Nacionalismos, política e idioma. Una visión desde la Banda Oriental del «río mar»1 Gerardo Caetano
(Uruguay)

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1. Introducción

Los uruguayos tienen fama de pesimistas y de quejosos. Su manera de construir y resignificar su identidad colectiva es dudar permanentemente sobre su viabilidad. Pero, como saben muy bien los historiadores, las sociedades no tienen ADN, no «son» esencias a reconocer y luego a preservar. Son construcciones histórico-culturales que cambian, que viven en el cambio y a través del cambio. Y, además, toda identidad se define y se califica en buena medida en cómo construye su vínculo con su alteridad: hay «nosotros contra otros» y hay «nosotros con los otros»2. Y esto vale para la forma en que se construyen los «nosotros nacionales» pero también en cómo se integran y conforman otro tipo de colectivos3.

Hacia la década de los años cincuenta del siglo XX, en plena euforia de nuestro «Maracanazo», aunque ya resultaban visibles varias «grietas en el muro», los uruguayos todavía tenían suficientes motivos como para soñar con la «eternidad» de la «Suiza de América» y su «sociedad hiperintegrada». La porfiada «frontera transatlántica» todavía nublaba la visión de lo que el líder del Partido Nacional, Luis Alberto de Herrera, llamara el «Uruguay Internacional», al tiempo que un creciente provincianismo comenzaba a hacerse sentir con todos sus peligros. El mundo cambiaba profundamente y los uruguayos —salvo honrosas excepciones— no parecían advertirlo. De todas formas, todavía había herencias y energías suficientes para postergar los problemas.

Pese a los avances fuertes de la globalización, hoy sin embargo en entredicho, ciertas paradojas de estas primeras décadas del siglo XXI parecen dar la razón a la vieja estimación sobre que las naciones son «entidades de piel muy coriácea»4. Como puede advertirse, los vaticinios de hace algunas décadas sobre una rápida y fácil erosión de los Estados nacionales y una inminente instauración de supuestos «Estados universales» han encontrado más resistencias de las supuestas o previstas.

Como suele ocurrir, también al debatir sobre la nación los uruguayos discuten tradicionalmente sobre muchas otras cosas, lo que por cierto tampoco es una excepcionalidad. De todos modos, desde una óptica que —aun desde la disputa política- tiende a arraigar mayoritariamente la sinonimia entre «nación» y «república»5, la «conciencia nacional» de los uruguayos parece constituirse tozudamente en una identidad que anida otras identidades y alteridades, en un marco que no escapa a la tradicional «sacralización» y «tabuización» que aún hoy rodean el tema.

Las reflexiones que siguen, realizadas desde la «banda oriental» del Río de la Plata (desde cuyas costas se insiste en imaginarlo como un «río mar»), apuntan a asumir el provincianismo como «problema cultural», es decir «radical». Desde esa esquina complicada de un «país pequeño» entre dos gigantes inestables como Argentina y Brasil, se procurará esbozar un pequeño avance, entre lúdico y preocupado, a propósito de una mirada de historiador sobre la intersección entre la política, las formas del nacionalismo y sus alteridades con relación al idioma.

2. El «pasado fundante» y el pleito de los relatos en torno a la identidad nacional en Uruguay

Una premisa de análisis podría resumirse de la siguiente manera: el Uruguay nació antes que los uruguayos, el Estado precedió a la nación. Esta postura por cierto no resulta equidistante entre las dos visiones tradicionales respecto a las «narrativas de los orígenes» en el país, aunque busca alejarse por igual de sus versiones más dogmáticas y maniqueas. Nos resultan tan inconvenientes las visiones que interpretan el proceso independentista uruguayo como el corolario de una necesidad, como aquellas que lo muestran simplemente como el resultado artificioso de una fatalidad.

En torno al surgimiento del Uruguay como Estado independiente se han enfrentado básicamente dos posiciones, aun cuando un estudio más atento de las mismas permitiría poner de manifiesto la inconveniencia de «homogeneizar» en exceso el campo de cada una de esas tesis. De todos modos, los años han ya tradicionalizado el arraigo de esa alternativa binaria que opone:

  1. la postura nacionalista o independentista clásica, cuyo rasgo más distintivo sería la reivindicación del surgimiento del Uruguay en tanto «Estado soberano» como el fruto de una voluntad y un sentimiento «nacionales» ya maduros cuando el «ciclo artiguista» (1810-1820) y la Cruzada Libertadora de 1825, lo que reconocería sólidos antecedentes en los períodos de la Colonia (significado de la lucha de puertos, debilidad y carácter tardío del vínculo virreinal, etc.) y de la Revolución (el «independientismo» antiporteño del artiguismo, el «desacierto» o el «disimulo» implícitos en el Acta de Unión del 25 de agosto de 1825, etc.);
  2. la postura unionista o disidente, que destacaría en cambio la inconsistencia efectiva del deseo independentista en 1825, opuesto a la fuerza coetánea del sentido de integración rioplatense (cimentado además en la índole confederal del artiguismo), explicándose en consecuencia el surgimiento del Uruguay independiente como derivación más o menos directa de factores y artificios exógenos, en particular, de la influencia británica6.

