Tras el redescubrimiento de las Canarias y el descubrimiento de América, el Atlántico se convirtió en la ruta de cientos de palabras viajeras que arraigaron a un lado y otro de la Mar-Océana. Aquel nexo lingüístico fue posible gracias a numerosos factores económicos e históricos que alentaron tan arriesgada travesía. En este capítulo analizaremos algunos hechos culturales que muestran la vinculación andaluza, canaria y americana, visible todavía hoy de manera explícita en los rasgos fonéticos y morfológicos compartidos y, sobre todo, en los cientos de voces que avalan esa comunión atlántica.
Tres circunstancias cambiaron por completo la historia del español en las últimas décadas de la Baja Edad Media: en primer lugar, el inicio de la gestación de la variedad meridional; en segundo lugar, la expansión ultramarina («Del Mare Nostrum a la Mar-Océana o Mare Ignotum») y, con ello, la conformación del español atlántico; y en tercer lugar, la llamada primera globalización, una etapa en la que el viejo mundo se abrió a nuevos mundos también posibles más allá de las fronteras conocidas y que sirvió, en palabras del historiador Carlos Martínez Shaw (2014: 13), «para establecer una red inédita de vínculos económicos y culturales» entre la vieja Europa, África, América, Asia y la inmensidad del Pacífico. Entre esos nexos culturales que se gestaron y que fueron consecuencia de aquel entramado histórico, sin duda uno de los que mayor trascendencia tuvo fue el lingüístico. Aquella lengua que se llevó al Atlántico sur y al Nuevo Mundo llevaba insertos algunos particularismos frecuentes en el español meridional que fueron asumidos de manera natural, pero, a su vez, de las realidades americanas pronto hubo noticia en Europa a través de las palabras tradicionales que se adaptaron a aquella nueva realidad o de las innumerables voces que se adoptaron como consecuencia del mestizaje.
Tras la conquista del siglo XIII, la Baja Andalucía se convirtió en cabecera de la expansión ultramarina, primero como etapa de la conexión Génova-Mallorca-Sevilla, luego como rectora de la proyección castellana hacia los puertos terminales de las rutas caravaneras africanas y hacia los nuevos derroteros marítimos que los portugueses iban trazando hacia el Atlántico sur2. Por la primera vía entraron en español palabras referidas a diversas técnicas, como trapiche; por la segunda, nombres de productos obtenidos por intercambio o por pillaje, como alquicel3 o alerce4, nuevas denominaciones de embarcaciones como la almadía5 o arabismos que reflejaban las relaciones con el África subsahariana, como alforma (‘salvoconducto’) y toda su familia léxica (alformar o alformaje)6.
En la expansión atlántica, los puertos andaluces no solo fueron receptores y el nexo que conectó el Viejo Continente con el Nuevo, sino que las normas, usos y costumbres del Reino de Sevilla constituyeron el modelo que se exportó a las tierras recién conquistadas. La primera escala y los primeros contactos de aquella expansión se produjeron en las Canarias, cuando los franceses Jean de Béthencourt y Gadifer de la Salle emprendieron el viaje de conquista de las llamadas islas de señorío (Lanzarote, Fuerteventura, La Gomera y El Hierro): tras una pequeña arribada —bastante accidentada— en el puerto de Cádiz de camino a las islas, en la Navidad de 1402 Béthencourt regresó a Sevilla para rendir homenaje a Enrique III de Castilla y obtener la titularidad del señorío del archipiélago7, sumisión que renovaría en 1412 ante el nuevo rey, Juan II. A partir de ahí, se adoptó el tipo de organización administrativa de la Baja Andalucía, tal como puede comprobarse en la concesión, en 1418, del Fuero de Niebla a la isla de Fuerteventura y, varias décadas más tarde y tras la conquista de Granada, en el Fuero de Gran Canaria (en 1494), que tuvo en el Fuero de Baza su correlato.
