En 1799, un religioso francés, el abate Morellet publicaba un interesante artículo en el Mercure de France bajo el título «El definidor». En un modo similar al que la leyenda atribuye a Arquímedes cuando pedía un punto de apoyo y se consideraba capaz de mover el mundo, Morellet considera que es tal el poder de quien define las palabras que viene a decir: dejadme definir unos cuantos conceptos fundamentales del vocabulario sociopolítico y dominaré el mundo, en este caso el mundo de las mentalidades.
Lo importante de esta actitud tan cercana a la altivez como la de Arquímedes es la conciencia del religioso francés sobre la importancia del lenguaje, específicamente de los significados de la palabras que los revolucionarios habían mudado de tal forma que era preciso redefinirlas para establecer su verdadero significado (o más bien restablecer el significado original, definirlas con precisión para evitar su deliberada desnaturalización por parte de los revolucionarios, que habían emprendido ese perverso camino de su redefinición, difundida desde discursos y periódicos)1.
Esa era la lucha que se libraba en las postrimerías de la revolución francesa y los defensores de la religión supieron ver su importancia, razón por la cual se entrometieron desde el comienzo en el ámbito del debate político para librar la guerra de los significados en numerosos y diversos escritos, desde Barruel o J.F. La-Harpe a Morellet pasando por Thjulen. Este último autor en ese mismo año 1799 se sumaba a esa nueva misión religiosa de refutación lingüística publicando un Vocabulario filosófico-democrático en Italia mediante el cual poner orden y claridad en la confusión en la nueva Babel que había generado la revolución.
Esta socorrida metáfora religiosa se trasladaba ahora a la semántica del lenguaje sociopolítico donde las palabras ya no significan lo que antes y el pueblo había sido la principal víctima de esa confusión de los significados. En realidad, consideraba Thjulen que se le había engañado de la más sutil de las formas, pues sin mudar las viejas palabras aceptadas por el común se les había dado un sentido contrario, de forma que se seguían utilizando, pero para significar cosas radicalmente contrarias. Una mutación semántica perversa con similares efectos a los de la confusión de las lenguas de Babel, si bien ahora lo que había pasado de lo unívoco a lo equívoco imposibilitando la comunicación no era la lengua, sino la semántica2.
Para acabar con semejante confusión se pretende desenmascarar las nuevas semánticas de las viejas voces, y despojarlas de los nuevos significados atribuidos por los filósofos, comenzando por Rousseau y su Contrato social en el caso de Thjulen. Y lo hará ridiculizando, con mofa e ironía, esas nuevas semánticas. El recurrir entre otros medios, junto a la prensa o los ensayos, sermones, fábulas etc. a los diccionarios generará una auténtica guerra de diccionarios. De la misma forma que los políticos utilizaran el formato típicamente religioso en los conocidos y populares catecismos políticos, en el fragor de la batalla ideológica y lingüística los religiosos, como otros escritores públicos de la época, se adentrarán en el terreno lexicográfico para convertirse en definidores o en «diccionaristas»3, utilizando los diccionarios y vocabularios como arma de combate.
Esta guerra de diccionarios, tenía, no obstante, claros antecedentes incluso prerrevolucionarios. De hecho ya los jesuitas franceses habían iniciado a comienzos del siglo XVIII una importante labor en la redacción de un diccionario enciclopédico que sirviera de alternativa al redactado por el protestante Basnage de Beauval. Con todo, el gran hito en este camino estuvo marcado por la publicación en Ámsterdam en 1764 del Diccionario filosófico de Voltaire, que obtuvo una gran difusión en toda Europa, siendo inmediatamente visto como una gran amenaza para los dogmas, la moral y los derechos de la religión cristiana. En sus diferentes versiones (portátil, Londres; La razón por alfabeto, etc.) a partir de la publicación independiente y en orden alfabético de sus artículos para La Enciclopedia francesa adquirió una inusitada difusión llegando a contar con una traducción española de C. Lanuza en doce pequeños volúmenes que, desde Nueva York, sirvió para su lectura en lengua española en toda América (Diccionario filosófico de Voltaire, 1825)4. Ello dio lugar a una rápida respuesta mediante la publicación en 1767 de un Diccionario anti-filosófico publicado anónimamente por el benedictino Louis Mayeul Chaudon, que poco después fue objeto de una reedición aumentada por el principal refutador de Voltaire, el jesuita francés Claude Adrien Nonnotte5, autor a su vez de un Diccionario filosófico-religioso (1772). Ambos «anti-diccionarios» de dos autores incluidos en la nómina de los Antiphilosophes se reeditarán con profusión traduciéndose pronto al italiano (1773, 1779 y 1792)6, al alemán (1783) y al español (1793)7, así como algo más tarde al portugués (1818)8.
