... en todo es grande; y aunque grande en todo
(Bernardo de Balbuena, Grandeza mexicana, México, 1604)
hoy goza y tiene otra mayor grandeza.
No el ver la plata, el oro y seda a rodo;
ni el Océano inmenso, que cargado
de flotas da tributos a su modo;
ni el tener todo el orbe encadenado;
ni las curiosidades que le envía
el chino ardiente y el flamenco helado;
que esa grandeza aquí o allí se cría.
Mas la que hoy la gobierna es sola una,
desde do nace a do se esconde el día.
El término globalización se expandió con gran fuerza por todo el mundo a partir de los años noventa del siglo XX, impulsado por tres factores históricos: uno de naturaleza geopolítica, otro de carácter tecnológico y finalmente, y como consecuencia de los dos anteriores, otro de tipo económico. El primero es el fin de la Guerra Fría en 1989 con la caída del muro de Berlín y del llamado «telón de acero» y la sustitución de un orden bipolar, este/oeste, comunista/capitalista, por otro presidido por un sistema común que parecía confluir hacia la hegemonía planetaria del liberalismo político y económico. El segundo fue la aparición y generalización de internet como un sistema de comunicación instantáneo al alcance de sectores crecientes de la población mundial, convertidos en consumidores habituales de una tecnología y un imaginario que representaban el mundo como un espacio integrado y sincrónico. El tercero fue resultado de los dos cambios anteriores: el fin de la Guerra Fría y la aplicación de internet al funcionamiento de la economía crearon un mercado global, por el que circulaban a gran velocidad mercancías, capitales y servicios sin más barreras que los límites legales impuestos por algunos gobiernos.
«Globalización» no era un neologismo puro, ni en inglés ni en español, aunque el aumento de su uso en los últimos años del siglo XX fue tal, que casi podría considerarse una nueva palabra. The New York Times y The Washington Post empezaron a emplearla a principios de los años setenta, pero de forma muy esporádica (Fuentes y Fernández Sebastián, 2008: 29-31). En español, la utilizó en alguna ocasión el escritor falangista Jesús Fueyo en los años sesenta y a mediados de la década siguiente la encontramos en algún artículo de la revista Triunfo («Globalización», en Fernández Sebastián y Fuentes, 2008: 590-594). Pero ni en estos casos ni en otros parecidos la voz tiene el significado ni reviste la importancia que tendrá a partir de su verdadera eclosión en los noventa. Hasta entonces, su presencia en el lenguaje de la época es muy marginal, aunque su relación ocasional con un mundo americanizado lo acerque al sentido que tendrá tras el fin de la Guerra Fría. Merece la pena subrayar que en sus usos actuales, la grafía del inglés norteamericano —globalization— predomina claramente sobre su grafía británica —globalisation—, en una proporción de 3 a 1, según los resultados que ofrece la búsqueda de una y otra en Google: 250 millones en el primer caso; 84 millones, en el segundo. La proporción es casi de 8 a 1 entre globalization y globalización, en español, y de 13 a 1 en relación con la expresión francesa mondialisation, lo que indica hasta qué punto el inglés, y en particular el inglés americano, se ha convertido en la lingua franca del mundo global del siglo XXI. Pero no siempre fue así. Hubo otras «globalizaciones» antes de que apareciera la palabra actual y otras lenguas sirvieron para representarlas.
La conciencia de que la humanidad avanza hacia una realidad global e interdependiente se remonta a la Antigüedad clásica. Escribió Polibio en el siglo II a. C.:
En las épocas anteriores a esta, los acontecimientos del mundo estaban como dispersos. Pero a partir de esta época la historia se convierte en algo orgánico, los hechos de Italia y los de África se entrelazan con los de Asia y con los de Grecia y todos comienzan a referirse a un único fin.
