Cuando hablamos de la LENGUA, aludimos inexorablemente a un componente de la identidad. La forma de hablar (una lengua) —rasgos que caracterizan la procedencia de una persona y que nos suelen identificar a nivel segmental y suprasegmental, los que tipifican nuestro acento, entonación, ritmo, melodía— caracteriza a los hablantes como pertenecientes a una comunidad de habla y cultura, a un nivel social y, muchas veces, a un ámbito profesional. Si, además, vinculamos la lengua a intereses educativos (enseñar sobre la lengua, la lengua misma y en la lengua1) nos introducimos en una de las aplicaciones de la Lingüística, donde intervienen transversalmente otras especialidades, a saber, la Didáctica, la Pedagogía, la Psicología, etc.
La enseñanza de la lengua, del español o castellano —este como lengua, no como variedad o geolecto2 de la zona centro-norte peninsular española—, nos posiciona en un marco glotolingüístico que merece interesantes consideraciones. ¿Hablamos de enseñar la lengua materna o de una lengua segunda o extranjera3?, ¿nuestros destinatarios (aprendientes) son nativos o no nativos?, ¿estos últimos son inmigrantes (políticos, económicos, residenciales), turistas educativos (de larga, de corta estancia)...?
Los profesores de español muchas veces tenemos la posibilidad de actuar en varios de esos escenarios con una tipología rica de aprendientes, a veces mezclados en un solo curso y salón de clases. En cada uno de ellos, el modelo de lengua ofrecido requiere ser evaluado de acuerdo con las circunstancias de los destinatarios, sus expectativas e intereses, sus realidades, su futuro (in)mediato...
Cuando pensamos en un modelo para la enseñanza de la lengua, nos referimos a lo que consideramos general, válido para todos; «se piensa en un modelo idealizado, construido como lengua ejemplar, elaborado a partir del uso o inducido desde él» (Moreno, 2001: 5). Como ya hemos comentado en otros trabajos, resulta difícil encontrar un arquetipo que sea modelo de corrección y prestigio, y que, a la vez, pueda considerarse común o general. Su búsqueda es un «viaje de la particularidad del hablante concreto y real hacia la lengua general», en el que «el habla se va despojando de particularidades diafásicas (se mueve hacia los registros neutros o formales), diastráticas (se va dirigiendo hacia los estratos medio-cultos y cultos) y diatópicas (busca los rasgos normativos y se aleja de los dialectalismos). En la ascensión al modelo, acompañan a la lengua la corrección y la neutralidad» (Andión, 2008: 12).
La selección del modelo nos posiciona ante la pregunta, didáctica y dialéctica, de qué español enseñar. Interrogante compleja, de razonada respuesta, con muchas aristas y consideraciones (de política lingüística, sociolingüísticas, pragmáticas, estilísticas, de lenguajes específicos...), pero, sobre todo, vinculante respecto de la variedad geolectal. Necesitamos hacer un abordaje estratégico de este asunto, como diría nuestra colega Lucía Fraca (2003, 2009).
La enseñanza de la lengua materna parece el escenario más sencillo: los destinatarios están en el marco de la comunidad donde nacieron y aprenden la lengua, tienen a sus referentes originales en el entorno familiar y se persigue el reconocimiento y enriquecimiento de lo conocido. Los objetivos didácticos suelen ser: ampliar y madurar las competencias lingüísticas y comunicativas, crear hábitos que posibiliten la aprehensión de un input diverso, adiestrar en habilidades de comprensión, expresión e interacción orales y escritas, etc. Pero ¿qué papel juega aquí la variedad geolectal? En el caso de la enseñanza-aprendizaje de la lengua materna, la presencia de la(s) variedad(es) cumple un triple papel: (1) dignificar la identidad propia y la clara definición de su registro culto de referencia, que supone desvincular la etiqueta de «corrección» de lo geolectal, evitando actitudes lectocéntricas4; (2) conocer otras variedades y usos no compartidos para ampliar el horizonte mental de los educandos y trasmitirles la conciencia de pertenencia a un ámbito idiomático más extenso (comunidad lingüística); y (3) convivir en un espacio de consenso, dignidad y derecho lingüísticos. Este fin educativo se convierte en urgente cuando en las aulas coinciden nativos del país y de otras procedencias.
