Mi presencia en esta mesa obedece, me temo, a un equívoco. Un hermoso equívoco, en el mejor de los casos. Debo confesar en primer término, y no sin cierto mohín de vergüenza, que no soy un científico: no me correspondería hablar, pues, sobre el uso actual del español en la ciencia. Y mucho me temo que —ay— ni siquiera soy un lingüista o un lexicólogo de carrera: estudié primero derecho y luego literatura, lo cual significa que tampoco tendría la menor competencia para disertar sobre la manera como los términos asociados con las disciplinas científicas y tecnológicas de nuestro tiempo han encontrado cabida, o no, en el español actual. Desconozco qué porcentaje de los artículos científicos que se publican en el mundo han sido escritos originalmente en español —aunque lo asumo mínimo—, ni cuántos sitios de Internet se publican en este idioma frente a aquellos —que aventuro mucho más numerosos— aparecidos en inglés.
La ciencia ha sido, sí, una de las grandes pasiones de mi vida, pero una pasión un tanto vicaria y frágil, dado que, como he dicho, no soy un científico profesional. Siempre he mirado la ciencia como un aficionado casi sordo, o al menos muy duro de oído, que asiste a la ejecución de una sinfonía de Mahler: soy capaz de reconocer, e incluso de conmoverme, ante sus prodigios, pero con la dolorosa convicción de que la mayor parte de sus sutilezas se me escapan de forma irremediable. Como fuere, desde que tuve la imprudencia de publicar una serie de obras de ficción centradas en el mundo de la ciencia o, más bien, en las vidas de unos cuantos científicos reales e imaginarios, he tenido la excéntrica fortuna de ser invitado a hablar sobre este tema en toda suerte de foros, algunos tan insignes como éste. En todos los casos me embarga la misma zozobra, la misma comezón íntima: ¿y qué hago yo aquí? Al parecer, la verosimilitud a la que aspira un novelista llega a su culminación cuando el autor se descubre de pronto en el mundo que antes sólo había imaginado.
Intento aclararme. No es que la cuestión sobre el estado actual de las relaciones entre la lengua española y la ciencia me parezca ocioso, y ni siquiera aburrido; se trata, más bien, de un asunto un tanto estéril, o si no estéril al menos superfluo, semejante a las discusiones sobre el número de ángeles que pueden caber en la cabeza de un alfiler que tanto arrebataban a los escolásticos medievales. No es la primera vez que un Congreso Internacional de la Lengua Española le dedica una mesa al asunto, y el número de foros universitarios que incluyen discusiones sobre la materia no ha dejado de multiplicarse en los últimos años. La sensación que me queda, luego de revisar someramente las opiniones vertidas al respecto, es la de que hay alguien en verdad muy preocupado por este tópico. ¿Quién? No los científicos ni —creo— los filólogos o los mismísimos académicos de la lengua. ¿Entonces? Difícil decirlo: quizás esos entes elusivos que se dedican de tiempo completo a la organización de coloquios y congresos.
Son esos fantasmas —u otros seres aún más enigmáticos— quienes le confieren a este tema un sesgo un tanto incómodo. Si uno los escucha con atención, lo cierto es que no pararan de quejarse. Quizás esto es lo que más me perturba: sus imprecaciones silenciosas. Su nostalgia y su envidia. Si pudiésemos descifrar sus murmullos, dirían algo como esto: «¿Cómo es posible que la hermosa e insigne lengua española, hablada por más de cuatrocientos millones de personas, sea tan poco utilizada en las comunicaciones científicas? ¿Cómo es posible que la dulce lengua de Cervantes sea sobrepasada de manera tan deshonrosa por la atiplada lengua de Shakespeare?».
Si uno pudiera confrontarlos, esos espectros callarían o se retractarían de sus palabras —«no, jamás insinuamos tal cosa»—, pero en el fondo es fácil reconocer su lógica retorcida. Su argumento es, básicamente, numérico: cuatrocientos millones de personas merecen más ciencia en español. (Siempre me deja perplejo este extrañísimo orgullo hacia nuestra capacidad reproductora). «Conformamos una vigésima parte de la población total del mundo: para ser justos, al menos una vigésima parte de los papers —perdón: de los artículos— científicos deberían escribirse en nuestro idioma. Pero ni a eso llegamos. Los efluvios del inglés lo inundan todo. Universidades, coloquios académicos, revistas canónicas, índices de citas, sumarios, abstracts». Y entonces las voces anónimas, con más alarma que prudencia, se preguntan: «¿Qué podemos hacer para evitarlo? ¿Cómo podemos aumentar el número de textos científicos en español? ¿Cómo podemos frenar el avance de nuestros enemigos históricos?»
Cierto tufillo a imperialismo trasnochado contamina estas preguntas en apariencia delicadas y sinceras. No es casual que también se las planteen los franceses y, en menor medida, los alemanes: ciudadanos de viejas potencias en declive que quisieran escuchar sus idiomas en muchas más bocas —sobre todo en bocas de científicos—, como en el pasado. Los hablantes del español nos comportamos, en cambio, como nuevos ricos —por nuestros cuatrocientos millones de hablantes—: aunque nunca le concedimos a la ciencia un interés siquiera simbólico, de la noche a la mañana exigimos un lugar privilegiado en sus dominios. Imaginen lo que ocurriría si este fuera el criterio de los chinos: ya tendríamos clases obligatorias de mandarín desde el primer grado de primaria.
