De cómo el oficio de escribir es tabla de salvación para el escritor exiliado y puede convertir la tragedia humana del destierro y la nostalgia en un tiempo provechoso para aumentar el caudal de los múltiples vasos comunicantes de la literatura.
En 1980, el escritor guatemalteco Augusto Monterroso, dio una entrevista a Juan Cruz en el periódico El País. Monterroso aún no era conocido en España. Estaban apenas a punto de publicarlo en Alianza Editorial y Seix Barral. Traigo su nombre y la entrevista a colación porque en ella, Monterroso dice esto del exilio:
El exilio es uno de los grandes bienes que puede recibir un escritor. A veces el exilio es voluntario y a veces no, pero siempre es provechoso. Todo escritor debería irse de donde esté. Eso lo entendió pronto Cervantes y ya ve usted.
Y en otra parte dice:
Cuando se trata de escritores, no hay ningún lado dramático. Los exilios duros son los de los obreros o campesinos. Los escritores siempre encuentran la manera de arreglárselas. Lo mejor que han hecho nuestras dictaduras en favor de la literatura ha sido exiliar gente. Muchas veces exilian a gentes que no lo merecen.
Con su agudo sentido de humor, Monterroso apunta a un aspecto del exilio que vale la pena considerar, se trata de los beneficios del exilio. Es inevitable pensar en ese refrán que reza: No hay mal que por bien no venga.
Obvio que el mal que supone el exilio es innegable. Si un niño de seis o siete años al que los padres trasladan del lugar donde nació a otro sitio guarda siempre nostalgia por ese trozo de infancia que se le quedó perdido, cuánto más apego tiene quien marcha al exilio a una edad cuando la toma de conciencia lo ha llevado a tomar posiciones políticas que lo enfrentan al poder. Se trata entonces de un adulto que no sólo siente la vinculación afectiva por el lugar donde ha vivido y donde se ha hecho hombre o mujer, sino de alguien cuya relación de amor con su país supera el yo personal e incluye la noción colectiva de un compromiso moral, ético y político que supone riesgos de tal magnitud que le obligan a dejar su tierra para evitar persecución, cárcel y con frecuencia la muerte. Paradójicamente, el exilio así asumido contiene en sí mismo una afirmación positiva. Es el resultado de un comportamiento coherente con el compromiso de actuar para cambiar la suerte de un país. En general, uno no sale al exilio con un sentimiento de vergüenza o humillación, sino más bien con la sensación de sufrir una injusticia que valida su posición vital de oposición, o de intolerancia al latrocinio y al crimen del Gobierno que lo obliga a dejar la patria. No es honroso salir al exilio, pero es honorable. A partir de esa honorabilidad, para llamarlo de alguna manera, el exilio puede convertirse en la misma fuerza que se requiere para resistirlo, es decir para convertir en bien ese mal de verse expelido y privado de la raíz física que lo unía a su tierra. Sergio Ramírez, en este exilio en que nos vemos muchos nicaragüenses actualmente, ha dicho una frase que me representa: «Mientras más Nicaragua me quitan, más Nicaragua tengo».
Creo que Monterroso tiene razón cuando dice que los exilios más duros son los de obreros y campesinos porque los escritores encontramos la manera de arreglárnosla. Creo que hay una razón fundamental para que esta aseveración sea cierta: esa razón es el oficio que nos equipa con un arma poderosa: la palabra. Es un arma consoladora. No está al alcance de los tiranos despojarnos de ella, ni confiscárnosla. Es significativo que los actuales gobernantes de Nicaragua, la pareja de dictadores que son Daniel Ortega y Rosario Murillo, al no podernos confiscar la palabra, nos confisquen —a escritores y periodistas críticos— nuestros bienes materiales: nuestras casas, nuestras pensiones, y pretendan confiscarnos nuestra nacionalidad y declararnos la muerte civil. Es significativo que a los 222 presos políticos que mantuvieron detenidos, algunos por años, otros por más de seiscientos y tantos días, no les hayan permitido acceso en la cárcel ni de libros, ni de lápiz y papel. Tanto miedo le han tenido a la palabra que tras acallar los medios de comunicación independientes fueron detrás de los sermones en las iglesias para silenciar los púlpitos. Así es como nuestros más elocuentes sacerdotes están uno en el exilio obligado, monseñor Silvio Báez, y el otro sentenciado a 26 años de cárcel, sin haber sido sometido a juicio, monseñor Rolando Álvarez.