Chaudon, y en términos similares lo hará Nonnote, contextualiza la publicación de su exitoso Diccionario en el combate librado entre los «predicadores de la impiedad» y los «defensores de la religión», explicando que recurre al formato de diccionario porque «El orden alfabético es el que reina en el día, y así se debe sujetar a él quien quiera tener lectores»9. Así e evidencia la estrategia de emplear el mismo medio que Voltaire para ser efectivo en su misión de llegar a un público amplio, así como de adoptar un estilo también similar: chistes ingeniosos, bufonadas alegres, antítesis brillantes y todas las gracias del estilo (parte de ese estilo jocoserio que adoptaran muchos diccionarios posteriores, incluido el de Thjulen)10.
Un último aspecto relevante a tener en cuenta es que, aunque este diccionario pone el acento en vocabulario del ámbito religioso, mientras que el de Voltaire no se ceñía lo filosófico, sino que incluía el léxico sociopolítico fundamental, el religioso francés advierte ya de la fragilidad de la frontera entre la semántica religiosa y política al señalar que al formar ese tipo de diccionarios un universo de impíos se logra un efecto disolvente de la sociedad, al tiempo que es imposible formar una república cuando se establece la exclusividad del título de ciudadanos para aquellos marcados por la impiedad. De hecho, se destaca que junto a la condena del Diccionario de Voltaire por parte de la Iglesia, se produjo también la de Ginebra y la del Parlamento de Francia, ya que su amenaza se cernía sobre todas las «Potestades» de la sociedad, ya que no debe olvidarse que el fundamento y legitimidad último del poder político, de la Monarquía, reposaba aún en su origen divino. La repercusión del diccionario, o al menos de algunos de sus artículos, se vio incrementada por su circulación merced al nuevo gran medio de comunicación de la época que competirá con el formato diccionario en la redefinición de los vocablos y la fijación de la semántica de conceptos fundamentales del vocabulario político a nivel sociolingüístico: la prensa periódica11. Además de algunas voces sueltas incluidas en la prensa española en el contexto de las Cortes de Cádiz, cabe destacar la difusión posterior que durante el Trienio Liberal lograron algunas de ellas con especial implicaciones político-morales debido a su publicación como «artículos comunicados» en un periódico de referencia para los liberales exiliados en Londres, El Español Constitucional12.
La percepción de esa amenaza sobre los poderes y valores constitutivos del denominado Antiguo Régimen no hará sino agudizarse durante la oleada de revoluciones liberales desarrolladas entre finales del siglo XVIII y las primeras décadas del XIX verán ese enfrentamiento llegar a su máxima expresión. Fruto de ello se asistirá a la proliferación de este tipo de diccionarios, conscientes sus autores de que con la pérdida de poder de las instituciones tradicionales, no solo la monarquía absoluta sino también la Iglesia, la efectiva alianza establecida —en unas ocasiones tácita, en otras explícita— entre el altar y el trono, su comunidad de intereses se hallaba en peligro. En ese contexto los defensores de la religión, y sin olvidar el papel central hasta entonces desempeñado tanto en la política como la sociedad, se lanzarán a la condena, rechazo y denostación de las supuestas consecuencias políticas de la revolución en un movimiento generalmente denominado de reacción o, más apropiadamente, de contrarrevolución13
No será casual que al reunirse en Cádiz las Cortes Constituyentes, momento en el que se activa en el marco hispano la guerra de diccionarios, el Padre Alvarado inicie la publicación de una serie de cartas para impugnar el discurso de los protagonistas de la revolución liberal, como Argüelles, y específicamente algunos de los conceptos utilizados en sus discursos. Como no resultará extraño que en la coyuntura de 1812 el Filósofo Rancio recurra para esa batalla conceptual al Vocabulario publicado en italiano por Thujulen, un arma de gran utilidad en esa contienda como reconoce en varias de las cartas14. Una batalla, que se libra no sólo en defensa de la religión, sino también del Estado, y donde se impugnaban conceptos como el de constitución y se llamaba la atención sobre la correcta definición de otros como fraile, humanidad, reforma...
En la primera nómina de términos cuya definición convenía fijar con claridad fijada por el abate Morellet se encontraban muchos de los conceptos políticos fundamentales de la modernidad que luego reaparecerán en el vocabulario de Thjulen y en numerosos diccionarios satíricos, serios o políticos en las décadas siguientes. En esa lista se incluían conceptos políticos, como política, nación, pueblo, anarquía, tiranía, monarquía, libertad, igualdad, aristocracia, democracia, soberanía o gobierno; jurídicos, como derecho, ley o constitución; económicos, como propiedad, crédito, comercio, monopolio o riqueza; y religiosos, morales o filosóficos, como religión, superstición, moral, virtud, metafísica, razón, espíritu, filosofía o perfectibilidad.
