Ni española ni americana, la ciudad en la América española solo podía ser indiana, según la feliz expresión utilizada por Mariano Picón Salas en su ya clásico libro. Es esta urbe la que aún sin entrar el siglo XVII, cuando ya la generación de los conquistadores y su mundo de gestas daba paso a una sociedad obsesionada por prestigios y distinciones, se hizo barroca. Para entonces, todas nuevas en su origen pero mestizas en su construcción, estas urbes se hacían centenarias. Esto es, ya eran arquitectura, espacios construidos, circulaciones, intercambios, hegemonías, resistencias, saberes prácticos y mucho más, todo lo cual, las había convertido en poderoso crisol en el cual tomaron forma nuestras sociedades multiétnicas. El barroco, entonces, al igual que la ciudad, se haría mestizo.
Quién podría dudar que el mestizaje étnico en la América española resultó del cruce de blanco con indio, de blanco con negro y de indio con negro. Las posibilidades intermedias también son conocidas pues no fue inusual que el mestizo se relacionara con mulata o que lo hiciera un mestizo con india o un negro con mulata, entre otras muchas combinaciones que, por ser tantas en una sociedad profundamente jerarquizada pero al mismo tiempo fluida interétnicamente, dieron lugar a un complejo vocabulario para dar razón de esas diferencias.
Lo anterior es evidente, pero no resulta suficiente si consideramos que bajo la denominación de blanco, por ejemplo, hacemos referencia a un súbdito del imperio español que nos obliga a precisar que era un castellano, un portugués, un andaluz, un extremeño, un leones, alguien de los países bajos españoles, un alemán, y aun alguien oriundo del reino de Nápoles, entre otros, y considerando solo el lugar de origen de quienes poblaron, como blancos, la ciudad de Santafé en calidad de fundadores (Mejía, 2012: 76-88). De esta manera, el mestizaje ya no es entre blanco e india sino, más interesante, entre alemán, castellano, portugués y demás con india. Esto es, un mestizaje cultural, que fue lo que en realidad ocurrió.
Por supuesto, debemos hacer el mismo ejercicio con los indios. ¿Cuántas comunidades diferentes, no solo cacicazgos dentro de la nación muisca, para seguir con el ejemplo del Nuevo Reino de Granada, sino etnias sin elemento alguno en común con los muiscas, como podrían ser panches, pijaos y muchas otras que entraron en contacto con las huestes de Jiménez de Quesada, Sebastián de Benalcázar y Nicolás de Federmán antes de la fundación de Santafé? En esta, sin duda, estuvieron presentes de alguna manera muiscas vinculados al cacicazgo del Bogotá o del Guatavita, o del Suba, entre otros. Pero esto no es suficiente, pues, por ejemplo, varios de los compañeros de Benalcázar llegaron hasta con 150 hombres de servicio.
(...) algunos de los cuales fueron vendidos en el Nuevo Reino. Entre ellos había una negra por lo menos y otros provenientes de México, Nicaragua y el Perú, siendo algunos de ellos de sangre indígena noble.
(Avellaneda, 1992: 11)
De esta manera, lo que resulta más interesante es que el mestizaje en Santafé resultó, por ejemplo, de la reunión de un andaluz con una india del Bogotá o de un aragonés con una india del Perú. Y el ejercicio es igual cuando consideramos los negros: ¿de qué lugar de África y con cuáles idiomas, dioses y conocimientos llegaron en calidad de esclavos? Además, también resulta cierto que junto con esclavos hombres o mujeres, como en el mencionado caso de uno de los compañeros de Benalcázar, poco después llegaron otros negros en calidad de libres, los que igualmente pudieron mezclarse con los demás que habitaban la nueva ciudad.
Si consideramos las expediciones realizadas a Santafé durante la década de 1540, que ya no fueron de conquista sino de colonización, lo que resulta es que fue posible construir la ciudad porque, sencillamente, nada existía antes; esto es, la fundación es condición para su posterior materialización pero no es suficiente para que ello ocurriera. Para esto, el número y calidad de quienes se avecindaron —si su origen era blanco— o residieron —si su origen étnico era otro— fue fundamental, pues crearon las condiciones para la permanencia en un solo lugar y, en este, para que sin importar el recio sistema jerárquico florecieran las relaciones interétnicas, el mestizaje.
