Los estudios sobre las hablas andaluzas y canarias y su relación con el español americano deben sus primeros avances al Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA) de Manuel Alvar (1961-1973). El ALEA, como referente metodológico, abrió camino en varios aspectos al Atlas Lingüístico y Etnográfico de las Islas Canarias (ALEICan) y, en general, a la Geografía Lingüística del español americano, además de asentar definitivamente las bases de la investigación sobre el andaluz.
Mucho de lo que hoy se conoce sobre las hablas andaluzas y canarias y su relación con el español americano se debe al Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA) de Manuel Alvar (1961-1973), referente metodológico para el Atlas Lingüístico y Etnográfico de las Islas Canarias (ALEICan) y, en general, para la Geografía Lingüística del español en América.
A principios del siglo XX se sabía poco sobre el andaluz hablado. Con el siglo, en Europa habían comenzado a hacerse atlas lingüísticos de gran dominio (Jaberg 1954-1955), siguiendo el ejemplo del Atlas Linguistique de la France (ALF) (Gilliéron 1902)1. De ahí que, desde el madrileño Centro de Estudios Históricos (CEH) de la Junta para Ampliación de Estudios (JAE), la Sección de Filología, dirigida por Ramón Menéndez Pidal, decidiera embarcarse en el Atlas Lingüístico de la Península Ibérica, el ALPI (García Mouton 2022). En aquella época, los llamados «dialectos históricos», aragonés y asturleonés, estaban bastante estudiados, pero no ocurría lo mismo con las variedades castellanas innovadoras. Hubo que esperar a los años treinta cuando, después de haber probado con éxito la metodología geolingüística en sus estancias académicas en Puerto Rico (Navarro Tomás, 1948), Tomás Navarro Tomás se hizo cargo de los trabajos del atlas peninsular, un atlas que interrumpió la guerra y cuyos materiales inéditos estamos editando (ALPI-CSIC)2.
En 1933, Aurelio Espinosa hijo y Lorenzo Rodríguez Castellano, encuestadores del atlas, le iban mandando por correo desde Andalucía a Navarro Tomás los cuadernos de encuesta a medida que los terminaban. Por sus cartas (Cortés Carreres y García Corrales, 2009: 79-83) sabemos que buscaban establecer el límite entre el andaluz y las demás variedades castellanas. Navarro Tomás hizo parte del trabajo de campo con ellos y, como resultado, ese mismo año los tres publicaron en la Revista de Filología Española el artículo más citado de la época, «La frontera del andaluz» (Navarro Tomás, Espinosa y Rodríguez Castellano 19333), donde fijaban las áreas de seseo y de ceceo, y las de los diferentes tipos de s:
La extensión del andaluz no coincide, como generalmente se ha creído, con la de la confusión de las consonantes s y z, en el Sur de España, ni tampoco con los límites políticoadministrativos de Andalucía. La confusión de s y z comprende en Andalucía un área mucho menor que la que corresponde al conjunto del dialecto andaluz. Por otra parte, en el Norte de las provincias de Córdoba, Jaén, Granada y Almería hay comarcas cuya pronunciación no es propiamente andaluza.
(ibid.: 276)
Terminaban afirmando:
La s andaluza [...] aparece como elemento esencial en el conjunto fonético que constituye el fondo inmemorial y permanente del acento andaluz y ofrece orientación clara y expresiva en la delimitación geográfica de este dialecto
(ibid.: 277)
La s andaluza, que no era una sola: en el mapa se veía rodeada en el norte por la castellana, pronunciada con el ápice de la lengua, más al sur aparecía en sus dos variantes, la coronal y la predorsal, esta última es la que oímos y escuchamos estos días en Cádiz, la misma que se asentó en las islas Canarias y pasó a América.
Entretanto, Francia consideró superado su atlas nacional y Albert Dauzat (1942) diseñó el Nouvel Atlas Linguistique de la France par régions (NALF) según los avances del atlas italosuizo (AIS) de Karl Jaberg y Jakob Jud. Desde entonces los atlas serían «lingüísticos» y también «etnográficos»4, con una parte general común y otra específica más pegada a la cultura popular de cada zona. En ese contexto, Manuel Alvar, un joven catedrático de la Universidad de Granada, hizo en los años 50 las encuestas del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía, el ALEA (1961-1973), con la ayuda de Antonio Llorente Maldonado y Gregorio Salvador. Un atlas aislado entonces e innovador, fruto de nueve años de encuestas en una Andalucía de comunicaciones difíciles. Es importante recordar que precisamente este año se cumplen los cincuenta del final de su edición en seis grandes volúmenes publicados entre 1961 y 1973, con 1900 mapas y 1703 láminas, que la Junta de Andalucía reeditó en 1991 una edición facsímil jibarizada de tres volúmenes.
