La simultaneidad» con que las nuevas tecnologías nos permiten operar en el mundo actual y las grandes migraciones sociales que han reconfigurado nuestras sociedades en las últimas décadas son dos elementos claves para asumir una nueva interpretación de lo que llamamos literatura del exilio Granada.
Pero no es mi intención explayarme aquí sobre dicho fenómeno global del que ya se ha dicho y escrito bastante, sino acerca a sus manifiestas implicaciones sobre escritores e intelectuales que, o bien son tocados de manera directa por la fuerza desestabilizadora que los arrastra también a ellos fuera de sus hogares, o bien por quienes contemplan consternados tal situación y la toman como punto de partida o incluso como leitmotiv de sus creaciones: nadie pues —en el ámbito intelectual— parece ajeno a uno de los grandes desafíos del siglo XX y de este primer cuarto del siglo que llevamos. Creo que el asunto es suficientemente conocido por todos como no para ahondar más en estas breves líneas sobre ello.
Sí, en cambio, me interesa resaltar que ese sector migratorio del que hablaba párrafos arriba —el de los escritores e intelectuales que se tiene que mudar forzosamente a otras sociedades donde puedan vivir y crear en un clima más benigno y estable para las ideas, la discrepancia y la libertad— se ha desplazado de manera habitual y sostenida a lo largo del tiempo (también especialmente en el siglo XX) aunque rara vez de forma masiva y coordinada, sino esporádicamente y motivada por razones coyunturales o particulares, a menudo dentro de un contexto político devastador, como una guerra o una dictadura. Es el caso del «escritor en el exilio», una figura instalada ya con contundencia en nuestro imaginario social. Siempre se ha tratado de una migración, digámoslo así, beneficiosa para el país que la recibe y donde por lo general el exiliado se instala a vivir por una larga temporada o a veces toda su vida. En tales casos y aun en las mejores condiciones, no siempre se trata de un asentamiento feliz, pues el emigrado se lleva consigo la certidumbre de que las causas que lo obligaron al exilio fueron ominosas, casi siempre espoloneadas por disidencias políticas, por la arbitrariedad de un gobierno o de uno de esos dictadores o autócratas que aún hoy persisten en el mundo con desalentadora frecuencia.
Pero los intelectuales también se han exiliado por razones más particulares, renuncias propias y elecciones voluntarias, muchas veces de manera discreta y callada. Entre Hispanoamérica y España ambas formas de exilio (la forzosa y la voluntaria) han resultado recurrentes y así es como se ha enriquecido el territorio de la Mancha —en afortunadísima definición de Carlos Fuentes—; ese territorio que, entre otros aspectos, nos permite estar ahora aquí, hablando gentes venidas de todo el mundo y fundamentalmente del hispanoparlante.
Durante mucho tiempo, los escritores hispanoamericanos que llegaban a Europa1 encontraron aquí el espacio propicio para realizar su trabajo sin ser víctimas inmediatas de las zozobras propias de sus países de origen, fueran políticas o económicas, aunque ya sabemos que son las dos caras de una misma moneda. En efecto, aquellas sociedades más abiertas y plurales, con más conciencia cívica en muchos casos, han sido el caldo nutricio para sus especulaciones literarias, sociales y filosóficas y han servido para definir sus posiciones y afincar mejor sus ideas o evolucionar hasta otras posiciones.
Ahora bien, resulta interesante observar que no siempre han servido para abonar el territorio de la ficción propiamente dicha, pues la gran mayoría de novelas y cuentos escritos por aquel entonces seguían alimentándose de lo que se dejó al otro lado del charco: pesadillas, demonios y fantasmas que habían viajado con sus creadores y no pudieron ser quemados, junto con las naves, como tal vez estos supusieron en algún momento. Aquellas ficciones que se creaban en el exilio por lo general (no siempre, por supuesto) seguían ancladas en el territorio dejado y alumbraron una literatura rica, vital, poderosa, abarcadora, llena de ambición y dadora de un testimonio importante para quienes también se marcharon en busca de mejores oportunidades de trabajo y de vida.
