El aporte de las lenguas caribeñas y mesoamericanas a la modalidad cubana de la lengua española Sergio Osmundo Valdés Bernal
Academia Cubana de la Lengua (Cuba)

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Resumen

El autor confirma el origen aruaco de las comunidades aborígenes de Cuba y los factores que incidieron en la matización del español cubano con vocablos de ese origen. Igualmente se refiere al aporte de otras lenguas caribeñas y mesoamericanas debido a la introducción de esclavos mediante «salteamientos» y al intercambio comercial entre asentamientos españoles en el país y los de regiones cercanas (Virreinato de Nueva España, Capitanía General de Yucatán, Islas de la Bahía, Capitanía General de Venezuela, Florida y Bahamas).

Los estudios arqueológicos demuestran que el poblamiento precolombino de nuestro archipiélago tiene una antigüedad de más de 6.000 años (Rodríguez Suárez, 2009). Cuando comenzó la conquista y colonización de Cuba a principios del siglo XVI, los peninsulares entraron en contacto con comunidades que ya tenían pleno conocimiento del entorno en que vivían. Estas fueron diferenciadas por los cronistas con las denominaciones de taína, siboney y guanahatabey (Moreira de Lima, 1999).

Los identificados como taínos representaban la última oleada de pobladores precolombinos procedentes de la vecina isla de Haití, interrumpida por la colonización española. Su fecha de arribo se estima entre los años 1100 y 1200 (Guarch Delmonte, 1978). Ocuparon gran parte del oriente cubano y, por ser agricultores y ceramistas, tuvieron una organización social superior a la de las otras comunidades cazadoras y recolectoras. Los siboneyes, con asentamientos de dos mil años de antigüedad, dominaron el centro de Cuba y las cayerías septentrional y meridional de nuestro archipiélago (Tabío, 1988). Según Las Casas y Oviedo, guardaban gran similitud con los lucayos de las Bahamas y fueron considerados por ambos los habitantes «naturales» de Cuba. Los guanahatabeyes, con una antigüedad de cuatro mil años y asentados en el extremo occidental del país (Alonso, 1995 y 2003), según el primer gobernador Diego Velázquez,

(...) habitaban en cuevas a manera de salvajes, porque no tienen casas, ni asientos, ni pueblos, ni labranzas, ni comen otra cosa que las carnes que toman por los montes, y tortugas y pescado.

(Velázquez, 1951: 2)

Por su parte, Las Casas explicó que «...en ninguna cosa tratan con los de la Isla» (Las Casas, 1884: tomo III, p. 70).

Indudablemente, la colonización de Cuba y del resto de las Antillas Mayores representó la primera fase de adaptación de la lengua española a las necesidades de la comunicación en el Nuevo Mundo.

Colón, Las Casas y Oviedo documentaron que, en el no siempre pacífico encontronazo entre colonizadores y colonizados, en un principio la comunicación se realizó mediante el lenguaje gestual. Pero al convertirse en cotidianos los contactos entre peninsulares e indoantillanos, los españoles trataron de explicar con su propia lengua la realidad objetiva del para ellos desconocido mundo circundante, asociándola con objetos o conceptos que les eran afines. Por eso llamaron «lagarto» al caimán, «piña» a la yayama o «ruiseñor» a un ave que no lo era. Incluso apelaron al árabe y al bereber y nombraron «almadía» la canoa, o «alfaneque» el bohío. Otro recurso fue la descripción, por lo que identificaron como «red de dormir» la hamaca, «vaca marina» al manatí y «conejillo de Indias» al curí. Pero esto fue insuficiente ante la avalancha de los nuevos objetos y conceptos, por lo que tuvieron que hacer suyas muchas palabras de las lenguas de los subyugados.

La rápida apropiación de estos vocablos se debió a varios motivos. El sencillo consonantismo y vocalismo de estas lenguas, así como la estructura silábica generalmente terminada en vocal, facilitaron la memorización y uso de estos préstamos, a la vez que los cronistas y escribanos les dieron forma y contenido en los documentos que escribían en español, como destacó Pedro Mártir de Anglería: «Se podía escribir sin dificultad la lengua de todas aquellas islas con nuestras letras latinas» (Anglería, 1892: déc. 2, lib. 1).