En efecto, entre otras y siguiendo el caso de Santafé, fueron las expediciones de Jerónimo Lebrón en 1540 o la de Alonso Luis de Lugo en 1543, las que hicieron posible la existencia material de la ciudad. Con la primera, llegaron unos 200 españoles.
(...) además de los indispensables naturales que les ayudaban con las cargas, de guías y de intérpretes, y de dos caciques amigos, Melo y Malibú, también viajaban tres mujeres españolas, por lo menos siete esclavos negros de ambos sexos, y el único conquistador negro libre que llegó al Nuevo Reino durante sus primeros años de existencia.
(Mejía, 2012: 140-141)
Y con la expedición de Lugo, cuya avanzada llegó a Santafé unos meses antes, vinieron unos 170 españoles.
(...) más ocho mujeres españolas, un número desconocido de indígenas incluidos algunos esclavizados, y unas pocas docenas de esclavos negros... además de herrajes y herramientas, entre ellas: hachas, cuchillos, arados y armas; ganado de cerda, vacuno, yegüerizo, cabrío y ovejuno; carpinteros y albañiles, y semillas de cereales, frutas, hortalizas, plátanos y caña de azúcar.
(Mejía, 2012: 140-141)
Las consideraciones anteriores resultan pertinentes, pues en el mestizaje resulta crucial no solo singularizar quienes se encuentran sino también el lugar y las condiciones bajo las cuales ello ocurre. En este sentido, el mestizaje producto del paso rápido, violento o no, de una hueste conquistadora no deja la misma huella que el encuentro permanente que causa habitar en el mismo lugar. Igualmente, el mestizaje producto de las actividades iniciales de construcción de una ciudad es diferente del que resulta de habitar una urbe ya consolidada, cambio que en nuestro caso contempla una primera época en el que la encomienda fue dominante y condición para la construcción de la ciudad, y una época posterior, ya con pocos encomenderos y, en consecuencia, un número considerable de naturales habitando permanentemente en la ciudad, mestizos de tercera y aun cuarta generación, además de muchos más esclavos presentes en la urbe. Y es este precisamente el punto en el que nos interesa señalar: la ciudad indiana fue el crisol por excelencia para el mestizaje, pero este fue dinámico pues se dio bajo condiciones en el que el paso del tiempo fue algo más que simple cronología.
Construir la ciudad tomó décadas. Si pensamos, por ejemplo, en la catedral de Santafé, edificio necesario pues la urbe fue erigida sede obispal en 1553, la construcción de una iglesia para el obispo comenzó ese mismo año; sin embargo, problemas en su construcción causaron que se desplomara casi por completo la noche anterior a su consagración en diciembre de 1565 y cuando ya se sabía que la ciudad había sido elevada a la dignidad de arzobispado. Fue necesario, entonces, que unos años más tarde, en 1572, se iniciara la construcción de una nueva iglesia, actividad que tomó el resto del siglo XVI para llegar a un edificio funcional pero que nunca se terminó de construir por completo. Por supuesto, apenas es necesario advertir que fueron maestros españoles los encargados de dirigir la obra, pero la mano de obra fue de naturales, no todos residentes en la ciudad ni necesariamente asentados en sus términos, sino provenientes en calidad de yanaconas o indios de servicio desde otras provincias del Nuevo Reino de Granada. En este sentido,
(...) miles de indígenas fueron obligados a contribuir con las diferentes derramas o repartimientos para intentar concluir la catedral de Santafé. Unos rindieron el tributo exigido y otros prestaron sus servicios en diferentes frentes de la construcción o en el transporte de materiales... El grupo indígena de los anaconas perteneció al gran grupo de los Nutabe, que habitaron la región sur de lo que hoy se conoce como el Valle de Aburrá, en Antioquia. De allí, probablemente se trajo a ese número indeterminado de indígenas para que sirvieran en la construcción de las tapias pisadas de las paredes. Los indios ladinos fueron aquellos que sirvieron de traductores del castellano a la lengua nativa de los indios bozales(...)
