Si de algo se trata en estas jornadas es de unidad o, lo que es el mismo, de cohesión, de concierto y coherencia, de consonancia y concordia, en fin, de entendimiento, respeto y solidaridad por medio de esta vasta, de esta transoceánica lengua española. Sean mis primeras palabras de comprensión y hondo apoyo, en esta hora de inclemencias naturales, a los hermanos de Haití, en su quebranto.1 Que independencia no constituye valor en sí mismo y libertad sí lo es, libertad y solidaridad sí lo son. Si en algo más que en retórica han de traducirse las voces que se emitan estos días, llevemos hacia la atormentada isla del Caribe, en lengua de Cervantes y Neruda, en la de San Juan de la Cruz y García Márquez, las expresiones neolatinas ancestrales del amor, el consuelo, la esperanza, y las de nuestros pueblos originarios, representados por el mapuche, ayün, fütalduampeyüm, üngümkülen.2 Profunda afirmación en la esperanza, que, como dice el refrán sefardita: «La noche mas eskura es para esklarezer». «Si hablara la lengua de los hombres y la de los ángeles, pero no tuviera amor, no sería más que un bronce hueco resonante o un címbalo estruendoso», en el decir inspirado de Pablo de Tarso.3
Mucho más que bronce hueco y cencerro estridente es la lengua que heredamos de Castilla. En la vastedad de sus dominios, la ecumene hispánica resuena desde el Septentrión al Mediodía; parece seguir el mandato de Yahvé: «Fruchiguarás a Orient e a Occident…», en la versión judeoespañola de la Biblia de Ferrara. Hasta esta, su última frontera austral se propagan su voz y su sentido.
No había que esperar 2010. América no se inicia con el llamado «descubrimiento» de 1492, ni la Independencia de Chile, en 1810, con la Primera Junta de Gobierno; la política, sin duda, que no las demás independencias, las que faltan, las que realmente liberan, las de nuestras propias ataduras interiores. Emancipación, sojuzgamiento, yugos, son amplificaciones, sobrepujamientos operáticos, pálidos reflejos de una historia compleja. Larga trayectoria de metáforas y desalientos, la de nuestra lengua. Esperanzas y pesadumbres han dado fortaleza y savia verde y lechosa a este modo de hablar nuestro de cada día, desde el antiguo y venerable solar cantábrico de los orígenes.
De la dependencia política hemos pasado a la independencia, y ahora, de la independencia a la interdependencia. ¡Bien por la humanidad! La Comunidad Iberoamericana de Naciones, la sociedad de la globalización, no son más que un logro de esta larga trayectoria del homínido, que, pasando por humanoide, aspira a ser hombre en plenitud. «Por fin, tosca Mercedes, te refinas», le escribe en su epitafio, Rosa Cruchaga, a su silvestre nodriza campesina.4 ¿Quién dictaminó que independencia constituía un valor en sí misma? Si en algo se refina esta tosca y basta humanidad, en los inicios del tercer mileno, es en el deseo vehemente de llegar, por fin, a la «co-dependencia», a la interdependencia intrínseca del espíritu, según la propia liberación interior, a la globalización mayor, que no es más que pura alteridad, la del auténtico «ser con otro», en la más ancha libertad de la dependencia solidaria, de la comprensión verdadera del tú que soy yo, un nosotros de orquesta sinfónica, en contrapuntístico concierto, en unidad de voz, con-sonancia, de sentido, con-senso, en síntesis, de amor y corazón, con-cordia. «Además, a estas alturas de la paciencia humana», como diría Delia Domínguez,5 quién podría declararse independiente, independiente de qué, o de quiénes; autónomos, sí, soberanos en nuestra constitutiva libertad individual. Interdependencia, solidaridad, hacia allá se enfila, por fin, la humana condición en su adelantamiento.