Esta interacción entre religión y política en el terreno del lenguaje y su semántica, se explica fácilmente desde los dos mencionados supuestos. De un lado, la convicción de que el lenguaje era una de las vías por las que la revolución estaba actuando de manera más contundente y efectiva para acabar con los cimientos de la antigua sociedad, y además de manera inadvertida, sutil y subliminar. Por otro lado, la creencia de que en la defensa de los intereses de esa vieja sociedad ahora amenazada en sus organización y jerarquía de poder la religión, y su plasmación terrenal, la Iglesia, estaba amenazada en su comunidad de intereses con otras instancias, como la monarquía y la aristocracia, o los sectores sociales poseedores de privilegios, económicos, sociales y políticos. Así se explica la salida al debate público para defender esos intereses y para su restauración o protección frente a la amenaza revolucionaria. Una manera de hacerlo fue el restablecimiento de los sentidos originales y verdaderos del lenguaje, la lucha por evitar su redefinición en clave revolucionaria, proceso que la revolución había emprendido de forma abierta y explicita no solo con la creación de nueva palabras, la innovación lingüística en forma de neologismos, sino sobre todo de redefinición de los viejos conceptos en un sentido nuevo (neologismo de sentido)15.
Para ilustrar esta lucha donde los actores religiosos irrumpen e interfieren con la política, un buen ejemplo es lo acontecido con el Vocabulario de Thujlen, especialmente por su gran difusión en el ámbito iberoamericano durante las primera mitad del siglo XIX. Sobre todo en España, pero también en los casos de Portugal y México.
Lorenzo Ignacio Thjulen nació en Gotemburgo en 1746 en el seno de una familia de comerciantes. De creencia religiosa luterana, sus primeros escritos autobiográficos dan testimonio de su especial gusto por las obras de Voltaire. A partir de estas primeras y breves líneas biográficas la vida de Thjulen iba a evolucionar en unos términos bien distintos y hasta contradictorios16. En primer lugar por su conversión al catolicismo y su entrada en la Compañía de Jesús hacia 1770 (el propio General de la Compañía, Lorenzo Ricci, alabó su coraje para abandonar la fe luterana). La conversión se debió al jesuita de Puebla de los Ángeles (Puebla, México) Manuel Iturriaga. Previamente había arribado a España en septiembre de 1767, concretamente a Cádiz para ocuparse de las relaciones del consulado sueco en esta ciudad. Desde allí, con motivo de la expulsión de la Orden de los Jesuitas de España se embarcó con algunos de estos en junio de 1768 y se dirigió a Bolonia, viviendo en diferentes ciudades de Italia hasta su muerte en 1833.
Sus primeros escritos se van a dirigir contra una revolución francesa que pronto califica en su autobiografía de «funestísima», entre otras cosas por considerarla como «la más terrible persecución contra la Iglesia que se pueda recordar»17, tópico de los escritos contrarrevolucionarios franceses que tuvieron inmediato eco en la Italia de la época. Unos sentimientos que se acrecentarán tras la entrada de las tropas de Bonaparte en Italia en 1796, dándose inicio al denominado «Trienio jacobino» o «republicano» en el que debe contextualizarse la aparición del Nuovo Vocabolario de Thjulen, así como la dureza y tono de su escrito.
La primera ocasión que se le brinda para salir a la esfera pública como eficaz polemista católico fue a raíz del escrito de Saverio Scrofani, Tutti han torto ossia Lettera a mio zio sulla Rivoluzione in Francia (publicado en 1791), donde se ataca directamente a la opinión, ya por entonces bastante extendida (y posteriormente universalizada), de que la Revolución francesa era una pura derivación o consecuencia de la filosofía ilustrada. Relación causal que acabaría por equiparar a los filósofos con los jacobinos. La respuesta de Thjulen, Tutti han ragione (aparecida en 1792 y reeditada en 1793). En este texto el jesuita sueco asevera que la filosofía fue: «la causa principal, si no la única, de este fatal trastorno [de la revolución]».
Para Scrofani —en palabras de Thjulen— los filósofos habían
gritado contra la superstición, contra el poder ilimitado del rey y contra los defectos de la sociedad, promoviendo la libertad, igualdad, democracia y tolerancia,
principios todos opuestos a los que han reinado en la anarquía francesa. Para Thjulen en adelante será una idea nuclear que los «malvados» filósofos modernos eran los principales responsables de «la locura revolucionaria».
Junto a ello los dos puntos fundamentales que va a reprocharles son, de un lado, haber ilusionado y engañado al pueblo haciéndole soñar con «una felicísima republica» donde imperarían la libertad, la igualdad y unos derechos que eran «pura invención filosófica». Y por otro lado, el vuelco dado a la lengua por los filósofos, una lengua corrompida que demandaba una «regeneración léxica18».
Thjulen se suma tempranamente por tanto a esa importancia que al lenguaje y su mutación iban a dar tanto los reaccionarios como los partidarios de la revolución. Una «especial autoconciencia lingüística» que se constata tanto en los escritos de revolucionarios como de contrarrevolucionarios, que muestran un gran esfuerzo por cambiar los nombres, las palabras y sus significados, que respondía una intención más profunda: la de renombrar y resignificar la realidad. Ambos sabían que «languague and ideology are intimately intertwined» y que detrás del «meaning of words» estaba «the world they created»19.