Del mediodía peninsular procedían asimismo algunos de los primeros evangelizadores y el grueso de los conquistadores. El señorío había sido traspasado por el sobrino de Jean de Béthencourt al conde de Niebla y, posteriormente, a la familia Las Casas-Peraza, de raigambre sevillana. El patrimonio y los títulos señoriales, que habían recaído en Inés Peraza de las Casas, señora jurisdiccional de las Canarias, pudo conservarlos para su linaje con algunas prebendas a cambio de renunciar en 1477, junto a su marido, a los derechos de las islas que quedaban por conquistar (las islas de realengo) a favor de los Reyes Católicos. Ya bajo el mandato directo de la Corona castellana, el jerezano Pedro de Vera culminó la conquista de Gran Canaria (en 1483) y Alonso Fernández de Lugo, nacido en Sanlúcar de Barrameda, se convirtió en el Adelantado mayor de las islas Canarias y Capitán de Berbería, al tiempo que ejerció como gobernador vitalicio de La Palma (anexionada en 1493) y Tenerife (1496).
Pero los vínculos de la Bética con las nuevas tierras no solo fueron políticos y administrativos, sino también agrícolas, comerciales y religiosos. El sistema de repartimiento de tierras, que en Canarias incluyó la adjudicación de los recursos hídricos, en América incorporó en un primer momento, y hasta casi mediados del siglo XVI, la encomienda o servidumbre para dotar de mano de obra aquellas concesiones. Aunque el interés por aclimatar los cultivos de la dieta tradicional europea en las nuevas tierras conquistadas no siempre tuvo éxito, el abasto de cereales, aceite y vino dependió en la etapa inicial del aporte andaluz (Río Moreno, 1991: 481-483). Además, por medio de reales cédulas, franquicias, mercedes y premios, se favoreció la implantación de ciertos monocultivos, como la caña de azúcar, que había tenido algunos precedentes en la Granada nazarí pero que, en el Atlántico, tuvo una base indiscutiblemente portuguesa y canaria (Corrales, Corbella y Viña, 2015). Tras la aclimatación de las vides (Aznar 2021), posiblemente los plantones que arraigaron en Cuzco fueron asimismo de procedencia isleña, tal como afirmaba el Inca Garcilaso en sus Comentarios Reales (1609: tomo II, cap. XXV):
Francisco de Caravantes (...) envió a España por planta, y el que vino por ella, por llevarla más fresca, la llevó de las islas Canarias, de uva prieta, y así salió casi toda la uva tinta, y el vino en todo aloque, no del todo tinto8.
Similar recorrido tuvo el plátano africano (o plántano, como aparece en los textos antiguos), del que Pedro Simón, en 1627, señalaba que «es una fruta comunísima en todas estas Indias, aunque algunos dicen que no son naturales della sino que los traxeron los españoles de las Canarias»: su adaptación fue tan rápida que Lope de Vega en La Dragontea (de 1598) ya la consideraba «fruta indiana».
En el ámbito comercial, habitualmente los contratos con los armadores sevillanos establecían los «viajes redondos» (de ida y vuelta). El experimentado navegante Tomé Cano, de origen canario (había nacido en Tenerife en torno a 1545) pero afincado en Sevilla, daba buena cuenta de la importancia que había adquirido la flota de Indias en su obra el Arte para fabricar, fortificar, y aparejar naos de guerra (1611: 45):
En el Andaluzia teniamos mas de quatrocienas Naos, que mas de las duzientas Navegavan a la Nueva España: y Tierra Firme, Honduras, e Islas de Varlovento, donde en vna Flota yvan sesenta y setenta Naos. Y las otras duzientas Navegavan por Canarias a las mesmas Indias a sus islas; y otras Navegaciones Cargadas de Vinos, y Mercadurias, con grande vtilidad y acrecentamiento de la Real Hazienda, y sus muchos Derechos y con mayor beneficio de todos sus Vasallos9.
La Casa de Contratación registraba lo que se exportaba a los puertos americanos y los productos que la nao se comprometía a cargar para su retorno. Como se ha indicado, en determinadas ocasiones, algunos de los testimonios confirman que una parte del avituallamiento y del cargamento de las carabelas se completaba en el archipiélago10. Y es que, desde los primeros viajes de Cristóbal Colón, las expediciones hicieron escala en Gran Canaria y La Gomera y, a instancias de Diego Colón, en 1511 Fernando el Católico ordenó a la Casa de Contratación de Sevilla el libre comercio de las islas:
Yo vos mando que tengáis manera y preveáys como todos los navíos que fueren a la dicha Isla Española, e tocaren en las dichas islas Canarias, tomen e se provean en ella de ganados, e quesos, e azúcares e conservas, e todas las otras cosas que sean menester en la dicha isla Española.