De todos modos, como suele ocurrir en estos casos y mucho más en el Uruguay, el viejo diferendo nunca pudo ser zanjado. La tesis «nacionalista» sólo pudo obtener la victoria pírrica de una oficialización del 25 de agosto como «fecha de la independencia nacional» o su dominio machacón (y tantas veces contraproducente para sus intereses en términos de persuasividad cívica) de manuales, monumentos y museos. Esta indefinición radical del problema y de la controversia consiguiente en torno a los «orígenes» del país tal vez encontró su máxima expresión en ocasión de los debates del Centenario, durante la década de los veinte. Ante la «disyuntiva» planteada por la cercanía de los festejos y ante la «necesidad» de dirimir la «cuestión de la fecha de la independencia» (que involucraba otros problemas y presuponía una pugna de posiciones fuertemente impregnadas por lo político-partidario), no se encontró mejor opción que llevar el pleito al seno del Parlamento, transformando a este en un peculiar «tribunal de alzada» historiográfico. Fue así que en 1923 se debatieron en ambas cámaras sendos proyectos, oponiéndose las alternativas del 25 de agosto y del 18 de julio (fecha de la jura de la primera Constitución de 1830). El resultado final de todo este episodio parlamentario se tradujo en un desenlace muy «típicamente uruguayo» (permítasenos aquí la incongruencia con algunas consideraciones vertidas anteriormente): en Representantes triunfó el proyecto que defendía la propuesta «blanca» del 25 de agosto, mientras que en el Senado con mayoría «colorada» se aprobó el que establecía la alternativa del 18 de julio, preferida por los colorados y en especial por los batllistas. La Asamblea General nunca se reunió para tratar el punto y así se sucedieron ambos «Centenarios» sin ninguna ley consagratoria en uno y otro sentido. Los mayores festejos correspondieron a las celebraciones en torno al 18 de julio, pero ello, obedeció a una suerte de «plebiscito popular» bastante inducido desde el gobierno colorado de entonces, vinculado con la realización exitosa del primer Campeonato Mundial de Fútbol organizado por la FIFA. A ello se agregó que además Uruguay prevaleció en la final nada menos que contra Argentina, en el marco de esa alteridad de «rivales y hermanos» que tradicionalmente ha galvanizado el nosotros uruguayo.

El «trauma de nacimiento» y sus «sospechas generalizadas», de que hablara Methol Ferré, han persistido y persisten, más allá de la enervante liturgia de la historia escolar y de la «orgía» historicista tanto del Sesquicentenario y su Año de la Orientalidad, durante la última dictadura7, como también de las discusiones más recientes sobre los Bicentenarios8.

Esta situación en torno a cierta ausencia problemática de lo que podría calificarse como una «narrativa de los orígenes» mínimamente consensuada en el Uruguay hizo que no pudiera encontrarse allí -más allá del «entusiasmo» de los «nacionalistas» de diversas tiendas políticas e ideológicas- la visibilidad cabal de un «momento fundante» de la nación. Ello no provocó que se dejara de lado el pasado como campo de búsqueda y construcción de un «nosotros nacional» más o menos efectivo. Antes bien, el efecto parece haber sido el inverso: una radicalización en la «obsesión» por el pasado colectivo como hipotético sustento de la nación. Si esta no podía arraigarse suficientemente en una lectura mínimamente consensual de los orígenes, tal vez podía hacerlo en remisión a otros «períodos configuradores» o «fundacionales» en la vida del país. En otras palabras, el mito de un «pasado de oro» podía sustituir al mito de los «orígenes» como cimiento consistente y perdurable de la nacionalidad. Como se verá más adelante, la exaltación, aun polémica, del llamado «Uruguay batllista», con toda su cadena de equivalencias posibles («Suiza de América», «laboratorio de los locos», «país de utopías», «Uruguay feliz», «país de las vacas gordas», etc.) y con sus rasgos más distintivos, ha supuesto en más de un sentido esa operación.

Por cierto, que todo ello tuvo sus impactos en el idioma. Como primera consecuencia, tendió a naturalizar la adopción admitida de dos gentilicios para nombrar a los pobladores del territorio: orientales, desde una afirmación originaria, más asociada con la colonia y con la región, con un sentido más fuerte de frontera entre el «adentro» y el «afuera»; y uruguayos, desde una proyección más cosmopolita y vinculada con las oleadas inmigratorias, referida además a un conjunto de valores ideales relativos a los grandes hitos de la historia de Occidente. El primer gentilicio fue de uso más frecuente entre los integrantes del Partido Nacional, las filas del catolicismo atrincherado frente a los tempranos embates del laicismo, las Fuerzas Armadas, la policía y la población más rural, mientras que el segundo se identificó mucho más con el Partido Colorado, las izquierdas internacionalistas, los inmigrantes (sobre todo no españoles) y la gran zona metropolitana de la capital Montevideo y de Canelones. Por su parte, ambos gentilicios tendieron a asociarse al uso público de dos conceptos alternativos de nación: el primero identificado con una dimensión más nacionalista de «patria» y el segundo con una visión más política de «república». Por cierto, que en el marco de pleito propiamente político por palabras que devienen en conceptos, los partidos políticos —tan sólidos y resistentes desde esa rareza uruguaya en América Latina— y el Estado fueron los actores decisivos de la pugna.

De todos modos, esta hipótesis de la precedencia y aun primacía de los partidos y el Estado sobre la nación ha perdido dramaticidad y aún especificidad para el caso uruguayo: casi todos los autores contemporáneos afirman que esa ha sido la pauta general en los procesos de construcción de todos los Estados nacionales. Según decía Eric Hobsbawn hace ya décadas, coincidiendo explícitamente en esto con las opiniones de autores como Ernest Gellner o Benedict Anderson, entre muchos otros:

Yo recalcaría el elemento de artefacto, invención e ingeniería social que interviene en la construcción de naciones. (...) En pocas palabras, el nacionalismo antecede a las naciones. Las naciones no construyen estados y nacionalismos, sino que ocurre al revés.