Quizá el autor pionero en el contexto francés es el lingüista Pierre-Nicolas Chantreau, que publicó en 1790 un Dictionnaire national et anecdotique, pour servir à l'intelligence des mots dont notre langue s'est enrichie depuis la Révolution, et à la nouvelle signification qu'ont reçue quelques anciens mots. La obra es resultado de su constatación personal de que desde 1789 la lengua «se enriquece cada día de una serie de palabras que caracterizan a un pueblo libre»20. En esa variedad de usos diferencia los del «nuevo régimen» y el «antiguo» que se han quedado obsoletos (en ese sentido considera que acabarán por desaparecer todas las palabras del ámbito político, religioso y la desigualdad social del Antiguo Régimen). Un buen ejemplo es la propia palabra «libertad», que no significaba en el uso antiguo nada de lo que hoy significa al convertirse en un precioso derecho que la naturaleza otorga a todos los hombres21.
Desde esa misma perspectiva favorable a la revolución y a la consolidación del nuevo vocabulario, Urbain Domergue en enero de 1793 propone la publicación periódica en Francia de un curso de lengua que incluya como punto segundo
un vocabulario de las palabras usuales y de aquellas a las que ha dado nacimiento la revolución, conteniendo «el verdadero significado de las palabras», un diccionario republicano22.
En esa dirección emprendida en Francia, puede enmarcarse una especie de «diccionario jacobino» que bajo el título de Saggio di vocabolario publicará Giussepe Compagnoni. Compagnoni partía de la base de que se había operado «un gran vuelco en el sentido de las palabras porque se había dado otro grande en nuestras ideas»23. Con mucha lógica Alessandro Guerra considera que Thjulen escribirá el más influyente de sus textos, el Nuovo Vocabolario como respuesta a esa obra que incluía algunos de los lemas fundamentales del moderno léxico revolucionario: ciudadano, constitución, democracia, igualdad, federalismo...
También hay que tener en cuenta para entender esta publicación de Thjulen otros textos aparecidos en el contexto francés que ponían en el énfasis en la importante mutación que había experimentado el lenguaje fruto de la revolución, así como de las funestas consecuencias que ese cambio en el significado de las palabras estaba teniendo en todo el mundo. Entre las dos principales obras que merecen especial mención destaca Du fanatisme dans la langue révolutionnaire, ou de la persécution suscitée par les Barbares du dix-huitieme Siècle, contre la Religion Chrétienne & ses Ministres de J. F. La Harpe aparecida en 1797 (y que en 1799 ya estaban traducidas al italiano). Se trata con toda probabilidad de una de las obras más influyente en la Europa de los años posteriores donde se establece esa relación directa entre la filosofía ilustrada y la revolución francesa como un hecho probado. Pero más importante para nuestro objetivo resulta que desde el propio título La Harpe hable de una «lengua revolucionaria» o, como señala en distintas ocasiones en su interior, de un «nuevo idioma». Una conciencia de la importancia del fenómeno lingüístico que queda perfectamente consignado cuando explica el autor que
Mi plan es caracterizar a la revolución por el examen de su lengua, que ha sido el primer instrumento y el más sorprendente de todos; mostrar el establecimiento, la consagración legal de esta lengua, como un evento único, como un escándalo inaudito en el universo, y solamente explicable por la venganza divina24.
Y la segunda obra a destacar es Abrégé des mémoires pour servir à l'histoire du jacobinisme del Abate Barruel publicada en 1798 y que el propio Thjulen se encargó de verter al italiano en 179925. En la misma línea de estas dos obras francesas de la contrarrevolución, Thjulen va a tratar como un grupo homogéneo sin distinguir los matices de las diversidad de posturas distinguibles en el seno de la revolución a los filósofos impíos y los jacobinos revolucionarios y republicanos, siendo todos un bloque monolítico opuesto a la religión, al trono y a la sociedad.
Y es que Thjulen, como sus pares franceses, polariza en dos extremos las posturas e ideologías posibles: de un lado, los impíos, ateos, violentos, opresores, tiranos y hasta fanáticos revolucionarios que han traído la infelicidad, el libertinaje, la miseria el caos, la destrucción y la muerte; y de otro lado, los defensores de la verdad, la justicia, la fraternidad, el orden. En este segundo bloque se integran todas las instituciones y principios que cimientan el antiguo régimen, el clero, el trono, la nobleza, el gobierno, las leyes. Esta última equiparación se entiende si tenemos en cuenta que en la obra de Thjulen el verdadero orden natural es el creado por Dios que las Monarquías preservan. Un orden donde la garantía principal es la religión como único elemento capaz de dar unidad a la sociedad política y de establecer el respeto a la autoridad.
Llegados a este punto se trata de destacar lo novedoso y destacable del Nuovo Vocabolario de Thjulen. Destacaré aquí solo cinco grandes aspectos que a mi juicio hacen que esta obra merezca especial atención, sobre todo para los estudiosos de la historia de conceptos.
