La lengua y la imprenta en Filipinas durante la globalización temprana: historia de una necesidad Carmen Sanz Ayán
Universidad Complutense de Madrid / Real Academia de la Historia (España)

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Resumen

El proceso de mundialización que se inició con la apertura de la ruta del Pacífico en la expedición de Magallanes-Elcano abrió la puerta a varios fenómenos propios de la globalización temprana. Uno de los más importantes fue la implantación de la imprenta asociada en sus orígenes a la difusión y conocimiento de la religión católica y de la lengua española. En esta comunicación se aborda la cuestión de cuándo y quién introdujo el arte de imprimir en Filipinas, qué tipos de impresos vieron la luz en el archipiélago a finales del siglo XVI y qué condicionantes materiales e ideológicos tuvieron.

El proceso de mundialización que se inició con la apertura de la ruta del Pacífico en la expedición de Magallanes-Elcano abrió la puerta en esa área geográfica hasta entonces inexplorada, a varios fenómenos propios de la globalización temprana. Uno de los más importantes fue la implantación y difusión de la imprenta desarrollada en Europa a mediados del siglo XV, con las consecuencias culturales que ello supuso.

Abordaré la cuestión de cuándo y quién introdujo el arte de imprimir en Filipinas, qué tipos de impresos vieron la luz en el archipiélago en esos tiempos y qué condicionantes materiales e ideológicos tuvieron. Por razones de espacio me limitaré tan solo a hacer balance de las primeras producciones impresas generadas en el archipiélago durante la primera época moderna, que tuvieron en la traducción de la lengua española a las nativas de la zona y en la evangelización sus objetivos fundamentales. El relato de ese proceso fue historiado desde muy pronto por colectivos interesados en visibilizar su carácter de pioneros en esta tarea que permiten constatar fenómenos de hibridación cultural singulares generados durante la globalización temprana (Gruzinsky, 2010 y 2017; Subrahmanyam, 2005; Hausberger, 2018).

Sabemos que el descubrimiento del «arte de imprimir» a mediados del siglo XV en tierras centroeuropeas supuso una revolución cultural que paulatinamente trasformó el ámbito político, religioso y artístico a nivel planetario. En tan solo unas pocas décadas, los talleres de impresión alcanzaron buena parte de Europa y al iniciarse los procesos de exploración y colonización del Nuevo Mundo libros e imprentas fueron conquistando también aquellos espacios.

Todavía no conocemos con certeza cuál fue la ruta por la que las imprentas de tipo europeo, es decir, las de caracteres móviles, llegaron a Filipinas. Pudieron venir de México —donde existían desde 1536—, pero también pudieron hacerlo a través de Goa o incluso más fácilmente, de Japón. Allí los jesuitas habían introducido desde 1590 el arte de fundir tipos europeos. También lo habían hecho en China, razón por la que en Macao en 1589 se imprimió el libro del P. Bonifacio De honesta puerorum institutione y en 1590 la famosa obra De missione Legatorum Japonensium ad romanam Curiam. Fue el padre Alejandro Valignano el que, tras llegar a Macao procedente de Europa en el mes de agosto de 1588, trajo tipos y materiales de imprenta que meses después le permitieron editar aquellas obras ayudado por miembros de la Compañía que sabían hacerlo (González Sánchez, 2017). Parece factible, por tanto, que por intercambios comerciales y por cercanía, la primera imprenta de tipo europeo procediese de la que los jesuitas establecieron en Macao. De hecho, no se conoce libro salido de aquella imprenta jesuita después de 1590 y se ha especulado con la posibilidad de que esa misma prensa fuera la que se llevara a Filipinas.