(Archivo General de Indias —AGI—, Indiferente General, leg. 428, lib. III, fol. 124)
Hay constancia documental del envío de tablachinas de drago desde el archipiélago, así como de ovejas rasas, de pelo y sin lana (hoy en día llamadas pelibuey)11, o la utilización de palillos de tabaiba para aplicar la sangre de drago como remedio con el que combatir el escorbuto, tal como explicaba el médico portugués Juan Méndez Nieto en sus Discursos medicinales (1606-1611), el primer tratado de esta materia escrito en Cartagena de Indias: de ahí que el prehispanismo canario tabaiba y su variante atabaiba arraigaran en el Caribe, de tal manera que dieron nombre en Puerto Rico, Cuba y la República Dominicana a algunas euforbiáceas y a otros árboles de la familia de las apocináceas12.
Como era lógico, los viajeros afrontaban la incierta travesía encomendándose a sus propias convicciones religiosas y devociones que, con ellos, también cruzaron el Atlántico. En Cádiz, la patrona, la Virgen del Rosario, fue llamada La Galeona de los mares por su papel como intercesora de los viajes ultramarinos que emprendía la flota de Indias:
Desde 1644 en que se organizaron de una manera sistemática las comunicaciones entre España y sus provincias de ultramar, salían anualmente de la Península dos grandes expediciones periódicas, amén de alguna que otra de carácter irregular exigida por las circunstancias: La Flota de Nueva España, compuesta de barcos de propiedad particular, cargados de mercancías que se enviaban a Indias, protegidos por grandes embarcaciones de guerra llamadas galeones, al mando de un almirante, y que se dirigía hacia el puerto mexicano de Veracruz, tocando, de paso, en la isla de Puerto Rico; y los Galeones de Tierra Firme, al principio exclusivamente flota militar, a la que se agregaron posteriormente barcos mercantes, cuyo término de viaje era el puerto de Cartagena de Indias, tocando en La Habana. Tanto de una como de la otra se destacaban «avisos», que anunciaban el arribo de la Flota, y que llegaban a veces hasta Buenos Aires.
(Díaz Rodríguez 2006: 7)
Pero mucho antes, desde el momento en que se descubrió América, la Corona alentó y dirigió la evangelización y las órdenes religiosas aprovecharon esta coyuntura para realizar su propia conquista, la espiritual13. Los ejemplos son continuos: la antigua imagen de la Candelaria (la patrona de Canarias) llegó a Tenerife a mediados del siglo XV desde Sanlúcar de Barrameda con los misioneros franciscanos. Junto a la Candelaria, otras tradiciones marianas surcaron el Atlántico, como la Virgen de la Antigua, de amplia devoción hispánica, aunque fue la bella pintura de la catedral de Sevilla la que se llevó a Canarias y América. Existe en la isla de Fuerteventura el pueblo de la Antigua y la primera parroquia de La Laguna (en Tenerife, hoy parroquia matriz de Nuestra Señora de la Concepción) estuvo dedicada a su advocación. Además, según la tradición, fue una copia de la imagen sevillana la que Colón llevó consigo a La Española y que luego se conservó en la catedral de Santo Domingo (Fraga González, 1994)14.