En este sentido hay que señalar su profunda comprensión y su lúcido análisis del proceso de resemantización producido en un periodo de grandes alteraciones sociopolíticas. Reconoce que «Es verdad que las voces son las mismas; pero también lo es que muchísimas de ellas, y las de más importancia, no significan ya, lo que antes significaban». Es decir, que no se trata del proceso de innovación léxica, de los neologismos surgidos con la revolución en la que se centran tantos diccionarios de la época.
Más aún introduce un matiz esencial, que hace del trastorno lingüístico revolucionario algo mucho más sutil y por tanto peligroso que la confusión de lenguas que se produjo en Babel, porque ahora no se han mutado «las ideas correspondientes a las voces», sino «las voces correspondientes a las ideas»26.
Para valorar este aspecto distintivo frente a la literatura contrarrevolucionaria mencionada hasta aquí, debe tenerse en cuenta que en el contexto histórico en el que escribe Thjulen «el discurso de los jacobinos italianos convergerá en torno al tema la democracia, como novedad política»29. En Bolonia precisamente se multiplicarán los periódicos que adoptan el calificativo de democrático entre 1797 y 1798, lo cual explica el sesgo que sobre este punto adopta el Vocabolario del jesuita sueco.
Opuesto como había sido en todas sus obras anteriores a la idea de soberanía del pueblo, locura de la que parten las horribles consecuencias posteriores, los adjetivos democrático, democráticos van a aparecen en varios cientos de ocasiones. Los «democráticos» superan en centralidad a «filósofos», «republicanos» o «revolucionarios» y eso lo hace de mayor interés si cabe para quienes estudiamos el concepto democracia y explica el éxito de esta propaganda contrarrevolucionaria que contribuyó de manera fundamental a que durante todo el periodo de las revoluciones liberales se connotara tan negativamente el vocablo (de forma singular en el ámbito iberoamericano)30 y fuera rechazado, asociándose a esa mancha revolucionaria de corte jacobina y a la experiencia francesa que por su violencia generó más rechazo que imitación en la Europa de las primeras décadas del siglo XIX.
En este punto y desde una perspectiva de historia conceptual cabe destacar que junto a los diccionarios y la prensa irrumpe con fuerza un nuevo formato que contribuye a fijar la semántica de los términos políticos más disputados a ojos del público. Empleo consciente y voluntariamente la palabra a «ojos» porque en una época donde no todo el mundo es letrado o capaz de leer la imagen fue un elemento clave para construir un discurso visual que pudo calar en capas más hondas de la población. En cualquier caso servía más que para sustituir para reforzar —y a veces matizar— el discurso puramente textual de periódicos o diccionarios. En este sentido no parece casual que en el mismo momento y coyuntura histórica en la que se publica el Vocabulario de Thjulen, en plena reacción anti-jacobina de 1799, comiencen a circular por el mismo territorio de la península italiana una serie de imágenes destinadas a denostar la democracia y sus efectos. Estas imágenes publicadas a modo de hojas volantes combinaban una poderosa iconografía y textos que completaban el lenguaje icónico. En la mayoría el objetivo es mostrar al público (espectador o lector) las consecuencias nocivas del régimen político impuesto en terrenos itálicos entre 1796-1799, contribuyendo a fijar en el imaginario social de la época una semántica negativa del concepto democracia.
A modo de ejemplo se insertan aquí dos de esas láminas litográficas que bien hubieran podido incluirse para ilustrar el Vocabulario de Thjulen, dada la coherencia entre ambos discursos.
La Revolución francesa fue el detonante para la creación de una cultura política antidemocrática de tan perdurable memoria durante el siglo XIX como la propia revolución. La poderosa propaganda reaccionaria, que utilizo miles de escritos e imágenes para denunciar los horrores, la ruina y el caos que —a su juicio— necesariamente seguían a la Revolución francesa y su expansión —real o potencial— por otros territorios, fijo buena parte de su atención en connotar de la manera más peyorativa posible el concepto democracia. Esta, más allá de su formulación tradicional en el marco de las formas de gobierno de un pasado remoto y un ideal político, quedo asociada a Francia, a la revolución, a la república, a la igualdad..., pero también —especialmente en el plano visual— a una serie de atributos y símbolos, muy diferentes de los tratados clásicos y medievales de teoría política, que permiten poner cara a una realidad cercana y coetánea, haciéndola identificable, al tiempo que grabándolos en los imaginarios sociales: la escarapela, la guillotina, la sangre, reyes y clérigos colgados de la horca (monarquía, religión)...
Ese imaginario, y los valores a él vinculados, fueron alimentando en distintos lugares la propaganda para denostar y oponerse al universo de la Revolución francesa, como sucedió en la península italiana tras el trienio 1796-1799 en el que se hizo del concepto democracia el gozne central sobre el que pivotaba todo el acervo de principios y valores revolucionarios. La restauración del orden previo que supuso 1799 se celebró en medio de una propaganda que recurrió a numerosas alegorías de la democracia, una de ellas en la forma de una gran escultura clásica con atuendos de diosa griega que se destruía en medio de la plaza pública —derretida por la luz que emanaba del sol, trasunto de la divinidad celestial— ante la impasible mirada y beneplácito de los dirigentes de las potencias aliadas europeas (ilustración 1), que a su vez se inspira en una imagen similar circulada en Francia tras la revolución de 1789.