Fue esa misma convicción la que llevó al historiador inglés a recomendar, con sabiduría, que era más redituable y pertinente estudiar más a los nacionalismos que a las naciones9.

3. El primer imaginario nacionalista uruguayo: contextos y matrices

No fue nada casual que el primer imaginario nacionalista uruguayo se haya configurado y haya comenzado a permear a la sociedad en las últimas décadas del siglo XIX, cuando en el país adquiría vigencia un primer impulso modernizador de signo capitalista y empezaban a perfilarse muchos de los rasgos del Uruguay contemporáneo. En el país, como en buena parte del resto de América Latina y del mundo occidental, el impulso del romanticismo, con sus ideas del «alma», del sentimiento, de la emoción, en relación frecuente con la noción de «espíritu», terminó promoviendo subjetividades e idealismos que convergieron —a menudo torrencialmente— en las ideas de nación y nacionalismo. Asimismo, la llegada al país de grandes oleadas inmigratorias y el crecimiento demográfico, los procesos de urbanización —en particular, de montevideanización— acelerados, las múltiples implicaciones de la reforma escolar, etc., demandaban propuestas integradoras de signo fundacional. A ello coadyuvaban también las alternativas cambiantes de los proyectos y modelos modernizadores, la afirmación de las estructuras del Estado, los intentos de construcción de hegemonías sociales más o menos estables y arraigadas.

Fue entonces la articulación dialéctica de las exigencias del «afuera», del «adentro» y del «prospecto» lo que en aquel momento de la historia del país hizo que los proyectos «nacionalistas» prevalecieran nítidamente sobre los «integracionistas». El auténtico líder de esa generación de intelectuales nacionalistas fue sin duda Juan Zorrilla de San Martín. Católico y romántico de manera radical, desde obras como La Leyenda Patria (1879), Tabaré (1888) o La Epopeya de Artigas (1910), así como desde una profusa labor desde la oratoria y el periodismo, Zorrilla construyó los cimientos del compromiso nacionalista llevándolos a un nivel cuasi religioso.

Nuestra patria —decía en un discurso pronunciado el 12 de octubre de 1902 en Minas—, señores, la república atlántica subtropical, arranca quizá del instinto innato de libertad salvaje de nuestros primitivos aborígenes (...). Si así como los orientales (...) amamos fieramente nuestra independencia, dejáramos de amarla algún día, tendríamos que sobrellevarla. Seríamos independientes con nuestra voluntad, sin nuestra voluntad, y aun contra nuestra voluntad. Y el oriental que renegara de la independencia de su patria, iría a ocupar el sitio más lóbrego del infierno del Dante: aquel en el que residen los que (...) los que no tienen ni la esperanza de morir. Así sintió a nuestra patria el viejo Artigas; recibió una revelación de lo alto; oyó y cumplió un decreto de Dios10.

Por cierto, que no faltaron los voceros del bando rival. Los hubo numerosos, porfiados y talentosos, pero sin duda su brega iba en «cuesta arriba», en un país que quería afirmar su sentido particularista frente al siempre expansivo Brasil (devenido de Imperio a república imperial en 1889) pero en particular frente a la Argentina, rica y demasiado parecida, de finales del siglo XIX y del 1900. Entre los muchos ensayos que intentaron cuestionar las tesis nacionalistas y que buscaron persuadir a la ciudadanía que el destino no era la independencia sino la asociación con alguno de los gigantescos vecinos, ocupó un lugar especial la obra de Angel Floro Costa, Nirvana. Estudios sociales, políticos y económicos sobre la República Oriental del Uruguay, editado en 1880. Este firme escéptico sobre la suerte de un Uruguay independiente intentó sin embargo presentar sus argumentos a través de una revisión de los que a su juicio eran las únicas tres «soluciones» que se presentaban para el porvenir del país: «la Independencia», «la reconstrucción de los Estados Unidos del Plata» o «la provincia cisplatina». Luego de una rápida mirada ensayística sobre el pasado (que no casualmente iniciaba con un capítulo dedicado a Artigas), el presente y el porvenir, Floro Costa alegaba con pasión acerca de las razones que invalidaban tanto la independencia como la reunificación con Buenos Aires y las provincias argentinas, para concluir con convicción que la «única solución posible» era asociarse con Brasil:

Ningún pueblo suscribe con placer, después de haberla gozado la pérdida de su autonomía. Pero es que esto no es cuestión de gusto, de sentimentalismo, ni de simpatías, sino de necesidad y de conveniencias reales y positivas. Antes que suscribir al naufragio y buscar en las profundidades del mar el panteón de sus esperanzas, no hay pasajero que no prefiera la suerte de Robinsón (sic). (...) ¡El país, el país! Esa grandiosa síntesis sólo existe en la imaginación de unas cuantas almas puras y candorosas. (...) El país geográfico-territorial, aunque mutilado, todavía existe; pero el país político, el país social, el nacionalismo no existe. Ha sido ahogado por la corrupción, por la intolerancia, por las ambiciones, por la envidia y por la anarquía. He ahí por qué la obra del Brasil tal vez toca a su término, sin que él tome la molestia de precipitar su desenlace. Somos nosotros mismos los que facilitamos su lenta invasión y su segura y definitiva conquista. (...) Después de todo, cuando la incorporación se consume, el Brasil sabrá endulzarla con os suaves e doces affectos d’uma constante amizade11.