Durante décadas esos escritores e intelectuales fueron algo así como la avanzadilla de una inmigración más bien estudiantil y artística que, en el fondo, resultaba fácilmente soluble en la sociedad que los adoptaba, cuando la migración no alcanzaba las cotas que alcanzaría en los años noventa. De alguna manera esas novelas y esos cuentos, esos ensayos y esos manifiestos, representaban con resuelta contundencia a los inmigrantes que llegaban también a Europa, tanto en lo que pensaban como en lo que soñaban: aquellas historias les contaban cosas acerca de la patria lejana, casi remota, siempre en riesgo de caer en el olvido de no ser por la persistencia de la nostalgia y más bien alimentada por ella. Aquellas ficciones les hablaban con su propia voz de una realidad preterida y no obstante siempre presente, como ocurre con lo que más extrañamos. Así, muchos lectores de un lado y otro del Atlántico, los que se fueron tanto como los que se quedaron, se sentían bastante bien retratados en aquellas novelas y cuentos que llegaban a sus manos desde tierras ajenas y remotas. Escribir desde la lejanía no necesariamente hace mejor una ficción, pero indudablemente la dota de otra perspectiva, y ello siempre es enriquecedor, a tal punto que todos sabemos a qué nos referimos cuando hablamos de la literatura del exilio, convertido con el decurso de los años casi en un género propio.
Sin embargo, la conjunción de un evento de índole tecnológica y la aceleración de un fenómeno social modificó nuestro hábitat más o menos a principios de los años noventa, originando un impacto cuyas consecuencias todavía estamos lejos de alcanzar a comprender del todo. Mientras internet encogía el mundo y abría las ventanas a otras realidades, el masivo flujo migratorio del sur pobre al norte rico del planeta se convertía en un evento sin precedentes en la historia reciente de nuestra civilización. En tanto el primero (el fenómeno tecnológico) mostraba el mundo ambicionado para quienes buscaban escapar del hambre y la pobreza, el otro (la migración) era la puesta en marcha efectiva de quienes huían en busca de un futuro menos desolador. El uno ofreció las herramientas para asomarse a la realidad desde perspectivas nunca vistas y el otro se instaló en esas sociedades que mostraban el prestigio de la riqueza y la seguridad anheladas. Entre ambos fenómenos, internet y la migración masiva, se empezó a configurar la sociedad de hoy. En cuanto a escritores e intelectuales, en muchos casos estos empezaron a llegar junto con la masiva oleada migratoria que trajo también a sus paisanos y no como hasta entonces, de forma esporádica y poco acusada para la sociedad, dirigidos casi de inmediato al mundo académico.
Convertidos ahora en inmigrantes económicos antes que en exiliados políticos, las voces de los escritores que llegaron junto con dicha corriente migratoria —a la misma velocidad y en el mismo momento— parecían disolverse poco a poco, confundidas y arrastradas por la misma ola que trajo ingenieros, carpinteros, profesores, médicos, jornaleros y estudiantes, muchas veces empleándose en oficios que no eran los suyos. Ello ha hecho emerger un panorama distinto al de hace unas décadas: que los escritores ya no parecen representar a los inmigrantes del mismo modo que antaño, toda vez que son parte del mismo fenómeno que los ha catapultado fuera a todos los demás, en mejores o peores condiciones, pero vinculados de facto por la condición de inmigrantes. En todo caso, los escritores «exiliados» desde entonces registran y señalan las mismas vicisitudes por las que pasa el inmigrante que ha llegado con él. Se ha convertido pues en un inmigrante más, es decir sin mayor perspectiva o distancia de reflexión que los demás.
