A lo largo de las últimas tres décadas, se ha verificado una notable expansión de la enseñanza del español en las escuelas portuguesas. Este incremento de la presencia de la lengua española en la sociedad lusa ha superado fuertes prejuicios que existían, dando un nuevo punto de amabilidad a las relaciones entre los dos países. Teniendo en cuenta que, en España, con base en una interpretación a nuestro entender errónea de la Constitución de 1978, se ha creado, a lo largo de las últimas cuatro décadas, un alejamiento entre sus distintas lenguas, el ejemplo portugués podría servir para plantear un nuevo modo de diálogo y cercanía entre los varios idiomas ibéricos.
La historia de las relaciones entre España y Portugal constituye un laberinto de atracciones y rechazos, de encuentros y desencuentros, que siempre nos permitirá dibujar el mapa de la distancia o, en alternativa, el de la complicidad. En realidad, estas dos cartografías se mezclan, se superponen, y aumentan la complejidad de la extraña física cuántica del mundo ibérico.
Pero dejemos las metáforas que buscan captar la complejidad de esta situación, de este amor desamado que existe entre España y Portugal, para centrarnos en un ejemplo concreto: después de muchos amagos de iberismo, que José Antonio Rocamora (1989) o César Rina Simón (2019) han estudiado, el siglo XIX portugués se encerrará en su propia tragedia nacional, configurando lo que Unamuno (1911: 117-128) llamó más tarde, en un texto célebre, «un pueblo suicida».
En ese momento histórico, el del Portugal decimonónico, en el centro urbano de Lisboa se levantó, a través de una suscripción pública, el monumento a los llamados «restauradores», o sea, aquellos que hasta 1668 lucharon por la independencia portuguesa, después de la sublevación lusa del 1 de diciembre de 1640. Se trata de un obelisco de 30 metros de altura, un auténtico misil de piedra apuntado contra el iberismo, que se inauguró en 1886 y en cuya base podemos ver dos estatuas de bronce, una representando la Victoria y otra la Libertad. En esta plaza de Lisboa, estamos, por decirlo de alguna manera, ante el kilómetro cero del patriotismo portugués que rechaza ferozmente todo lo español.
Esta actitud, a pesar del hormigueo de relaciones culturales y económicas que jamás han cesado, se subrayó con la revolución republicana de 1910. Como ha estudiado Hipólito de la Torre Gómez (2002), Alfonso XIII acarició la posibilidad de invadir Portugal, tanteando el tema con Francia e Inglaterra. Por aquellos años, en la patria de Camões y Pessoa se hablaba con frecuencia del llamado «peligro español», un sintagma cuya metralla acribillaba los discursos de los políticos y los titulares de prensa. Y, cuando la primera experiencia republicana portuguesa se hunde, en 1926, y surge más tarde el llamado Estado Novo, el régimen de Salazar, a partir de 1933, la desconfianza hacia España y un denso, constante recelo se practica con una mezcla de frialdad y elegancia políticas que no describiremos aquí.
En este marco sería impensable, un auténtico tabú colectivo, considerar que la lengua española se pudiese estudiar en las escuelas portuguesas. Esto sería algo así como una traición a la patria: lo mismo que bandearse con el tradicional enemigo. Y la energía cinética que todos los prejuicios tienen, circulando incesantemente alrededor de una cultura, hizo que, incluso después de la democratización de Portugal, a partir de 1974, incluso después del ingreso de los dos países ibéricos en la entonces CEE, en 1986, la enseñanza de español en las escuelas públicas lusas fuera casi inexistente.
Pero, aunque despacio, las cosas empezaron a cambiar en la década de los noventa. Como afirman Judith Gil Clotet e Iñaki Abad Leguina (2021), en su artículo «El español en Portugal»,
(...) tal vez el dato más relevante que pueda resumir los últimos treinta años del español en Portugal sea el haber pasado en la enseñanza reglada de 35 alumnos en 1991 a más de 90.000 en 2018.
Los números resultan, de hecho, impactantes. En el curso 19979-98, 26 escuelas lusas de la enseñanza reglada ofrecían la posibilidad de aprender español como segunda lengua extranjera; en 2002-2003, ya eran 61; 138, en 2005-2006; 309, en 2007-2008; en el curso 2010-2011, se alcanzaba el extraordinario número de 771 escuelas que impartían el español como segunda lengua extranjera; en 2014-2015, esta cifra subía a 957, ya casi alcanzando el millar (Beirante 2017: 32).
Es muy probable que los suscritores del monumento a los «restauradores» se hayan removido en sus sepulturas; y el mismo Salazar, en el cementerio de su tierra natal, Santa Comba Dão, donde quiso reposar modestamente, si conociera estos números, creería estar soñando su peor pesadilla de ultratumba. Ciudadanos de otra época, sabemos que este reencuentro entre los dos países ibéricos ha sido facilitado, en gran parte, por el ingreso en la CEE, hoy en día la Unión Europea. Esta organización, desde sus orígenes más lejanos, como la CECA, funciona como un buen diluyente de fronteras, un diluyente que se aplicó a la raya que separa Francia de Alemania, pero que también ha funcionado en la península ibérica.
