Durante la Modernidad temprana y el Barroco, la biología folk o práctica, el conocimiento científico y el derecho canónico de la Iglesia Católica Romana se integraron en debates y leyes relacionadas con las personas «mixtas», o «de color quebrado». En realidad, la matriz conceptual de lo que hoy denominamos «raza», hay que buscarla tanto en la ciudad como en el campo. Por un lado, la biología folk ha trazado analogías entre géneros híbridos de vegetales, animales brutos y seres humanos, desde la Antigüedad, como consta en los adagios registrados por Virgilio, Plinio el Joven e investigadores actuales. Estas analogías formaban parte de las economías proverbiales de la ciencia.
Una economía proverbial (...) —afirma el historiador Steven Shapin— es un sistema cultural en el cual la enunciación proverbial tiene la capacidad de repercutir en el juicio y la acción.
Un caso concreto se nos ofrece en el refrán: «Raza de can, amor de cortesano y ropa de villano, no dura más que tres años».
Por otro lado, a principios del siglo XVII, nació la teología moral ibérica que asociamos con el probabilismo. Teólogos, abogados canónicos, obispos y otros publicaron manuales de teología moral en los que presentaban casos de conciencia, dudas surgidas y opiniones sobre cómo solucionar los casos presentados. Para que fueran consideradas permisibles y practicables, las opiniones tenían que ser moralmente probables: o sea, al menos una autoridad «grave» —como decían los probabilistas— tenía que respaldar la opinión propuesta. En el interior del probabilismo ibérico surgió lo que denomino el «probabilismo racial»: un movimiento cohesivo y policéntrico precipitado por los Privilegios Índicos —el corpus de derecho canónico indiano que abordaba los beneficios y las obligaciones de los neófitos, es decir, de las personas recientemente convertidas al catolicismo. Hoy en los archivos entramos en el laberinto barroco de opiniones «probables» sobre los conceptos de «mestizo» y «neófito».
Una de las materias más espinosas del derecho canónico indiano era la dispensa para los matrimonios dentro de los grados de parentesco (consanguinitas). A diferencia de los europeos cristianos (Bonacina, 1621; Sánchez, 1712), los neófitos tenían derecho a casarse con parientes dentro del tercer y cuarto grados de consanguinidad. Desde principios del siglo XVI los sumos pontífices habían ensanchado los parámetros de este privilegio matrimonial para incluir a todos los neófitos no-europeos en los así llamados «nuevos mundos» —asientos coloniales ibéricos de África, Asia y América. Es más, las autoridades eclesiásticas de los siglos XVI, XVII y XVIII jamás dejaron de manifestar que, legalmente, los «mixtim geniti que Mestizos vocant» (los engendrados mezcladamente que llaman mestizos), también pertenecían a la categoría de neófitos. De estas bulas papales sobre los neófitos mixtos, derivó el primer esfuerzo sistemático por definir al mestizo como tal, generando opiniones y aplicaciones variadas, lejos de la esfera matrimonial. Así, «el problema mestizo» ocupó al papado durante tres siglos y produjo las notorias ecuaciones de blanqueamiento/branqueamento que concocemos de la historiografía y la pintura de castas.
En 1645, Antonio Quintanadueñas aplicó el derecho canónico tocante al matrimonio entre dos europeos cristianos para definir quiénes eran mestizos. Se preguntaba ¿hasta qué generación podían las personas mezcladas (mixtim geniti) gozar del privilegio matrimonial de los neófitos? Puesto que el derecho canónico de consanguinitas prohibía el casamiento entre parientes europeos hasta cuatro grados o generaciones, Quintanadueñas opinó que los mezclados con sangre europea eran mestizos y, por ende, neófitos hasta la cuarta generación. En 1652, el cardenal Lugo arremetió contra esta opinión en su manual de teología moral, sin nombrar a Quintanadueñas. Para Lugo, ser «mestizo» en el contexto del privilegio matrimonial para neófitos, significaba ser estrictamente hijo de español e india o viceversa. Lugo ofreció dos ejemplos analógicos que, según él, hacían su opinión moralmente probable. El primer ejemplo concernía a la teología, las matemáticas y la física neoescolásticas y referenciaba al vino de la eucaristía. El cardenal sostenía que el vino mezclado con un poco de agua seguía siendo moralmente vino. El segundo ejemplo derivaba del ganado mular: el mulo no era ni caballo ni asno; si el mulo engendraba una cría con una yegua, el vástago tornaría «a la naturaleza y especie del caballo y participará tanto de las propriedades del caballo como si casi fuera caballo y moralmente será reputado caballo». Por extensión, los que nacían de una india y un mestizo tenían poca sangre europea; no cambiaban su naturaleza india a española y, moralmente, debían ser considerados «indios neófitos». Lugo concluyó que esa poca sangre era el equivalente de materia parva —literalmente, ‘poca materia’»— concepto teológico-moral empleado en la clasificación de los pecados veniales (Suárez, 1613; Caramuel Lobkowitz, 1646). Estos dos ejemplos eran pruebas, según Lugo, de que los que tenían sólo una cuarta parte o menos de indígena, dejaban de ser mestizos para convertirse en españoles; y de que una porción limitada de sangre española no hacía que las personas dejaran de ser «indios neófitos» para la dispensa matrimonial. Así se ve que en el siglo XVII, hasta los miembros de «la ciudad letrada» —como la calificó Ángel Rama— acudían a la agricultura y la biología folk para proponer sus conceptos de mestizo y no-mestizo.