(1981: 1.3, 58-59)
Cada civilización por separado ha tenido, probablemente, su propia percepción de este proceso, contemplado como una tendencia inexorable de la humanidad a ensanchar sus horizontes e ir integrando pueblos, recursos, culturas y vivencias en un marco geográfico cada vez más amplio. Esto no era óbice para que existieran pueblos y civilizaciones desconectados entre sí y que, por tanto, esa visión «orgánica», como dice Polibio, del mundo estuviera limitada por el desconocimiento de otros espacios habitados, protagonistas de su propia (pre)historia. Se comprende, por ello, que el descubrimiento de América y el contacto con las grandes civilizaciones amerindias se vieran como la definitiva culminación del proceso descrito por el autor griego.
Los geógrafos de estos tiempos, escribió Montaigne a finales del siglo XVI, no dejan de asegurar que a partir de ahora todo está descubierto y visto.
(2021: II, 859)
Es la misma impresión que tuvo, con más fundamento, Charles Darwin al dar la vuelta al mundo en el Beagle: «The map of the world ceases to be a blank», escribió en 1839 en el diario de abordo (The Beagle Record: 385). Su testimonio anticipaba la «primera globalización» de finales del siglo XIX, así denominada mucho tiempo después por los historiadores de la economía.
En efecto, con la revolución de los transportes y las comunicaciones, los viajes transoceánicos habían dejado de ser privativos de los servidores de los imperios europeos, de un reducido contingente de emigrantes o de audaces exploradores de lo desconocido. Cruzar el Atlántico se había convertido en un fenómeno de masas, protagonizado por aquellas multitudes que emigraban de Europa a América en un viaje generalmente sin retorno. En cambio, las mercancías, los capitales y los bienes de toda índole iban y venían entre los distintos continentes en una rotación continua. El capitalismo industrial había hecho del mundo, en palabras de Marx, «un gran arsenal de mercancías», a menudo producidas lejos del lugar donde serían adquiridas y consumidas, y los modernos medios de transporte debían poner en contacto oferta y demanda de la forma más rápida y barata posible. Un célebre pasaje del libro The Economic Consequences of the Peace, publicado por John M. Keynes en 1919, recordaba la época anterior a la Gran Guerra como el paraíso de la libertad de comercio, una palanca de progreso y prosperidad como no se había visto nunca en la Tierra. Materias primas, productos manufacturados y capitales metropolitanos se intercambiaban sin pausa entre el centro y la periferia de un mundo global:
El habitante de Londres podía pedir por teléfono, tomando su té matutino en la cama, los diversos productos de toda la tierra, en la cantidad que le pareciera conveniente, y esperar razonablemente su pronta entrega en la puerta de su casa; podía, a la vez y por los mismos medios, aventurar su riqueza en los recursos naturales y en las nuevas empresas de cualquier parte del mundo, y compartir, sin esfuerzo e incluso sin problemas, sus futuros frutos y ventajas.
La sinergia entre las nuevas tecnologías de la comunicación (el teléfono) y los modernos medios de transporte, que permitía disfrutar de «los diversos productos de toda la tierra» e invertir en «las nuevas empresas de cualquier parte del mundo», parece anticipar las ingentes posibilidades que el mercado global ofrece a un consumidor o a un inversor del siglo XXI. Sabemos que las cosas fueron en esa dirección desde que Keynes escribiera su ensayo, a pesar del resurgir del proteccionismo en el periodo de entreguerras y de la partición del mundo en dos durante la Guerra Fría. Pero la historia moderna seguía ya, desde el siglo XVI, una tendencia irreversible hacia un mundo progresivamente articulado, en el que se acortan los tiempos y las distancias en un espacio común, disputado por los grandes imperios.
El fenómeno descrito por Keynes no era, bien mirado, tan nuevo, aunque la magnitud de esos flujos de capitales, mercancías y mano de obra que circulaban de un lado a otro del planeta a fines del siglo XIX no tuviera precedentes. Algunas de sus características se reconocen ya en la llamada «mundialización ibérica», que Serge Gruzinski sitúa en la modernidad temprana como consecuencia del descubrimiento de América y de la unión en 1580 de los reinos de España y Portugal y de sus respectivos imperios, repartidos entre «las cuatro partes del mundo» (Gruzinski, 2010).