Además, la relativa homogeneidad lingüístico-cultural de las Antillas Mayores propició a los peninsulares tomar información sobre la naturaleza y cultura insulares de una misma lengua o lenguas afines. A esto se sumó la demora de casi un cuarto de siglo en el inicio de la conquista y colonización de las tierras continentales, lo que favoreció el enraizamiento de los préstamos indoantillanos en el habla de los colonos, al mismo tiempo que el mestizaje facilitó el intercambio idiomático. En fin, los peninsulares se apropiaron del valioso conocimiento acumulado por estos primigenios pobladores relacionados con el medioambiente, así como de gran parte de sus denominaciones. Esto les permitió adaptarse rápidamente a la nueva realidad insular. De haber estado deshabitadas las Antillas, la colonización española hubiese sido mucho más prolongada y compleja para los españoles, quienes se hubieran visto obligados experimentar por su cuenta y riesgo.

En un artículo publicado en 1871, Brinton fue el primero en sustentar que las comunidades indígenas de las Antillas Mayores y las Lucayas o Bahamas hablaban lenguas amazónicas pertenecientes a la inmensa familia lingüística aruaca. Para ello se basó en una exhaustiva comparación de palabras indoantillanas preservadas en documentos coloniales con vocabularios y diccionarios del lokono hablado en las Guayanas, una de las lenguas mejor estudiadas de esta familia. Esta hipótesis fue corroborada posteriormente por diversos investigadores al tomar en cuenta otras lenguas aruacas (Granberry y Vescelius, 2004; Keegan y Hofman, 2016). Y en cuanto a los arcaicos y aislados guanahatabeyes del extremo occidental cubano, el autor de este trabajo igualmente definió su origen aruaco mediante la vinculación de las evidencias arqueológicas de su región de asentamiento con la toponimia local preservada y comparada con la del resto del archipiélago cubano (Valdés Bernal, 2006-2008).

Según Perea y Alonso (1942: XXXIII), Arawak, en inglés, deriva del lokono arua, arwa ‘jaguar’; mientras que Brett (1858) señaló que -ka es una partícula indicadora de origen totémico en esa lengua, por lo que significaría ‘clan del jaguar’. Sin embargo, en alemán se escribe Aruak, término más afín con la pronunciación en lokono, por lo que nosotros preferimos utilizar el término aruaco en lugar de arahuaco escrito con h intermedia, como se ha impuesto en la bibliografía especializada en español. Si bien actualmente la h es muda, alertamos que en los documentos coloniales este grafema fue utilizado para identificar la «leve aspiración» con que se pronunciaban las palabras indoantillanas, como explicó Anglería. De ahí la vacilación entre los cronistas al escribir indoantillanismos como jicotea, jején, jagua y muchos otros con h, j y hasta con x1.

Con el término aruaco identificamos un conjunto de lenguas amazónicas que poseen afinidad morfofonológica y un léxico básico (Greenberg, 1987; Lathrap, 1970; Loukotka, 1968). Forma parte de esa inmensa familia lingüística el grupo caribeño septentrional, constituido por lo que Aikhenvald (1999) llamó «taíno de las Antillas Mayores», que sobrevivió parcialmente hasta el siglo XVII, y el eyeri, kalífona o caribe insular de las Antillas Menores, realmente una lengua aruaca extinguida en Martinica a principios del siglo XX (Taylor, 1961). Además, pertenece a este grupo el garífuna, derivado del kalífona, actualmente hablado en el litoral de Honduras, Belice y Nicaragua, pero originario de San Vicente y las Granadinas, desde donde fueron deportados los llamados «caribes negros» en 1796 por los británicos (Gordon, 2005). A este conjunto aruaco se suman el lokono de las Guayanas; el caquetío y el shebayo de Venezuela, hoy extinguidos; el vital goajiro o wayuunauki de la provincia de la Goajira y su cercano pariente, el añu o paraujano, actualmente revitalizado en el estado de Zulia y el lago de Maracaibo (Mattei, 2006).