Pero lo que algunas décadas atrás podía hacer dudar a pobladores y dirigentes, hacia las últimas décadas del siglo XIX chocaba frontalmente con un cúmulo de circunstancias de diversa índole que empujaban en la dirección opuesta. Fue todo ese contexto y, en especial, la situación regional (que obligaba al «país-frontera» a afirmar «sus» propias fronteras) lo que hizo que el primer imaginario nacionalista uruguayo se acuñara finalmente —como ha señalado con acierto Methol Ferré— «para estar solos», para cimentar un «Uruguay ensimismado y solitario», con un «sentido de frontera transatlántico» y una escasa conciencia acerca de los muchos nexos que, pese a todo, anudaban los destinos del país a los vaivenes de la región. En ese sentido, debe señalarse que el éxito de ese primer imaginario nacionalista y de sus relatos se cimentó antes que nada en un «antiporteñismo» tenaz, que se volvió persuasivo por entonces en el incentivo al recuerdo —a menudo sesgado o por lo menos exagerado— de los padecimientos iniciados en la Colonia con la «lucha de puertos», antagonismos profundizados tras la peripecia artiguista y la marcha azarosa de los primeros gobernantes del Estado oriental. Ese «antiporteñismo» devino con facilidad en «antiargentinismo», rearticulándose la vieja asociación semántica12 con los nuevos relatos asociados con la consolidación en clave moderna de los Estados nacionales en ambas márgenes del Plata. La diferenciación y el extrañamiento con el otro vecino gigante, Brasil, resultó siempre más sencillo y natural, desde contornos históricos, idiomáticos, culturales, sociales y hasta étnicos mucho más discernibles.

Los legados de esta auténtica «fundación» nacionalista serían de enorme trascendencia para el futuro del país. Desde esas raíces, la identidad uruguaya y su anclaje imaginario terminarían de completarse con las euforias del Centenario y los impulsos reformistas del «primer batllismo»13. Sus referentes fueron muchos y algunos de ellos demostraron una real eficacia en su capacidad de inscripción profunda en el imaginario colectivo de los uruguayos. Una larga lista de «hazañas» y «virtudes» pareció convertirse en la matriz de una autoafirmación colectiva que se volvió sólida y perdurable: desde el pleno despliegue del culto «orista» hasta el orgullo por la maximización integradora de aquella sociedad cosmopolita o la dialéctica renovada de las diversas concepciones de nación de colorados (bajo el liderazgo batllista) y de blancos (desde la jefatura del herrerismo), pasando por la convicción acerca de la «excepcionalidad» del país afincada en sustentos tan diversos como la continuidad democrática, la «belleza de nuestras playas y nuestras ciudades» o los éxitos deportivos. Expandida y con nuevos componentes, la síntesis perdurable del Centenario no innovó sin embargo respecto a la matriz fundamental del primer imaginario de fines del siglo XIX, en particular en la dialéctica respecto a las alteridades brasileña y sobre todo argentina. En este sentido, el vigor reformista del primer batllismo no hizo más que agregar fundamentos de autoafirmación al «Uruguay ensimismado». Como cabía esperar, los relatos de la «nación» habrían de confirmarse en forma coincidente con la tramitación casi siempre ardua de las pautas fundamentales para la inserción internacional del país. Esa forja del «Uruguay internacional», concepto fundamental en la prédica de Luis Alberto de Herrera, el principal adversario político del batllismo, hubo de procesarse también desde una dialéctica de confrontación y complementariedad14.

4. El «Uruguay internacional» como desafío histórico: políticas y visiones

Uno puede decir sin temor a equivocarse o exagerar que el Uruguay ha sido al fin de cuentas un país que a lo largo de su historia ha estado obsesionado por el «afuera» del mundo y de la región. Si tenemos en cuenta los itinerarios de su historia social, si reparamos en la evolución de su configuración demográfica, en el proceso de construcción de su cultura, en las modalidades colectivas de encarar la política o de incorporarse a los debates del mundo, difícilmente podamos contradecir esa percepción. El «afuera» ha sido para los uruguayos, como ha dicho Francisco Panizza, una «imagen constitutiva» y una «mirada constituyente»15. Como tantas veces se ha dicho con razón, el Uruguay es internacional o no es, su inserción en el mundo y en la región forma parte sustantiva de su identidad nacional.

En efecto, el de los uruguayos ha sido históricamente un «adentro» muy interpenetrado por el «afuera», en donde las fronteras entre una y otra dimensión a menudo han resultado borrosas. Esa dialéctica, que se podría calificar como constituyente de la trayectoria del país, ha proyectado y proyecta varios dilemas y discusiones. Allí radica el origen de ciertos postulados que han configurado principios ordenadores de la política exterior nacional a lo largo de la historia. El primero de ellos tiene que ver con la estrecha vinculación entre la reivindicación de la independencia nacional y la defensa irrestricta del derecho internacional como pauta de convivencia entre los Estados. Hacia 1865, con la guerra fratricida ya instalada en la región, en su «Discurso inaugural del Curso de Derecho de Gentes» pronunciado en la Universidad de la República, Alejandro Magariños Cervantes podía confirmar esa definición primordial de manera aún más contundente:

Débiles como somos, no nos queda otro baluarte que el derecho internacional; la fuerza podrá diezmarnos impunemente; (...) pero si la razón está de nuestra parte, si podemos oponer al abuso de la fuerza un principio del derecho de gentes violado, la honra de la nación queda ilesa, y la historia justiciera se encarga de marcar en la frente del agresor, por más poderoso que sea, con un sello perdurable de infamia. Por eso ni el débil debe prevalecerse de su flaqueza para cometer actos que la ley natural condena, ni el fuerte violar el derecho del que no puede resistirle16.