El ALEA reunió datos en transcripción fonética recogidos en encuesta directa en una red de 230 puntos que cubrían el territorio. En todos se había preguntado de la misma forma, siempre indirecta, un cuestionario de 2.145 preguntas a una serie de personas seleccionadas con el mismo criterio (mayores, del lugar, no instruidas y conocedoras de la cultura local). Esos datos comparables entre sí, además de tener autor y fecha, se habían recogido en una sincronía convenida. El ALEA, como todo atlas lingüístico, era y es un archivo riguroso de las hablas populares con información contrastada puesta a disposición de la comunidad científica. Y en él se ha basado la mayor parte de la investigación posterior, gracias a una metodología que consiguió un verdadero avance en el conocimiento del andaluz.
El ALEA aportó testimonios rigurosos para estudiar la vitalidad de unas hablas en ebullición que no se limitaban a sobrevivir en zonas aisladas, sino que permeaban todo el territorio, también las ciudades, y los distintos niveles sociales. Dejaban ver la influencia en Andalucía de las variedades del norte extendidas en distintas etapas por la repoblación: por el occidente, la extremeña con sus raíces leonesas; en el centro, la castellanomanchega y, en el este, la murciana con su bagaje aragonés5. Sus mapas evidenciaban diferencias entre el andaluz oriental y el occidental, al marcar el área de abertura vocálica y la de la pérdida de la -s; la de vosotros frente a la de ustedes; la de copa y la de brasero; las de más nada, más nunca frente a las de nada más, nunca más, pero también las que conservaban las norias y las azudas árabes.
Además de muchísima información sobre fonética, morfología y léxico, el ALEA aportó mucha sobre cultura agrícola, con especial atención a lo relacionado con el olivo y el aceite, las viñas y el vino, la ganadería con la industria del queso, y también la cultura marinera6 de la Andalucía de los años cincuenta, con mapas lingüísticos, mapas exclusivamente etnográficos, cientos de fotografías y láminas con magníficos dibujos de Julio Alvar. Esto justifica las palabras con las que Julio Caro Baroja (1965: 438) terminaba su interesante reseña de los tres primeros volúmenes del ALEA:
(...) agotada mi capacidad admirativa, diré que nadie será capaz en lo futuro de reunir unos materiales tan impresionantes como los que han reunido Manuel Alvar y sus dos colaboradores sobre la vida y la cultura de Andalucía.
Pero el ALEA no solo fue revolucionario por su aporte etnográfico, metodológicamente lo fue también por incluir en los puntos más interesantes encuestas a hombres y mujeres, encuestas múltiples, además de incorporar a su red ciudades, las capitales de provincia7 —Cádiz capital es Ca300, y alguna más—, en las que se encuestaba a varios informantes, anticipándose a la confluencia con la sociolingüística que marcaría futuras empresas (García Mouton, 1991). De esta manera, Alvar puso las bases para la investigación posterior.
En los años sesenta, una vez adaptado el cuestionario del ALEA a la realidad insular, Alvar se embarcó en el estudio de las Islas Canarias8, tan vinculadas con Andalucía y con América. Entre 1975 y 1978 publicó los tres tomos del Atlas Lingüístico y Etnográfico de las Islas Canarias (ALEICan), que vinieron a deshacer el tópico de que la variedad canaria era arcaizante y periférica, situándola como uno de los centros, especialmente en Gran Canaria y Tenerife, de las hablas meridionales atlánticas y colocando en su justo lugar andalucismos, marinerismos, guanchismos y portuguesismos9. Dolores Corbella y Cristóbal Corrales supieron valorar la importancia del léxico del ALEICan al incorporarlo a su Tesoro lexicográfico del español de Canarias, el pionero de los tesoros de los que disponemos.
En América, tras las encuestas del atlas de Puerto Rico10, Navarro Tomás (1945) publicó en el Instituto de Filología de Buenos Aires su Cuestionario lingüístico hispanoamericano como guía para futuros trabajos. Después, la temprana publicación del atlas andaluz, el ALEA, lo convirtió también en referencia para el equipo de Luis Flórez, que había comenzado en 1956 las encuestas del Atlas Lingüístico de Colombia (ALEC) y para el de Guillermo Araya, que emprendió a finales de los sesenta las del Atlas Lingüístico-Etnográfico del Sur de Chile (ALESuCh), los primeros de la gran actividad geolingüística americana (García Mouton 1992, Contini 2001-2002, Paredes 2011). Y, sin olvidar el proyecto11 de macroatlas de Manuel Alvar y Antonio Quilis (1984), el Atlas Lingüístico de Hispanoamérica (ALH), hay que destacar que los atlas posteriores incorporaron interesantes novedades metodológicas, especialmente el Atlas Lingüístico de México (ALM) de Juan M. Lope Blanch; el Atlas Diatópico y Diastrático del Uruguay (ADDU) de Harald Thun y Adolfo Elizaincín; y el proyecto dirigido y coordinado por Miguel Ángel Quesada Pacheco del Atlas Lingüístico de América Central (ALAC).
Tras este recorrido obligadamente breve, me gustaría acabar recordando algo obvio: en el ALEA siempre estará vivo el andaluz de los años cincuenta y, en el ALEICan, el canario de los años sesenta, porque los atlas lingüísticos no envejecen.