Todos estos hechos históricos, comerciales, patrimoniales y culturales15 constituyen el reflejo de unas relaciones ininterrumpidas que tuvieron como secuela perdurable la creación de una comunidad lingüística atlántica que, en el archipiélago canario, nunca se ha puesto en duda. Sin embargo, investigadores de gran prestigio como Pedro Henríquez Ureña y Amado Alonso se cuestionaron si el español trasplantado a las tierras americanas había contado realmente con una base andaluza. En el momento en que ambos filólogos plantearon esta hipótesis, la información disponible era bastante limitada, por lo que los datos posteriores de otros autores como Boyd-Bowman han servido para corroborar el alto porcentaje de pobladores andaluces (mayoritariamente mujeres) que habían emprendido la aventura indiana. Estas nuevas aportaciones, los estudios sobre la documentación del Archivo General de Indias y los manuscritos canarios transcritos literalmente demuestran sin ambages que aquellos primeros colonos portaban en su habla la impronta meridional. Los registros no solo incluyen datos sobre un seseo bastante generalizado y temprano, sino que aportan referencias algo posteriores sobre la presencia de fenómenos como el yeísmo, la confusión —r/—l, la aspiración de las implosiva o la pronunciación también aspirada del fonema velar sordo /x/, fenómenos que una parte de hablantes andaluces hicieron suyos y que se han extendido por los distintos enclaves del sur y oeste atlántico. Si todos estos rasgos no hubiesen estado arraigados en el español meridional, no hubiese sido posible su amplia difusión, de la que, a mediados del siglo XVIII, el almeriense Pedro Murillo Velarde daba cuenta con todo detalle:
En Sevilla y Málaga truecan la y consonante con la l, vicio que hasta en el escribir se les ha pegado a los de Nueva España, donde vi un rótulo que decía: Hizo este quatro N., Cavayero del Avito de Santiago y Alguacil Mallor. El hacer la z s, pronunciando dulce devosion, sosobra es vicio en que incurren no sólo mugeres melindrosas, sino hombres con muchas barbas; y de este modo pronuncian muchos en Murcia, Valencia y Sevilla, y se ha comunicado a casi todos los españoles que nacen en Indias.
(Geographía histórica, 1752: I, 75, apud González Ollé, 1988: 182-183)
Esa comunidad lingüística queda reflejada asimismo en otros aspectos que no es posible constatar en la escritura, pero que igualmente han tenido una amplia expansión en el español ultramarino. Es lo que sucede con la articulación predorso-dental del fonema /s/, que se registra en Cádiz, Sevilla, Málaga, Canarias y América16. Como describiría el surrealista canario Agustín Espinosa (1927: 9),
La articulación se ha hecho con el predorso de la lengua. El ápice (el instrumento esencialmente articulatorio de la S castellana) desciende, pasivo, sobre los incisivos inferiores. El cuenco castellano se ha tornado tortuga (cóncavo > convexo).
En cuanto al terreno léxico, los emigrantes llevaron consigo sus propios particularismos que pronto arraigaron en la otra orilla, aunque no siempre se había podido contar con los materiales históricos que confirmaran esa hermandad. Decía Rufino José Cuervo que «El día que tengamos un diccionario de andalucismos, hallaremos maravillas los americanos» (1914: núm. 999). La situación a la que hacía alusión el lingüista colombiano cambió drásticamente con la publicación del Vocabulario andaluz de Antonio Alcalá Venceslada (que tuvo una primera edición en 1933) y, sobre todo, a partir del estímulo que supuso la publicación del Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (ALEA), del que se cumple este año el cincuentenario de la publicación de su último tomo (Alvar 1961-1973)17. A estos trabajos hay que añadir los materiales recopilados y sistematizados por el Tesoro léxico de las hablas andaluzas (TLHA) (Alvar Ezquerra, 2000)18 y otras publicaciones recientes, como la realizada sobre Ictionimia andaluza (Arias García y Torre García, 2019), aparte de los numerosos testimonios que sobre la historia del léxico ofreció Frago Gracia (1993 y 1994), los materiales lexicográficos con anotación andaluza en los diccionarios generales más antiguos del español que recopiló Moreno (2007), o los primeros testimonios documentales de las voces identitarias que aportan corpus como Oralia Diacrónica del Español (ODE), DITECA y CODEMA (vid. ARINTA) o CorLexIn19.
El Diccionario de Autoridades registraba ciento setenta y siete palabras diferenciales de esta región20 y Andalucía es la tercera comunidad autónoma (después de Castilla-León y Aragón) en el número de dialectalismos presentes en el Diccionario de la Lengua Española (DLE), que contiene en torno a ochocientas ochenta marcas diatópicas propias21. Una buena parte de estos términos presenta también una localización atlántica amplia como atarjea, bienmesabe, cabezote, confiscado, esmorecer, frangollero, frangollón, giro, jaca, niño, penco, pileta o zafado. Otros se han conservado solamente en Andalucía y Canarias y no continuaron rumbo hacia América, como sucede con casapuerta, que el Diccionario de Autoridades definía como «zaguán por donde se entra à las casas», y añadía que «Es voz usada en Andalucía y otras partes». Miguel de Cervantes la empleó en El celoso extremeño: «En el portal de la calle, que en Seuilla llaman casapuerta, hizo vna caualleriza». Y en el archipiélago, la documentación se remonta a la segunda mitad del siglo XVI y su registro ha sido continuo hasta el siglo XX, si bien poco a poco se ha perdido en el uso común.