Sin embargo, esta pauta necesariamente compartida de una vocación de equilibrio prudente y de apego irrestricto a las normas del derecho internacional, en su traducción práctica a las orientaciones de la política exterior uruguaya, ha dado lugar a fuertes debates entre los partidos. El Partido Colorado en general y el batllismo en particular, prefirieron la defensa (y hasta la promoción protagónica) de valores y principios de pretensión universal para un nuevo orden cosmopolita, desde una firme inscripción occidental y panamericanista. Por su parte, la mayoría del Partido Nacional en general117 y el herrerismo en particular, optaron en cambio por una visión más nacionalista y latinoamericanista, recelando de cualquier pretensión de ordenamiento «supranacional» y de un involucramiento directo con las pugnas de liderazgo entre los poderosos del mundo. Como expresión destacada de la primera orientación podría referirse la propuesta defendida por José Batlle y Ordóñez en ocasión de la 2.ª Conferencia Internacional de La Haya en 1907, que consagraba el carácter obligatorio e ilimitado del arbitraje para el arreglo pacífico de los diferendos internacionales, en una fórmula en verdad radical que preveía incluso el empleo de la fuerza para el caso de Estados omisos. En relación a la segunda alternativa, el ejemplo paradigmático fue la postura militante de Luis Alberto de Herrera o de Eduardo Víctor Haedo en 1940 y en 1944 en contra de la propuesta de instalación de bases norteamericanas en territorio uruguayo, así como sus reiteradas apelaciones a la defensa irrenunciable de los principios de autodeterminación y de no intervención ante los frecuentes desbordes, intromisiones e invasiones protagonizadas por las grandes potencias, de modo especial por Estados Unidos en América Latina.

Resulta bastante indiscutible que los períodos de gobierno con hegemonía colorada y —aun relativa— del batllismo influyeron fuertemente en lo que muchos analistas han caracterizado como cierta «batllistización» de la sociedad uruguaya en su conjunto. Adviértase, por ejemplo, la fuerte asociación simbólica entre la implantación del espíritu cosmopolita —tal vez más eurocéntrico que cosmopolita stricto sensu— y los períodos de auge de la trayectoria reformista del primer batllismo. Se trataba sin duda de todo un universo de referencias hondamente sentido por un fuerte sector de la sociedad uruguaya de la época, con su ciudadanía de vocación «foránea», abierta a las influencias culturales extranjeras. Constituía un tópico, además, fácilmente asimilable a aquella experiencia reformista y republicana, que si no había creado —ni muchos menos— al «país aluvional», tal vez lo había sabido traducir como ningún otro movimiento político anterior en la historia uruguaya. Quizás una de las encarnaciones más vivas de esa asociación simbólica haya sido el establecimiento (por ley de octubre de 1919, impulsada por los legisladores batllistas) de un tercio del total de los días feriados oficiales directamente vinculados con la conmemoración de acontecimientos de origen extranjero o internacional: 1 de mayo (Día de los Trabajadores), 2 de mayo (Día de España), 25 de mayo (Día de América), 4 de julio (Día de la Democracia), 14 de julio (Día de la Humanidad), 20 de setiembre (Día de Italia)18.

Ese intento batllista y colorado de construcción de una nacionalidad a través de «la identificación del país con ideales que lo trascendían»19 también aparece reflejado en otra larga serie de manifestaciones y escenarios típicos de la época: a) la escuela pública, donde desde el nombre de los institutos hasta los programas de enseñanza remitían a esa manera de concebir la nación20; b) la identificación del Uruguay con otros países del mundo (Suiza, Francia, Dinamarca, Nueva Zelanda, etc.), lo que trasuntaba el deseo inocultable de ser una «isla» tan excepcional como ajena dentro de América Latina; c) la honda dramatización en la vivencia de los acontecimientos de la escena mundial; d) la propia modalidad de acción política del batllismo, con un Batlle y Ordoñez iniciando sus discursos con la apelación deliberadamente amplia a los «uruguayos todos, vengan de donde vengan» o a través de las convenciones del legendario Teatro Royal, en donde muchas veces se cantaba el himno a Garibaldi o la Marsellesa y no se hacía lo mismo con el himno nacional.