Esta es hora de quehaceres futuros, de proyectos, de esperanza. Para no quedarnos atrapados en el pasado, que no es tiempo este de reminiscencias estériles, enfilemos las saetas a los grandes blancos de nuestra condición. Lúcido como siempre, Guillermo Guitarte escribía en 1975: «[…] estos casi cinco siglos pueden dividirse en tres períodos: el primero, de unidad como un todo en la época colonial; el segundo, en el siglo xix, de separación de esas dos mitades y de fragmentación de la parte americana, y un último período en el siglo xx, en que las entidades políticas surgidas de la división anterior convergen de nuevo a la unidad lingüística. Así la historia de este conjunto se desarrollaría de la unidad a la separación, y de la separación de nuevo a la unidad, pero a una unidad nueva y diferente de la anterior, creada ahora por la cooperación entre todas las partes de un múltiple mundo hispánico».6
De encrucijadas y equilibrios inestables es este 2010, de rostros y cifras ambiguos. En ese cruce coincidimos hoy en este Chile del Bicentenario. América en la lengua española. No se trata aquí —como es lógico— de un mero encuentro académico, uno más, sobre el llamado «español de América». Hay muchos congresos de lingüística y de literatura, tal vez demasiados. Lo que en esta hora nos cumple es asumir nuestro modo histórico de hablar con mirada amplia, en toda la vastedad de sus dimensiones: América y la lengua española: de la Independencia a la comunidad Iberoamericana de naciones; Lengua española: política, economía y sociedad; Lengua y comunicación; Lengua y educación, son sus secciones y nos ahorran comentarios. La consideración lingüística —por cierto— estará presente, que la lengua antes de un sistema glotológico no es nada, no tiene existencia siquiera. Esta condición representa al rasgo universal de la sistematicidad que se apoya en la alteridad esencial del hombre como ser político, como «ser con otro», base del decir o «hablar con otro», que diría Coseriu,7 en la más radical «metafísica eres tú», de nuestro filósofo Humberto Giannini,8 ese «tú» rotundo, sin el cual enmudeceríamos desde el inicio de los tiempos y se desvanecería la historia. Lo mismo que la literatura, que es obra de lenguaje, y que, si no consiste primariamente en lógos semántikos, se hace evanescente.
América en la lengua española. Más que un lema, constituye un programa, un proyecto de enorme consistencia. Más allá de la cifras triunfalistas que —a veces, alegres— se han venido exhibiendo y, como banderas, seguirán flameando con asertividad, la lengua española es un modo histórico de hablar y, por tanto, de instalarse en el mundo, un modo de ser que ha venido constituyéndose a través del quehacer comunicativo de múltiples generaciones. No hay que exhibir, una vez más, las estadísticas, los estándares, los porcentajes del deslumbrante estado actual de su historia, que se lanzan al mundo para cautivarlo con su poderío. Cualquiera tiene acceso a ellos. Hoy el 90 % de la humanidad se comunica a través del 4 % de los idiomas, entre los cuales, el español. Al menos 16 millones lo aprenden en todo el mundo, siendo la segunda lengua extranjera más requerida. Tercera, por el número de países en que es lengua oficial, más de 60 millones la utilizan en Internet y ocupa el 7.º lugar en cuanto a obras traducidas a otras lenguas. Se la ha caracterizado como idioma de cultura, internacional, homogénea (en equilibrio estabilizado entre unidad y diversidad), extensa y compacta. Según el lingüista mexicano Raúl Ávila: «Para evaluar la importancia de las lenguas del mundo se han utilizado reiteradamente cuatro criterios: el demográfico, referido al número de hablantes; el político, relacionado con el número de países donde se habla una lengua y con los organismos internacionales donde se utiliza; el económico, basado en el PIB (Producto Interno Bruto) y otros indicadores económicos; y el cultural, concerniente a la producción científica y literaria, por ejemplo, el número de diarios y libros que publican los países».9 De acuerdo con estos criterios, el español ocupa, en promedio, el tercer lugar después del inglés y el chino. Y, según datos recientes, proporcionados por el Anuario Iberoamericano 2009 de la Agencia EFE,10 casi 550 000 000 de hablantes ejercen su libertad y su finalidad en este modo histórico de hablar. Número contundente, por cierto, que de nada valdría si fuese puro «cencerro estridente» o «lengua sin manos».11