Se estudia, pues, el español en Portugal, y ello no ha sido una tragedia para la identidad lusa. En realidad, no ha pasado nada grave. Al contrario, las consecuencias son claramente positivas: se ha creado un clima amistoso entre los dos países, un abrazo entrañable, en el que nadie se siente apretado o prisionero del otro. Si vemos los números globales de las lenguas extranjeras que se estudiaban en Portugal, en la enseñanza básica y secundaria, en el curso 2020-2021, la lengua española ocupaba el tercer puesto, con un total de 95.506 estudiantes, muy por delante del alemán y del mandarín, pero por detrás del francés, que contaba con 253.264 alumnos, y del omnipresente inglés, abarcando casi un millón de jóvenes estudiantes (DGEEC, 2021). La presencia del español resulta, pues, expresiva, pero también discreta. Y esta situación de la lengua española acompaña lo que está pasando en otros terrenos, por ejemplo, en el de la economía.
Y entramos aquí en el segundo hemisferio de esta breve ponencia: ¿lo que está pasando en Portugal puede ayudarnos a imaginar un nuevo modo de relación entre todas las lenguas ibéricas, y no sólo el español y el portugués? Sabemos que la evolución idiomática en España ha sido marcada por los tres puntos que se determinan en el artículo 3 de la Constitución de 1978. Los recordamos, a sabiendas de que estarán presentes en la memoria de todos:
- El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla.
- Las demás lenguas españolas serán también oficiales en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos.
- La riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección1.
Con base en una interpretación, a nuestro entender errónea, de este trío normativo se ha procedido en las últimas décadas a una excesiva territorialización de las lenguas españolas: al catalán se le considera sólo cosa de catalanes y mallorquines, también un poco de los valencianos; el euskera es un asunto de los vascos y navarros, y del gallego que se ocupen los galaicos. A menudo la tendencia es verlas, no como lenguas nuestras, sino del otro. Y en las comunidades autónomas con un segundo idioma oficial, en algunos casos, no en todos —como apunta López García-Molins (2020: 147-148)— se ha trabajado para que el español se sienta asimismo como la lengua del otro. Todo esto, sea del lado en que se habla sólo la lengua común, sea en las autonomías con dos idiomas cooficiales, resulta negativo y, como demostraremos, en contra del espíritu de la Constitución de 1978.
De hecho, se ha generado una constelación de prejuicios, exactamente como los que había en Portugal respecto al español y, para un vallisoletano, la posibilidad de que se enseñe el vasco o el catalán en la escuela oficial de idiomas de su ciudad, le parecerá un absurdo, incluso una violencia. Por su parte, en algunas autonomías se intenta arrinconar lo más posible el uso del español a través de normativas que, todo hay que decirlo, la gente a menudo se salta, trabajando, en la intrahistoria de sus vidas, por la convivencia lingüística. Nada de esto se determinaba en la Constitución de 1978.
Para que quede claro lo que planteamos, transcribiremos lo que, sobre esta cuestión de las lenguas españolas, determinaba la Constitución de 1931, la de la Segunda República. De hecho, en su artículo 4, se dictaminaba lo siguiente:
El castellano es el idioma oficial de la República.
Todo español tiene obligación de saberlo y derecho de usarlo, sin perjuicio de los derechos que las leyes del Estado reconozcan a las lenguas de las provincias o regiones.
Salvo lo que se disponga en leyes especiales, a nadie se le podrá exigir el conocimiento ni el uso de ninguna lengua regional.
En este caso, sí que podemos afirmar que se desea una regionalización de los idiomas. Se habla, como vemos, de «las lenguas de las provincias o regiones» y también de «lengua regional». Esos son los sintagmas. Pero, en el caso de la magna carta de 1978, nos encontramos ante una situación mucho más respetuosa, más abierta y dialogante, que se concreta en dos elegantes construcciones sintagmáticas: «las demás lenguas españolas» y «la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España». O sea, aunque puedan ser cooficiales en ciertas autonomías, se trata de lenguas españolas. De lenguas de todos, aunque puedan serlo un poco más de ciertas geografías peninsulares. Son, como se dice en la magna carta, un «patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección».
Creemos que a nadie se le ocurre que jamás visitará la Sagrada Familia, porque eso es una cosa de catalanes. Pensamos asimismo que nadie jurará que no visitará Donostia y su playa de la Concha porque, para eso, ya están los vascos. Y sería extraño que alguien se negara a visitar el Obradoiro de Santiago de Compostela porque es cosa gallega, que nada tiene que ver conmigo. En realidad, todo esto es un patrimonio cultural, exactamente como las lenguas, hermosísimas construcciones del tiempo, que ha edificado, en la península ibérica, las hermosas catedrales de varios idiomas. La gestión que se ha hecho de la convivencia de las lenguas en España resulta insuficiente, si tenemos en cuenta los horizontes generosos, a los cuales apunta la Constitución de 1978. Y el ejemplo portugués, su actual porosidad hacia la lengua española, puede valernos como un buen ejemplo de un rumbo alternativo.
Si hubiera una cátedra de euskera en la Universidad de Salamanca, no pasaría nada malo, aunque quizás D. Miguel de Unamuno se removiera en su sepultura. Pero, sabiendo nosotros cómo su genio era contradictorio, puede que hoy en día ya estuviera de acuerdo con esto. Nada de peligroso sucedería si la Escuela Oficial de Idiomas de Tribunal, en el centro de Madrid, ofreciese la posibilidad de aprender catalán, aunque fuera en pequeños grupos. Y nada de dramático ocurrirá si se mantiene una civilizada convivencia idiomática en las autonomías con dos lenguas cooficiales. Al contrario, eso contribuiría para darle a la conllevancia ibérica un punto de amabilidad, que era lo que deseaba, no lo duden, la magna carta salida de la transición. No los idiomas unos contra los otros, sino abrazados en una hermosa y respetuosa convivencia idiomática.