(Pinzón, 2019: 106-107)
Algo importante de advertir es que la catedral no era el único edificio en construcción por aquel entonces. De hecho, otras iglesias y conventos, las dependencias para la Audiencia y el Ayuntamiento, las casas para los vecinos, el acueducto y la fuente de la Plaza Mayor, varios puentes, en fin, estaban también en construcción, todo lo cual compitió por la misma mano de obra que, aunque por cientos presente en la urbe, nunca fue suficiente. Eso requirió que se alquilara y se pagara por los servicios de los naturales a los encomenderos que los prestaban, lo cual era lo esperado, pero igualmente la necesidad dio lugar a que aparecieran intermediarios que lucraban con la renta de indios que ellos conseguían; aún más, causó que se contratara directamente a algunos de los indígenas, y con alguna frecuencia, que se tolerara el refugio en la ciudad de naturales huidos de los pueblos a los que estaban siendo reducidos. No podemos olvidar que el recurso a los esclavos fue también una solución, para lo cual se los compró o alquiló para la obra de la catedral, como fue el caso en 1571 de la solicitud que hicieron el arcediano de la iglesia y el mayordomo de la obra de que les dieran el dinero necesario «para poder comprar los materiales que necesitaban, seis esclavos y pagar los oficiales...» o, años después, el alquiler de un esclavo llamado Antón de propiedad de Gerónimo Hernández de Birves «para que fuera empleado en los trabajos de la catedral desde el primero de noviembre de 1581 hasta finales del mes de febrero de 1583», trabajo tasado en cinco pesos mensuales (Pinzón, 2019: 116-117).
El mestizaje a que dio lugar la ciudad fue así complejo pues incluyó los saberes, las prácticas, los idiomas y mucho más que resultó de la presencia de grupos humanos muy diferentes y por largos períodos en el mismo lugar. En este sentido, no resulta extraño encontrar que
(...) entre agosto de 1585 y agosto de 1586, el mayordomo Hernando Arias Torero (acordara) con el indio ladino Luis, cristiano y de oficio herrero, que se encargara del servicio de herrería, además de hacer todo lo que se le ordenara. Arias le pagaría treinta pesos y le daría de comer carne de vaca y maíz.
(Pinzón, 2019: 112)
Luego, aunque todavía considerado indio, ladino por su conocimiento del castellano, y ya bautizado, era un herrero que podía participar en la construcción de la iglesia y ganar dinero con ello porque había aprendido un oficio que lo habilitaba para dicha tarea.
De lo anterior resulta que el indio Luis, que lo seguía siendo, era en otro sentido tres veces mestizo: por idioma, por religión y por oficio. Es precisamente esto lo que queremos significar por la urbe como crisol: las necesidades, demandas y posibilidades a que daba lugar una ciudad que de fundada debía convertirse en construida, hicieron que blancos, indios y negros, sin que desaparecieran jurídica, social o culturalmente en cuanto tales, dieran lugar a un nuevo sujeto, producto del crisol: el mestizo. Y Luis lo fue no porque dejara de ser indio sino porque se hizo cristiano, porque aprendió castellano y porque ejerció un oficio con el cual poder vivir y posiblemente prosperar.
En estas nuevas ciudades, pobladas por grupos humanos profundamente diferentes en sus orígenes, fue inevitable la hibridación cultural, el sincretismo, pues el espacio y lo que debía ocurrir en él hizo que grupos diferentes tuvieran que interactuar entre sí, beneficiarse de los saberes de los demás y aprender de prácticas y creencias que de otra forma nunca habrían conocido. Finalizando el decenio de 1550 o iniciando el siguiente, en Santafé ocurrió un caso que nos ilustra cómo desde épocas muy tempranas ya estaban en curso las hibridaciones a que daba lugar el crisol. Es el cronista Juan Rodríguez Freyle quien nos cuenta lo que sucedió en la ciudad con una negra horra (liberada), Juana García, que llegó con la mencionada expedición de Alonso Luis de Lugo. Una señora casada solicitó sus servicios, pues en ausencia de su esposo, quien había viajado a tierras de Castilla a conseguir mercancías, quedó embarazada y le preocupaba el pronto regreso de su marido. Esta señora solicitó a Juana García que le practicara un aborto, pero no fue necesario realizarlo pues utilizando un recipiente lleno de agua le mostró a la señora lo que se reflejaba en la superficie: su esposo en compañía de una señora y del sastre que le estaba confeccionando el vestido que quería regalarle. Le preguntó la señora a Juana García por el lugar en donde estaba su esposo y ella le respondió que en la isla de La Española, en Santo Domingo, razón por la cual no debía preocuparse. La señora tuvo el hijo y explicó a su esposo que era un huérfano al que había dado refugio. Con el tiempo, el señor supo lo sucedido y acusó a Juana García ante el obispo. Este emprendió la causa y al querer condenarla varios de los encomenderos y otros señores prestantes le pidieron que no hiciera público el caso pues muchos de ellos habían requerido los servicios de la liberta. Ésta, con sus dos hijas, fue exilada de la ciudad. Dice Rodríguez Freyle, que salió volando de Santafé, en dirección a los cerros del oriente, razón por la cual hoy en día uno de ellos lleva el nombre de Juana García (Rodríguez Freyle, 1979: 211-214).
