Me gusta repetir que Valparaíso no existe, que se trata sólo de un sueño que tuvieron sus antiguos habitantes y que los actuales moradores de la ciudad no tenemos más alternativa que continuar soñando. Ciudad musa, no ciudad museo,1 es decir, ciudad inspiradora, Valparaíso infunde su propio sueño, y despierta de él, o acaso lo profundiza, cuando tiene la suerte de que otros lleguen a la reducida superficie que el plan de la ciudad ocupa entre los cerros y el mar. Cerros en los que se mece la arquitectura espontánea que es motivo tanto de admiración como de dolor de cabeza para los atónitos urbanistas, y un plan de la ciudad que Darwin describió como apenas una «larga calle paralela a la costa».2
De manera que gracias por venir a Valparaíso a quienes participan en este V Congreso Internacional de la Lengua Española. Gracias por sacarnos de nuestro sueño, o por colaborar a profundizarlo. Gracias por prolongar «el flujo y reflujo de las mareas humanas»3 que cada tanto llegan a Valparaíso, emulando la acción de nuestros primeros y decisivos inmigrantes. Gracias por mestizar Valparaíso, cuyos barrios históricos fueron inscritos el año 2003 en la Lista del Patrimonio Mundial en atención a que la ciudad constituye «un testimonio excepcional de la fase temprana de la globalización de avanzada del siglo xix, cuando se convirtió en el puerto comercial líder de las rutas navieras de la costa del Pacífico en Sudamérica», según declaró el Comité del Patrimonio Mundial. Al proceder de ese modo, según creo, el mencionado Comité antes reconoció que otorgó la condición de patrimonio de la humanidad, puesto que Valparaíso era ya, desde hacía largo tiempo, un lugar no sólo de sus habitantes y de quienes lo visitan, sino un bien en el que todos podían reconocerse y sentir como propio de un lado a otro del planeta. Valparaíso —como proclama Allan Browne— «es un nombre en el mundo», y es por eso que, de acuerdo a las muy conocidas palabras de Gonzalo Rojas, a Valparaíso no basta con quererlo; hay que merecerlo. De todo lo cual puede constituir prueba el hecho de que tiene una fisonomía que le hace parecerse a todos los puertos del mundo, por diferentes que éstos sean entre sí. De Valparaíso se ha dicho que se asemeja a Trieste, a Lisboa, a Santander, a San Francisco, a Brest, a Hamburgo, a Palermo, en circunstancias de que esos puertos se parecen entre sí «como un elefante con una escobilla de dientes», según la expresiva imagen que propone Egidio Poblete.4
Valparaíso tiene identidad, desde luego, pero, a la vez, y por motivos mayormente intangibles, devuelve el sentido de su identidad a cualquiera que se acerque a la confusión de sus cerros, a la humedad de sus escaleras, al alborotado mensaje de sus vientos, o a la sinuosa profundidad de sus quebradas que bajan hacia el plan de la ciudad transformadas en calles que forman vueltas como se si tratara de serpientes que buscan regresar al océano en que vivieron alguna vez. Contaba yo en una columna escrita con motivo de este Congreso que cada día que llego a dar clases en la Universidad de Valparaíso, justo enfrente de la bahía, el graznido de las gaviotas, tan insólito como familiar, parece relatar una misteriosa historia a la que es preciso poner atención, como si estuviera hecha sólo para uno. En los últimos días, tendrán ustedes que creerme, una de esas gaviotas, de tamaño algo mayor que sus semejantes, se posa cada mañana, solitaria, en el mástil de la terraza que da acceso a mi despacho, y me saluda, o eso pienso yo al menos, con su chillido agudo y desigual, que cesa justo en el momento en que cierro la puerta y me dispongo a trabajar. Ahora puedo decir que tengo la certeza de que esa gaviota vino también desde otro sitio, lejano de Valparaíso, para iluminar con ustedes los días de esta semana que compartiremos aquí. Gaviota solitaria que hace que recuerde el águila en que se habría transformado Neruda luego de su muerte. El poeta no creía en Dios, aunque sí en la reencarnación, y preguntado cierta vez por su amigo Francisco Velasco en qué le gustaría reencarnarse, respondió «En un águila». Pues bien: pocos meses después de la muerte de Neruda, un águila entró en La Sebastiana, su casa de Valparaíso, produciendo gran alboroto en el barrio. Advertida Matilde Urrutia de tan insólito hecho, subió hasta la habitación en que se encontraba el águila y abrió las ventanas para que saliera, sentenciando sin ningún género de duda: «Era Pablo». En cuanto a mí, me gusta pensar que Neruda, transformado ahora en águila, sobrevuela la ciudad para controlar que todo continúa en desorden en Valparaíso.