¿Cuál fue la contribución de la España moderna a la expansión y consolidación de una conciencia universal y cuáles las razones de esa «mundialización ibérica», que hizo de la monarquía española «la cuna de una primera economía-mundo»? (ibid., 61) Una fue el cambio de escala que supuso la llegada de los españoles a América, que tuvo un impacto inmediato en el horizonte geográfico y vital de los europeos del siglo XVI y alteró significativamente la posición de España en relación con el resto del planeta. Como dijo en 1524 Fernán Pérez de Oliva en su Razonamiento que hizo en el Ayuntamiento de la Ciudad de Córdova, sobre te navegación del río Guadalquivir:
(...) antes ocupábamos el fin del mundo, y agora estamos en el medio con mudanza de fortuna qual nunca otra se vido. Hércules, queriendo andar el mundo, en Gibraltar puso fin, que fue fin á todos nuestros antepasados, por miedo que tuvieron al Océano, y desconfianza de vencer á Hércules en acometimiento: agora ya pasó sus colunas el gran poder de nuestros Príncipes, y manifestó tierras y gentes sin fin, que de nosotros tomarán Religión, leyes y lenguas; éstas serán siempre obedientes á España, que por madre ternán de todo el bien que de aquí adelante hubieren.
(cit. Flórez Miguel y García Castillo, 1983: 126)
Ese cambio de perspectiva —de estar en un extremo a ocupar el centro del mundo conocido— se acabó trasladando de la península Ibérica a las regiones mejor comunicadas de América, según se desprende de la obra Grandeza mexicana, publicada en México por el poeta y sacerdote español Bernardo de Balbuena casi un siglo después. Lo local y lo global se mezclan en estos versos compuestos a mayor gloria de la capital novohispana, «la ciudad más rica / que el mundo goza en cuanto el sol rodea» y máximo exponente de una monarquía «que tiene todo el orbe encadenado (...) / desde do nace a do se esconde el día» (Balbuena, 1604: 62 y 97). Catorce años después, Lope de Vega sentenciaba: «El mundo se puede andar por tierra de Felipe [III]» (La octava maravilla, 1618).
La amplitud y diversidad territorial del Imperio hispánico es, sin duda, uno de los factores que explican el desarrollo de una visión planetaria del mundo, plasmada en el concepto de «monarquía universal», en el que se entrecruzan una idea mesiánica del imperio, al servicio de la fe católica, y un proyecto expansionista ligado al prestigio de la dinastía y a sus necesidades económicas. Otro fue la confluencia entre el español y algunas de las lenguas y culturas de los pueblos indígenas, un proceso que tuvo como resultado la integración de mitos, representaciones y palabras de muy diversa procedencia en un imaginario mestizo. De ahí la apertura de la cultura amerindia a otros continentes y la asunción de la idea de monarquía universal, incorporada a lenguas como el náhuatl, idioma nativo del historiador mexicano Domingo Francisco de Chimalpahin, que llamó a Felipe II «soberano universal» (cemanahuac tlahtohuani) y a España «reino universal» (altepetl cemanahuac) (cit. Gruzinski, 2010: 49-50). En esta visión hispanocéntrica del mundo, México figuraba como punto equidistante y lugar de encuentro entre los dos extremos del orbe. Como dirá Balbuena en Grandeza mexicana,
en ti se junta España con China,
(Balbuena, 1604: 89)
Italia con Japón, y finalmente,
un mundo entero en trato y disciplina.