Este hecho no significaría nada o muy poco en sí mismo de no ser porque internet y sus múltiples posibilidades se abría paso en la sociedad al mismo tiempo que la propia migración, evolucionando con rapidez y creciendo de maneras inesperadas, obligando a la sociedad a incorporar y adaptarse a la nueva realidad que brotaba aquí y allá. Mientras los inmigrantes se instalaban físicamente lejos de sus territorios de origen, la red les proveía de un acceso, aunque este fuese vicario, a esos mismos territorios lejanos. Y lo hacía cada vez con mayor eficacia, menor coste y mejores condiciones, abriendo así infinidad de posibilidades para asistir, gracias al correo electrónico, la prensa digital y otras herramientas, al espacio dejado atrás y haciendo que fuera cada vez más prescindible añorar. Se hace necesario proponer aquí una puntualización: es cierto que se pueden añorar vivencias personales y muy propias, de carácter íntimo y particular, acotadas estas por nuestra experiencia unívoca, pero ello en el fondo nos ocurre a todos los humanos: que somos siempre inmigrantes de nuestro pasado, así vivamos en el mismo pueblo donde nacimos y no nos hayamos movido de allí nunca. Se ha dicho muchas veces: la infancia es la patria añorada. Así pues, al hablar de la posibilidad de ficcionalizar la añoranza me refiero en este caso al fenómeno comunitario que permite que muchos hombres y mujeres se sientan identificados con tal nostalgia y que reconozcan en una novela o en un cuento sus raíces, una representación o una alegoría de las mismas, una fabulación de todo aquello que les fue propio y de lo que se sienten despojados por las circunstancias. Tal es una de las funciones de la literatura, sobre todo la producida en el exilio: recrear la realidad para entregársela al lector como una clave para entenderse y entender su relación con el mundo. Tampoco quiero decir con esto que la literatura, cuya muerte se ha anunciado muchas veces con desánimo y alarma, no sigue estando viva, pues los lectores nos acercamos a los libros de ficción atraídos por su hechizo poderoso de siempre, aunque cada vez parezcamos menos quienes así lo hacemos. Más bien, mi propósito es acotar el hecho de cómo ha mermado su poder evocativo en los inmigrantes cuando se trata de volver la vista a su tierra de origen y a la vida que allí dejaron.
Digamos pues que hay una clara diferencia entre los que migraron con una cuenta de correo electrónico y quienes lo hicieron antes de que estas existieran o se popularizaran. Y esto también afectó, naturalmente, a los propios escritores y a la relación entre ellos y sus lectores. Una verdadera brecha generacional, mucho más potente que la que marcó distancia entre las generaciones anteriores.
Ello se debe a que la irrupción de internet ha hecho que vivamos en una suerte de ficción borgiana: el Aleph. ¿Acaso no vemos hoy de manera simultánea y parafraseando al propio escritor argentino el «populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, un laberinto roto, el traspatio de la calle Soler y en Inverness a una mujer que no olvidaremos, un cáncer en el pecho, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, un poniente en Querétaro que parece reflejar el color de una rosa en Bengala, un gabinete de Alkmaar, un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin, caballos de crin arremolinada y una playa del Mar Caspio en el alba»? ¿Acaso no contemplamos «la delicada osatura de una mano, un escaparate de Mirzapur, una baraja española, las sombras oblicuas de unos helechos en el suelo de un invernáculo, tigres, émbolos, bisontes, marejadas y ejércitos, todas las hormigas que hay en la tierra y un astrolabio persa»?
Claro que sí, lo sabemos: lo hacemos a diario. Vemos todo eso y mucho más y nos enteramos de todo —o casi todo— aquello que ocurre en el ancho mundo en tiempo real, si tal cosa existe. Cualquier persona, con escasa pericia y algo de interés, puede saber la hora exacta en la que pasará el próximo metro que lo llevará a su destino gracias a una sencilla aplicación en su teléfono móvil, ver una hermosa plaza de Calgari desde el ordenador, asistir a una subasta en Londres, conversar con un amigo que está en Helsinski por videollamada, consultar la dolencia que padece con un médico que se encuentra al otro lado del país, dar poco después una conferencia para una universidad en Colorado y comprar un libro en una librería de viejo de Santiago o la versión digital y barata de la más reciente novela de un autor cuyo ejemplar físico aún no llega al país donde vive o no tiene previsto llegar jamás a las mesas de novedades de las librerías que frecuenta, cada vez más escasas, por desgracia.