Algunos de estos andalucismos de vocación atlántica son arcaísmos que habían restringido su localización al mediodía peninsular, como la palabra afrecho ‘salvado’, de la que el primer diccionario académico señalaba: «Es voz antigua que yá solo tiene uso en los Reinos de Andalucía». Pasó a Canarias y fue utilizada muy pronto en América, donde se ha conservado en países como Argentina, Chile, Uruguay, Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Paraguay y Guatemala.
Otras voces corresponden a la terminología marinera, como chinchorro: presente en los protocolos notariales sevillanos y en los repartimientos malagueños de finales del XV (Frago Gracía, 1994: 126), en Santa Cruz de la Mar Pequeña se registraba en 1496 como un arte de pesca y un tipo de embarcación (DHECan: s. v.), mientras que en América, aparte de mantenerse con el significado de ‘arte de arrastre’, en Venezuela adquirió también el sentido de ‘hamaca’, según registraba Pedro Simón en 1627 (apud TLEAM: s. v.):
Chinchorro, es una red de dos varas de largo y otras tantas de ancho; salen de los dos lados opuestos muchos cordelillos, y aquellos de una vara en largo los juntan en uno, y atada a cada parte, una soga o cabuya, la atan a dos palos apartados, y se acuestan a dormir en la red así dispuesta los indios, especialmente en tierras calientes, y se están como columpiando, pues por poco movimiento que hagan del cuerpo se mueve de una parte a otra. Invención que no les ha parecido mal a los españoles y así usan mucho de ella para lo mismo. De aquí ha venido que cierto modo de redes con que algunos pescan, les vienen a llamar chinchorros.
Muy común es la presencia de portuguesismos en el español ultramarino, aunque la cercanía tipológica de ambas lenguas ha hecho que la procedencia lusa de estas voces haya quedado atenuada y solo sea perceptible si se reconstruye su historia y se recuperan los testimonios más antiguos. La primera expansión hacia África fue promovida por la corte portuguesa, especialmente en la etapa enriquina y, según los intereses particulares de los colonos y navegantes, algunos españoles se hicieron pasar por portugueses y, al contrario, cuando el destino americano se convirtió en el más demandado, existe constancia documental de que los oficiales de la Casa de Contratación se quejaban de los viajes que emprendían los portugueses «así de Tenerife y La Palma como Portugal y Cabo Verde», con esclavos y mantenimientos22. Adolfo de Castro y Rossi, en su «Diccionario de voces gaditanas» anotaba algunos de esos préstamos procedentes de esa relación hispano-portuguesa, reconocibles todavía hoy en las costas atlánticas, como aguamala y burgado. A la primera, el canario José de Viera y Clavijo también le dedicó una entrada en el más antiguo repertorio del habla de las islas, de finales del siglo XVIII (DHECan: s. v.):
agua-mala (Aqua mala, Pulmo marinus) llamada también aguaviva, especie de zoófito marino que los autores españoles llaman «pulmón marino» por parecerse en el color al pulmón de los animales; los franceses «ortiga nadante» y «gelatina del mar», por la sustancia de que está hecha; los italianos «capello di mare», esto es, «sombrero de mar»; y los portugueses «agua mar», de donde los canarios tomamos sin duda el nombre de «agua-mala», con que es conocido este viviente en nuestras costas.
Aunque siempre ha sido más frecuente, como apuntaba el arcediano, el sinónimo aguaviva. El empleo de este último término se circunscribe, según el Diccionario de la Lengua Española (DLE), a Cádiz, Canarias, Huelva, Málaga, Argentina, Chile, Puerto Rico y Uruguay, provincias, comunidades y países a los que hay que añadir también Cuba y la República Dominicana. Debe tratarse de un portuguesismo antiguo, ya que desde los inicios del siglo XVII aparece documentado en el Nuevo Continente: «si fueran aguas vivas no escapara persona por que era el parage poco socorrido»; «son aguas viuas, entre infinidad de pescado»23.
