de la que ni los propios naturales parecían ser conscientes o, si lo eran, no eran capaces de enorgullecerse de ello, demasiado ocupada quizás de la valoración que se hacía desde «el lado de acá» (Vázquez Recio, 2021: 132):
Hispanoamérica, podríamos resumir, no cree del todo en su propia literatura porque se sabe joven y en formación, en plena adolescencia cultural. Sin embargo, esto —que, por otra parte, es cierto— no puede contar más que la evidencia de una literatura continental de primer orden, viva, bullente y, lo que es más importante, distinta.
(Quiñones, 2004: 347)
Esa sería precisamente la idea que lo llevaría a publicar en 1969 Latinoamérica viva, una antología que incluye «textos latinoamericanos de los tiempos, países, ideologías e intención más disímiles, este intento antológico, parece, estaba aún por arriesgar y por hacer», entre los que no faltan obras brasileñas que explican la elección de la palabra «Latinoamérica» en vez de «Hispanoamérica». Como ha señalado Nieves Vázquez, sorprende la afirmación visionaria que descuella en estas páginas, cuando aún el boom hispanoamericano está por fraguar
Muchos no podrán creérselo, o no verlo aún, pero en Latinoamérica se intuye ya un porvenir todavía distante, acaso muy lejano, pero igualmente inexorable, de estabilidad, riqueza y desarrollo.
(Vázquez Recio, 2021: 141)
Esa América admirada podrá ser recorrida principalmente en los viajes que realizó en 1965, 1966 y 1967. En el primer periplo por Argentina en 1965, visitará, Buenos Aires, Rosario, Salta y Mendoza (Luque de Diego, 1004: 145-162). En 1966 viaja a Brasil y en 1967 a Nicaragua y a Venezuela, países en los que trata a Ernesto Cardenal, en el primero, y a Rómulo Gallegos, en el segundo. Estas correrías inspiran los relatos reunidos en 1972 con el título de Sexteto de amor ibérico y dos amores argentinos. En 1973 aparecerán los dos poemas que componen Las crónicas americanas.
En octubre de 1973 Félix Grande y el gaditano realizan sus famosos bolos flamencos, con el patrocinio del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid y el Instituto Peruano de Cultura. En esta ocasión recorrieron Puerto Rico, Venezuela, Colombia, Perú, Argentina, Uruguay y Brasil.
En 1988 viajará a Cuba y, después de arduas gestiones, conseguirá entrevistar a Fidel Castro.
En 1993 realizará el último viaje a Argentina, ahora ya sin la presencia de Borges, muerto en 1986, para promocionar la edición argentina de El amor de Soledad Acosta (Luque de Diego, 1004: 395-398). Creo que no es casual, que sea precisamente esta novela la que le permite volver a pisar las calles de Buenos Aires.
Estos viajes y lecturas reaparecerán más tarde en Fotos de carne: Cortázar (XX), Borges (XXIV), Gallegos (XXVI), Rulfo (XXXIX) y Mújica Láinez (XLV). En otras entregas menudean referencias a Somoza, Bola de Nieve y Edmundo Rivero, y como señala Nieves Vázquez, «no faltan referencias a escritores hispanoamericanos a lo largo del libro: Bioy Casares, Ernesto Cardenal, Pablo Neruda, Ernesto Sábato, Francisco Urondo o César Vallejo» (2021:138).
Pero sin duda es en los artículos publicados bajo el epígrafe de «Por la América Morena» en El Independiente, donde estas experiencias reaparecen llenas ahora de nuevas reivindicaciones enmarcadas en el contexto de la celebración del Quinto Centenario del descubrimiento de América, con el que Quiñones se mostró muy crítico. Desde las páginas del periódico, Quiñones acertó a proponer varias actuaciones en materia cultural, pero no solo, con las que tratar de «limpiar» la conmemoración de cualquier tinte patriotero o maternal para convertirlo en un acto de fraternal solicitud.
No puedo ocuparme en este breve espacio de tiempo de explicar por qué Borges afirmó que en la narrativa de Quiñones «estaba el hombre, su índole y su destino» (Borges, 1987: 8). En cualquier caso, esas eran las claves que para el argentino explicaban el encanto en que debía cifrarse la lectura de todo buen libro y que él encontraba en los relatos de Quiñones. Lo mismo podría afirmarse de su novela El amor de Soledad Acosta, que presentó en Argentina cuando su maestro ya había fallecido.
En esta novela, aparece de nuevo esa tensión, esa ruptura del orden ordinario, lógico, de la realidad, que se manifiesta en la figura convocada del soldado español Diego García de Paredes, el Sansón extremeño, padre del conquistador y fundador de la ciudad de Trujillo en Venezuela, que a lo largo de la novela aparece desnudado de todos sus oropeles legendarios para limitarse a su dimensión humana, eso sí potente y seductora físicamente para la protagonista (Cordero, 2014: 154).
El compromiso de Quiñones con el ser humano, con los hombres y mujeres de cualquier lugar del mundo, a los que se sentía hermanado por una nada artificial empatía, se traduce en esta novela en una representación absolutamente naturalizada del deseo femenino, expresado a través de un mundo onírico-fantástico en el que no dejan de resonar los ecos de sus lecturas americanas, como puede comprobarse en las líneas que siguen:
Y, sin sobresalto, vislumbras a esa desmesurada figura de varón avanzar de la puerta a ti con pisadas serenas, decididas,
lo vas sintiendo acercarse con sosiego al lecho, inclinarse sobre él,
hacerlo crujir al sumirte en una musculatura nudosa, unos brazos que se abarcan y te incorporan, una boca que sobre, comulga tu saliva con avidez, sube despacio hasta tu cabellera, dejándote en la piel un vago olor cruzado a tierra, metales y musgo, a hogueras muertas y flores extinguidas.
Como sobre la lona de la tienda, entreoyes repiquetear en la ventana los lentos goterones de una lluvia que, de algún modo, sientes no puede corresponder a esta noche, una lluvia que sin duda sucede en el pasado.
Y en tu vértigo, adelantas lengua y labios en la sombra, los ralentas en la aspereza de la barba boscosa, en la pelambre del torso enorme que te va cubriendo y cubriendo, perlados aún sus vellos de gotitas sutiles, de frías destilaciones de la piedra.
(Quiñones, 1989: 156-157)
No deja de resultar paradójico que con una obra situada en Luneros, el Trujillo cacereño —la misma topografía que sirve, por cierto, para Encierro y fuga de San Juan de Aquitania—, Quiñones recobre el pulso de lo fantástico que lo llevará en 1993 a que su novela El amor de Soledad Acosta sea reeditada en Argentina por la editorial Ediciones de la Flor; acaso tampoco sea inocente el nombre de su protagonista femenina, quizás homenaje a la escritora colombiana, considerada por algunos como pionera del feminismo decimonónico.