Sin embargo, tampoco este acendrado cosmopolitismo batllista desdibujó la marca diferenciadora respecto a la alteridad argentina. En algún sentido la profundizó. Aquel constructo uruguayo que invocaba en forma tan reiterada el universalismo no bajaba la guardia en relación a cierta terquedad en la «necesidad» de diferenciarse del «otro» más cercano y parecido, por ello mismo más peligroso y temido. José Vasconcelos, por ejemplo, al llegar al Uruguay en su aventura americana recogida en su obra La raza cósmica, no vaciló en manifestar su desencanto sobre la realidad uruguaya de 1920, anotando la lejanía de aquel país mayoritariamente eurocéntrico y «pronorteamericano» respecto de América Latina en general y de Argentina en particular. En efecto, en los capítulos dedicados a Uruguay insertos en la primera edición de su texto clásico21, Vasconcelos no dejó de confesar su decepción y sus críticas, muchas de ellas cimentadas en el fracaso de expectativas desmesuradas y, sobre todo, infundadas, como él mismo se encargó de consignar:

En las discusiones privadas —cuenta en su libro el político e intelectual mexicano— se nos contestaba que la teoría de la raza era falsa y que, en último término, el Uruguay era europeo, no castellano, sino europeo. En efecto, la literatura que allí vimos parece afrancesada; en los negocios priva Inglaterra y en la política internacional Estados Unidos. (...) El Uruguay me desilusionó un poco por la gran ilusión que yo llevaba de él, no porque lo haya encontrado inferior en ningún sentido a otros pueblos nuestros. También sucedió que hubiera querido encontrármelos más argentinos, menos nacionalistas, más preocupados del porvenir unido de la América española. Cierto regionalismo que a mí me pareció advertir, no está de acuerdo con el aliento continental de Rodó, con el genio arrollador de la Ibarburu.(sic) ¿Por qué empeñarse en ser uruguayos, si pueden convertirse en la conciencia de América?22.

No cabe duda que Vasconcelos buscaba encontrar un Uruguay que nunca existió. Sólo así podía haberse ilusionado en encontrar a los uruguayos de los dorados años veinte «más argentinos» y latinoamericanos, más proclives a sus ideas de entonces volcadas a lo que dio en llamarse «raza cósmica».

5. Conflictos y retos de los tiempos más recientes

Hace algunos años, en el semanario Búsqueda de Uruguay, se publicó una encuesta en la que en forma abrumadora un porcentaje muy mayoritario de los encuestados (61 %) manifestaba que la Argentina «era el país menos amigo de Uruguay»23. Más allá de las rivalidades que la historia —las remotas y las recientes— puede abonar, son demasiados los lazos que unen a Uruguay con Argentina como para dejar pasar sin más estas circunstancias preocupantes. Las ciencias sociales en general y la historia en particular no pueden ignorar este tipo de situaciones.

Una visión objetiva acerca de las relaciones históricas entre Argentina y Uruguay no puede asimilarse de ninguna forma a un proceso lineal de hermandad inmaculada, sino que recoge una trayectoria cambiante de encuentros y desencuentros. Asumir el legado genuino de esa historia más viva y a menudo contradictoria puede ayudar a quitar dramatismo a los episodios más recientes de conflicto y desavenencias. Desde siempre hemos sabido que construir una identidad es a la vez «diferenciarse» y «parecerse». También que toda identidad depende de su alteridad, que todo «nosotros» se califica antes que nada en cómo concibe y se relaciona con sus «otros».

La identidad nacionalista uruguaya siempre ha elegido para afirmarse la alteridad «argentinista» y sobre todo la «porteña». Como se ha visto, toda la historiografía nacionalista uruguaya es «antiporteñista» (desde la lucha de puertos de la Colonia hasta mucho después de Artigas y su brega contra el centralismo avasallador de la metrópoli, con la famosa Doctrina Zeballos que hacía del Uruguay un país «con fronteras secas», los enfrentamientos con el peronismo en los cuarenta o los cincuenta o los distanciamientos más actuales a propósito de las plantas de celulosa a orillas del Río Uruguay). Pero, contra los agoreros, la condición de rioplatenses casi que nos condena a la resolución amistosa y hasta fraternal de nuestros desencuentros. Como han enseñado Angel Rosemblat y José Carlos Chiaramonte, la palabra «argentino», como todas las palabras, como las voces «oriental» o «uruguayo», también tiene su historia, compleja y a menudo sorprendente. En ciertos momentos de la historia, «argentino» quería decir fundamentalmente rioplatense. Por eso fue que Juan Antonio Lavalleja, «prócer» de la independencia de Uruguay, en su proclama de La Agraciada del 19 de abril de 1825, dirigió su arenga a los «argentinos orientales», para escándalo de los historiadores uruguayistas posteriores, que luego lo corrigieron en los manuales escolares suprimiendo el primer vocablo.

La común condición de rioplatenses ha estado presente en muchos de los mejores y más sólidos puentes que han unido a nuestros pueblos. Fue por ejemplo aquel que el visionario Francisco Piria imaginara en el 1900 para unir Montevideo con Punta Lara, en donde aún hoy se conserva abandonado su viejo Palacio, en un barrio que se llama Piriápolis, sin que los lugareños sepan siquiera por qué24. Fue el descubrimiento de ese «Leonardo uruguayo» que fue Pedro Figari, cuya primera consagración como pintor se produjo luego de su pasaje a Buenos Aires en 1921 y su integración posterior al grupo Martín Fierro. Sobre él dijo nada menos que Jorge Luis Borges, al prologar una de sus exposiciones en setiembre de 1928:

Figari pinta la memoria «argentina». Digo «argentina» y esa designación no es un olvido anexionista del Uruguay, sino una irreprochable mención del Río de la Plata que, a diferencia del metafórico de la muerte, conoce dos orillas: tan «argentina» la una como la otra, tan preferidas por mi esperanza las dos25.