En la enseñanza de una lengua segunda o extranjera, la diversidad de escenarios y situaciones hace más complejo responder a la pregunta de qué español enseñar. No parece haber una única respuesta si lo que esperamos es el nombre de una zona o país del mundo hispánico. Es decir, no podríamos afirmar el español de pensando que es válido para todos los casos posibles y añadir siempre el mismo país o zona. Y esta negativa se fundamenta en que no existe un país hispánico que hable/escriba/piense en un español mejor que el de otro(s); ni siquiera hay zonas dentro de un país que lo hagan, aunque se haya pensado durante siglos —y todavía algunos piensen— que sí; ciertamente existen grupos de hablantes que disfrutan de un plus de prestigio lingüístico, en lo que participa un buen número de factores extralingüísticos. Y esta especie de confabulación colectiva que pondera unas hablas y desdeña otras, a veces contando con el convencimiento —quizás, la resignación— de los perjudicados, es lugar común en lenguas muy extendidas. El hecho es que los propios hablantes hacen víctima a la lengua de consideraciones de prestigio y calidad de dominio relacionadas con la procedencia territorial, como si de un determinismo geográfico se tratara. Así lo trasmitimos como creencia social generando actitudes5 de las que no escapan dicentes ni docentes.
Ante la pregunta de qué español enseñar, parece necesario atender primero a otras cuestiones, por ejemplo, ¿dónde están esos aprendientes (entorno homo o heterosiglótico)?, ¿de qué países provienen?, ¿cuál es su lengua materna?, ¿qué expectativas tienen?, ¿qué variedad tiene el docente?,... Aplicar una fórmula flexible puede facilitarnos la respuesta; una en la que lo medular —lo eficaz y rentable— sea lo compartido, complementado con una variedad (preferente) elegida atendiendo a la información obtenida de las preguntas anteriores y que sería legítima entre las muchas que ofrece el español. La suma se ampliaría con una selección relevante y secuenciada por niveles de rasgos de otras variedades del español (periféricas). Es decir, el modelo plantea una formulación de elementos fijos y variables: EL2/LE = ESPAÑOL ESTÁNDAR + variedad preferente + variedades periféricas (Andión, 2007: 23), o más figurativamente representado en una imagen donde aparecen parcialmente superpuestos e interrelacionados el estándar y la variedad preferente, y las variedades periféricas como inserciones distribuidas (Andión, 2007: 24):
Debemos aclarar que, en este ámbito aplicado, el estándar es un término (en el sentido matemático de sumando) que aporta lo «general» o común a la mayoría de los hablantes, de ahí que sea contante, y no incluye rasgos exclusivos; el estándar también debe cumplir requisitos de generalidad y neutralidad, como intelectualización, estabilidad flexible, tradición cultural, disponibilidad, marco de referencia, confluencia con otras variedades y participación (Mendizábal, 1997; Palacios, 1998). Quede claro que no estamos hablando de elevar una variedad particular a la categoría de estándar y conviene recordar, en este sentido, las palabras de Orlando Alba en el II CILE: «[e]n el caso del español, que es la lengua nacional de una veintena de países, proponer como estándar general la modalidad de prestigio propia de una región particular, implica una valoración inaceptable que conduce a una selección imposible de realizar sobre una base válida desde el punto de vista lingüístico» (Alba, 2001).
El siguiente término, variedad preferente, es variable: un geolecto ponderado dentro del programa del curso; aquel que escogemos presentar como modelo principal productivo para los aprendices (Andión, 2007). Su presencia determina rasgos que le son propios (fuera del estándar). El último término, las variedades periféricas, diversifican el modelo; sus diferentes rasgos respecto de la variedad preferente o central del curso tienen un efecto compensador respecto del vacío de información pasiva que no aportan los elementos anteriores de la fórmula pues permitirá al aprendiente acceder a input de hablantes procedentes de otras zonas geográficas, y, por ende, a su diversidad dialectal (Ibidem).