Deteniéndonos en las definiciones de mestizo de los probabilistas, descubrimos una frase que se repite, «estilo y práctica», y que apunta al dictum sobre la fuerza legal de «posesión», acuñada por Juan Caramuel y Lobkowitz; pero también a Aquino: en la Summa Theologica leemos que la costumbre «tiene la fuerza de la ley, puede abolir la ley y mejor interpreta la ley». El teólogo Diego de Avendaño en su Thesaurus indicus de 1668 opinó que, en Lima, mestizo significaba simplemente «hijo de español e india» o viceversa. Los que tenían sólo un abuelo español —los llamados cuarterones— no eran mestizos y, por lo tanto, no podían valerse de la dispensa matrimonial para neófitos. Asimismo, el vino mezclado con unas gotas de agua se consideraba vino, pero la mezcla de 50 % vino y 50 % agua ya no lo era. El mestizo no era ni vino ni agua, ni español ni indio.
El mismo año, 1668, Alonso Peña Montenegro, obispo de Quito, opinó que según el estilo y práctica en Quito como en Guatemala y Manila, las personas con solo un bisabuelo español —ochavones— sí entraban en la definición papal de mixtim geniti o «mezcladamente engendrados»: eran absolutamente mestizos. Peña Montenegro aplicó el concepto canónico de consanguinitas que había utilizado Quintanadueñas, pero opinó que los que tenían solo una decimosexta parte de indígena no eran mestizos, porque según Caramuel, la materia física y la materia moral se dividían en ocho partes y una decimosexta parte era materia parva o moralmente nada. En 1675 Avendaño ofreció otro ejemplo analógico para rebatir a Peña Montenegro. Como Caramuel había señalado en su Metafísica, denominamos «agua caliente» a la que tiene más de calor que de frío, a pesar de que el «agua caliente» no posee matemáticamente los grados de calor que posee el fuego. Entonces, Avendaño razonaba, debemos considerar españoles a los cuarterones y a los ochavones, porque tienen más sangre española que indígena.
Opiniones sobre el tema se multiplicaban desde Luanda hasta Manila, pasando por Bogotá, México y Goa, y ventilándose en las «investigaciones» de limpieza de sangre y de oficio —para entrar en órdenes u ocupar puestos de honor en la sociedad. Entre 1704 y 1729, el papado publicó decretos y bulas aclarando que «mestizos» definía a personas con al menos 50 % de sangre de los oriundos en los nuevos mundos ibéricos (Murillo Velarde, 2005; Muro Orejón, 1956). Sin embargo, las mismas órdenes papales fueron abolidas por los juristas en los nuevos mundos ibéricos con argumentos anclados en «el estilo y la práctica» y en la equidad y la epicheia, los últimos dos razonamientos muy poderosos. La equidad rezaba: «los que asumen las cargas, también asumen los beneficios», y viceversa. La epicheia, por su parte, sancionaba la interpretación favorable de cargas y beneficios por parte del juez (Maniscalco, 2020).
La costumbre, la equidad y la epicheia frecuentemente triunfaban sobre los dictámenes papales. En muchos pleitos eclesiásticos y civiles, respaldándose en los conceptos legales de costumbre y equidad, las personas libres que tenían poca sangre no-europea argumentaban que asumían las cargas de los no-neófitos españoles o portugueses sin gozar de los beneficios de éstos. Litigaban los beneficios que correspondían a los no-neófitos, es decir, a los blancos. Miles de casos personales, archivados y analizados por estudiosos, comprueban el éxito de los argumentos originados en la costumbre, la equidad y la epicheia. Sobre estas bases del probabilismo racial, aparecieron en el siglo XVIII los litigios y las ecuaciones de blanqueamiento/branqueamento.