Gracias, sobre todo, por traer la palabra a Valparaíso, como alguna vez hizo también Rubén Darío, quien pensaba que «sería exótico en este gran pueblo de comercio y de actividad, dar al viento la palabra soñadora».5 Gracias por hacer resonar aquí, más vivo que nunca, el sonido de nuestra lengua, y por recordarnos que encontrar y decir las palabras justas es el camino más seguro para llegar a saber de tantas cosas que nos sumen en la turbación y el goce de la perplejidad. La filosofía, que es hija del asombro, de esa «agitación afectiva», según la llamaba Heidegger,6 puede ponerse en marcha merced a la palabra y ayudarnos a «actuar a plena luz en vez de salvajemente en la oscuridad»,7 una invitación que vale muy especialmente para hispanoamérica, un espacio geográfico, político y cultural que, de la mano de su lengua enriquecida por muchas lenguas, intenta hoy que su «imaginación política, económica y aun moral iguale a su imaginación verbal», según la acertada expresión de Carlos Fuentes,8 y procura que sus instituciones, las instituciones a las que me referiré más adelante —democracia, derechos humanos y estado de derecho— lleguen a brillar tanto como lo hacen los productos de sus artes y de sus letras, de manera que nuestras ciencias sociales consigan alguna vez ponerse a la altura de nuestra justamente celebrada literatura y dejemos de ser ese «laboratorio de ilusiones fallidas» que denuncia Gabriel García Márquez, o esa «comedia de equivocaciones» que compara Mario Vargas Llosa, o ese «encontronazo de dos mundos», que cree Mario Benedetti, o ese «cuento chino», en palabras de Juan Carlos Onetti, o esos «materiales de demolición», de los cuales estaríamos hechos según Nicanor Parra.9 Haría falta, según suele decir Mario Vargas Llosa, que América Latina se resigne alguna vez a la idea de ser originales. Más originales, más imaginativos —agregaría por mi parte—, aunque no sólo en las artes, donde hemos dado pruebas suficientes de ello, sino también en la política, en la construcción y administración de nuestras instituciones a nivel de cada Estado y del conjunto de las naciones hispanoamericanas, aunque sin caer por ello en la ampulosa retórica ni en la consiguiente inflación constitucional que se observa hoy en proyectos de nuevas constituciones que llevan más y más derecho a éstas, como si los códigos, las leyes comunes, los reglamentos y otras fuentes del derecho no fueran ya necesarias, un fenómeno que con cierto candor o benevolencia ha sido llamado «constitucionalismo latinoamericano», o, peor, aun, «neoconstitucionalismo latinoamericano».10
Pensamos con palabras, y el examen de las palabras es el examen del pensamiento. Por lo mismo, perder palabras es perder las cosas que tales palabras designan. «Si la lengua, su vocabulario y su sintaxis, se empobrecen, el pensamiento se empobrece», ha escrito Ángeles Caso con justa razón.11 Entonces, ser pobres de palabras es ser pobres de pensamiento. Con las palabras pensamos, con las palabras percibimos, con las palabras nombramos, con las palabras recordamos, con las palabras distinguimos, con las palabras relacionamos. Ricos de palabras, percibimos y expresamos más realidad, mientras que pobres de palabras percibimos y expresamos menos realidad. Nuestra educadora Mabel Condemarín ejemplificaba más o menos de la siguiente manera: de dos personas puestas frente a una gran cantidad y diversidad de árboles en el valle central de Chile, una de ellas exclama «¡Qué lindo bosque!», mientras la otra dice «¡Qué lindos eucaliptos, boldos, peumos y quillayes!».
¿Cuál de esas dos personas percibe y transmite más realidad? Ciertamente la segunda, puesto que dispone de las palabras que nombran cada una de las especies que tiene a la vista. En consecuencia, y al revés de lo que suele decirse, aquí es el bosque el que no deja ver los árboles.
¿Y qué digo yo a los jóvenes que estudian conmigo? Les digo: vean los árboles, cada uno de los árboles, pero para verlos, para reparar en ellos, para distinguirlos, y desde luego para pronunciarlos, necesitamos las palabras que los nombran. Palabras que son actos, puesto que también hacemos cosas con las palabras, de manera que éstas permiten no sólo comprender y describir el mundo, sino también intervenirlo y transformarlo. A leer, pues —invito a los jóvenes—, para que no sean personas de pocas palabras, sino de muchas, y para que consigan colmar el cofre de su lenguaje, de modo que la cubierta de ese cofre no cierre de puro rebosante de palabras que él se encuentra, cual si se tratara de un tesoro que desparrama su abundancia desde un arca que no es suficiente para contenerlo.
Así las cosas, al hacer este Congreso de Valparaíso puesto y puerto de la palabra, al dar a Valparaíso la palabra, al decir que ahora y por unos cuantos días es Valparaíso el que tiene la palabra, como la tuvieron antes Zacatecas, Valladolid, Rosario y Cartagena de Indias en las precedentes versiones de este encuentro de la lengua, el presente Congreso instala aquí algo más que la palabra —instala el pensamiento— y nos invita tanto como nos obliga al esfuerzo y al gusto de pensar. De pensar, por ejemplo, en la rica diversidad de nuestro continente americano, una diversidad en parte todavía por descubrir, en el entendido de que la tarea actual de hispanoamérica, como suele decir Carlos Fuentes,12 tiene que ver antes con una diversidad por asumir que con una identidad que establecer. Aquello que llamamos globalización, esa globalización de la que el propio Valparaíso ha sido actor relevante, constituye un proceso en curso del que sabemos poco sobre su marcha y menos aún acerca de su probable desenlace, aunque todos podemos advertir el peligro de que conduzca a la hegemonía de una determinada cultura sobre las restantes, o, por el contrario, al atrincheramiento defensivo de cada cultura en su propio particularismo, en circunstancias de que a lo que la globalización tendría que conducirnos, según espero, es al encuentro y fusión de todas las culturas, al fin de las purezas, a una suerte de feliz mestizaje, puesto que «cuando todos seamos mulatos —dice José Saramago—,13 se habrán acabado los problemas del mundo». A Mahatma Gandhi se atribuye haber dicho que no quería que su casa quedara totalmente rodeada de murallas ni sus ventanas tapiadas. «Quiero que la cultura de todos los países —habría dicho ese líder espiritual y político— sople sobre mi casa tan libremente como sea posible. Pero no acepto ser derribado por ninguna ráfaga». Por su lado, y tratándose de la lengua, la globalización tendría que conducir al cese de las pretensiones imperiales de las lenguas y a un razonable multilingüismo, similar, por lo demás, al que es posible apreciar en cada lengua en particular. Con una salvedad, a saber, que el multilingüismo no se nos transforme en excusa para no conocer siquiera la lengua propia, porque podría suceder que llegáramos a hablar, entender y escribir medianamente dos o más idiomas, pero a no conocer bien ni menos a dominar ninguno, ni siquiera el propio.