La condición de habitar en un mismo lugar daba lugar a obligaciones que en situaciones de riesgo se hacían imperativas. Este fue el caso de Popayán en 1586, año en el que las autoridades de Popayán se vieron en la necesidad de listar los vecinos de la ciudad pues debían contribuir a la expedición que estaban organizando contra los indios de San Vicente de Páez y los Pijaos con el propósito de someterlos. De este inventario resulta que estaban inscritos 80 vecinos con la capacidad de aportar a la expedición: 22 eran encomenderos, 14 administraban minas y hatos, 19 eran mercaderes y otros 25 desempeñaban oficios diversos. Anota la historiadora que examinó este listado que
(...) las relaciones se hacían más sólidas, más estables por el mismo carácter de la ciudad. Era preciso convocar la asociación, la solidaridad, para atender necesidades... En esta ocasión el motivo o necesidad de asociarse surgía del miedo: la amenaza de «indios de mala paz».
(Díaz, 1996: 177)
Pasaron los años y las ciudades comenzaron a hacerse viejas. Las primeras generaciones murieron y ahora residían en ellas sus descendientes. Ellos acudían a las iglesias, circulaban por las calles, utilizaban las plazas, habitaban sólidas casas o estrechas chozas, residían en una de las parroquias o en los arrabales, en fin, gobernaban o eran gobernados pues las ciudades ya estaban construidas y permanentes eran sus vecinos y residentes. Y fueron estos los que habitaron el barroco. En este sentido, en el crisol ahora se mezclaron otros elementos que fueron del gusto de quienes estaban en la ciudad y por eso se hicieron necesarios.
En el testamento que dejó un indio de Santafé en 1633, Luis Jiménez, aparecen gestos que nos dicen de gustos que dan razón del cambio que se había operado. Este personaje se define a sí mismo como indio ladino y criollo (nacido) de Santafé; informa además que es hermano de las cofradías de San Juan, en la parroquia de La Catedral, y la del Sacramento en la parroquia de Las Nieves —hecho que nada tiene de novedoso pues hay constancia de la vinculación de indios y negros a cofradías desde mediados del siglo XVI. Lo que llama la atención es que cuando informó de los bienes que poseía expresó que
(...) tengo por bienes míos un cuadro que es Ecce Homo. Otro de un Cristo de altar de una tercia. Otro de nuestra Señora del Rosario, de una tercia de alto. Otro de Nuestra Señora del Rosario, en lienzo, en que estoy yo y mi mujer retratados, este quiero se ponga por mi devoción en la Iglesia de mi parroquia (Las Nieves) en el altar de Señora Santa Bárbara.
(Rodríguez Jiménez, 2002: 231)
Aunque la disputa por las dignidades y prelaciones fue algo frecuente en la ciudad indiana desde sus años iniciales, la sociedad barroca exacerbó aún más esta rasgo de la vida urbana. Por esta razón, en 1624, el arzobispo Fernando Arias Ugarte dictó un auto para establecer las prelaciones que en la ciudad de Tunja debían seguirse en las procesiones, especialmente en la del Corpus Christi, aclaración necesaria debido a las nuevas parroquias creadas en la ciudad. En el orden que debía ser guardado la antigüedad era uno de los criterios, pero claramente las parroquias irían antes que las órdenes religiosas (Corradine, 2009: 90, 92). Unas décadas antes, en 1585, el cabildo de la ciudad de Tunja había determinado el orden que debían guardar en las procesiones los indios, negros y, entre otros, los artesanos.