Pongamos un ejemplo de la posición que ocuparían dos rasgos concretos en las diferentes partes de la fórmula presentada. Todos reconoceríamos como variantes geolectales en español la distinción de la fricativa interdental sorda /Ɵ/ para las grafías z/c + e, i (caza) frente a la fricativa alveolar sorda /s/ para s (casa), propia de variedades peninsulares centro-norteñas, y el voseo, extendido por gran parte de Hispanoamérica, pero ¿qué lugar ocuparían estos rasgos en un modelo lingüístico del español destinado a la enseñanza de la lengua? Ambos rasgos, el fonético y el gramatical, podrían formar parte de cualquier modelo de EL2/LE, pero no siempre en el mismo lugar de la fórmula. Así, si estamos enseñando español en Valladolid (España), la distinción /Ɵ/-/s/ estaría en la parte del modelo correspondiente a la variedad preferente y el voseo, en la de las variedades periféricas. Pero si enseñáramos español en Uruguay, estos lugares curriculares se intercambiarían: el voseo pasaría a la variedad preferente y la distinción podría estar entre los rasgos de las variedades periféricas, dependiendo de la relevancia que se le dé en el programa del curso uruguayo. Ello permitiría adecuarnos a la situación de cada aprendiente/curso y a lo que reclama Valentini (2017) cuando habla de los cursos de ELE y de la certificación DUCLE: «Estos alumnos necesitan una formación dentro de la variedad rioplatense del español adecuada al contexto comunicativo de nuestra región».
En cualquier caso, la selección de rasgos en los dos términos variables de la fórmula (el preferente y el periférico) estaría sometida a la corrección normativa, es decir, a lo que entendemos como «culto», «correcto», «prestigioso», algo de lo que tanto sabe nuestra colega Eliana Gonzáles, cuyo blog Castellano actual6 merece la pena consultar asiduamente. Las etiquetas mencionadas, que adscriben un texto oral o escrito a los registros más garantitas del discurso —en el sentido de afianzar lo estipulado—, no deben excluir la flexibilidad de lo que entendemos como «normal», «aquello que en los usos de la lengua resulta acostumbrado o consuetudinario, habitual y corriente; y por eso común o general [...] Lo que es costumbre idiomática más o menos extensa» (Blanco, 2000: 210). Se trata de rasgos que muestran la lengua viva, muchos de ellos debidos a «la imposición de los hablantes que progresivamente consiguieron que las autoridades educativas y académicas tomaran conciencia de la propia riqueza geolectal» (Valentini 2017).
Cuando el aprendiente es no nativo, las relaciones históricas o de cercanía con un país hispánico pueden condicionar, por su relevancia, una variedad preferente concreta (por ejemplo, el caso de Francia no sería el mismo que el de los Estados Unidos de América) o recomendar hacer énfasis en lo compartido (por ejemplo, para China o Brasil).
Si consultamos los productos curriculares y formativos del Instituto Cervantes, en ellos se evidencia la aplicación de criterios inclusivos del policentrismo del español en el modelo de enseñanza. Así podemos verlo en la herramienta digital GEOLEXI, presentada a finales de 2022, fruto de un proyecto colaborativo de investigación más amplio entre la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED, España) y el Instituto Cervantes, y que concibe la propuesta léxica del español como L2/LE desde un punto de vista plurilectal y ecolingüístico a través de redes geosinonímicas.
Hay dos situaciones excepcionales que merecerían más detalle y a las que ahora no podemos dedicar tiempo: los inmigrantes hispanohablantes y los hablantes de herencia.
Para no extendernos demasiado en nuestra intervención en este panel, más propicio para reflexionar entre todos y ya que estamos en Cádiz, ciudad donde la fragancia del mar lo inunda todo, terminaremos con una imagen sinestésica: si pensamos en la lengua española como un olor, las identidades de sus variedades le aportan los aromas, esos agradables perfumes que todos debemos apreciar.