El espesor del español —y se dice menos— también depende de sus silencios, los silencios en español, que no son los mismos del italiano, del qaweshkar o del japonés. Es mucho lo dicho en español, pero inconmensurable lo no dicho, lo que queda por decir en español a esta humanidad que se empeña en proseguir. Lo configura Gonzalo Rojas, macizo en su decir sobre el silencio:
Oh voz, única voz: todo el hueco del mar, todo el hueco del mar no bastaría, todo el hueco del cielo, toda la cavidad de la hermosura no bastaría para contenerte.12
Cuando digo «luna» recorto el universo y lo no nombrado es enorme, inconmensurable. Cuando Gonzalo Rojas dice «sílabas», este modesto vocablo de alusión lingüística se transforma en punta de iceberg, lo sumergido adquiere majestad y se hace inabarcable. «Silabear el mundo», consustancial al oficio de este vate nuestro universal. «Sílabas las estrellas compongan», escribía Sor Juana Inés de la Cruz. Y, Octavio Paz:
Soy hombre: duro poco y es enorme la noche. Pero miro hacia arriba: las estrellas escriben. Sin entender, comprendo: también soy escritura y en este mismo instante alguien me deletrea.13
«Silabear el mundo» pertenece al alto oficio mayor del lenguaje humano y, por tanto, de la poesía y se remonta a los orígenes del decir, al génesis de lo humano. Y Octavio Paz, en el congreso de Zacatecas, lo refrendaba: «Mis años de peregrinación y vagabundeo por las selvas de la palabra son inseparables de mis travesías por los arenales del silencio. Las semillas de las palabras caen en la tierra del silencio y la cubren con una vegetación a veces delirante […]. Mi amor por la palabra comenzó cuando oí hablar a mi abuelo y cantar a mi madre, pero también cuando los oí callar y quise descifrar o, más exactamente, deletrear su silencio. […]. Por esto, el amor a nuestra lengua, que es palabra y es silencio, se confunde con el amor a nuestra gente, a nuestros muertos, los silenciosos y a nuestros hijos que aprenden a hablar. […] Somos los padres y los abuelos de otras generaciones que, a través de nosotros, aprenderán el arte de la convivencia humana: saber decir y saber escuchar».14
América en la lengua española. ¿Cuáles son los silencios que encubre esta superficie textual, este culmen de iceberg? Muchos, incluso demasiados. A esto es a lo que aspiramos en este V Congreso Internacional que ahora inauguramos. Estos magnos encuentros se iniciaron con el de Zacatecas (1997), cuyo lema ponía «La lengua y los medios de comunicación» y fue inaugurado por García Márquez, con un discurso que se hizo famoso por su jocoso exabrupto: «Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y la jota[…]» El segundo, en Valladolid (2001), bajo el acápite temático de «El español en la sociedad de la información». El tercero, realizado en Rosario (2004), con el epígrafe «Identidad lingüística y globalización», y el cuarto, el de Cartagena de Indias (2007), según el enunciado programático «Presente y futuro de la lengua española: unidad en la diversidad». Y ahora, el quinto: América en la lengua española. No se trata de un congreso más sobre el español de América, ya lo he advertido. Aquí hay un giro en ciento ochenta grados: no el «español en América» sino «América en el español». ¿Qué ha significado América en la historia de nuestra lengua o, mejor, en la cultura de nuestra lengua? No podemos, ciertamente, responder aquí, en toda su amplitud, esta vasta interrogante. ¿Cuál es, pues, el sentido de América en nuestra historia de hispanohablantes, hispano-pensantes, hispano-existentes? Mucho e inconmensurable, tanto en lo cuantitativo como en lo cualitativo. Desde lo obvio: el español sin América, sería una más de entre las tantas lenguas europeas. Estaría, por cierto, por debajo de las 21 lenguas con más de 60 millones de hablantes. Ocuparía, tal vez, el 27.º lugar entre el polaco (con 42 millones aprox.) y el ucraniano (39 millones, aprox.), entre las 6912 lenguas vivas conocidas, y no el 3.º que, según Encarta y Ethnologue,15 ya representa en el mundo. Pero esto ya resulta redundante y majadero.