Debemos alertar que el llamado «caribe insular» de las Antillas Menores realmente es un conjunto de lenguas aruacas cuya denominación es más cultural que lingüística (Taylor, 1958), pues no se ha podido hallar un tipo de cerámica que justifique un proceso migratorio de karinas o gálibis hablantes de lenguas caribes hacia las Antillas (Allaire, 1991 y 1997). Esto se debe a que las relaciones de todo tipo que existieron entre las Antillas Menores, hablantes de aruaco, y la costa continental, hablante de karina, propiciaron el surgimiento de una nueva identidad cultural llamada erróneamente «caribe» por los misioneros franceses según Stevens-Arroyo (1997) y Wilson (1997).

Como se utiliza el concepto «caribe insular» para referirse al conjunto de variantes aruacas otrora habladas en las Antillas Menores desde la isla de Dominica hasta la de Trinidad, nosotros preferimos utilizar el término «aruaco insular» para referirnos a las lenguas o variantes aruacas de las Antillas Mayores, con lo que evitamos definir como «indígena», «taína» o acaso «lucaya» una palabra, puesto que el propio Las Casas reconoció que su más importante informante sobre el mundo antillano fue el lucayo Diego Colón, intérprete del Almirante, no un taíno2.

La rápida disminución de la población primigenia de Cuba debido a diversos motivos atrajo la atención del obispo Diego Sarmiento. En carta fechada en la ciudad de Bayamo el 20 de abril de 1556, se dirigió al monarca español con la solicitud de que se trajesen indias de la Florida.

Los indios se van acabando y no se multiplican, porque los españoles y mestizos, por falta de mujeres, se casan con indias, y el indio que puede haber una de ochenta años, lo tiene á buena ventura.

(VV. AA., 1864: tomo V, p. 554)

La escasez de mano de obra esclava local llegó a tal extremo que los colonos se dedicaron a realizar «saltamientos», como llamaron al hecho de ponerse de acuerdo varios vecinos de una determinada villa y avituallar una nave para asaltar las tierras más cercanas y apoderarse de los nativos e introducirlos en Cuba. Los «saltamientos», apoyados por las autoridades coloniales, se llevaron a cabo en las Lucayas, Antillas Menores, la Florida meridional y las Islas de la Bahía, cuyos habitantes eran introducidos en Cuba y La Española para que sirviesen en las minas y haciendas, donde, al decir de Las Casas, «de angustia y tristeza, y trabajos no acostumbrados, en breve todos perecieron» (Casas 1875-1876: tomo III, p. 459).

Pero esto no bastó, por lo que se recurrió a la importación de caribes continentales de la costa venezolana, los verdaderos caribes en lo lingüístico y lo cultural, quienes corrieron la misma suerte de quienes les antecedieron. Para 1525 las Lucayas ya habían sido despobladas debido a estos salteamientos, suerte que poco tiempo después corrieron las Islas de la Bahía. Incluso a principios del siglo XVIII la población nativa de la Florida también había sido diezmada, por lo que esta península comenzó a ser repoblada en el siglo XVII por las llamadas «tribus invasoras», constituidas por muscógeos, yuchis y dakotas, quienes impusieron un profundo proceso de retoponimización que sustituyó los originales geónimos tequestas, calusas y timucuas por los de los nuevos repobladores. Los últimos 104 nativos floridanos fieles a España y totalmente hispanizados fueron trasladados a Cuba en 1763 tras la firma del Tratado de París, que obligó a los británicos a devolver la ciudad de La Habana y sus alrededores a España a cambio de la península de la Florida (Sociedad Económica de Amigos del País, 1845: tomo XX, pp. 127-128).