Pero según los datos con los que contamos hasta hoy, el relato histórico más ordenado sobre la primitiva implantación de la imprenta en Manila estuvo vinculada con la acción de los dominicos que, sin embargo, fueron los penúltimos en establecerse en las islas, sólo por delante de los agustinos recoletos. Lo hicieron en 1587 a través de un contingente de fundadores que salieron de Cádiz vía Acapulco (Busquets, 2013 y González Pelayo, 1990). El hecho de que desde 1579 el Dominico Domingo de Salazar, misionero en México, fuera nombrado obispo de Filipinas por Gregorio XIII para erigir la primera diócesis allí con el beneplácito de Felipe II, debió otorgarles una cierta preminencia.

Es precisamente un dominico, el padre Aduarte, el que señala en su Historia de la Provincia del Santo Rosario de Filipinas, Japón y China la imaginativa manera en la que los dominicos suplieron las dificultades para imprimir en Filipinas obras que se consideraban necesarias. Cuenta que uno de sus más insignes hermanos, Fray Francisco de San José, había compuesto manuales y libros de devoción para cristianizar a la población autóctona pero al no haber imprenta moderna en las islas ni tampoco oficiales europeos para poder imprimirlas, tuvo que recurrir a las habilidades de un chino cristianizado llamado Juan de Vera, que, según el fraile, era un hombre devoto que decidió poner en marcha una imprenta para hacer libros santos siendo el primer impresor que operó en las islas. Añadía el dominico en su relato que no lo hizo «por cudicia, que ganaba él mucho más en su oficio de mercader», pero que «perdió de buena gana esta ganancia por hacer este servicio al Señor y bien a las almas de los naturales» (González, 1693, p.100). Advertimos en este relato un fenómeno exclusivo de hibridación propio de los talleres de impresión filipinos que tiene que ver con los efectos de la cristianización temprana en la población china y del mismo modo que ocurrió en los talleres de impresión europeos que fundamentalmente fueron empresas familiares, al chino cristianizado Juan de Vera le sucedió en el primer taller de impresión filipino su hermano menor.

Aunque Aduarte no dice cuál fue el primer libro que se imprimió en Filipinas, sí se atreve a hacerlo otro dominico, Fray Alonso Fernández, en su Historia Eclesiástica de nuestros tiempos, publicada en Toledo en 1611. Según esta fuente, fue el mismo Fray Francisco de San José o de Blancas, el que imprimió en lengua y letra tagala un libro de Nuestra Señora del Rosario el año de 1602, que según su testimonio «fue el primero que desta ni de otra materia allá se ha impreso» (Fernández, 1611, p.303). El mérito de iniciar la acción impresora en Filipinas quedaría, pues, según este relato, en el campo de los dominicos que, como vemos, organizaron un relato bien ordenado sobre la cuestión.

No obstante, el bibliófilo Brandes escribió en 1885 que ya en 1593 se había impreso en Manila una Doctrina Cristina en español-tagalo con caracteres propios de esta última lengua. Aunque el impreso no ha sobrevivido, la carta que daría testimonio de su existencia fue escrita a Felipe II desde Manila con fecha 20 de junio de 1593 por el gobernador Pérez das Mariñas. En ella informaba de que había dado licencia de impresión

(...) para que por esta vez, por la gran necesidad que había, se imprimiesen las doctrinas cristinas que conestaban, la una en lengua tagala, que es la natural y mejor destas islas y la otra en china, de que espero resultará gran fruto en la conversión y doctrina de los de la una nación y de la otra.

(Retana, 1894: 284)

Los impresos fueron enviados a Felipe II en el propio año 1593 al tiempo que se daba noticia del precio al que se vendían:

Hanse impreso cartillas y cathecismo de la fee, uno en lengua española y tagala que es la natural y otra en lengua china, que se embían a S. Magestad. La tagala tassada en dos reales y la china en quatro, que se espera sea de gran fruto.