El complemento perfecto al texto de Thjulen, pleno de recursos cómicos para ridiculizar la ideología revolucionaria y sus consecuencias políticas, son las imágenes que se publicaron y diseminaron por Italia en la misma fecha, 1799. Finalizada la invasión francesa, había llegado el momento de reaccionar e intentar convencer a la población de las atrocidades y males inherentes a todo lo que se consideraba consustancialmente asociado a la Revolución francesa, desde la masonería o los jacobinos, pasando por la republica o la democracia. La importancia de este último concepto se puede apreciar en el protagonismo que adquirió como blanco de la propaganda desplegada en el terreno visual por medio de una serie de láminas con caricaturas políticas impresas31. En esas imágenes la democracia va a aparecer representada junto a los símbolos revolucionarios franceses, en una estética diferente a las generadas en Inglaterra por la contrarrevolución.
Aquí no se trata de alegorías deformadas, ni de formas monstruosas, sino que se mantiene la imagen de tradición clásica, una mujer, en ocasiones representada como una escultura, de bellas facciones, con la lanza, el gorro frigio y con los fasces y el hacha como símbolo que es derribada de su pedestal, bien por las fuerzas divinas —que lanzan un rayo desde el cielo en la imagen— bien por la luz que también desciende desde el cielo para enfatizar la condena divina, superior al periodo anterior que había entronizado a la democracia.
Algunas como la titulada Statua della democrazia composta d’immondezze congélate (Milan, 1799) —reproducida más arriba (ilustración 1)—, fueron en realidad imágenes circuladas en Francia por los sectores contrarrevolucionarios. Ahora se reutilizaba la imagen, con leves alteraciones e inclusión de icono-textos en italiano, pero, lo más importante, se redefinía la estatua alegórica para identificarla en su título con la «democracia» y no con «la nación». Otras como la que representa el último viaje de la «impía democracia» hacia su muerte, fue difundida con nuevo texto al pie del grabado en esplendida letra gótica en alemán por Austria. Una mujer alegoría de la democracia, desnuda y reclinada en un carro, es arrastrada hacia «el templo dedicado vicio y al error» (ilustración 2). En sus manos porta los fasces consulares con el hacha, mientras a sus pies aparece rota la pica de la libertad. En la parte superior de la imagen, el águila de Júpiter —que sustituye aquí a su rayo divino que suele descender del cielo en otras caricaturas de esta serie— ataca al gallo, que representa a Francia32.
Un aspecto que otorga especial interés a la obra de Thjulen es el relativo a la enorme difusión que adquirió durante el medio siglo posterior a su publicación original circulación del texto, sus numerosas impresiones en distintos contextos geográfico-culturales e histórico-políticos.
En ese sentido, hay que comenzar por España, ya que, tras las ediciones italianas de 1799 y 1800, es el primer país donde se traduce en un contexto muy propicio para ello33. Se había producido el inicio de la revolución liberal, que tras la aprobación de la constitución en las Cortes de Cádiz en 1812 hace suponer que el temor a que se extendieran las ideas de la revolución y su vocabulario fuer el móvil para que se tradujera y se publicara en Sevilla en 1813 el Nuevo vocabulario filosófico-democrático34. En la primera edición en lengua española del Nuevo Vocabulario solamente se suprimen algunas notas que en el tiempo presente parecían innecesarias, como advierte el traductor al final del primer tomo de la obras. En el segundo tomo se introduce una segunda nota donde el traductor asegura haber encontrado quien conoce al autor y que así puede incluir algunas noticias biográficas para que el público supiera quién era Thjulen.
Aparece la obra cuando los diccionarios, como había anunciado Vicente Salvá en 1805, ya se habían manifestado como una variante o concreción de la denominada «guerra de la pluma». De hecho, la versión hispana de la guerra de diccionario ya se había puesto en marcha en 1811 con la aparición, primero del Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores (Cádiz, 1811) e inmediatamente después con la respuesta que le da Bartolomé José Gallardo con su exitoso Diccionario crítico-burlesco (Cádiz, 1811). Y, como ya se ha señalado, el Padre Alvarado, en colaboración con algunos diputados gaditanos, había recurrido al Vocabulario de origen italiano para fijar las definiciones de algunos conceptos capitales en el contexto de las disputas políticas acaecidas durante la reunión de Cortes en Cádiz.
Por lo tanto, la edición española surge cuando ya se había producido en palabras de Javier Fernández Sebastián una primer «choque semántico» plasmado en una «guerra de diccionarios» entre quienes defendía un «nuevo idioma de la libertad», que identificaban con el lenguaje nuevo de los nuevos filósofos, y los que reaccionaron para anular sus efectos, evidenciándose que la lengua ya era objeto de airada polémica —y no poca violencia verbal— de manera que el terreno estaba perfectamente abonado para una traducción semejante35.