Por otra parte, desde mediados del siglo XVI gradualmente fueron introducidos esclavos de lo que sería el Virreinato de Nueva España y la Capitanía General de Yucatán. Manuel Rojas, sucesor de Diego Velázquez en la gobernación de Cuba, en carta dirigida al rey el primero de noviembre de 1534, escribió que se comerciaban esclavos desde Pánuco y Yucatán a cambio de «vestias y otras cosas que avian menester» (Casas, 1885: tomo II, pp. 341-342). Varios años después el tráfico de esclavos desde Pánuco decayó, pero continuó desde Yucatán como centro receptor y exportador no solo de yucatecos. En 1680 muchos de estos esclavos fueron utilizados en los trabajos de fortificación de La Habana y, por motivos que desconocemos, fueron llamados guachinangos (Pezuela y Lobo, 1868: tomo II, p. 6). Bachiller y Morales (1880) señaló la procedencia «mejicana» de este vocablo y resaltó que no era «voz indígena de Cuba con la significación de extranjero», como recogió Bernal Díaz del Castillo en su Verdadera historia de la conquista de Nueva España (1575). Realmente se trata del nombre náhuatl de un pueblo fundado en 1533 en el actual municipio homónimo del estado de Jalisco, cuyo significado es «pueblo cercado de árboles».

El intercambio comercial, que incluía el tráfico de esclavos procedentes de México, se acrecentó en el siglo XIX al imponerse la Ley de represión de la trata negrera en 1845 y la puesta en práctica de los planes de fomento de la población blanca. Esto propició la reintroducción de aborígenes yucatecos considerados como «blancos», al igual que los asiáticos a partir de 1847, como «contratados». Pero en 1861, por orden de Benito Juárez, se dio término a este éxodo mediante la anulación del contrato entre el Gobierno mexicano y la «empresa» que representaba los intereses de las autoridades coloniales en Cuba. Algunos autores, como Suárez Navarro (1861), opinan que entre 1849 y 1861 entraron en Cuba miles de yucatecos, la mayoría de los cuales se unieron a las luchas independentistas del pueblo cubano, al igual que los asiáticos introducidos en nuestro país.

Uno de los rasgos identificadores de la variante cubana de la lengua española es el aporte de las lenguas caribeñas y mesoamericanas a su dominio léxico-semántico, con aplastante predominio de aruaquismos insulares como resultado del mestizaje biológico y cultural, cuyas huellas se han preservado hasta nuestros días, incluso en el fenotipo de muchos de los pobladores de los más remotos parajes del oriente cubano (Aruca, 2014; Valdés Bernal et al., 2014).

La consulta de las principales obras lexicográficas sobre el español de Cuba, nos permitió compilar 403 indoamericanismos vigentes en el habla de los cubanos, con mayor frecuencia de uso en el habla rural por tratarse mayoritariamente de nombres alusivos a la flora y la fauna (Valdés Bernal y Balga Rodríguez, 2003 y 2007). En esta oportunidad no tomamos en consideración los utilizados únicamente para referirnos a un entorno geográfico ajeno al nuestro, como pampa, mapache, llama y otros. De los 403 indoamericanismos seleccionados, 327 son de definible origen aruaco insular3. Estos representan 81,14 % del total de indigenismos. Los restantes 76 vocablos de diverso origen lingüístico caribeño y mesoamericano están constituidos por 43 nahuatlismos4, 14 caribismos5 y 4 mayismos6. Además, contamos con 9 quechuismos7, 4 tupi-guaranismos8, 1 algonquinismo (mocasín), y dos palabras inuit (kayak y tobogán). La mayoría de estos vocablos enraizados en el español cubano han pasado por un proceso derivativo mediante la afijación, como aguacatal, guayabera, y en menor grado mediante la composición de un componente hispánico y otro indoamericano, como aguaitacaimán9y matajíbaro10. Y no pocos ampliaron su significado con nuevas acepciones, como jutía, nombre de varias especies de roedores comestibles de la familia Capromydae, utilizado popularmente para referirse a la persona cobarde, o majá, nombre de una boa endémica (Chilabothrus angulifer), utilizado para tildar a una persona de holgazana.