Nuestro sentido de pertenencia, ya sea a una nación, a un Estado, a una región, a una lengua, e incluso a una religión, no debería ser nunca tan fuerte ni excluyente como para que nos haga perder de vista otras naciones, otros estados, otras lenguas, otras religiones, ni tan fuerte y excluyente, asimismo, como para que nos haga perder de vista que todos —individuos, naciones, estados, regiones, lenguas y religiones— somos siempre más de uno, y que, a fin de cuentas, y para mayor riqueza de nuestra existencia tanto individual como colectiva, lo que somos es «un baúl lleno de gente», como afirma Antonio Tabucchi a propósito de los varios heterónimos de Fernando Pessoa.14 Somos como la televisión digital, porque emitimos varias señales desde un mismo centro, desde una misma estación. Estamos hechos no de una sola pieza, sino de varias, y funcionamos incluso con más de una pieza de recambio, como los automóviles que han tenido un uso prolongado y aprovechan los repuestos de coches que ya no están en circulación. No somos, ni siquiera a nivel individual, estados unitarios, sino federales, y contamos con un gobierno central de dudosa legitimidad y relativa eficacia. Si esa «violencia sectaria» a que alude Amartya Sen,15 la cual proviene de teorías sociológicas, de doctrinas religiosas, de prácticas políticas y también de hegemonías lingüísticas, «convierte a los seres humanos multidimensionales en criaturas unidimensionales», lo que se requiere es prestar cada vez más atención a las filiaciones y compromisos que compartimos todos los seres humanos. De este modo, es preciso tener conciencia de las propias particularidades, mas no al precio de perder de vista aquello que compartimos con los demás seres humanos, porque como recuerda ahora Martha Nussbaum comentando a Aristóteles y valiéndose de las propias palabras del filósofo, «uno puede también observar, en sus viajes a países lejanos, los sentimientos de reconocimiento y afiliación que relacionan a cada ser humano con los demás seres humanos».16
Volviendo a la globalización y a la incertidumbre que ella produce en cuanto a sus resultados, no se trata de dejar que las cosas marchen por sí solas en una u otra dirección, libradas a su suerte o al rumbo que quiera imprimirle un colectivo cualquiera de interesados. La globalización, de ser un proceso que transcurre, tiene que pasar a ser un proyecto consciente y, desde luego, más regulado, con una mayor intervención de los estados y de los organismos supranacionales, de manera de mantener en el horizonte ese orden cosmopolita del cual hablaba Kant, aunque sin que la búsqueda de éste se nos transforme en una «quimera peligrosa»,17 para lo cual es preciso vivir la globalización no como un proceso de sustitución de lealtades, sino de ampliación de éstas, no como una renuncia a nuestras lealtades locales, regionales, nacionales y continentales en nombre de nuestras filiaciones más ampliamente planetarias, sino como un deliberado esfuerzo por sumar éstas a aquéllas.18 En otras palabras, aquellas que se atribuyen al humanista mexicano Alfonso Reyes, «seamos generosamente universales para ser provechosamente nacionales»,19 puesto que «cosmopolita», palabra que tanto irrita a los nacionalistas de toda laya, «no se refiere a la superficialidad y desapego del desarraigo desdeñoso sino a una forma más rica y más amplia de fraternidad».20 Los nacionalismos exacerban identidades centrífugas que escapan del núcleo común de humanidad que compartimos todos, mientras que el cosmopolitismo alienta identidades centrípetas que no se apartan de ese núcleo común y que remiten constantemente a él.
Disponemos del tesoro que significa una lengua, más que común, compartida. Una lengua para oír, para hablar, para leer, para escribir.21 Una lengua para cuatro acciones principales de cualquier vida humana que tenga siquiera la posibilidad de desarrollarse y de proyectarse como tal. Un patrimonio, y no sólo por la dimensión económica de nuestra lengua, a la que se referirán otras ponencias de este Congreso, sino por su significación específicamente humana. De todo lo que en un sentido amplio del término «cultura» incluimos en ésta, ese sentido amplio que remite a todo cuanto el hombre produce con vistas a cumplir determinadas funciones y realizar ciertos fines, a todo lo que resulta de la acción conformadora y finalista del hombre,22 a todo lo que el hombre ha sido capaz de colocar entre el polvo y las estrellas, según la bella y concisa definición de cultura que se atribuye a Radbruch, la lengua es la pieza fundamental. El lenguaje que oímos, que hablamos, que leemos, que escribimos: he ahí la auténtica riqueza, la de las palabras. Es por ello que no exagera Marco Fidel Suárez, ex Presidente de Colombia, cuando nos recuerda que «si lo más esencial del alma es el pensar, si la diferencia exterior del hombre no son las risas ni las lágrimas, sino la palabra; si los pueblos no se acaban sino cuando su lengua se acaba; podemos decir que el pensamiento es el alma, la palabra es el hombre, y la lengua es la patria».23
Sin embargo, para que cada país de nuestra América hispana progrese debidamente y para que el conjunto de ellos pueda constituir y ser visto como una auténtica comunidad de naciones, se requiere de algo más que una lengua común, puesto que una comunidad es un conjunto de naciones unidas por acuerdos políticos, económicos y culturales. Se requiere, bien lo sabemos, que las economías crezcan, que el crecimiento económico de paso al desarrollo económico, y que el desarrollo, además de equitativo, sea también sustentable. O sea, necesitamos mejores índices de desarrollo humano.
Llamo «crecimiento económico» al incremento de los bienes y servicios disponibles en una sociedad cualquiera, y denomino «desarrollo económico» a la situación que se alcanza cuando los frutos del crecimiento benefician a las actuales generaciones. Llamo luego «desarrollo con equidad» a aquel cuyos beneficios alcanzan a todos y no se concentran en los dos o tres barrios más ricos de las cuatro o cinco ciudades más importantes de cada país. Denomino por su parte «desarrollo sustentable» a aquel en que los beneficios que obtienen las actuales generaciones no se consiguen al precio de aquellos a los que tienen derecho las futuras generaciones. Y, finalmente, llamo «desarrollo humano» a ese tipo de desarrollo en el que las personas han alcanzado niveles de bienestar que no dependen sólo de la satisfacción de sus necesidades materiales básicas de salud, educación, empleo, vivienda y vestuario, y que, por lo mismo, provee una calidad de vida que incluye la extensión de ésta, el acceso a esa clase de bienes simbólicos que proveen las fuentes de entretenimiento, de arte, de cultura, y una efectiva participación en la vida cultural de los barrios, ciudades y países que habitan las personas.
