El guaraní y otras lenguas en la génesis de la República Oriental del Uruguay Diego Bracco
Universidad de la República (Uruguay)

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Introducción

El guaraní dejó grandes huellas en la toponimia de la República Oriental del Uruguay. Otras lenguas también fueron relevantes en su génesis pero se han desvanecido. A veces la documentación permite intuir la profundidad con que fueron empleadas y también, lo mucho que hemos perdido. Para ejemplificarlo se usarán diálogos que tuvieron lugar en la primavera del año 1683, en la llanura suavemente ondulada que caracteriza al territorio de la República arriba nombrada. Y para ello es preciso comenzar refiriendo a las misiones jesuíticas que se establecieron en la cuenca del Río de la Plata, especialmente a las situadas cerca del río Uruguay. Una de ellas se llamaba Santo Thomé y allí era misionero Francisco García1, jesuita que hablaba la lengua de los guenoa minuanos. Otra, fundada poco después de la fecha recién mencionada, se llamaba San Borja e incluyó a caciques como el guena minuán protagonista de este relato.

Las lenguas que hemos perdido

San Francisco Javier se había marchado al Lejano Oriente tras participar en la fundación de la Compañía de Jesús. Después de increíbles aventuras había muerto en China, en 1552. En el siglo XVII muchas voces le atribuían el conocido soneto que empieza afirmando:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

En el año 1683 un jesuita llamado Francisco García fue protagonista de otra gran aventura. Sintiéndose bajo la protección de San Francisco Javier se internó en tierras de los guenoa minuanos, donde hoy está la República Oriental del Uruguay, para llevarles el evangelio. Allí observó que numerosos indígenas se burlaban de sus creencias y que  muchos otros no tenían ningún interés en ellas.

Francisco García buscaba persuadirlos de las ventajas que tendrían si le seguían y aceptaban vivir en los pueblos o reducciones jesuíticas. Convenció a algunos; entre ellos a un joven cacique, sobrino de uno de los jefes máximos de esa nación. En aquel lugar y entonces, a los peligros como las víboras, los jaguares o la guerra, se sumaban dos grandes enemigos: las epidemias de origen europeo y los cazadores de esclavos.

El joven cacique debió ser muy valiente y los suyos temían perder su concurso. No sabemos qué le impresionó tanto de la prédica del misionero pero afirmó

(…) que él jamás había oído tales cosas, y que no sabia, como los que me habían oido otras dos veces que yo habia estado en sus tierras, no trataban de cosas tan importantes, ni se hablaban en orden a mudar de vida: y que él con aquella sola vez, que me oía, ya no podia sufrir más.

Los jefes guenoa minuanos querían echar pronto al misionero que, con unos y otros pretextos, se fue quedando. Durante el día hacía lo posible por hablarles de su fe y empleaba las noches para conversar en secreto con el joven, para que «otros no le estorbasen la conversion». El joven cacique «ya no podia comer, ni dormir, por la batería que hacían en su corazón las maravillas de Dios, que había oído». De cualquier modo, mantuvo oculta su conversión «porque no les impidiesen los demás, intentando huirse de los suyos, cuando pudiesen». Aunque el misionero había llevado grandes cantidades de yerba mate, tabaco y otras cosas muy valiosas para ganar la voluntad de los principales jefes, eso no era suficiente. Una noche, siempre a escondidas, el joven cacique fue donde el religioso. En un momento, creyeron todo perdido porque muchos hombres rodearon el toldo, pero no llegaron a entrar y no lo descubrieron. Después, consiguió salir sin que lo vieran. Antes del amanecer regresó para asegurar que ya estaba resuelto y que sólo le faltaba hablar con el cacique principal, su tío. A la noche siguiente, cuando todos dormían, el joven volvió a visitar al jesuita. Estaba muy contento, «con la licencia deseada de su tio». Afirmó que partiría después que el misionero, para que su salida y la de los suyos pasara inadvertida.

Así se hizo, aunque al joven cacique le costó alcanzar a quienes le precedían porque traía una criatura enferma y se le habían cansado los caballos. Llegó con «toda su familia, que constaba de diez y seis personas: tres mujeres suyas, y su madre, un cuñado, hijos, y sobrino». Para lograrlo se había levantado «a media noche, dejando cantidad de vacas, y caballos, que tenía, y se partió a aquella hora». Los suyos le aseguraron «con lágrimas, que todos quedaban como huérfanos sin tan esforzado y amado compañero, que era toda su confianza», intentando con «ruegos, y lágrimas» que no se fuera. Pero él respondía que lo que había escuchado no le dejaba «dormir, ni descansar, por lo cual no podía hacer otra cosa».

No ha llegado hasta nosotros el nombre de este joven cacique. Nada conocemos acerca del diálogo que mantuvo con su tío, para que le diera el beneplácito. Menos, de los aspectos, la profundidad, el sentido último del cristianismo que escuchó del padre García.

Del misionero sabemos que se sentía amparado por San Francisco Javier. También que, a juzgar por el modo diáfano con que se expresaba, debió ser hombre de amplias lecturas. Y que por ello no podía ignorar el soneto, entonces frecuentemente atribuido a su maestro, que terminaba señalando:

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara
,y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Conozco muchas circunstancias terribles en que los indígenas fueron obligados al cristianismo y otras en que lo aceptaron porque les convenía. Me pregunto en cambio por lo que provocó la apasionada conversión del joven cacique. En ocasiones me parece que pudo ser una visión del cristianismo en sintonía con el soneto. También quisiera saber, si es que tuvo que resolverlo, porque pudo quedar para la generación de sus hijos, cómo habrá sentido el dilema entre la fidelidad a sus tres compañeras y las exigencias de su nueva fe.

Además me pregunto por la lengua de los guenoa minuanos, que apenas ha permanecido en la toponimia, pero permitió este y otros diálogos que alumbraron alianzas fundacionales para la región, aunque nosotros hayamos sido incapaces de conservar ese tesoro.

Notas

  • 1. Las citas están tomadas de una carta del padre Francisco García, del año 1683, cuya ortografía y gramática se ha actualizado parcialmente. La carta está inserta en: Jarque, F. (1687), Insignes Misioneros de la Compañía de Jesús. Pamplona: Juan Micón editor. Para conocer las relaciones entre las misiones jesuíticas y los indígenas nómadas hay grandes obras. No está entre ellas el artículo que se cita a continuación pero puede ser útil como introducción: Bracco, D. (2016), «Los guenoa minuanos misioneros», Memoria Americana. Cuadernos de Etnohistoria, 24 (1), pp. 33-54. Disponible en: https://doi.org/10.34096/mace.v24i1.2612.Volver