Al revisar la última edición del diccionario académico, hemos podido apreciar que algunos indoamericanismos ameritan un estudio más pormenorizado sobre el origen achacado. Por ejemplo, «guanajo» no es voz arahuaca, sino la hispanización de quanaqa, vocablo náhuatl recogido por Antonio de Molina en su Vocabulario en lengua castellana y mexicana (1571) con el significado de ‘gallo’, ‘gallina’. Además, Oviedo (1851-1855: lib. VII, cap. xxv) documentó la existencia de «unas gallinas de la tierra que llaman guanaxas». Por eso Coromines y Vigneaux (1976: tomo II, p. 81) intuyó tal origen, lo que confirmó Friederici (1961). Recordamos que se trata de un ave originaria de América del Norte introducida en Cuba durante la colonización posiblemente antes de 1532, como acotaron Zayas y Alfonso (1931: I, 38) y Garrido (1971: 125), por lo que «guanajo» no es un cubanismo, sino un nahuatlismo.

Por otra parte, la voz «tabaco» no procede del árabe clásico. Oviedo especificó que ese era el nombre de la cañuela hueca en forma de i griega que se usaba por los nativos introduciendo los dos cañones en las ventanas de la nariz y el otro en el humo y yerba que ardía. Al parecer, los españoles llamaron «tabaco» a lo que era conocido como cohíba o cohoba, alertaron Pichardo y Tapia (1875: 339-340) y Ortiz (1963: 153). Por eso no hallamos cognado alguno en las lenguas más afines al aruaco insular, el lokono y el goajiro, donde es llamado yuri o yuli (Bennet 1989: 70). La voz «tabaco» parece estar más relacionada con el tupí taboca o «tubo hecho de un hueso de tapir (o de una cañuela) que se usa para absorber ciertos polvos», como explicó Ernest (1889), apoyado por Uhle (1890) y el ya citado Friederici (1961). No olvidemos que existen afinidades entre las lenguas aruacas, caribes y tupí-guaraníes que van más allá del préstamo de léxico, lo que en algunos casos ha sido objeto de teorías sobre un origen lingüístico común debido a la lejana convivencia en una antigua área lingüística convergente en la Amazonia antes de su dispersión debido a procesos migratorios (Dixon y Aikhenvald, 1999). Por eso es que, por ejemplo, la palabra manatí fue documentada por primera vez por Las Casas (1909: cap. X) en las Antillas Mayores, aunque es común en varias lenguas caribes, como señalan Alvar (1972), Armellada (1943), Durbin y Seijas (1973), Castillo Mathieu (1977) y Taylor (1961). Igualmente ocurre con guanana, nombre de varias especies de gansos salvajes, y yaguasa, nombre de un pato salvaje que causa grandes estragos en las plantaciones de arroz, voces tan caribes como aruacas, entre otras.

En fin, estimados colegas, esta es una excelente oportunidad para intercambiar y actualizar nuestros conocimientos sobre el origen achacado a determinados indoamericanismos en el diccionario de nuestra lengua común, así como de otros recogidos sin filiación alguna.