Y lo decía Borges, que se creía oriental por haber sido concebido por sus padres en una estancia de la «Banda Oriental» (como siempre llamó al Uruguay). Fue el puente de Juan Carlos Onetti y su ciudad imaginaria de Santa María («75 % Montevideo y 25 % Buenos Aires» según él mismo consignara). Fue también Quijano y su legendaria Marcha, inspiración y vocación para tantos de un lado y otro del «río mar», desde su emblema rebelde de Navigare necesse, vivere non necesse. Fue más recientemente la hermandad de los exilios y del miedo, de la lucha contra el terrorismo de Estado articulado regionalmente en el Plan Cóndor. Fue y es el legado imperecedero de la memoria de nuestros detenidos desaparecidos que siguen clamando verdad y justicia, de los rostros torturados hasta la muerte de Zelmar Michelini, Héctor Gutiérrez Ruiz, Rosario Robledo, William Whitelaw y del desaparecido Manuel Liberoff en mayo de 1976, o de los restos todavía no hallados de María Claudia García Irureta Goyena de Gelman, que nos gritan desde territorio oriental y desde la demanda nunca más justa de su hija Macarena y de todos nuestros muertos, que la barbarie no admitió ni respetó fronteras. Fue el retorno simbólico de Wilson Ferreira Aldunate el 16 de junio de 1984, desde ese Buenos Aires que fue sede de su primer exilio y donde encontró amigos que le permitieron salvar la vida en tiempos de asesinos. Fueron Florencio Sánchez, Horacio Quiroga, Carlos Gardel (eso sí, oriundo de Tacuarembó), Alfredo Zitarrosa (al que para elogiarlo y a la vez provocarlo, su amigo y guitarrista Alejandro del Prado lo «acusara» de «argentino», en su entrañable canción homenaje titulada Zitarroseando26). Son Severino Varela, Walter Gómez, China Zorrilla, Thelma Biral, Víctor Hugo Morales (aunque hoy resulte polémica su mención), Menchi Sabat, el príncipe Francéscoli, Enrique Estrázulas, Jaime Ross, Rubén Rada, Leo Masliah, Jorge Drexler, Natalia Oreiro y tantos, tantos otros. Hasta el uruguayo Osvaldo Laport, declarado hace unos años en una encuesta de Clarín como «el argentino más sexy»...

Por ello también desde el oficio de los historiadores se impone blasfemar contra las locuras de ciertos nacionalismos xenófobos que hemos visto emerger en estos últimos años, algunas provenientes —valga la reiteración— de los lugares más imprevistos. De lo que se trata es de recordar una y otra vez que el éxito de los países y de las regiones tiene mucho que ver también en cómo se articulan la política con la cultura, desde «políticas de la cultura» que no es necesario recordar que tienen mucho que ver con los mejores usos públicos de las palabras y del idioma. Como han escrito Luciano Álvarez y Chirsta Huber pensando en Montevideo y Buenos Aires pero ampliando la idea a ambos países y a la cuenca rioplatense toda:

... en fin, como buenos rivales y hermanos, ambas ciudades cruzan sus amores, sus celos, sus filias, sus fobias. (...) Otredades y cercanías, diferencias forzadas para construir rivalidades necesarias, imaginarios compartidos: barrios, sensibilidad y sensiblería; nostalgia de pasados mejores, tango, más porteño que montevideano; murga y candombe perdidos en el pasado porteño que hoy se refuerzan en recuperar de la mano del éxito de Jaime Ross y Rubén Rada. Montevideo y Buenos Aires en sus otredades y cercanías crean y viven, parafraseando a Borges, «un turbio pasado irreal que de algún modo es cierto» y «evocan una región/ en que el Ayer pudiera/ ser el Hoy, el Aun y el Todavía...27