Tantos nicaragüenses han sido desterrados o han debido salir al exilio que, aunque en el país los tiranos crean que han impuesto el silencio, en el exilio se ha fundado la república libre de las palabras que se filtra infatigable por esas nuevas avenidas libertarias que ha abierto en nuestro siglo la tecnología.
El arma de la palabra ha sido para los escritores exiliados tabla de salvación.
Cristina Peri Rossi, premio Cervantes 2021, salió de su natal Uruguay al exilio en 1972, luego que sus libros fueron prohibidos y ella perseguida. Vivió desde los 31 años en Barcelona. De su poemario: Estado de exilio, publicado en 2003, 30 años después de haber sido concebido, dijo:
Ese libro, escrito como purga, llegó a mí como un asidero al que agarrarme cuando yo también vagaba por las noches frías y húmedas de Barcelona, enferma de nostalgia por echar de menos un país de origen que no me echaba de menos a mí. Fue en las páginas de Estado de exilio donde por primera vez encontré una patria literaria. Los poemas funcionaron de espejo y de diván de psicoanalista.
En el prólogo de ese libro ella escribe: «Si el exilio no fuera una terrible experiencia humana, sería un género literario».
Cuando Monterroso habla de que el exilio es siempre provechoso, toca hacer el balance entre la «terrible experiencia humana» y la particular manera en que el idioma se convierte en patria del exiliado; una patria compartida del que llega y del que encuentra al recién llegado, ese territorio que llamamos de la literatura intercultural.
Sobre esto tengo varias anécdotas que ilustran mi propia experiencia. En mi primer exilio, al que salí el 20 de diciembre de 1975, a mis 27 años, cuando la dictadura de Somoza estuvo a punto de capturarme, llegué a México. Existía entonces ya en el D.F. un Comité de Solidaridad con Nicaragua. Lo integraban personas como Carlos Pellicer, Juan Bañuelos, José Luis Cuevas y otros. La presidenta era Thelma Nava, escritora ella y esposa de Efraín Huerta, el gran poeta mexicano. Conocí a Efraín, nos caímos bien. Lo habían operado de un cáncer de garganta y su voz salía contrecha y con ronca estridencia. Le costaba hacerse entender, pero yo le entendía. Enterado de mi necesidad de trabajar, me contrató para que le pasara a máquina su libro de poemas Circuito interior. Efraín, el gran Cocodrilo, su poesía y su influencia literaria fue un regalo de ese primer exilio. Efraín me introdujo a la literatura y el humor de Macedonio Fernández y su amistad con Borges, así como al trabajo de José Emilio Pacheco, Tomás Segovia, Rosario Castellanos, Sor Juana Inés de la Cruz. En México también me relacioné con Elena Poniatowska y Luis Cardoza y Aragón autor de: Guatemala, las líneas de su mano. De Luis Cardoza y Aragón es la frase: «La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre».
Luego, en mi exilio en Costa Rica, el poeta, novelista y traductor insigne de Shakespeare, Don Joaquín Gutiérrez, que fue casa de seguridad para compañeros de aquel desaparecido Frente Sandinista, fue también mentor y amigo...
En Nicaragua, durante los años de la revolución, llegó Juan Gelman a trabajar humildemente como periodista en la Agencia de Noticias Nueva Nicaragua. Juan y yo compartíamos poemas que nos leíamos a veces recién hechos por teléfono...era su turno de exiliado, igual que lo fue de Benedetti, Eduardo Galeano, Julio Cortázar y tanto que nos acompañaron en la «violentamente dulce» Nicaragua de entonces.
En todos esos encuentros conocí de primera mano cómo es que existe y se forja la literatura intercultural, un producto de la curiosidad, la experiencia de vida en otras culturas, la fraternidad y la necesidad de contacto y reinvención de los hacedores trashumantes de las obras literarias. En este nuevo exilio, sigo teniendo la suerte de compartir la creación y la lectura con escritores y académicos españoles que nos han abrazado y asumido como propios. Se cumple, pienso, el criterio de Monterroso en cuanto al «provecho» para la interculturalidad de estos desplazamientos forzosos que se han decretado desde la historia antigua contra molestos escritores, artistas, filósofos o científicos que osan cuestionar los modus operandi políticos o el pensamiento tradicional.