Para conseguir todo eso se requiere que nuestra América hispana supere la fragilidad de sus instituciones, concretamente, la deficiente calidad de su política, la distorsión de la democracia como forma de gobierno, la insuficiencia de su estado de derecho, y los atropellos a los derechos fundamentales de las personas. La ola de dictaduras militares que padeció el continente entre la década de los 60 y los 90 del siglo pasado, produjo grandes y graves retrocesos en cada una de tales aspectos e instituciones, y es un hecho que hoy se viven tiempos mejores, aunque subsisten síntomas de inquietante debilidad institucional que aquejan a no pocos de nuestros países. Es cierto que ya no aparecemos a los ojos del mundo, salvo muy contadas excepciones, como un continente de revoluciones, caudillos, golpes militares y conspiraciones, aunque sí, últimamente, como una zona de mandatarios con aspiraciones vitalicias que justifican su afán de conservar indefinidamente el poder en la desmesura de sus propios sueños y en la vociferante aprobación que les brinda una voluble mayoría de ciudadanos volcados antes en las calles que en elecciones periódicas, libres, competitivas e informadas, sin olvidar tampoco la creciente corrupción del aparato público en muchos estados, la mal disimulada incomodidad de algunos gobiernos con poderes judiciales independientes, los altos niveles de inseguridad ciudadana ligados a la deserción escolar y la falta de empleo, y la infiltración de barrios y ciudades por redes de narcotraficantes que ponen a disposición de las poblaciones más pobres, especialmente entre los jóvenes, los recursos que deberían proveer políticas y programas públicos de desarrollo e inclusión social.24 Es ese cuadro de síntomas el que vuelve entendible el duro diagnóstico de Osvaldo Hurtado, ex Presidente de Ecuador: «Como en la región la estabilidad política, el crecimiento económico y la continuidad, salvo alguna excepción, no han sido parte cotidiana de la vida pública y el viejo populismo junto al arcaico caudillismo vuelven a ganar elecciones y a constituir gobiernos, el desarrollo latinoamericano ha sido inferior al alcanzado por otros continentes, de manera que países que, a mediados del siglo xix, aventajaban a algunos de Europa y de Asia, hoy ocupan lugares secundarios».25 Nos ha ocurrido, en cierto modo, lo que Ricardo Piglia dice de unos abatidos personajes bonaerenses sentados a una mesa luego de sufrir sucesivas derrotas políticas: «Nadie podía decir lo que los otros querían escuchar».26
Y si la genuina y constante adhesión y práctica de instituciones como la democracia, el estado de derecho y los derechos humanos es condición para llegar a constituir estados en forma y, a partir de éstos, para integrar una comunidad de naciones y no una simple geografía, resulta indispensable concordar en los conceptos y alcances de cada una de tales instituciones, una tarea en la cual nuestra lengua común juega y ha de continuar jugando un papel muy relevante. Poco o nada podremos conseguir en cuanto a credenciales y credibilidad democráticas si no damos a la democracia un sentido compartido como forma de gobierno deseable para la sociedad, cuyo núcleo es el principio de mayoría, mas no la tiranía de la mayoría, y cuyas reglas han de regir no sólo para acceder al poder, sino también para el ejercicio, el incremento y la conservación de éste. Poco o nada podremos conseguir en cuanto al imperio del estado de derecho en nuestros países si no concordamos en el sentido básico que él tiene de gobierno de las leyes, no de los hombres, y, asimismo, de gobierno bajo las leyes, no bajo las órdenes de mandatarios presas de súbitas visiones o ardientes arrebatos, quienes confunden poder con impunidad.27 Poco o nada podemos conseguir en materia de derechos humanos si sólo nos mostramos dispuestos a actuar con celo frente a las violaciones a los derechos de quienes comparten nuestra condición o nuestras ideas, mostrándonos frívolos o complacidos cuando se trata de atropellos que afectan a quienes no comparten esa condición y esas ideas, o si, como suele ocurrir, valoramos únicamente los derechos civiles y políticos, asentados en el valor de la libertad, sin prestar debida atención a los derechos sociales, que se fundamentan en el valor de la igualdad, o —todo lo contrario— si nos mostramos dispuestos a sacrificar aquellos derechos que tienen que ver con la libertad para avanzar con mayor rapidez en la satisfacción de los derechos que conciernen a la igualdad, con el efecto siempre negativo de que, postergando indefinidamente los derechos de igualdad en nombre de los de libertad, instalamos sociedades que muestran graves, injustas y persistentes inequidades en las condiciones de vida de las personas, mientras que sacrificando los derechos de libertad en nombre de los de igualdad respaldamos gobiernos autoritarios que vulneran el valor más preciado y que, andando el tiempo, tampoco consiguen la deseada igualdad en las condiciones de vida de las personas.