Como la visión anglocéntrica de la globalización contemporánea, la hispanocéntrica de la mundialización ibérica contribuía a integrar las distintas partes del orbe en una realidad conectada a través de intercambios de toda índole, que traían de cada una de las partes del imperio sus bienes más valiosos y exóticos. Las frecuentes descripciones de ese caudal de riqueza que circula por el mundo recuerdan no poco el citado párrafo de Keynes, escrito varios siglos después. Si el economista británico hacía de Londres el epicentro del comercio mundial anterior a la Primera Guerra Mundial, el español fray Tomás de Mercado describirá en términos muy parecidos el «trato de mercaderes» que tenía lugar en la Casa de Contratación de Sevilla en la segunda mitad del siglo XVI:
Es tan grande y universal que es necesario juicio y gran entendimiento para ejecutarlo y aun para considerarlo (...). Tienen primeramente contratación en todas las partes de la Christiandad y aun en Berbería. A Flandes cargan lanas, aceites y bastardos, de allí traen todo género de mercería, tapicería y librería. A Florencia envían cochinillos y ciervos, y traen oro hilado, brocados, perlas. (...) En Cabo Verde tienen el trato de los negros. (...) Los de Italia también han menester a los de aquí (...) de modo que cualquier mercader caudaloso trata el día de hoy en todas las partes del mundo y tiene personas que en todas ellas le corresponden, dan crédito y fe a sus letras, las pagan. (...) Todos penden unos de otros.
(cit. Pendás, 2022: 342-343)
«Ahora se llama globalización», apostilla Benigno Pendás, con razón, al reproducir estas líneas (ibid., 343).
Bernardo de Balbuena pinta, treinta años después, un cuadro parecido al de Tomás de Mercado, solo que en verso y cambiando Sevilla por México, «la ciudad más rica y opulenta, / de más contratación y más tesoro, / que el norte enfría ni que el sol calienta». Así enumera las riquezas que fluyen a la capital mexicana y su variopinta y lejana procedencia:
La plata del Pirú [sic], de Chile el oro
viene a parar aquí; y de Terrenate
clavo fino; y canela de Tidoro;de Cambray, telas; de Quinsay, rescate;
de Sicilia, coral; de Siria, nardo;
de Arabia, encienso; y de Ormuz, granate;diamantes de la India; y del gallardo
scita, balajes y esmeraldas finas;
de Goa, marfil; de Sián, ébano pardo;de España, lo mejor; de Filipinas
la nata; de Macán, lo más precioso;
de ambas Javas, riquezas peregrinas;la fina loza del sangley medroso;
las ricas martas de los escipios Calpes;
del Troglodita, el cínamo oloroso;ámbar del Malabar; perlas de Hidaspes;
drogas de Egipto, de Pancaya, olores;
de Persia, alfombras; y de Etolia, jaspes;de la gran China, piedras de colores;
iedra bezar de los incultos Andes;
de Roma, estampas; de Milán, primores;cuantos relojes ha inventado Flandes;
uantas telas Italia y cuantos dijes
labra Venecia en sutilezas grandes;cuantas Quimeras, Briareos, Giges,
Ambers en bronce y láminas retrata
e mil colores y hábitos embijes;al fin, del mundo lo mejor; la nata
(Balbuena, 1604: 76-78)
de cuanto se conoce y se practica,
aquí se bulle, vende y se barata
No era solo la capacidad de la metrópoli ibérica o de esa submetrópoli novohispana ensalzada por Balbuena de atraer mercancías de todo el orbe. Era el papel redistributivo que la monarquía hispánica desempeñaba en el resto del mundo, poniendo los productos más diversos al alcance de las élites de otros reinos y remodelando con ellos su universo cotidiano. Gruzinski hace su propio inventario a partir de las fuentes de la época: objetos mexicanos —códices, mosaicos y mitras de plumas multicolores— que acabaron en Florencia, en la corte de los Médici; porcelana china en Roma y en Lisboa a disposición de un público ávido de novedades; cristalería veneciana y ricos tejidos italianos localizados en Extremo Oriente; vajillas de plata americanas o europeas obsequiadas al sogún de Japón; un fastuoso mosaico de plumas enviado por la nobleza india desde México al papa Paulo III. Y a la inversa: México recibía tapices persas y diamantes indios; iglesias lisboetas se adornaban con imágenes de dragones traídas de China y las especias asiáticas llegaban por el Índico a los puertos de Lisboa y Amberes. (Gruzinski, 2010: 85-89). Las destinatarias de ese comercio intercontinental eran unas élites cosmopolitas, muy distantes unas de otras, que podían compartir lujos y novedades gracias a las nuevas rutas comerciales y al sistema de vasos comunicantes que el Imperio hispánico había establecido entre «las cuatro partes del mundo».