Y es que, además de este enorme volumen de hablantes nativos, gracias al incremento americano, se yergue con personalidad única y fortaleza el espesor cultural específico que ha significado «América en la lengua española». La primera y tímida incorporación, una palabrita de origen taíno, ya en el primer viaje del Almirante, y que pronto se haría indigenismo universal: canoa. Y ya en la cuarta travesía, la aparición, para el mundo europeo y para todo el universo mundo, de una modesta semilla, cuando Colón se encontró con una canoa maya cargada de granos de cacao, de procedencia olmeca (kakawa, de la familia mixezoqueana), que hoy invade la tierra con sus derivados irresistibles.16 Pero es que no se trata solo de una cuestión de palabritas y de cosas. Baste tener en cuenta la vigorosa incorporación del deslumbrante mundo originario, con sus pautas culturales, sus sistemas de valores, sus manifestaciones religiosas y artísticas, sus visiones de mundo, en fecunda fecundación a la cultura hispánica, indoeuropea, cristiana y latina. Mestizaje intrínseco. Por eso, la Real Academia Española, la Asociación de Academias, el Instituto Cervantes y el Gobierno de Chile han querido que este Congreso tuviera un sello y una proyección marcadamente americanista. Se me vienen, una vez más, a la memoria las iluminadas palabras de Carlos Fuentes en El espejo enterrado: «Y la Malinche parió hablando esta nueva lengua que aprendió de Cortés, la lengua española, lengua de la rebelión y la esperanza, de la vida y la muerte, que había de convertirse en la liga más fuerte entre los descendientes de indios, europeos y negros en el hemisferio americano».17
Y ¡cuánto ha significado y significa el alucinante, eminente y extenso universo de la literatura hispanoamericana, con sus novelistas de elevación universal, con sus poetas de entidad imperecedera! América en la lengua española significa la voz de todos sus hablantes, pero, sobre todo la de sus hablantes eminentes, la de sus mayores, que los representan: Borges, Benedetti, Darío, Carpentier, Vargas Llosa, Octavio Paz, Juan Bosch, Asturias, Cabrera Infante, Luis Rafael Sánchez, Horacio Quiroga, entre tantos, y, a través de ellos, unas veces latentes y otras patentes, las voces ancestrales de los pueblos originarios. ¿Qué sería de la lengua española hoy sin todo ese silencio y todo lo invisible aportado por estas culturas espléndidas y vigorosas? Sin duda, algo muy diferente. Y es que aquí estamos en operación de conocer, y no de un simple mirar y contemplar. «Mirar—ha escrito Ortega y Gasset— es recorrer con los ojos lo que está ahí: pero conocer es buscar lo que no está ahí —el ser—, y es precisamente un no contentarse con ver lo que se puede ver; antes bien, un negar lo que se ve como insuficiente y un postular lo invisible».18 En esta grave operación andamos esta tarde todavía estival, en esta faena de postular lo invisible.
Y ya que el Congreso tiene lugar en Chile, pensemos solamente en lo que ha representado la poesía chilena, con sus empinadas cumbres de Neruda, la Mistral, Huidobro, Rojas, Parra, por nombrar las más visibles, y también las más invisibles todavía. La Asociación de Academias, con verdadera nobleza, ha querido poner especial énfasis justamente en el género lírico en este encuentro realizado en Chile dentro del contexto del Bicentenario: a través del homenaje a la poesía hispanoamericana y de las obras conmemorativas dedicadas a Neruda y la Mistral. «País de poetas» se ha dicho y se repite, y es cierto. Me basta con recordar, con estupor, que nuestra Gabriela, hembra mestiza, montaña vasca y cordillera andina, mujer bíblica y panamericana, maestra de América, como la llamó México, que salió con delantal blanco, escuela primaria adelante, de los recodos del valle de Elqui, es una de las once mujeres que han obtenido el Premio Nobel de Literatura, y de esas once, la primera en recibirlo, la única de lengua española y la única hispanoamericana.