Notas

  • 1. El texto que sigue tiene como base el discurso pronunciado por el autor el 13 de mayo de 2014 al asumir como miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia de la República Argentina. Volver
  • 2. Como ha señalado en varios de sus trabajos sobre cultura en el Mercosur el gran intelectual paraguayo Ticio Escobar, en el idioma guaraní existen dos vocablos que refieren el concepto de nosotros: «oré», que tiene connotaciones excluyentes y que significaría «nosotros contra los otros»; y «ñandé», que contiene una significación incluyente y que proyectaría el concepto de «nosotros con los otros». En forma obvia, con Ticio Escobar aspiramos a la construcción de una «cultura Mercosur» con significación «ñandé». Volver
  • 3. Sobre estos temas existe una amplísima bibliografía teórica, tanto clásica como reciente. Los límites de esta ponencia inhiben su simple registro. Volver
  • 4. Cf. Real de Azúa, C. (1990), Los orígenes de la nacionalidad uruguaya. Montevideo: Instituto Nacional del Libro-ARCA-Nuevo Mundo. (Se trata de la publicación póstuma de uno de los cuatro libros inéditos que el autor dejó antes de morir en 1977. Fue elaborado con seguridad hacia 1975, en respuesta simbólica —la dictadura lo cesó en sus cargos docentes y sus textos no podían publicarse— al sesquicentenario de los acontecimientos de 1825, que el régimen conmemoró como el Año de la Orientalidad). Volver
  • 5. El autor ha trabajado en forma extensa este tema en algunos de sus trabajos. Al respecto, cf., entre otros, «Nacionalismos y ciudadanía en el Uruguay del siglo XX. Balances para un prospecto», en VV. AA., Debates de Mayo. Tomo II. Convivencia y Buen gobierno. Buenos Aires: Edhasa (2006); o La república batllista. Montevideo: Banda Oriental (2011). Volver
  • 6. Cfr. Chiaramonte, J.C. (1991), El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana. Buenos Aires: IHA Ravignani; o Barrán, J.P., Frega, A. y Nicoliello, M. (1999), El cónsul británico en Montevideo y la independencia del Uruguay. Selección de los informes de Thomas Samuel Hood (1824-1829). Montevideo: UDELAR. Volver
  • 7. Sobre la coyuntura de 1975 y el llamado Año de la Orientalidad, cfr. Cosse-Vania Markarián, I. (1996), 1975: año de la orientalidad. Identidad, memoria e historia en una dictadura. Montevideo: Trilce. Volver
  • 8. Al respecto de algunos de las polémicas contemporáneas sobre la conmemoración de los bicentenarios (en plural) en el país, cfr. Caetano, G. y Ribeiro, a. (2013), «Contextos y conceptos en torno a las Instrucciones del año XIII», en G. Caetano y A. Ribeiro (coords.), Las Instrucciones del año XIII. 200 años después». Montevideo: Planeta, pp. 3-51. Volver
  • 9. Hobsbawm, E. (1992), Naciones y nacionalismos desde 1780. Barcelona: Crítica, p. 18. Volver
  • 10. Zorrilla de San Martín, J. (1905), Conferencias y discursos. Montevideo: Barreiro y Ramos, pp. 286-288. Volver
  • 11. Floro Costa, Á. (1899), Nirvana. Estudios sociales, políticos y económicos sobre la República Oriental del Uruguay. Montevideo: Dornaleche y Reyes Editores, pp. 408-413. Volver
  • 12. Varios estudios trazan los vínculos originarios entre las voces «porteño», «bonaerense» o «habitante de Buenos Aires» y «argentino». En este sentido, cabe destacar como ejemplo el ya clásico libro de Ángel Rosemblat (1964), El nombre de la Argentina. Buenos Aires: Eudeba; o el mucho más reciente libro de José Carlos Chiaramonte (2013), Usos políticos de la historia. Lenguaje de clases y revisionismo histórico. Buenos Aires: Sudamericana. Volver
  • 13. Sobre el particular, cfr. Caetano, C. (coord.) (2000), Los uruguayos del Centenario. Ciudadanía, nación, religión, educación. Montevideo: Taurus. Volver
  • 14. El Dr. Luis Alberto de Herrera (1873-1959) refirió este concepto al titular de esa forma una de sus obras doctrinarias más influyentes. Cfr. Herrera, L. A. de (1912), El Uruguay internacional. París: Grasset. Volver
  • 15. Cfr. Panizza-Carlos Muñoz, F. (1989), «Partidos políticos y modernización del Estado», en VV. AA., Los partidos políticos de cara al 90. Montevideo: FCU-FESUR-ICP, pp. 117 y ss. Volver
  • 16. 1938), «Discurso inaugural de Alejandro Magariños Cervantes a su Curso de Derecho de Gentes en 1865», Revista Nacional, 57, pp. 123 y ss. Volver
  • 17. El «nacionalismo independiente», fuertemente enfrentado con el herrerismo por varios temas, muchas veces estuvo más cerca del batllismo en los temas de política internacional. La llamada «doctrina Rodríguez Larreta» configura un ejemplo paradigmático al respecto. Volver
  • 18. Cfr. Nin y Silva, C. (1930), La república del Uruguay en su primer centenario (1830-1930). Montevideo: Sureda, p. 28. Volver
  • 19. Cfr. Barrán-Nahum (1985), Batlle, los estancieros y el Imperio Británico. Tomo 6. Crisis y radicalización. Montevideo: EBO, p. 231. Volver
  • 20. Cfr. Ruiz, E. (1994) «Escuela y dictadura. La Enseñanza Primaria durante el terrismo (1933-1938)», en VV. AA., El Uruguay de los años treinta. Enfoques y problemas. Montevideo: EBO. Volver
  • 21. En varias ediciones siguientes de este libro clásico de Vasconcelos, a propósito de las fuertes polémicas generadas por las opiniones del político e intelectual mexicano en su libro, se omitieron los capítulos dedicados a Uruguay. Sobre este tema, cfr. Caetano, G. (2011), «José Vasconcelos y su paso por el Uruguay de los años 20», Secuencia. Revista de Historia y Ciencias Sociales, 80, pp. 111-130. Volver
  • 22. Cfr. Vasconcelos, J., Raza cósmica, pp. 141 y ss. Para registrar una muy interesante comparación entre la visión de José Vasconcelos y la de Joaquín Torres García, desde su perspectiva del «universalismo constructivo», véase Methol Ferré, A. (1964), «Dos odiseas americanas», en C. Real de Azúa, Antología del Ensayo Uruguayo Contemporáneo. Tomo II. Montevideo: UDELAR, pp. 637 y ss. Volver
  • 23. Cfr. Búsqueda, 30 de abril de 2014, p. 52. Volver
  • 24. Vallejo, G. (2009), Utopías Cisplatinas. Francisco Piria, cultura urbana e integración rioplatense. La Plata: Las Cuarenta. Volver
  • 25. Cfr. Borges, J. L. (1930), Figari. Buenos Aires: Editorial Alfa. Volver
  • 26. Cfr. https://www.youtube.com/watch?v=4yENcnodzT4. Volver
  • 27. Álvarez, L. y Huber, C. (2004), Montevideo imaginado. Montevideo: Taurus. Volver