Pienso en la paradoja de otros exilios fructíferos. Ovidio, García Márquez, Víctor Hugo, Joseph Conrad, Nabokov, Joyce, Galeano, Benedetti, igual que Claribel Alegría, escribieron sus mejores obras fuera de sus patrias. Pienso en los frutos del exilio republicano y su influencia en la cultura mexicana y cubana. Pienso en el teatro costarricense que no existiría sin la influencia del exilio chileno. Pienso en Rubén Darío y sus largos períodos fuera de Nicaragua. Esa modalidad de la transterra de los autoexilios dio, en la literatura nicaragüense riqueza a múltiples voces destacadas. Fue el caso de José Coronel Urtecho (1906), que en 1924 viajó a Estados Unidos y descubrió la literatura estadounidense y se apasionó por la obra de Edgard Allan Poe, Ezra Pound, T.S. Eliot, Walt Whitman y William Carlos Williams, que fueron influencias determinantes, no sólo para su poesía y su prosa, sino para toda la generación de Vanguardia del país. Coronel tradujo con Ernesto Cardenal a estos poetas y publicaron una antología de poesía que fue piedra angular para que la tradición poética nicaragüense remontara la marca de Darío y cultivara, de esa generación en adelante, una poesía más coloquial, original y directa. Fue determinante para el estilo exteriorista de Ernesto Cardenal. En el movimiento de Vanguardia también figuró de manera señera el poeta Pablo Antonio Cuadra, que se opuso a Somoza y vivió autoexiliado en México, Costa Rica y España. Desde la dirección del suplemento cultural del diario La Prensa, Pablo Antonio Cuadra fue muy influyente en la formación de la cultura nicaragüense en su período de oro en los años cincuenta, sesenta y setenta. El otro gran poeta, cuya vida fuera de Nicaragua trasciende en su obra es Carlos Martínez Rivas (1924) que vivió sobre todo en Paris, Madrid, Los Ángeles y San José Costa Rica.
Ese constante flujo y reflujo de la interculturalidad que se agudiza en el exilio, por la ausencia física de la propia tierra, está presente en los contactos entre las literaturas nacionales.
El idioma es, sin duda, el colchón de plumas sobre el que caemos los desterrados que habitamos la gran patria que es el español. Creo que no corren la misma suerte quienes se exilian de culturas e idiomas como el iraní, el ruso, el ucraniano, el árabe, el chino, los países del África. Ellos sufren un exilio lingüístico, que sólo traspasan aquellos como Joseph Conrad, Nabokov y otros, que se animan a escribir en la lengua de su exilio.
No quiero pasar por alto la pena del exilio interior; ese de los que se quedan. En mayo de 2022, la Asamblea Legislativa de Nicaragua, alfanje en mano para descabezar las instituciones de la sociedad civil, canceló la personería jurídica de la Academia Nicaragüense de la Lengua (ANL), fundada y en funciones desde 1928. Esto ha significado el fin de financiamiento del Estado, la prohibición de usar el nombre y de seguir existiendo. Hoy yo estoy en este congreso representando a la Academia Nicaragüense de la Lengua y a su director Pedro Xavier Solís, a su subdirectora, Auxiliadora Rosales y a su secretario, Roger Matus Lazo, ya que, de viajar, ellos se arriesgan a que se les retenga el pasaporte al intentar salir, o no se les permita regresar, como ya ha sucedido en numerosos casos. Ellos resisten un exilio interior que les impide continuar normalmente sus labores por una decisión arbitraria e ilegal. Ese exilio interior lo sufren actualmente miles de nicaragüenses obligados al silencio bajo pena de cárcel, una mudez más dolorosa en el caso de quien oficia la palabra como razón de vida.
La cancelación de la ANL fue denunciada por la RAE en un comunicado y en la sesión de su plenario el 2 de junio «acordó reiterar su protesta» y agregó que
no reconocerá ningún efecto a la medida de supresión de la personalidad jurídica de la Academia Nicaragüense de la Lengua adoptada por la Asamblea Nacional de Nicaragua; apoyará la permanencia de la Academia Nicaragüense de la Lengua en la Asociación de Academias de la Lengua Española, y prestará a los miembros de la Academia Nicaragüense de la Lengua la asistencia necesaria para que puedan seguir ejerciendo su función al servicio de la lengua española.
Aunque la Academia Nicaragüense de la Lengua, en la ilegal farsa de la actual dictadura, no pueda seguir existiendo como tal, los académicos nicaragüenses seguimos, como dice nuestro lema dariano —«En espíritu unidos, en espíritu y ansias y lengua»— perteneciendo a esta comunidad que hoy se reúne en Cádiz.
No conozco una muestra más rotunda de interculturalidad.
Muchas gracias.