Su circulación se constata ya en El Tío Tremenda (1814), una publicación satírica de corte reaccionario que también empleaba la ironía y el lenguaje popular para combatir y ridiculizar las ideas liberales que estaban pugnado por desmantelar el Antiguo Régimen en España36. Un primer impulso revolucionario enmarcado en las revoluciones atlánticas europeas y americana que se extendió a toda la monarquía hispánica y que fue temporalmente detenido por el fin del Imperio napoleónico y el restablecimiento de la monarquía absoluta en España con la colaboración de Francia en 1814.
Pero el impulso revolucionario no iba a tardar en resurgir en España y en 1820 los liberales vuelven a hacerse con el poder y a restablecer un régimen constitucional que durará hasta 1823, nueva coyuntura en la que vuelve a encontrar pleno sentido difundir la obra contrarrevolucionaria de Thjulen que de hecho tendrá en ese mismo año una renovada y amplia difusión por todo el territorio peninsular. Nada menos que cuatro nuevas reimpresiones en importantes ciudades como Madrid, Barcelona, Zaragoza o Valladolid y una quinta en Gerona de fecha dudosa, pero por los datos de actividad del impresor que podría fecharse entre ese año de 1823 y los años treinta.
Una novedad de la reimpresión efectuada en Barcelona es que se añade al título original «Nuevo vocabulario filosófico-democrático para todos lo que deseen entender la lengua revolucionaria»—preservado en la traducción de 1813— la frase «y los inicuos proyectos de los llamados filósofos regeneradores del mundo», que acentúa ese componente anti-ilustrado del texto de Thjulen. Modificación muy acorde con la polémica entre los reaccionarios españoles y los «filósofos» entendidos al modo francés del s. XVIII y sus ideas.
El segundo aspecto a destacar es que se incluye ahora una «Advertencia» que sirve a modo de adaptación del contenido del libro al contexto cultural y político hispano: se advierte de que, aunque en el Vocabulario de Thjulen se habla permanentemente de «republicanos» no debe pensarse que ese colectivo incluye solamente a quienes abiertamente demandan una República como régimen político (minoría muy escasa en la España del momento), sino también a todos aquellos que «blasonan de Monarquía adjetivada con el título de constitucional». Estos no son en realidad más que «republicanos con máscara».
Por otro lado, se realiza un importante matiz para afirmar que la Constitución de la Monarquía española es enteramente democrática (dando ya por tanto un sentido diferente a este concepto clave del que proponen los republicanos franceses).
En realidad, lo que se pretende con esta aclaración es incluir en un mismo paquete a demócratas, republicanos y liberales, ya que estos últimos eran los más reconocibles y el peligro más evidente en España para extender la revolución y sus consecuencias (aunque en el texto de Thjulen tienen un papel marginal comparado con los otros dos grupos más destacados en el contexto de la propia Revolución francesa y de la Italia de 1799 en la que escribió el Vocabulario). Todos ellos tienen para los editores españoles «una misma comunidad de sentimientos».
Cierra la advertencia con un aserto que bien puede deberse a desconocimiento, bien a una intención de conectar directamente el texto con el marco hispano: se cuestiona la autoría original del jesuita sueco Thjulen para introducir la sospecha sostenida por algunos en la península de que se deba a la pluma del popular polemista reaccionario español Fray Francisco de Alvarado, apodado el Filósofo Rancio37. Todo apunta a que fue al concluir el Trienio y darse una nueva restauración monárquica en España se produjo la coyuntura que facilitó un ambiente de nueva difusión de la ideología reaccionaria.
La oleada revolucionaria de 1820 también había llegado hasta Portugal, que cerró su primera fase en 1823, pero que se prolongará en una guerra civil intermitente entre los liberales y los absolutistas desde 1826 a 1828 y luego desde 1832 a 183438. El rey Miguel y sus partidarios, realistas, se enfrentarán en estas guerras liberales a su hermano Pedro I que retorna en 1831 desde Brasil para defender la causa liberal. Es justamente en ese año, durante el dominio «ultrarrealista» cuando en Lisboa, auspiciado por la Imprenta Real, se lleva a cabo una edición del Nuovo Vocabolario de Thuilen, declarando abiertamente su anónimo traductor que se hace para dar la mayor publicidad posible a las doctrinas realistas.
Una «santa causa» en favor del gobierno monárquico que tiene sus dos pilares en la defensa del Altar y el Trono y que se sitúa enfrente de los revolucionarios que ponen todo su empeño en que no circulen escritos y papeles en favor de esta sagrada causa39.