¿Qué significa América en la lengua española? Mucho, sin duda. Y esto es lo que nos proponemos con este V Congreso Internacional que realizamos en el puerto del Pacífico, que en esto días se erige en epicentro de la lengua española. Todo lo cual nos obliga, porque es nobleza. Enfrentamos una cuestión de planificación y de estrategia: poderosa identidad cultural, hondo espesor cultural, gran número de hablantes, extensa difusión territorial, imparable poder expansivo. Cuestión política, que nos insta a que procuremos reforzar sus rasgos vigorosos, asumamos sus precariedades y enfrentemos sus riesgos y desafíos. Vale la pena. Mal que mal, vivimos en lengua española, amamos en lengua española, fenecemos en lengua española. Nuestro bautizo se realizó por un acto en lengua española y nuestra defunción tendrá validez por un testimonio escrito en lengua española. Crecemos y nos amamantamos en lengua española, con la leche sagrada de las ubres maternas («ubérrimas») y con las nutrientes del libro nuestro de cada día, en lengua española. Entramos en la historia por la lengua española, nos identificamos como seres mestizos gracias a la lengua española. Llegamos a ser chilenos en plenitud, americanos en plenitud, por un acto de habla en lengua española, el acta de la declaración de la independencia de Chile (1818), que proclama en román paladino derecho: «… que el territorio continental de Chile y sus islas adyacentes, forman… un Estado libre, independiente y soberano…».19
Y en esta cuestión de política y planificación lingüísticas, emerge también aquí un nombre señero, de sólido magisterio, el de don Andrés Bello, el sabio venezolano chileno. Las lenguas naturales son entidades históricas y la historia en ellas significa que no están hechas en definitiva sino que se están haciendo permanentemente en la actividad de sus hablantes. Como lo ha precisado Coseriu: «[…] en la medida en que está constituida […] la lengua ejemplar es tradición; y en la medida en que no lo está, o se halla en vías de constitución, es tarea […] Y esto justifica […] la política idiomática y la planificación lingüística, que son modos de asumir deliberada y públicamente esta tarea, con todas las responsabilidades que ello implica».20 Lo comprendió Bello como ningún otro intelectual americano. Su obra idiomática cumbre fue la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos.21 Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña consideraban a su autor «el más genial de los gramáticos de la lengua española y uno de los más perspicaces y certeros del mundo».22 El Prólogo de este tratado constituye un verdadero manifiesto de concepciones lingüísticas que tienen total vigencia (empirismo científico, gramática como teoría, normativismo fundado en el uso, anti- «latinomorfismo», antilogicismo, inmanentismo, orientación estructuralista y semiótica ante litteram, «panhispanismo»), muchas de las cuales se han encarnado en la llamada «política panhispánica» de la Asociación de Academias, manifestada en sus obras, entre las cuales el Diccionario panhispánico de dudas, la Nueva gramática de la lengua española,por tantos motivos «bellista», pura América en la lengua española, riguroso retrato dinámico de la mar, enérgeia, marea que late, el punto de apoyo, de Arquímides, para mover el mundo, nuestro mundo, modelo para los futuros actos de creación en nuestra lengua española. Y el Diccionario de americanismos, asimismo, América en la lengua española, con su enorme caudal de piezas léxicasdiferenciales americanas, el primero en la historia de la Real Academia y de la Asociación de Academias de la Lengua Española, que será presentado en estos días. Todas las obras de la Asociación representan este punto de apoyo para la política y la planificación lingüísticas, porciones de futuro, obras que representan la fe en lo por venir, abiertas a las hipótesis de la esperanza: porque las Academias creen firmemente, creemos firmemente en el futuro de nuestros pueblos. Y son todas ellas de inspiración «bellista». Destaca su realismo centrado en el uso, de antecedentes horacianos y nebrisenses: «No he querido, sin embargo, apoyarme en autoridades, porque para mí la sola irrecusable en lo tocante a una lengua es la lengua misma. Yo no me creo autorizado para dividir lo que ella constante une, ni para identificar lo que ella distingue».23 Parecen escuchar el llamado de Agustín de Hipona: «Mellius est reprehendant nos grammatici quam non inteligant populi». El ideal panhispánico de Andrés Bello, presente en tantos de sus escritos lingüísticos, se hace ostensible cuando sostiene: «Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada».24 Tradición y tarea. Esto es afincarse en la más sólida tradición para proyectar lo futuro. Resuenan las palabras de Cervantes: «El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda: dije discretos porque hay muchos que no lo son, y la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso».25 Que fina intuición glotológica exhibe el glorioso manchego, antecesor de Bello, cadena de compacta tradición cultural en la que todos nos reconocemos:
«Erutar, Sancho, quiere decir ‘regoldar’, y este es uno de los más torpes vocablos que tiene la lengua castellana, aunque es muy signficativo; y, así, la gente curiosa se ha acogido al latín, y al regoldar dice erutar, y a los regüeldos, erutaciones, y cuando algunos no entienden estos términos, importa poco, que el uso los irá introduciendo con el tiempo, que con facilidad se entiendan; y esto es enriquecer la lengua, sobre quien tiene poder el vulgo y el uso».26
América en la lengua española. Feliz me parece la metáfora pictórica con que Frago inaugura su última obra, tan oportuna como cabal en estos trances bicentenarios, El español de América en la Independencia. El retrato de Rodolfo II, travestido de Vertumnus, pintado por Arcimboldo, en que la imagen del rey de Praga está trazada con «las alubias indianas en vaina» y «la mazorca de maíz». Que no otra cosa ha sido y es nuestra lengua engendrada en Castilla, que, sin desvirtuar ni desperfilar su genuino rostro peninsular, ha sido fecundada, coloreada y enriquecida con las representaciones de la realidad y las sustancias originarias del Nuevo Mundo. Que se inició en el rincón cantábrico y que ahora se hincha en las Indias Occidentales y se hinche de los aceites de sus ancestros.