Ni la libertad, pues, debe ser sacrificada en nombre de la igualdad, ni ésta inmolada en el de aquella. A quienes propician lo primero habría que recordarles que una sociedad decente no es sólo una sociedad de libertades, sino una en la que han desaparecido las desigualdades más graves e injustas en las condiciones de vida de las personas, mientras que a los partidarios de lo segundo sería del caso recordarles que tampoco es decente una sociedad en la que el precio para conseguir mayor igualdad consiste en verse privados de libertades sin cuya titularidad y ejercicio desaparece el núcleo de nuestra dignidad como seres humanos. Gobiernos progresistas, a la vez que moderados y sensatos, no izan la bandera de la libertad y doblan la de la igualdad, ni enarbolan tampoco la de la igualdad y pliegan la de la libertad. Gobiernos progresistas, moderados y sensatos izan ambas banderas a la vez, hasta el punto más alto que puedan alcanzar con ellas, y permanecen atentos para advertir y administrar con inteligencia las fricciones que puedan producirse entre libertad e igualdad o —si hemos de insistir con la imagen de las banderas— para evitar que los inevitables roces entre éstas, como consecuencia del viento que las agita en desorden, dañe la tela de una de ellas en beneficio de la otra hasta el punto de que la reduzca a jirones que sean solo un pobre y casi irreconocible remedo del valor que antes representaban.
Si ustedes me permiten ahondar algo más en la democracia, ella es tanto vía de entrada como puerta de salida del poder, puesto que fija reglas para acceder a éste y, asimismo, para ejercerlo, incrementarlo y conservarlo. La política consiste en la actividad que concierne, precisamente, a la búsqueda, ejercicio, incremento y conservación del poder, por cierto que bajo la guía u orientación de ideales y programas acerca del tipo de sociedad que nos parezca mejor. Por su parte, la democracia es lucha pacífica por el poder, algo así como la continuación de la guerra por otros medios, la sustitución por el voto del tiro de gracia del vencedor sobre el vencido, el reemplazo de gobernantes sin derramamiento de sangre, aunque la democracia es lucha o competencia sujeta a reglas que no pueden valer sólo al momento de acceder al poder y perder valor a la hora de ejercerlo, incrementarlo y conservarlo. Una democracia de este tipo, una «democracia institucional» y no puramente electoral —según la llama Ignacio Walker—,28 una democracia que fija reglas precisas tanto para acceder al poder como para ejercerlo, incrementarlo y conservarlo, es todo lo contrario de ese neo-populismo del cual hacen gala algunos políticos y gobernantes latinoamericanos, de lado y lado, de izquierda y de derecha, que actúan como si por haberlos elegido el pueblo una vez les hubiera delegado el poder para siempre, atendida la condición mesiánica de que hacen gala y los propósitos salvíficos que los animan, y que, por lo mismo, abren paso, peligrosamente, a esas «legitimidades extraviadas» a que alude el escritor libanés Amin Maalouf en su último libro, «El desajuste del mundo».29 La democracia institucional es lo opuesto de esa democracia delegativa, que también denuncia Guillermo O Donnell, caracterizada tanto por la fuerza de las elecciones como por la debilidad de las instituciones y por la dificultad o la renuencia para avanzar desde gobiernos democráticamente elegidos a gobiernos democráticamente ejercidos, democráticamente conservados y democráticamente sustituidos.30 La democracia institucional es lo opuesto a lo que Carlos Fuentes dice de un Presidente de su país, «que no gobernaba para el sexenio, sino para la historia».31
De este modo, es preciso ampliar y diversificar lo más posible la participación de los ciudadanos en nuestras democracias representativas, aunque sin hacer perder a ésta su carácter de tal ni pretender reemplazarla por una democracia participativa. La democracia representativa, por definición, es participativa, y de lo que se trata no es promover la sustitución de aquélla por ésta, sino de hacer más participativa la propia democracia representativa, respetando el tipo de procedimientos reglados que ella establece para la adopción de las decisiones de gobierno.
En una conferencia que escuché hace pocos meses en Santiago a Alain Rouquie, el politólogo francés sostuvo que, tocante a la democracia, América Latina vive hoy entre la esperanza y la sospecha, aunque yo diría que lo hace también entre la esperanza y la sorpresa. Entre la esperanza, por un lado, porque nunca antes habíamos tenido tal cantidad de gobiernos democráticos en la región, aunque algunos puedan estar más cerca y otros más lejos del ideal de una democracia plena o completa; y entre la sospecha, por otro lado, porque lo que tenemos hoy en el continente son dos tipos de gobiernos democráticos que se observan con evidente recelo: unos gobiernos con aspiración refundacional, provistos de un fuerte sello identitario, que atizan el conflicto y miran a sus adversarios como si se tratara de enemigos, y que sacan provecho del colapso experimentado por los partidos políticos como cauces de expresión y participación ciudadana; y otros gobiernos, de corte desarrollista social, asentados en un buen o a lo menos aceptable sistema de partidos y otras instituciones, sin reelección para el gobernante por más de dos períodos, y que actúan antes sobre la base del diálogo y los acuerdos que del enfrentamiento y los conflictos. Y si agregué que nuestro continente podría hallarse no entre la esperanza y la sospecha, sino entre la esperanza y la sorpresa, es porque nadie sabe cuál de esos dos tipos de gobierno prevalecerá en el continente, aunque yo no vacilo en apuntarme al segundo de ellos, puesto que aunque la recomendación de Maquiavelo haya sido la contraria, los gobernantes deben mantener la palabra dada y el juramento que hacen al asumir sus cargos y vivir con integridad y no con astucia. Todos sabemos que la política funciona con una ética de resultados y no con una de convicciones, o, mejor dicho, todos sabemos que la política, en muchas ocasiones, antepone una ética de resultados a una de convicciones, y eso es bien visible en nuestra América hispana, especialmente en lo que se refiere a las decisiones gubernamentales sobre verdad, justicia, reparación y memoria en materia de violaciones a los derechos humanos por parte de las dictaduras militares que conocimos en la parte final del siglo xx, aunque es preciso señalar que en no pocas de tales ocasiones tampoco los resultados conseguidos han sido muy satisfactorios. Con lo cual quiero decir que si un gobernante pone los resultados de sus decisiones por delante de las convicciones, tendría que asegurarse al menos de conseguir efectivamente los buenos resultados que busca con tales decisiones.