Según el auto del arzobispo, los negros y su pendón debían participar en las procesiones adelante de los indios, y estos en un orden en el que los indios de Toca y su pendón deben ir primero y luego los indios de Chayne, detrás los de Sora, después los de Sogamoso, a continuación los de Bogotá, seguidos por los de Tunja y, finalmente, los indios yanaconas que habitan en Tunja. Si a una procesión llegan otros pueblos, determinó el arzobispo que estos deben participar teniendo en cuenta la antigüedad que han tenido en acudir a dicha procesión. El auto en cuestión también estableció que los gremios y oficios debían ir antes de los negros e indios, en una posición en la que
(...) adelante del estandarte de Nuestra Señora del Rosario, el estandarte y pendón e insignia de los armeros y herreros. Delante de este salga el pendón e insignia de los sastres y calceteros. Delante destos salga el pendón e insignia de los albañiles y carpinteros que tienen por insignia la Imagen de Santa Lucía. Delante destos salga el pendón e insignia de los zapateros que tienen por insignia a San Crispín y San Crispiniano. Que delante destos el pendón de los harrieros que tienen por abogada a Nuestra Señora cuando iba a Egipto.
(Citado por Corradine, 2009: 92-93)
La exuberancia en muchos de los actos que las personas y las instituciones realizaban por estos tiempos difícilmente podrían ser juzgados como exageraciones. La ciudad se convertía en un magnífico escenario para las amplificaciones propias de esta sociedad barroca, lo que daba fondo y sentido a las dignidades y prelaciones. Uno de estos casos, sin duda excepcional no por lo que ocurrió sino porque difícilmente ocurriría de nuevo, fue el modo como se dio ingreso a la ciudad de las reliquias que la Compañía de Jesús había adquirido en Europa con el propósito de dignificar la iglesia que estaban construyendo en Santafé. Ellos habían llegado a la ciudad comenzando el siglo xvii y pocos años después ya habían comenzado la construcción de la que hoy es la Iglesia de San Ignacio. El jesuita Luis de Santillán viajó desde Santafé a Europa hacia 1612 y aprovechó esa estadía para comprar en Roma y otras ciudades una gran cantidad de reliquias, las cuales trajo consigo cuando regreso a la Nueva Granada. Con el objeto de darles la bienvenida, honrar a los santos y, no menos importante, provocar el reconocimiento público de lo que la Compañía era capaz de hacer, se organizó una procesión por la calle real de la ciudad, por la cual desfilaron en veinte andas las reliquias adquiridas en Europa al tiempo que se realizaban otras manifestaciones, varias de ellas con los indios de la ciudad y del vecino pueblo de Fontibón.
En cada una de las andas se colocaron varias reliquias y, como cita Mercado (2006: capítulo 18), por ejemplo, en la duodécima,
(...) teníanse aquí en pie tres calices; en el uno estaba la canilla de San Victorino mártir que es patrón de una de las parroquias de la ciudad de Santa Fe. El segundo cáliz sustentaba un dedo de San Nicolás Obispo. En el tercero estaba un cíngulo de San Carlos Borromeo.
En la décima séptima,
(...) estaba un pedazo del casco de nuestro santo padre Ignacio, y no estaba sin gloria accidental, pues tenía a sus lados reliquias de dos hijos de su espíritu, el beato y bienaventurado Luis Gonzaga y el bienaventurado San Stanislao.
Y, en la última anda,
(...) un buen pedazo de Lignum Crucis en una hermosa cruz de ébano con cristales y con guarniciones doradas (...)
Este último contenía al menos 33 reliquias, entre ellas una de san Pedro, otra de Santa Ana, madre de la Virgen, y otra de María Magdalena.
Pero si esto ya era impresionante, no lo fue menos la procesión mediante la cual los habitantes de la ciudad fueron testigos de la teatralización de esta fastuosidad. Uno de los cronistas de la Compañía de Jesús, el padre Pedro de Mercado (2006: capítulos 19 y 20), que venimos siguiendo, da cuenta en detalle de lo que sucedió.
En la víspera de la procesión
se publicó por las calles un certamen poético en que se provocaba a los ingenios a que hiciesen un piadoso desafío, (...) salieron de nuestro Colegio Seminario en mulas compuestas con sus gualdrapas los colegiales todos, y el que llevaba el cartel del desafío iba armado dando a entender que salía al certamen o a la pelea que se pretendía que hubiese(...)
Al llegar la noche todas las iglesias de la ciudad hicieron repicar sus campanas,
(...) y para que estos fuesen más armoniosos se pusieron tres juegos de chirimías, unas veces se alternaban entre sí mismas y otras veces con las campanas.