El traductor se declara ferviente seguidor y amigo del recién fallecido (1831) escritor absolutista Jose Agostinho Macedo que leía esta obra «con admiración» y que se había propuesto traducirla porque la consideraba «digna de que ande en manos de todos los portugueses, unos para que no se engañen y otros para que se desengañen». Como peculiaridad se fue publicando en cuadernillos de 12 páginas cada 12-15 días entre 1831 y 1832. También se añadieron algunas notas al texto para adaptar los que el autor dice para Italia a los hechos de Portugal. Tomaré, por ejemplo, solo la primera de ellas, que es muy representativa de la lectura que se hacía de Thjulen y lo útiles que eran las ideas del Nuevo Vocabulario para el Portugal de la época. Al tratar el sintagma «Pacto social» anota el traductor que es el nuevo fundamento que quiere dar la masonería al derecho público y que es un principio diametralmente opuesto a la visión de «Nuestro invicto Soberano, y legítimo Rey, el señor D. MIGUEL, enemigo implacable de las ideas liberales»40.
Si de la Península Ibérica saltamos hasta el otro lado del Atlántico, nos encontramos en México con un similar contexto de lucha entre los sectores más conservadores de la sociedad y un liberalismo dispuesto a transformar el Estado y sus instituciones, en este caso desde el propio gobierno federal vigente. El impulso a una serie de reformas (que se vieron como «contrarias a los fueros eclesiásticos») entre 1834 y 1835 dio lugar a «una fuerte reacción política, ideológica y militar» en la que hay que contextualizar la traducción al español del Vocabulario de Thjulen (Miguel González, 1834)41. Ante una esfera pública muy polarizada que desembocaría en una guerra civil, se activó una corriente contrarreformista, circunstancia histórica en la que se entiende el objetivo declarado por los editores mexicanos del libro: «evitar el descarrío a que pueden conducir el desarrollo imprudente de los principios y las exageraciones modernas»42.
En este caso se hace una salvedad para aclarar que los editores no son contrarios al sistema democrático (que tan mal parado sale en el texto), ya que el ejemplo de sus vecinos de Norteamérica ha evidenciado lo positivo que puede ser, compatible con la paz, la cultura y la opulencia, a diferencia de lo que sucedió en la Francia revolucionaria que sirve de ejemplo a Thjulen. Son también conscientes de la dureza del lenguaje de Thjulen, pero justifican darlo a la imprenta porque presentar lo horroroso del precipicio puede servir para no incidir en él, es decir tratan de mostrar crudamente los peligros de esas ideas para evitar que sean aceptadas en su país. Como señala Rafael Rojas, el viaje de este texto desde Italia a México pasando por España era una evidencia de las «redes ultramarinas que el pensamiento católico tendió entre el Mediterráneo y el Atlántico, entre Europa y América». Al mismo tiempo evidencia la difusión internacional de la nueva «lengua de los derechos naturales y el gobierno representativo... que había revolucionado las formas de hablar pensar y actuar en la política moderna»43.
El periplo posterior del Nuevo Vocabulario nos debe servir, análogamente, para evidenciar la persistencia de esa cultura reaccionaria en distintos países del ámbito iIberoamericano. Es cierto que en Italia tendrá dos nuevas ediciones en 1849 (Florencia) y 1850 (Nápoles), como lógica respuesta de los sectores contrarrevolucionarios persistentes en el país al último, y quizá más enérgico, impulso revolucionario de 1848, que para los editores florentinos resultaba natural desde una perspectiva en la que consideraban idéntica en principios y desarrollo a la última revolución del siglo XVIII (francesa) y la actual (europea). En este caso se añadía al final del libro una «advertencia» en torno a algunos vocablos «puestos en uso en estos últimos tiempos» (por ejemplo: socialismo y comunismo o, del otro lado, oscurantista y retrógrado)44.
Pero no es menos cierto que en España y en México, las acciones revolucionarias tardías, de cuño más o menos liberal —aunque para entonces sumando ya otras connotaciones ideológicas diversas—, junto con la persistencia de una fuerte presencia social y política tanto del catolicismo, como de los sectores que aún pugnaban bien por un retorno, bien por una conservación del Antiguo régimen —o de sus vestigios—, hicieron que aún se pusiera en circulación de forma esporádica el Nuevo Vocabulario de Thjulen. Así sucedió en México en 1853, justo antes de que los reformistas liberales pusieran en marcha la revolución de Ayutla en 1854, tras cuyo triunfo se instaurará la Constitución liberal de 185745.
La conclusión a extraer de ello coincide plenamente con lo que de manera muy lúcida apuntaba Sergio Romano en una reedición reciente del Nuevo Vocabulario. Y es que de algún modo el «terremoto léxico» que describe Thjulen fue de tal magnitud que su consecuencia última para quienes gozaron principalmente del dominio político, social y económico durante el Antiguo Régimen —la nobleza, el Altar y el Trono— es que la revolución no solo les ha privado de sus bienes y privilegios: les ha privado de la capacidad de comunicarse con el mundo46. Esto último, como muy bien percibió con toda nitidez Thjulen, se constataba como la más grave consecuencia de ese proceso revolucionario que la historia evidenció que ningún diccionario fue capaz de detener.