Desde la aparición de internet el mundo se ha encogido, se ha vuelto más poroso y sobre todo menos exacto en sus dimensiones, porque ya no sabemos bien cuál es la frontera entre lo que consideramos real y lo que no lo es. Ni qué decir que la llamada inteligencia artificial está en los albores de acelerar este fenómeno a tal punto que supondrá un verdadero reto tanto para la vida cotidiana como para todos los campos de la ciencia y el estudio.
Así, el mundo se ha vuelto menos susceptible de ser evocado con nostalgia pues todo está al alcance la mano, aquí y ahora. La red y todo lo que se deriva de su poderoso y omnímodo impacto, trajo consigo el correo electrónico, el chat, las videoconferencias, la mensajería instantánea y el WhatsApp, el ebook, la tablet que permite llevarse miles de libros a todas partes, los romances cibernéticos, las quisquillosas redes sociales, la exposición continua del yo, los selfis, las fake news, la activación de los dispositivos por huella dactilar u óptica, dos mil millones de páginas web (solo en la superficie de internet y sin contar las que aparecen en la llamada dark web), páginas que tratan sobre los asuntos más inimaginables; los certificados digitales, nuestros datos íntegros circulando por la red con una exposición alarmante, el código QR para leer el menú del restaurante de nuestro barrio o el enlace que nos llevará a escuchar una canción de moda o de principios del siglo pasado, la música del mundo entero a través de Spotify u otras plataformas similares; el streaming y el cine en casa; pero también el estrés de las nuevas generaciones que acusan la derrota primigenia de no ser tan atractivos como la versión digital del otro. Los tiktokers, youtubers e instagramers; las flash mob, los reels o videos cortos; la viralización de casi cualquier cosa, por anodina, macabra, importante o tonta que sea; las plataformas de protesta y la (in)cultura de la cancelación, las criptomonedas y el incremento de la contaminación medioambiental a causa de los «mineros» que se dedican a validar bloques en la blockchain de dichas criptomonedas. Y, qué duda cabe, el porno, los videojuegos en red y la educación por Zoom2.
Si alguien hoy en día no está conectado con el mundo que lo rodea a través de un ordenador, una tablet o, mejor aún, de un simple teléfono móvil, corre el desolador riesgo de desaparecer, por mucho esfuerzo que ponga en vivir su vida en la isla cada vez más ininteligible de la autarquía. No cabe duda que esto ha asestado un profundo golpe a nuestra civilización, pues el evento, el cisne negro por excelencia de nuestra época, ha remecido los cimientos de todo lo que considerábamos más o menos tangible, sólido y esperable del mundo. Con todo el avance que han representado para la sociedad las nuevas tecnologías, con Internet como buque insignia de la época que vivimos, también han traído efectos indeseados y a menudo terribles, como la prepotencia anónima de grupos que patrullan las redes sociales para estigmatizar, escandalizarse, censurar y «cancelar» a quienes no opinan como ellos; la necesidad compulsiva de adquirir algo de inmediato para aplacar una sed de consumo que nunca se sacia, el conocimiento incompleto, a menudo falaz, equívoco o interesado, de lo que ocurre en cualquier punto del globo y la inmediata y correspondiente proliferación de opiniones más bien endebles y de sesgo fundamentalista, radical o simplemente descabellado, como el «terraplanismo»; la organización sofisticada de la delincuencia y el terrorismo, de la vigilancia omnipresente del Estado para con sus ciudadanos y la noción de vulnerabilidad cada vez más evidente en el individuo frente a un fenómeno del que desconoce su voraz alcance y que sin embargo impacta en su vida con la fuerza de un tsunami. ¿Cómo no iba a afectar todo ello a los escritores o a la propia literatura?