Iberoamérica es heterogénea desde el punto de vista de sus instituciones. Lo es, desde luego, desde el punto de vista de la calificación que puede hacerse de sus actuales democracias, unas pocas plenas o completas, otras, la gran mayoría, imperfectas o defectuosas, algunas de ellas híbridas, y a lo menos una completamente inexistente.32 Siempre, en todo lugar, es posible distinguir entre democracia ideal y democracia real, entre el ideal democrático y las evidencias de la democracia, entre la democracia como prescripción, como algo que debe ser, y la democracia como descripción, como lo que realmente es, entre el ideal y la tosca materia, una distinción que lo que muestra es el desfase entre el «jardín de las delicias de la democracia»,33 que vive en el cielo de nuestros conceptos, y el modesto huerto en el que, no sin tropiezos y dificultades, intentamos sembrar y recoger sus frutos, siempre menores que los esperados, aunque con la confianza de que la próxima cosecha resultará posiblemente mejor. Sin embargo, ese desfase debería conducirnos no al desdén y menos al abandono de los invariablemente imperfectos gobiernos democráticos, sino a asumir el desafío de hacer que los estados democráticos sean más democráticos, de conseguir que cada gobierno democrático se acerque cada vez más a la democracia ideal —un concepto que no realizará nunca de manera completa en el terreno de los hechos—, y mejore su posición relativa en el ranking que es posible hacer de las democracias contemporáneas, siguiendo para ello, por ejemplo, los criterios propuestos por Robert Dahl.34 En tal sentido, el ideal debería obrar como estímulo y no como motivo para el desaliento o la deserción del camino que vamos haciendo tras él, de manera que no ocurra con nuestras democracias lo que el escritor porteño Carlos León decía de un personaje algo enigmático que llegaba regularmente a la casa de su niñez: «Nos visitaba para estar ausente».
Iberoamérica es también heterogénea desde el punto de vista del nivel de desarrollo y de los ingresos por habitante alcanzados por los diferentes países, en algunos casos altos, en algunos medio-bajos, y en otros simplemente bajos. Y si bien en la vía que cada país recorre para mejorar su nivel de desarrollo pueden existir diferencias atendibles, no debería haberlas, sin embargo, en la común aspiración a democracias representativas sólidas y estables, legítimas y a la vez legitimadas. En la común aspiración, diré también, a una democracia de instituciones que, como tal, organice el poder antes que personificarlo; una democracia que convoque a elecciones para instalar gobiernos y también para reemplazarlos; una democracia que permita tanto ejercer como limitar el poder; una democracia que limite el poder político, desde luego, pero que haga lo propio con todo otro poder —militar, económico, de los medios—, puesto que el poder, de cualquier clase que sea, tiene capacidad de dañar a las personas y ha de ser por tanto domesticado, lo mismo que hacemos con los animales que de mostrar sus dientes pueden pasar fácilmente a hundirlos en cualquiera que se les ponga por delante; una democracia que de luz verde a la mayoría para ejecutar su programa de gobierno y que cambie a rojo cada vez que esa mayoría pretenda pasar por encima de los derechos de la minoría; una democracia con determinación para avanzar y prudencia también para saber esperar; una democracia que no detenga su avance, pero que lo haga dando un paso a la vez, y que, por lo mismo, cuente con que cambios de cantidad, sin son ellos constantes y progresivos, acaban siendo también cambios de calidad; una democracia que aminore los frecuentes conflictos que separan a no pocos de nuestros países y que fije instancias, procedimientos y reglas para la composición de tales conflictos, puesto que al contrario del curioso discurso de don Quijote acerca de la preeminencia de las armas contra las letras, son éstas las que deberían prevalecer sobre aquellas; una democracia —en fin— que valore tanto la osadía como la prudencia y, todavía mejor, que valore la osadía de la prudencia.35 Una democracia que esté dotada de «un par de alas para volar y de otro par para mantener el equilibrio»,36 una democracia que no desprecie los cambios posibles en nombre de los cambios importantes, que no se haga demasiadas ilusiones respecto de lo mejor, pero que tampoco se resigne a lo peor.
Si el primero de los cinco congresos de la lengua española marcó el inicio de una «política panhispánica de la lengua», según expresión de Víctor García de la Concha, Director de la Real Academia Española,37 a fin de mantener unidad en la diversidad y de ocuparse no ya de fijar el uso de las palabras sino de registrar los distintos usos del español aquí y allá, en la península y en nuestros países de América, lo cierto es que «más del 90 % del léxico patrimonial del español es común», de suerte que nuestra lengua compartida constituye un instrumento idóneo tanto para registrar la diversidad de nuestras instituciones como para afianzar el núcleo común que forman la democracia, el estado de derecho y los derechos fundamentales. Contamos hace ya más de medio siglo con un sistema regional de declaración, garantía y promoción de tales derechos, tenemos también una Carta Democrática Interamericana, y hemos sido capaces de concordar una Carta Cultural Iberoamericana, todo lo cual prueba la posibilidad y fecundidad del esfuerzo colectivo de valernos del lenguaje para crear institucionalidad y para hacerla luego avanzar. Porque se podrá decir todo lo que se quiera acerca de las tardanzas y tropiezos en la aplicación de la Carta Democrática y de la Carta Cultural, aunque no hay que olvidar que nuestro sistema regional de derechos humanos tardó seis décadas en llegar a consolidarse tal y como ahora lo conocemos. Por lo mismo, el error no consiste en tener ideales, sino en creer que éstos se pueden realizar si esfuerzo, sin continuidad, sin sacrificio, sin la complicidad del tiempo y sus compases, o, peor aún, creyendo que los ideales son «la obra de uno, dos o tres hombres de genio» y no de «la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, de innumerables hombres modestos».38 Y cuando hablamos de ideales, nos referimos, por ejemplo, a declaraciones de las cartas antes mencionadas que establecen que los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla; que la misión de la OEA no se limita a la defensa de la democracia en los casos de quebrantamiento de sus valores y principios fundamentales, sino que requiere además un esfuerzo permanente para prevenir y anticipar las causas mismas de los problemas que afectan al sistema democrático de gobierno; que la cultura es un elemento básico para la cohesión y la inclusión social, que genera confianza y autoestima no sólo a los individuos, sino también a las comunidades y naciones a las cuales pertenecen; y que debemos consolidar un espacio cultural iberoamericano como un ámbito propio y singular.