Claro que esa interconexión entre ellas tenía también sus inconvenientes para el statu quo, como la oleada de protestas y motines que la política de la monarquía, sobre todo en tiempos del conde-duque de Olivares, provocó en puntos del Imperio muy alejados entre sí, tales como México, Nápoles, Lima, Lisboa, Manila o Cataluña. Estos brotes de malestar social coincidentes en el tiempo y en algunas de sus motivaciones pueden verse como efecto no deseado de una política común, pero también como consecuencia de un sustrato cultural compartido, del que se nutrían, mezcladas con las tradiciones y realidades locales, las alternativas políticas al orden establecido.
«Llevados por la movilización y la mundialización, los clásicos dan la vuelta al mundo» (ibid., 370). Gruzinski ofrece multitud de ejemplos de ello, desde Homero, Aristóteles y Ovidio hasta Isidoro de Sevilla, Marco Polo y Avicena. En todo el orbe —afirma— se leía más o menos lo mismo. Esta «descentralización de los saberes» (ibid., 331) debe mucho al latín y especialmente al español en la configuración de un imaginario común, de una cultura global y de determinadas disciplinas académicas y escuelas de pensamiento que resultaron fundamentales en la reorganización del mundo moderno, como el Derecho internacional. En este ámbito, ha escrito Martti Koskenniemi,
(...) the principal Spanish contribution is not in those express arguments but in the development of a whole vocabulary that has since come to delineate the imperial dimensions of international law.
(Koskenniemi, 2011: 11)
Lo mismo podría decirse de la influencia ejercida por la literatura española, con ese «constante esfuerzo de poetización y de sublimación de lo real» que la caracterizaba en la primera modernidad (Auerbach, cit. Chartier, 2008: 32). De la dramaturgia del Siglo de Oro afirmó G. H. Lewes que sus temas, argumentos y situaciones «saturaron» el drama europeo de aquella época (Lewes, 1846: 6). Más allá de la creación literaria, entre los reinados de Carlos V y Felipe III los españoles disfrutaron, según Voltaire, de una manifiesta superioridad —«une supériorité marquée»— sobre los demás pueblos europeos:
Leur langue se parlait à Paris, à Vienne, à Milan, à Turin; leurs modes, leurs manières de penser et d'écrire subjuguèrent les esprits des Italiens; (...) l'Espagne eut une considération que les autres peuples n'avaient point.
(2012, cap. 166)
La distancia entre España y sus posesiones ultramarinas no atenuó su influjo cultural, y no solo por la hegemonía lingüística y religiosa que trajo consigo el imperio. La experiencia misma del viaje a América y la existencia allí de un público en constante crecimiento deseoso de leer cosas de España tuvieron mucho que ver con la rápida difusión del Quijote en aquellas latitudes. Algunos viajeros lo leían ya durante la travesía como una forma de hacer más llevadero el viaje (Muñoz Machado, 2022: 158-159). En 1605, solo un mes después de ponerse a la venta en España la primera edición de la primera parte de la obra (enero de 1605), se enviaron varias docenas de ejemplares a Cartagena de Indias. A Ciudad de México se despacharon 262 ejemplares poco después y un centenar a Cartagena de Indias en lo que parece ser un segundo envío. En marzo, un librero de Alcalá de Henares, Juan de Sarriá, remitió a su socio en Lima 61 bultos con libros, entre ellos dos lotes con 40 y 26 ejemplares del Quijote (ibid.). El académico y cervantista Francisco Rodríguez Marín llegó a la conclusión de que la mayor parte de la primera edición se vendió en América (cit. ibid., 158).