El jesuita José Gumilla presentó en El Orinoco ilustrado y defendido (1745) ecuaciones de blanqueamiento para los negros, para contradecir
(...) un error (...) que ha tomado possession de todo el vulgo, con notable desdoro de una classe dilatadissima de gente (...): la falsa opinion, de que la especie de Mulatos no sale: esto es, no llegan los descendientes à la classe de Blancos, como sucede en los Mestizos, y los Indios.
Según Shapin, las oraciones proverbiales son «proposiciones que se asemejan a reglas y sirven para reglarnos el juicio y aconsejarnos en un sinfín de situaciones». Dichos populares como «el negro no sale», «sobre negro no hay tintura» y «el lavar a blanco al moro negro» ya estaban registrados en los refraneros publicados en los siglos XVI y XVII.
Paradójicamente, las ecuaciones generacionales para blanquear el linaje también reflejaban ciertas máximas prácticas que estipulaban que, para mejorar la casta inferior de ovejas o caballos, había que cruzarla con una raza superior. Después de tres o cuatro generaciones de cruces entre la casta superior y sus propios descendientes mestizos, se lograba «rehacer la raza», según los albéitares. En su renombrado manual, Llave de albeitería (1734), Domingo Royo aconsejó:
Porque ay cavallos (...) que no corresponden a la bondad de su casta (...), convendrá que el hijo en quien el padre erró, aunque sea villano de talle, (...) se torne a echar a las yeguas de su propio linaje, porque sin duda ninguna, él restaurará la casta y la tornará a enmendar y rehazer, correspondiendo a la bondad de los abuelos, como es cosa ordinaria (...).
De modo semejante, Gumilla (1745) insistía en el supuesto mejoramiento de los mulatos sensu lato:
En fin, quede por fixo, que por los mismos grados por donde blanquèa la Mestiza, blanquèa también la Mulata à la quarta generacion (...)1.
Para mí los cuadros de castas son ecuaciones «visuales» de blanqueamiento, exitoso o fracasado. En algunos cuadros aparecían refranes o versos referidos a estos temas, como «Tente en el ayre nace/(ingerto malo)/De Torna atrás adusta/y Albarazado».
Tales versos referencian al blanqueamiento fracasado y nos revelan un rechazo estético e ideológico del blanqueamiento legal —fuera del marco— de los negros y los mulatos El ascenso legal de personas libres y con poca sangre no-europea provocó en el siglo XVIII una fuerte reacción por parte de los blancos que se jactaban de «no tener mezcla». No es sorprendente entonces, que otro cuadro de castas comunique implícitamente el proverbio «Sobre negro no hay tintura».
Los versos de la cartela, rezan:
Menos se advierte salir
la sangre, y más se lastima
la nación, cuando aunque gima
se ve su mal producirEsto lo llega a advertir
la experiencia de camino
pues comete el desatino
El Morisco y Española
que producen contar sola
un torna atrás por Albino
En las ecuaciones de blanqueamiento los albinos tenían ascendencia africana y confirmaban una expresión proverbial de la agricultura:
Carnero blanco, algunas veces engendra corderos negros y manchados, pero el negro nunca los engendra blancos.
(Manuel Ramírez de Carrión, Maravillas de naturaleza, 1629)
El anticuario y comerciante gaditano Pedro Alonso O’Crouley ofreció en su Idea compendiosa del Reino de Nueva España (1774) ecuaciones de blanqueamiento que se respaldaban en las economías proverbiales de la ciencia y en el parecer de muchos blancos. Sin duda, el concepto de blanqueamiento fracasado que vemos en el siguiente cuadro proyectaba su negación absoluta de la realidad en su entorno, el creciente blanqueamiento legal y social de las personas libres que tenían sangre africana y/o indígena:
En vez de blanquearse, el hijo de español y albina supuestamente retrocede, «tornando» a la naturaleza del trasabuelo negro. El tente-en-el-aire completa esta ecuación de blanqueamiento fracasado, la cual va de la mano con la declaración proverbial de O’Crouley: «se dice y con razón que el mulato no sale del mixto». Pero, como hemos visto, las bulas y breves papales, la historiografía, los manuales de los probabilistas raciales y los pleitos en los archivos nos cuentan otra historia.