En textos normativos como los mencionados hemos puesto la palabra, lo cual quiere decir que hemos puesto pensamiento, pero también hemos depositado en ellos expectativas, aspiraciones, deseos, esperanza. Esos textos cumplen una función directiva, esto es, se hallan destinados a guiar acciones de nuestros estados y comprometen a éstos en una dirección no exenta de obstáculos y demoras, aunque sin vuelta atrás, quiero creer, puesto que tal dirección no es otra que la de la libertad. No me parece menor, por lo mismo, ni tampoco enteramente casual, que la antología de artículos de Bello de Fernando Lolas, Alfredo Matus e Iván Jaksic cuya presentación será parte del homenaje a Andrés Bello que rendirá este V Congreso Internacional de la Lengua Española, se titule «Gramática de la libertad». De esa libertad reinante ya en la significativa mayor parte de nuestras naciones, y que, según señalé antes, no quisiéramos haber conquistado al precio de una básica e indispensable igualdad en las condiciones de vida de las poblaciones del continente, puesto que esa básica e indispensable igualdad, junto con constituir un valor en sí misma, es también condición para un ejercicio efectivo de la propia libertad, desde el momento en que poco o ningún sentido puede tener la titularidad de las libertades de pensar, de expresarse, de reunirse, de asociarse, de emprender, de hacer —en fin— la propia vida, para quienes padecen una permanente situación de pobreza o de indigencia. «La libertad, como escuché decir cierta vez a Carlos Fuentes, es la lucha por la libertad», y se lucha también por ella cuando por lo que se combate es por la igualdad, cuando lo que se busca ese «acuerdo de colaboración igualitaria» que Germán Arciniegas mencionó al recibir el Premio Interamérica en 1992.39
Si existe un lenguaje instrumental, aquel que utilizamos de modo cotidiano para comunicarnos con los demás; si hay un lenguaje literario, creativo y a la par más expresivo que aquél; si hay también un lenguaje científico, que es el que emplean los científicos cuando emiten enunciados por medio de los cuales quieren patentizar y transmitir un determinado saber; si existe, además, un lenguaje filosófico, usado desde antiguo por quienes llevan a cabo esa persistente actividad humana que llamamos filosofía; también hay, por cierto, un lenguaje de la política, que es tanto el que emplean los políticos como aquel que utilizan los teóricos de la política, tanto el que emplean los que hacen política como aquellos que piensan en ella. Y, según me parece, no hemos prestado suficiente atención al lenguaje de la política y al de los productos de ésta, principalmente textos de políticas públicas y textos normativos, un lenguaje en que el problema mayor puede no ser el desuso, sino el abuso, no la pérdida de palabras, sino la sobreutilización de éstas, hasta hacerlas perder muchas veces su relieve y densidad, como las piedras arrastradas por un río.40 Mejorar el lenguaje de la política como actividad y como saber acerca de dicha actividad, mejorar a la vez el lenguaje de las políticas públicas y el de los textos normativos que las expresan, asumir conscientemente lo que Jesús Prieto de Pedro llama «pretensión de inteligibilidad»,41 todo ello equivale a mejorar también la propia política y el saber que se ocupa de ella, y equivale igualmente a perfeccionar las mismas políticas públicas y el derecho que nos rige tanto a nivel local de los estados como en los ámbitos inter y supranacional.
Andrés Bello, con el despliegue de su talento en múltiples direcciones, nos dejó un espléndido ejemplo de empleo del lenguaje para escribir, para enseñar, para traducir, para polemizar, para redactar leyes, para ajustar tratados, para hacerse oír desde los escaños del Senado chileno, para escribir un Código Civil, para influir en una Constitución, para formular una gramática, y para legarnos unos versos que el exceso de pudor dejó extraviados en la montaña de papeles que era su escritorio. Por ello, tiene razón Fernando Lolas cuando escribe que «la organización cultural que Bello protagonizó en Chile no se restringió solo a asuntos lingüísticos. El idioma que estudió y para el cual propuso desde reformas hasta ideas de consolidación fue un factor estructurador de la ley, de las instituciones, de las tradiciones y de toda la vida pública».42
Si Octavio Paz tuvo razón cuando calificó de ambiguos los procesos de independencia en iberoamérica, puesto que rompieron con España y se mostraron a la vez incapaces de crear sociedades modernas, adoptando constituciones más o menos liberales y democráticas tras las cuales se escudaron oligarquías feudales y dictadores, el desafío consiste hoy en seguir avanzando hacia una plena legalidad republicana que esté no sólo declarada, sino que sea vivida y respetada. Palabras y expresiones como «libertad», «igualdad», «fraternidad», «dignidad», «derechos», «progreso», «democracia», «poderes independientes», dieron legitimidad al discurso de la causa de la independencia, mas no a la organización de nuestros primeros gobiernos ni a las prácticas políticas y sociales que ellos desarrollaron. Nuestra deuda, sin desconocer los importante avances de las últimas dos décadas, sigue estando con tales palabras y expresiones, y con los conceptos, hábitos y procedimientos de que dan cuenta.43 Sólo atendiendo a esa deuda conseguiremos cumplir el augurio de Bello: «América desempeñará en el mundo el papel distinguido a que la llevará la grande extensión de su territorio, las preciosas y variadas producciones de su suelo, y tantos elementos de prosperidad que encierra», entre éstos, por cierto, la lengua que hoy hablan 400 millones de personas en el mundo.44 Pero para conseguirlo, y al contrario de lo que declaró cierta vez Mario Benedetti, nuestro común denominador no puede consistir en tener un enemigo común —Estados Unidos— y en creer que lo latinoamericano, lo hispanoamericano y lo iberoamericano —porque cada una de esas denominaciones abarca un área geográfica y lingüística distinta— es