Español, ¿lengua americana? Se lo viene sosteniendo desde hace tiempo, por españoles y americanos. Ya lo señaló Eugenio Coseriu, ese excepcional teórico del lenguaje: «Y, en el plano internacional —no hay que ocultarlo—, el «español» es, ante todo, el español de América, mucho más de lo que el inglés es inglés americano».27 Y Juan Carlos Jiménez, codirector del estudio «Valor económico del español: una empresa multinacional», en 2007, afirmaba: «Se trata […] de un condominio particularmente compacto, […] —el español es lengua americana , y es allí donde además se está jugando su futuro—, […]».28 Y ahora, en 2009, lo confirman Francisco Marcos-Marín y Armando de Miguel: «El español, no sólo por sus cifras, sino también por su desarrollo cultural amplio, ha pasado a ser una lengua americana, de las dos Américas»29 (Marcos-Marín 2009). Yo diría más bien: no solo por su desarrollo cultural sino también por sus guarismos. Que en materia de sustancia espiritual tan densa y delicada no es solo cuestión de cifras. Como ha escrito Coseriu: «[…] si la ejemplaridad idiomática fuera cuestión de número de hablantes, no cabrían dudas. Pero no es, o es sólo secundariamente, cuestión de número; es, ante todo, cuestión de tradición cultural, de arraigo de las tradiciones idiomáticas y de posibilidades intrínsecas del sistema lingüístico».30
La lengua española es lengua americana, aunque siempre será castellana; la Castella originaria es su matriz, su genoma, su ADN. La lengua española primero es castellana, en su raíz genética y tipológica, en su talante y su índole. En su vocación. Y es riojana, por ius solis , por acta de bautismo, por ese primer testimonio emilianense, ya erigido, por todos, en signo supremo de su nacimiento, independientemente de nuevos hallazgos y correcciones históricas. Y es atlántica y andaluza, que es lo mismo que decir simplemente castellana, su dialecto secundario. Qué duda cabe, el 90 % de sus hablantes cae de este lado de la Mar Océana, en sus islas de Barlovento y en sus vastas extensiones de Tierra Firme. Pero el perfil y el ser, la fisonomía y la índole, serán siempre castellanos, desde el hontanar de su roquerío cantábrico, siendo, como lengua común de todos los hispanohablantes, lengua española sin más. Como el retrato de Arcimboldo, que será siempre Rodolfo II con sus incrustaciones de alubias americanas y mazorcas de maíz. La lengua de Castilla no fenece, se reencarna, se transubstancia, como la hostia, siendo siempre ella misma. «Castilla, tajada de sed como mi lengua» en el decir de Gabriela.
Novela de la libertad se ha llamado a El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha. Gramática de la libertad es como hemos nombrado al conjunto orgánico de la opera omnia y al pensamiento de Andrés Bello. Que después de todo, y al fin de cuentas, no se trata más que de un asunto de pastores. Don Quijote representa la libertad ideal, metafísica, ecuménica. «La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad así como por la honra se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres».31 Sancho, en cambio, encarna con nosotros la libertad conseguida en la más cotidiana cotidianidad del día, desnuda de cadenas, de inquisiciones, conquistas y «colonizajes», conseguida al través de un largo y severo aprendizaje. Que, al final, es Sancho quien conmina a Alonso Quijano el Bueno, en su trance de muerte corporal, y nos invita a seguirle en su sendero abierto a todos los aires: «Vámonos, señor, al campo vestidos de pastores».32
«e eres fermoso, mas mal varragán, ¡Lengua sin manos, cuémo osas fablar!»