El Quijote fue un caso extraordinario de globalización cultural por la rapidez de su difusión ultramarina y el volumen de sus ventas. Además de los referidos a la obra de Cervantes, los datos que se conocen sobre las operaciones comerciales del citado Juan de Sarriá entre Alcalá de Henares y Lima dan una idea de la magnitud del negocio que América representaba para el mundo editorial español. Pese a las dificultades e inevitables pérdidas ocasionadas por el viaje, que se realizó vía Panamá, al socio de Juan de Sarriá en Lima le llegó una partida de 2.895 volúmenes correspondientes a 163 obras diferentes, desde el Quijote hasta libros de Lope de Vega, Fray Luis de León y Fray Luis de Granada, junto a catecismos, sermonarios y manuales religiosos (ibid., 160). El radio de acción de la literatura española y portuguesa llega aún más lejos —a Filipinas, China o Japón, por ejemplo—, aunque ni mucho menos con la fuerza que tendrá en América. El fenómeno podría hacerse extensivo al intercambio de imágenes, alegorías y representaciones entre los dos lados del Atlántico y, en general, entre las «cuatro partes del mundo» hasta formar lo que Gruzinski llama un «collage de imaginarios» (2010: 222).
El símil del collage es aplicable a todas las manifestaciones de la mundialización ibérica de los siglos XVI y XVII, ya sea el comercio, las instituciones, la lengua, la literatura o el arte. Pero esa realidad global se podría ver también como un puzle en el que unas piezas fueron encajando en otras en un todo diverso y complejo, internamente articulado. Es la idea que sugiere la «gran máquina del mundo» de la que habla Camões en Os Lusíadas o la imagen del «orbe encadenado» utilizada por Bernardo de Balbuena en Grandeza mexicana.
Algunas de las razones por las que el primer gran proceso globalizador de la historia se hizo bajo la monarquía hispánica pueden resultar evidentes, aunque no por ello deban pasarse por alto. Destaquemos entre ellas su decisivo protagonismo en el descubrimiento de América, la ampliación de sus horizontes territoriales con la unión de los reinos de España y Portugal y el carácter ecuménico de la llamada monarquía universal, cargada de un fuerte sentimiento mesiánico y providencialista, especialmente desde el punto de vista religioso. Su vocación hegemónica, sin embargo, no impidió que aceptara una cierta influencia mutua con las culturas y tradiciones prehispánicas de aquellos territorios que se iban incorporando a la corona. Este mestizaje cultural, por limitado que fuera, posibilitó la representación de la propia monarquía universal en las lenguas y los imaginarios de los pueblos indígenas y la incorporación de conceptos y metáforas tomados de «la lengua de los vencidos» para hacerles más comprensible la fe cristiana. Así, «relatos y mitos se deslizan de un mundo a otro» (ibid., 443).
El carácter relativamente integrador de la monarquía hispánica y, por tanto, su capacidad para hacer del imperio un espacio global se entienden mejor por contraste con las prácticas coloniales de la corona inglesa en América. «Spanish colonial America was to be inclusionist in its approach to the Indians», ha escrito John Elliott, mientras que «British colonial America [was] exclusionist» (2009: 171). Influyeron en ello, como afirma el propio Elliott (ibid., 170), la presencia mucho más activa de la corona española en América y el ejercicio por su parte de un poder protector de los pueblos indígenas, integrados así, bajo el manto paternalista del soberano universal, en un orden común regido por la misma ley, la misma religión y, hasta cierto punto, la misma lengua. Esta última no solo favoreció los préstamos e intercambios culturales entre colonizadores y colonizados, sino que facilitó, junto al latín, el desarrollo de un mercado global del libro que abrió nuevas vías de comunicación y comercio y fomentó formas compartidas de representación de la realidad.
Ese «formidable instrumento de civilización» que es la lengua española, según escribió Alexander von Humboldt en 1804 (cit. Gil Novales, 1986: 13), tuvo, pues, un papel de primer orden en la llamada mundialización ibérica. Fue un proceso sin precedentes, en el que se reconocen algunos rasgos de la globalización actual y se plasmó, más que nunca hasta entonces, el viejo mito que funde geografía e historia, lugares y acontecimientos, en una concepción sincrónica del mundo conocido.