Durante siglos fue el griego, luego el latín; más tarde —mucho más tarde—, el italiano y el francés, durante unos pocos decenios el alemán, y por fin, sin la menor duda, el inglés: idiomas que debido al poder real de sus hablantes, o al prestigio de su cultura, superaron al ámbito de sus respectivas naciones y se convirtieron en instrumento de comunicación internacional. Claro, desde cierta perspectiva, podemos catalogarlas como lenguas imperiales que se impusieron por la fuerza sobre otras; pero, desde otro punto de vista, también podemos asumir que se trata de emanaciones de la cultura humana que, al escapar de sus territorios originarios, terminaron por convertirse en patrimonio de comunidades más extensos.
La omnipresencia del inglés en nuestros días se debe, sin duda, al poder político y económico de Inglaterra y luego de Estados Unidos a lo largo de los dos últimos siglos, pero ya no podemos asumir que se trata de un idioma que sólo les pertenece a sus pobladores. Más allá de las antiguas colonias que lo conservan, el inglés se ha convertido en una utilísima herramienta para la humanidad: cualquier persona que busque comunicarse con un habitante de otro país tiene muchas más posibilidades de lograrlo si lo emplea. No se entienda este alegato como una defensa de la globalización anglosajona, sino como la aceptación de una realidad inevitable de la que pueden extraerse, sin embargo, múltiples ventajas.
¿Y por qué el inglés y no el español?, preguntarán los espectros que nos convocan hoy. Ciertamente, no existe una respuesta satisfactoria. También podría haber sido el mandarín, o el árabe, o el hindi. Ninguna lengua es mejor que otra. Pero resulta que, en nuestro tiempo, sólo el inglés conserva esa condición de lingua franca. ¿Tendríamos los hispanohablantes que librar una batalla para arrebatarle esta posición de privilegio? Creo, sinceramente, que no. A diferencia de otros idiomas, el español es una lengua vital, extendidísima, que no debe tenerle miedo alguno al bilingüismo. No estamos amenazados. Cuatrocientos millones de personas hablan nuestra lengua, y el número sólo va en aumento. Además, el español ha ganado cada vez más prestigio, no por la relevancia internacional de nuestros países —bastante limitada desde el siglo xvii—, ni por nuestras innovaciones científicas o tecnológicas, sino por nuestra cultura.
Mi propuesta es muy simple: olvidemos esta guerra inútil. Sigamos hablando español en la vida cotidiana, escribamos literatura en español, pensemos y soñemos en español. Y, en el ámbito de la ciencia, formemos científicos auténticamente bilingües —o trilingües o plurilingües—, capaces de investigar e imaginar en español, de escribir brillantes libros o artículos de divulgación en nuestra lengua, y de comunicar sus descubrimientos a sus colegas en todo el mundo no en un inglés rudimentario, torpe, pragmático —el inglés internacional que no incluye más de dos mil palabras—, sino en un inglés fluido, rico, literario. Éste sería el verdadero reto.
Los países hispanohablantes no tendríamos que dedicar nuestros esfuerzos a defender la posibilidad de hacer ciencia en español, sino más drástica y urgentemente, de hacer ciencia y punto. La investigación jamás ha sido una de las prioridades de nuestros países, y la historia nos lo ha cobrado caro. Necesitamos más y mejores científicos, capaces de competir —aquí sí— con los científicos de cualquier otro país. Promover comunidades científicas locales, autónomas, florecientes. Invertir en recursos, en formación y en tecnología al mismo nivel que otras naciones. Y esperar que, con los años, ese ejercicio provoque de manera natural que el español sea cada vez más utilizado en el ámbito científico.
Llego aquí, al fin, a mi materia. No soy científico ni lingüista —lo he dicho hasta el cansancio—, pero soy un escritor en lengua española que ama la ciencia. Y desde hace mucho esta pasión me impulsa no sólo a tratar de compartirla a través de mis novelas, sino a librar una batalla para que ciencia y literatura dejen de ser vistas como disciplinas, si no antagónicas, al menos lejanas. Una y otra son vehículos de conocimiento, capaces de complementarse entre sí; por supuesto, las verdades de la ciencia no son como las verdades de la ficción, pero en sus respectivos terrenos aspiran a lo mismo: desentrañar los misterios del universo y, en especial, de la condición humana. En nuestra cultura hispánica aún es necesario luchar día con día para que la odiosa división formulada por C. P. Snow hace varios decenios entre «las dos culturas», la humanista y la científica, se borre de una vez por todas. ¿Cómo? En primer lugar, en el ámbito de la enseñanza. No sólo es absurdo, sino ridículo, que los estudiantes de filología y literatura carezcan de una formación científica. Materias como matemáticas avanzadas, física, química y biología diseñadas para humanistas —para poetas— tendrían que aparecer en todos sus planes académicos. Y, a su vez, los científicos tendrían que adentrarse más en la historia, la filosofía y la literatura. Sólo así formaremos científicos y humanistas integrales, capaces de salir de sus reducidos ámbitos y de entender sus respectivas especializaciones desde una perspectiva más amplia, más auténticamente humana.
La ausencia de la ciencia como tema en la literatura escrita en español sólo puede ser vista como una consecuencia más del desinterés de nuestros países hacia esta disciplina. El remedio es el mismo: no vale la pena esforzarse en impulsar la escritura de novelas científicas, sino la mera pasión científica en todos los niveles. Sólo cuando se convierta en un tema central para nuestros gobiernos, y en un tema natural en nuestra vida pública, podremos aspirar a que se escriba más ciencia en español, sea desde la precisión académica o desde la ficción literaria.