Como todos, los intelectuales vieron e indagaron con entusiasmo y curiosidad sobre el fenómeno cuando este apareció. Algunos exploraron casi de inmediato sus muchas posibilidades. De hecho, en el ya lejano año 2000, Stephen King puso en marcha un proyecto literario en internet que consistía en vender capítulos de su novela The plant. El proyecto no era del todo novedoso puesto que el propio King lo había intentado antes con Riding the bullet, aunque en este caso se necesitaba un programa especial para «bajarlo» de la red. No era nuevo, pero sí había encontrado en la firma rutilante de King el revulsivo suficiente como para saltar a las primeras páginas de los periódicos especializados de ese entonces. Hoy no llamaría la atención, pues desde el estallido de internet y las nuevas tecnologías que orbitan en torno a la comunicación se han lanzado innumerables propuestas de toda índole en el mundo de la creación literaria, desde cursos de narrativa hasta novelas colectivas cuyas páginas han ido apareciendo en las pantallas de plasma que conectan a sus anónimos autores.
El oleaje cibernético ha alcanzado así el corazón de la literatura y de la creación artística en general, demostrando una vez más que los apocalípticos y los integrados de los que hablaba Umberto Eco volvían a encontrar un territorio fértil y propicio para enzarzarse en una furiosa batalla que oscila entre la incompatibilidad de la creación artística y la tecnología punta por un lado, y el abrazo caluroso de éstas en una feliz simbiosis, por otro.
También los aleteos torvos de la incertidumbre revolotearon al principio en torno al propio libro como objeto, con la furiosa carrera de muchas compañías a la hora de poner en el mercado volúmenes electrónicos, lo que levantó el desdén, cuando no la abierta suspicacia, respecto a que los libros pudieran ser trasladados a otro receptáculo, espurio, remotamente alejado y frío. Para muchos, son sólo son toscos aparatos que no tienen la pulcra eficacia del libro, ya que este no necesita energía, ni pantalla, se puede doblar y abrir por cualquier página con rapidez, cosa que no ocurre —aún— con sus sucedáneos informáticos. Para otros es la evidencia de que Marshall McLuhan no se equivocaba al señalar que el medio es el mensaje, pues la lectura en un dispositivo electrónicos, nos advierten estudiosos del fenómeno como Nicholas Carr3, no es en modo alguno similar a la que se hace en un libro de papel. Mientras la primera se desliza por la superficie del texto y sus posibilidades de saltar entre vínculos a otras páginas es infinita, la segunda requiere calma, reflexión y sosiego.
En todo caso, el primer síntoma del cambio que ha supuesto la irrupción de aquello que llamamos las nuevas tecnologías —añadido a la inmigración masiva de estos tiempos—, al menos en el ámbito de la creación literaria, es que ese mundo encogido, inmediato, no sucesivo ni dosificado sino abrumadoramente simultáneo, ese mundo que nos comunica instantáneamente con los nuestros y con la tierra que dejamos, ese exilio con e-mail, resulta poco propicio para la añoranza y la lectura de lenta digestión que, al menos hasta el momento, era parte consustancial de la literatura, particularmente aquella que se nutría de la evocación, de la lejanía y de la perspectiva por lo dejado atrás. ¿Qué sentido tiene contarle sus nostalgias a aquel que nunca se ha marchado del todo porque puede hablar con los que están al otro lado del océano nada más instalarse en el otro extremo del globo?; ¿qué le podemos contar de su país a quien lee a diario la prensa de allí, escucha la radio, conversa con sus familiares y amigos y sabe todo lo que ocurre en aquel territorio que solo físicamente dejó atrás? Borrada de un plumazo esa distancia resulta difícil irrigar el territorio de la evocación. La literatura seguirá existiendo, qué duda cabe, pero deberá encontrar otros modos de activar la memoria, el recuerdo, la nostalgia y la perspectiva vital de sus lectores para contar con su complicidad a la hora de desplegar sus ficciones.