En cuanto a la forma ultracorrecta burgado, Adolfo de Castro y Rossi la define como «caracol chico y redondo». También el gaditano Juan Ignacio González del Castillo, en uno de sus sainetes publicados póstumamente (1812: 126), recogía el término:
El Señor / es D. Pedro Rapacuellos, / riquisimo negociante: / conmenzó su giro en tiempo / de los caños, mariscando / evillas y clavos viejos. / Y despues enriqueció / siendo director del gremio / de todos los traficantes / de vulgados y cangrejos».
En realidad, según las distintas localidades andaluzas, puede referirse tanto al caracol terrestre como al bígaro. Sin embargo, en Canarias, donde se documenta desde 1503, y en América (en algunas zonas de la Colombia atlántica, Costa Rica, Nicaragua, Perú, Puerto Rico y la República Dominicana) el significado coincide totalmente con el portugués burgau, de donde procede, a pesar de que algunos investigadores hayan apuntado a un posible origen indoamericano (DHECan: s. v.).
El «viaje redondo» de las palabras se completó cuando comenzaron a llegar las novedades indianas a los puertos andaluces y empezaron a circular por la península los nombres que designaban aquellas nuevas realidades24, como afirmaba el sevillano Nicolás Monardes en su Historia medicinal de las cosas que se traen de nuestras Indias Occidentales (1574: primera parte, 1v):
(...) allende de estas riquezas tan grandes nos embían nuestras Indias Occidentales muchos árboles, plantas, yeruas, raíces, çumos, gomas, fructos, simiente, licores.
En algunos casos, la asimilación de las voces con las que se designaban aquellos productos procedentes de América fue inmediata y generalizada, y pronto dejaron de sentirse como tales americanismos para integrarse en el bagaje léxico de la lengua sin restricción geográfica alguna; en otras ocasiones, los indigenismos gozaron de aceptación solamente en las regiones que mantuvieron una comunicación más intensa o dilatada en el tiempo con los enclaves americanos. Entre los primeros se han solido incluir maíz, papa o patata (por cruce con batata) o los sinónimos cacahuete y maní, aunque en todos estos indoamericanismos la ausencia de marcación diatópica es discutible; entre los segundos, resulta interesante la particular historia de bohío o bujío, por citar solo unos pocos ejemplos de las decenas de voces que tomaron carta de naturaleza en las distintas variedades del español europeo25.
Miguel Ángel Asturias, en su novela Hombres de maíz (de 1949), supo reflejar lo que había significado la llegada de los conquistadores para la cultura maya-quiché, en la que el maíz tenía un carácter mágico ya que, según el mito de Popol Vuh, el primer hombre y la primera mujer fueron creados a partir de este cereal26. Despojado de su simbología, la noticia del maíz pronto llegó a Europa, de tal manera que aparece definido en los primeros repertorios léxicos: la palabra la recoge Pedro Mártir de Anglería en sus «Vocabvla barbara», de 1516 («maizium. Granum ex quo conficitur panis»), y da cuenta de ella también Antonio Pigaffeta entre las voces propias de Brasil («Miglio maiz»), en su Primo Viaggio intorno al globo terracqueo (manuscrito entregado en 1522 a Carlos V, tras el regreso de la primera vuelta al mundo comandada por Magallanes) (TLEAM: s. v.). Sin embargo, el tainismo no se encuentra tan generalizado en el español europeo como se desprende de la información del DLE, ya que en Canarias, Salamanca, León, Zamora y Galicia se emplea en su lugar el occidentalismo millo (esto es, del lat. milium, de donde deriva la forma española mijo). En el archipiélago, este occidentalismo es muy frecuente y se documenta al menos desde principios del siglo XVII (DHECan: s. v.).