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Notas

  • 1. «Y los peores de todos son unos menudísimos (insectos) que llaman xixenes...» (Fernández de Oviedo y Valdés 1851-1855: Lib. XV, Cap. II). Volver
  • 2. «Y porque los indios que llevaba el Almirante consigo era, a lo que yo creo, un Diego Colón, de los que en el viaje había tomado en la isla de Guanahaní, y lo había llevado a Castilla y vuelto, el cual después vivió en esta isla (La Española) muchos años conversando con nosotros» (Casas 1875-1876: lib. I, Cap. XCIV). Casas, B. de las, Ob. Cit., 1875-1876: Lib. I, Cap. XCIV. Volver
  • 3. abey, abuje, ácana, aguají, ají, anamú, anón, arabo, arique, ateje, ayúa, babiney, baboyana, baconá, bacuey, bagá, bajareque, bajonao, barbacoa, baría, batey, baya, bayguá, bejuco, biajaca, biajaiba, biajaní, bibijagua, bija, bijagua, bijaguara, bijao, bijaura, bijirita, birijí, biyaya, bohío, bonasí, boniato, burén, cabima, cabuya, cacique, caguairán, caguajasa, caguala, caguama, caguane, caguaní, caguaso, caguayo, caico, caimán, caimito, caimoní, cají, camagua, camagüira, cana, caney, canoa, cao, caoba, capá, caracatey, carata, carey, caribe, carraguao, casabe, casaisaco, cartacuba, catey, catibía, catibo, caumao, cayajabo, cayama, cayaya, cayo, cayuco, ceiba, chichinguaco, chipojo, choncholí, cibí, cibucán, cigua, ciguapa, ciguaraya, cimarrón, coa, cobo, cocuyo, cojate, cojinúa, cojobo, colibrí, comején, conconí, conuco, copey, cotunto, crequeté, cuaba, cuajaní, cucubá, cuje, cují, curamagüey, cúrbana, curiel, curricán, curujey, cusubé, cutara, cutiperí, cuyá, cuyaya, cuyují, dagame, dajao, dividí, guabá, guabairo, guabina, guaca, guacacoa, guacaica, guacamarí, guacamaya, guacanijo, guácima, guagua, guaguanche, guaguao, guaguasí, guagüí, guaicán, guáimaro, guanica, guairaje, guajaba, guajaca, guajacón, guajamón, guajana, guajará, guajey, guajiro, guamaca, guamao, guamica, guamo, guana, guanabá, guanábana, guanana, guananí, guanaro, guanina, guaniquí, guaniquiqui, guano, guao, guara, guaracabuya, guaracha, guaraguao, guárana, guararey, guareao, guariminica, guasa, guasabaco, guasábalo, guasasa, guaso, guatíbere, guatiní, guayacán, guáyara, guayo, güin, güira, guisaso, hamaca, henequén, hicaco, hico, higüera, huracán, iguana, jaba, jácana, jagua, jagüey, jaiba, jamao, jaragua, jata, jatía, jayabacaná, jayabacoa, jayajabico, jayao, jején, jeníguano, jía, jibá, jíbaro, jibe, jicama, jicotea, jiguagua, jigüe, jimagua, jiminí, jiquí, jobo, jocú, jubá, jubabán, jubo, júcaro, jurabaina, jutía, lebisa, lerén, mabí, maboa, mabuya, macabí, macagua, macana, macanabo, cacao, maco, macurije, macusey, maguacán, maguey, magüira, maíz, majá, majagua, mamey, mamón, managuaco, managüí, manatí, mangle, maní, manigua, manjúa, manjuarí, mapo, maquey, maruga, maya, mayo, miraguano, moruro, nabaco, naiboa, najesí, nigua, ocuje, pajicá, papaya, patabán, patao, pepú, pita, pitahaya, pitajoní, pitierre, quibey, sabana, sabicú, sao, seboruco, senserenico, serení, serensé, sesí, sigua, siguapa, sumacará, tabaco, tagua, tatagua, tararaco, tatagua, tetí, tibe, tibisí, tiburón, tocororo, totí, toya, tuatúa, tuna, ubí, yaba, yabacoa, yaboa, yabuna, yagruma, yagua, yaguasa, yaicuaje, yaití, yamagua, yamao, yamaquey, yana, yararey, yarey, yarúa, yautía, yaya, yayajabico, yerén, yuca, yuraguano. Volver
  • 4. achiote, aguacate, anacahuita, apasote, atol, cacahuate, cacao, capulí, chapapote, chayote, chichicaste, chicle, chile, copal, cuajilote, guacal, guacalote, guacamole, guachinango, guajaca guanajo, hule, jicama, jícara, jiquilite, mecate, molote, náncer, nopal, papalote, petaca, petate, pinol, pozol, sinsonte, tamal, tiza, tocayo, tomate, zacate, zapote, zocato. Volver
  • 5. arepa, auyama, balatá, butaca, cabima, catauro, chaguala, fotuto, loro, mico, morrocoyo, múcura, piragua, turpial. Volver
  • 6. canistel, cenote, chimbacal, cigarro. Volver
  • 7. calaguala, cancha, caucho, chamico, chaucha, chirimoya, guacarnaco, guano, papa. Volver
  • 8. caraira, ipecacuana, maraca, maracuyá. Volver
  • 9. De aguaitar ‘vigilar, alertar’ y caimán, nombre de un ave zancuda (Butorides viriscens) que emite un estridente sonido para alertar a otras aves sobre la presencia de un caimán. Volver
  • 10. De matar- y jíbaro ‘perro salvaje’, nombre de un tipo de comida hecha a base de plátano y chicharrones. Volver