simplemente lo no norteamericano, lo no estadounidense que encontramos en América.45 Como se lee en el documento «Aportes para una agenda de gobernabilidad democrática en América Latina», «hay cierto consenso sobre las insuficiencias de las ideas políticas en la región y acerca de las dificultades para articular o integrar las diferentes orientaciones políticas. Se trata de pensar la integración regional desde países desiguales y con experiencias disímiles, lo cual reintroduce el viejo problema de la identidad de América Latina: si constituye o no un solo campo analítico y si funciona como un verdadero actor regional». Por lo mismo, si los puntos en común que reconocen las sociedades de la región han sido motor de la integración, mientras que los conflictos de intereses han constituido un freno para ella, lo cierto es que la así llamada «integración» no pasa de meras alianzas entre países que en un momento dado comparten determinados intereses, de manera que se hace necesario «consolidar una perspectiva regional que no es la sumatoria de las experiencias nacionales sino la fotografía de intersecciones, intereses y desafíos comunes o contrapuestos que enfrentan las sociedades de la región, más allá de sus diferencias». Lo que necesitamos, a fin de cuentas, es una mirada más amplia, construida tanto a partir de los puntos comunes como de los conflictos, pero que vea más allá de aquellos y de éstos.46
Nos hace falta cultivar también un espíritu laico, aunque no en el sentido de enemigo de la religión, sino en aquel que Claudio Magris ha explicado en su libro «Literatura y derecho ante la ley».47 Laico, además de aquél que distingue e incluso separa lo que nos es dado demostrar racionalmente de lo que es objeto de fe y que diferencia con nitidez las competencias del Estado del ámbito en que se desenvuelven religiones e iglesias, es quien sabe abrazar una idea sin someterse a ella; quien sabe comprometerse políticamente conservando la independencia crítica; quien da valor a la crítica y practica también la autocrítica; quien se ha emancipado del rebaño, piensa por sí mismo y no se echa en brazos de los tutores proverbiales, sean éstos religiosos o de cualquier clase. Laico —en fin— es el que toma una distancia irónica de la realidad e incluso de sí mismo y disfruta «la felicidad clandestina que crea la literatura», «quien sabe reírse y sonreír de lo que ama sin dejar por ello de amarlo», como dice Magris, o, como lo expresa Savater en el prólogo al libro de aquél sobre literatura y derecho, laicidad no es un contenido filosófico, sino más bien un hábito mental, de manera que laico es una especie de «viajero, no un simple curioso ni un mero testigo sino también un crítico que ha roto amarras con la serenidad de todos los puertos y sabe afrontar sin escándalo pero también sin plena resignación las lecciones del desencanto».
César Vallejo expresó temor de que «después de tantas palabras, no sobreviva la palabra». Y ya sabemos que allí donde no sobrevive la palabra lo que deja de vivir es el pensamiento, como sabemos también que es éste el que debe guiar nuestras acciones como individuos y nuestras determinaciones como países que comparten un mismo continente y que aspiran a constituir una comunidad. Estos periódicos congresos de la lengua cooperan a que sobreviva la palabra. Pero a tal sobrevivencia es necesario colaborar día a día, conscientemente, allí donde nos encontremos y en la actividad que desarrollemos, porque la palabra, no otra cosa, así como el diálogo que ella fuerza y facilita con el otro, cualquiera que éste sea, nos permite permanecer a plena luz e inmunizarnos frente a la siempre amenazante oscuridad de una región que en 1930 contaba con sólo cinco gobiernos democráticos, en 1948 con 7, en 1976 con 3, y que tiene ahora casi sólo gobiernos democráticos, aunque desigualmente democráticos en la calidad y estabilidad de tal forma de gobierno, así como en la fortaleza, integridad, eficacia, legalidad y credibilidad de sus instituciones.
Grandes y ricos de palabras en la novela, en la poesía, incluso en la historia, precisamos serlo también, crecientemente, en los ensayos con los que estudiamos nuestras instituciones políticas, económicas, sociales y culturales, cuidando que grandeza y riqueza de palabras no se confunda con simple abundancia de términos y expresiones. Como necesitamos también ser ricos y grandes de palabras en los textos normativos —tratados, constituciones, leyes, políticas públicas, etc.— que dan base y sustento a nuestras instituciones, aunque otra vez, y muy especialmente tratándose de ellos, sin complacernos en la abundancia, o, peor aun, en la mera ampulosidad de los términos que empleamos. Tratándose del lenguaje jurídico, vale la pena reparar —como escribe Jesús Prieto de Pedro—48 en que el poder político, con la ampliación de las esferas de actuación normativa y administrativa, es, «aunque sólo fuera visto cuantitativamente, un poderoso emisor lingüístico».
Como dice nuestro poeta Raúl Zurita, la lengua es necesariamente un lugar de encuentro, aunque «toda lengua es también el lugar del malentendido», puesto que, como es obvio, «sólo nos malentendemos en la misma lengua».49 Tal es, sin ir más lejos, la paradoja de toda lengua, que tanto nos permita entendernos como malentendernos, de manera que si nuestras academias de la lengua están hoy en Valparaíso es para lo primero, o sea, para entendernos, y para entendernos en las múltiples acepciones del apremiante verbo «entender»: pensar, discurrir, conocer, penetrar, avenirse, llegar a tener una idea clara de las cosas, y, sobre todo, saber manejar o disponer algo para un fin.
El último de tales significados de «entender» es el que quiero destacar ahora: saber manejar o disponer algo para un fin. Algo que en este caso no puede ser otra cosa que nuestra lengua, de la cual debemos entonces disponer, y no solo tener y utilizar, con el fin de llegar a constituir una auténtica comunidad de naciones.
Si el futuro nos mira, el lenguaje también nos mira.50