(Mojarro, 2020: 233)

Pero algunos autores como Beristain de Sousa, adelantarían todavía más el proceso de producción impresa en Filipinas al afirmar que un Arte y vocabulario de la lengua Tagala, obra del agustino Fray Juan de Quiñones, se imprimió por primera vez en Manila en 1581, lo que haría avanzar el logro y el interés de elaborar estos diccionarios una década y colocaría la primicia de hacerlo del lado de los agustinos (Quilis, 1982: 1). Aunque no existen más pruebas que lo corroboren, sí contamos con una Real Cédula de 1584 que prohibía que se hicieran vocabularios que no hubieran sido aprobados por el obispo, de lo que se puede deducir que debió haberlos. También parece razonable que antes de que se imprimieran doctrinas, tuvieron que elaborarse vocabularios para traducirlas de modo que este adelanto en la fecha resulta verosímil. Fuera en los años ochenta o en los noventa del siglo XVI, y fueran los dominicos, los agustinos o los jesuitas, parece evidente que durante las dos últimas décadas del quinientos la necesidad de conectar la lengua española con las originales de las islas fue el motor que impulsó la existencia de talleres de impresión en aquella área del Pacífico. Diccionarios que facilitaban la comunicación con los habitantes locales y que permitían elaborar a su vez doctrinas cristianas traducidas a los dialectos chinos del sur o a las lenguas autóctonas de las islas. Unos y otras se convirtieron en los auténticos best sellers filipinos a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. Fue el caso del Arte y reglas de la lengua Tagala, editado en 1610 por el impresor filipino Tomas Pinpin, al que siguió tres años después la obra de Fray Pedro de San Buenaventura titulada Vocabulario de lengua tagala (Wolff, 2011). La obra se convirtió en modelo para la elaboración de otros vocabularios posteriores (Ortega Pérez, 2018: 34), de modo que la edición de este tipo de impresos ya no cesó a lo largo de todo el periodo moderno.

Fue una tarea asumida por la totalidad de las órdenes religiosas, con independencia de que se incorporaran con más retraso a las tareas de evangelización, aunque podemos observar según este resumen que existió una pugna soterrada entre ellas por anotarse la preeminencia en esa tarea. Semejante labor exigió a los misioneros convertirse en lingüistas y hacer frente a una gran variedad de idiomas y dialectos impuestos por la diversidad geográfica, un fenómeno que alguno de ellos ya había experimentado en América y que probablemente tenía su origen en el procedimiento desarrollado por el agustino Fray Hernando de Talavera tras la toma de Granada (Iannuzzi, 2011: 60). El contacto con las poblaciones autóctonas les permitió realizar transcripciones fonético-fonológicas y recopilar datos morfológicos, sintácticos, semánticos de enorme variedad que requerían compilaciones, puestas al día y nuevas reediciones (Zimmerman, 2019: 71). Su producción se fue ampliando a medida que los misioneros se asentaban en nuevas zonas geográficas con lenguas diferentes al tagalo como el bisaya o el bicol (García Medall, 2007: 2), e incluso adoptaron formas poéticas y cancioneriles redactadas en las lenguas autóctonas para facilitar su memorización a los neófitos, mientras que otras se elaboraron y editaron en latín destinadas a la formación humanística e incluso para su difusión internacional (Donoso, 2021).

En cuanto a las doctrinas, las primeras están datadas en la última década del siglo XVI y, como ocurriera con las americanas, con mucha frecuencia no consignan autor. A partir del XVII sí aparecen los autores y así continuarán en las siguientes décadas. Este tipo de impresos y sus derivados siguieron teniendo mucha aceptación a lo largo de toda la época moderna ocupados en asuntos concretos surgidos en la práctica misionera, en la administración de los sacramentos, en la elaboración de catecismos especiales o en la adaptación de la predicación y de los ritos a las zonas nuevamente evangelizadas.