Algo similar sucede con el quechuismo papa, desplazado por patata en casi todo el español peninsular, tal como advierte el DLE, que considera esta última forma un «españolismo», mientras que el indoamericanismo puro lo registra sin marcación diatópica alguna, cuando su registro se circunscribe a América, Canarias y parte de Andalucía (ALEA: II, 325 «Patata»). La abundante documentación americana permite afirmar que, durante el siglo XVI, la voz era conocida no solo en todo el territorio inca, sino que su uso ya se había extendido a otras zonas y había sido adoptada en su léxico por los indianos conquistadores y colonizadores. En 1627, Pedro Simón la incluye en su «Tabla para la inteligencia de algunos vocablos»:
Papas, es lo mismo que turmas en este vocablo, sabras lo que son, es del Pirù tambien. Turmas, son vnas raizyllas redondas del tamaño de las turmas de tierra comunes, que por esso las llamaron assi los Españoles, que en el Pirù se dizen papas, danse asidas a las rayzes de vnas yeruas, que las llaman con el mismo nombre, algo leuantadas de la tierra, son de mucho sustento, para toda suerte de gente, aunque no tienen ningun sabor mas de aquello con que las guisan.
En el archipiélago canario, es posible suponer que ya se cultivaban papas antes de 1567, pues en ese año se documenta un envío a Amberes desde Gran Canaria, y en 1574 otro a Rouen desde Tenerife (DHECan: s. v.).
La distribución diatópica del nahuatlismo cacahuete y del tainismo maní permite asimismo diferenciar las variedades del español por la diversa recepción que han tenido ambas voces. Desde maní el DLE remite a cacahuete, lo cual ya es indicio de que para la Academia es esta última palabra la usual, tal y como lo hace ver el DEA, que califica maní de «raro». Antonio López Matoso en el vocabulario habanero que incluyó en su Viaje de Perico Ligero al país de los moros (1816, apud TLEAM) decía del maní: «Son los cacahuates», empleando en la definición la forma propia de su variedad mexicana, que es la que, con disimilación, también se registra mayoritariamente en Andalucía (como cacahué y cacahuey en el ALEA: II, 350), si bien Alcalá Venceslada había recogido maní en Motril (Granada) para hacer referencia a la «pipa tostada del cacahuet». En Canarias, sin embargo, es cacahuete el término que habría que marcar como no común, porque el normal y general es maní.
Adolfo de Castro y Rossi anotaba otros indoamericanismos propios del habla gaditana, pero interesa por su presencia en otros enclaves atlánticos, como la palabra bojío, que el autor gaditano definía en estos términos:
s. m. Dícese también Bujío. Término americano, con que se significa casa rústica. Aquí se dice: No sabemos en qué bojio o bujio se ha metido fulano, para dar a entender que se ignora dónde pasa la mayor parte del tiempo y que se sospecha que no es para cosa buena. En algunos pueblos de la provincia, lodazal profundo27.
En el archipiélago, los registros documentales se remontan a finales del siglo XVI, ya que aparece en una Descripción de las Islas Canarias, cuyo original se conservó en el sevillano Archivo General de Indias. Esta relación fue escrita con toda probabilidad entre 1584 y 1592 por el capitán y alférez mayor Francisco de Valcárcel y Lugo, y en ella se señala que los aborígenes de las islas «abitavan en quevas y bohios hechos de piedra» (DHECan: s. v.). Aunque más interesante resulta este otro testimonio metalingüístico del marino lucense José Varela y Ulloa cuando, en su Derrotero y descripción de las Islas Canarias (de 1788), señalaba que los trabajadores de los ingenios isleños vivían «en unas pocas mas que chosas cubiertas de paja que llaman en el Paiz Bugios» (ibid.). La voz recaló pronto a Canarias, como se advierte en estos textos tan tempranos, pero su empleo ha quedado relegado a los estratos populares y generalmente asociada al habla de los indianos. Como cubanismo, y no como canarismo, la empleó Benito Pérez Galdós en El amigo Manso, ya que para él sería una palabra de empleo habitual entre sus familiares más cercanos, encargados de atender los negocios que mantenían en la Gran Antilla:
¡Ay qué Madrid, qué Madrid este! Vale más andar en comisión por el monte, vivir en un bohío, comer vianda, jutía y naranjas cajeles, que peinar a la moda, arrastrar cola, hablar fino y comer con ministros... Mejor estaba ella en su bendita tierra que en Madrid.
Hace unos años, en 1979, la periodista uruguaya Aglae Alcestes acuñó el término «atlanticidad»28, un concepto válido, como se ha visto, para explicar una buena parte de la historia del léxico meridional, marcado por su vocación ultramarina. Como las piezas de un puzle, este vocabulario recupera todo su sentido cuando es posible desentrañar el rumbo y la singular distribución diatópica de cada palabra.