Luego de encender luminarias en los balcones,
(...) entraron cien indios de Fontibón a dar gusto en las calles de Santa Fe. Iban a caballo con disfraces de leones, tigres y de otras fieras... Cada uno de los indios llevaba un lucido farol en las manos con que se miraba bien y daba gusto la representación del animal bruto que con su máscara representaba. Acompañaba a estos disfrazados un sonoro estruendo de tamboriles y clarines. Delante de ellos iba una multitud de matachines que a trechos de las calles danzaban diestramente al compás de músicos instrumentos.
Llegó el día siguiente y se organizó la ciudad para la procesión. En el templo de San Francisco, de donde partió, se «pusieron en secreto y a tiempo las veinte andas de las reliquias», y se colocaron en el orden debido, primero la cruz y a un lado de ella un cáliz con un clavo de la cruz y al otro lado un cáliz con el hierro de la lanza, todo lo cual «si bien no era el original sino otro semejante tocado al mismo original». Seguían
(...) muchos pendones que las cofradías de esta ciudad de Santa Fe y de sus contornos con sus caciques que son las cabezas y señores de los indios, los cuales llevaban muchas hachas encendidas en las manos y caminaban devotamente en compañía del Niño Jesús por ser de su cofradía.
La imagen la cargaban ocho indios
(...) en unas andas hermosísimas... con un vestido de terciopelo azul con flores de oro, y como si no tuviera el vestido estas flores lo cuajaron de perlas y joyas tantas que llegaron a tener el valor de cinco mil pesos.
Acompañó la procesión un «real de soldados que a la sazón se habían alistado para el presidio de Carare»; además de los miembros de la real Audiencia y al presidente de la misma, que era entonces don Juan de Borja. En la marcha hicieron presencia dieciséis indios «que discurrían por la calle danzando» dando cuenta con ello que si «antes en su gentilidad adoraban ídolos, ya en su cristianismo festejaban imágenes y reliquias de santos». Luego de llegar a la catedral, pues allí reposarían las reliquias hasta que la iglesia de los jesuitas terminara de construirse, se colocaron las andas en orden y
(...) quieta ya toda la gente de la procesión salieron a un tablado ocho indiecitos de Fontibón, a quienes el padre Josef Dadei no solo había enseñado la doctrina cristiana sino que también había solicitado que para el culto divino supiesen bien el arte de la música.
Luego, se dio principio
(...) a la misa mayor con muy buena música en el coro. Para asistir al Evangelio que cantaba el diácono, salieron ocho niños españoles con hachas encendidas en las manos, y acabado el sagrado canto comenzó el diestro baile de los niños que al son de cítara y vihuela meneando muy a tiempo las hachas y no con poco arte, a que añadieron la recitación de algunas poesías de arte mayor.
Retratarse en un cuadro con la Virgen y mandar en un testamento que se exhiba en el altar de una santa muy popular en la ciudad, Santa Bárbara; establecer el lugar que se debe ocupar en el procesión y anunciarlo con los pendones e insignias que, al diferenciar las comunidades, las singularizan dentro del conjunto y, todavía más, prever cómo hacerlo para los que todavía no participan en el desfile; teatralizar el prestigio mediante la ostentación de lo que se es capaz de reunir, como la sorprendente colección de reliquias adquiridas por los jesuitas para su iglesia en Santafé y el gran festejo organizado para su presentación a los santafereños, son tres gestos urbanos claramente barrocos que se dieron en una ciudad indiana, pero cuando había adquirido la complejidad requerida para que ello sucediera. En estos tres gestos participaron los indios que habitaban la ciudad, haciendo del barroco una manifestación pluriétnica, lo que nos indica que todos podían entrar pero cada uno en su lugar. En efecto, en palabras de una historiadora,
La sociedad barroca es un cuerpo, un organismo social donde cada elemento no solo tiene un puesto y una función bien determinados sino que está estructurado y organizado en su interior según jerarquías reconocidas y aceptadas.
(Villari, 1992: 15)
Y se puede lidiar con el desorden que puede crearse, por ejemplo, con el crecimiento de las ciudades, pues es difícil
(...) derrocar el principio de organización difusa que rige la sociedad barroca urbana y en cierta medida también la rural.
(Villari, 1992: 15)