También a partir de 1618 y en los años veinte y treinta del siglo XVII, junto a las obras dedicadas al conocimiento de las lenguas locales, las doctrinas y las traducciones útiles para el adoctrinamiento cristiano, que estaban enfocadas al consumo interno en las islas, aparecieron muchas que describían los martirios de cristianos en tierras de misión, particularmente en Japón, es decir, acontecimientos de la historia más reciente acaecidos en el Pacífico. Desde finales del siglo XVI y sobre todo a partir de 1612, tras el edicto de Ieyatsu contra los cristianos (Nagaoka, 1905: 103-133), cuando las persecuciones se volvieron particularmente violentas, agustinos y dominicos fueron los primeros en airear los logros de sus mártires desde las imprentas de Manila (Gutiérrez, 1992: 229-231). En 1618 ambas órdenes elaboraron este tipo de obras entre las que encontramos La vida y muerte de los Santos Mártyres Fernando de S. José y Nicolás Melo por el padre Hernando de Bezerra de la orden de San Agustín, que se imprimió en el convento de San Guillermo de Bacolor; y la obra de Fray Domingo González titulada Relación del martyrio del V.P. Fr. Alfonso de Navarrete, dominico, y su compañero el V.P. F. Hernando de San Joseph Agustino en Iapon, editada 1627. La trascendencia internacional de este tipo de textos fue inmediata. El primero, por ejemplo, fue traducido al italiano por Fray Raimundo Parascandolo y publicado en Nápoles en el propio 1618, mientras Pages afirma que la traducción italiana es de 1621, por lo que quizá hubo dos ediciones. A partir de la década de los veinte estos relatos se hicieron más comunes y algunos incluso exhibieron falsas portadas atestiguando que habían sido impresos en Manila, cuando no era cierto, para dar más verosimilitud a los relatos.

Muy pronto encontramos también la literatura encomiástica y los panegíricos que constituyeron un lenguaje común en toda la geografía de la monarquía hispánica. Así en 1612, y costeado por el concejo de la ciudad de Manila, se imprimió el sermón de Fray Pedro Matías de Andrada titulado Sermón de honras de nuestra señora y Reyna de España Doña Margarita de Austria. Aunque es probable que con cada aclamación o fallecimiento real se generaran este tipo de documentos, uno de los que dejó más huella impresa fue el fallecimiento del príncipe Baltasar Carlos. La ciudad se volcó en la elaboración de su monumento fúnebre, tal y como quedó atestiguado en una publicación de linda factura titulada Aparato fúnebre y real pyra de honor que erigió la piedad y consagró el dolor de la muy insigne y siempre leal ciudad de Manila a las memorias del Serenismo Príncipe de España D. Balthasar Carlos que esté en gloria.

En definitiva, la producción de diccionarios y de libros religiosos copó la primitiva producción impresora en Filipinas dando lugar a un fenómeno de hibridación rápido y exitoso entre la población china convertida y muy poco después entre la población autóctona del archipiélago. Los impresores procedentes de Europa fueron pocos, aunque no hay que desdeñar el hecho de que algunos de los frailes de las distintas congregaciones debieron tener conocimientos del arte de imprimir siendo probablemente los auténticos conectores de ambos procedimientos de reproducción libraría, el chino y el occidental.

Tras los libros de carácter instrumental elaborados para ser el último eslabón de un programa de propagación e intensificación del mensaje evangélico, vinieron las historias de hazañas religiosas de las distintas órdenes, en forma de martirologios y de historias de las provincias eclesiásticas recientemente aprobadas en las islas de Poniente. Y tras los logros religiosos llegó el relato de los políticos. Comienzan a tener protagonismo en las imprentas de Manila obras de tipología variada que hablan el lenguaje común de la monarquía católica. Aparecen los panegíricos de reyes y reinas por sus matrimonios, aclamaciones y decesos y las relaciones de fiestas institucionalizadas que son comunes a todos los rincones de los dominios hispanos. En todo caso, los restos de aquella producción impresa que ha llegado a nuestros días, certifican los efectos culturales de la mundialización temprana, es decir, del mundo social y cultural común que se generó a partir de la primera circunnavegación.

Bibliografía

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