Tomás Moro, paradigma de los pensadores utópicos, poeta, profesor de leyes, traductor, juez de negocios civiles y abogado, situaba la imaginaria República de Utopía en algún lugar del Nuevo Mundo. Nuestra América, para entonces, apenas conocida por un puñado de personas, era un universo fascinante y promisorio: una versión del paraíso en la tierra.
Con los años, América se convirtió en un inmenso laboratorio de sistemas económicos, donde coexistieron el esclavismo y el feudalismo, al lado de nuevas formas de producción típicamente capitalistas, y en un terreno fértil para el pensamiento utópico.
Desde las misiones jesuitas en Paraguay o el feminismo precursor de Flora Tristán, pasando por la aspiración de Francisco Morazán, que soñó con la unidad de las cinco pequeñas repúblicas centroamericanas, hasta la aspiración de la unión continental de Simón Bolívar, nuestro subcontinente fue el sujeto del relato del «gran sueño americano» que proponía la creación de una sola próspera nación, desde México a la Patagonia.
Pasado el tiempo, la utopía dejó de gozar de buena prensa. De hecho, el Diccionario de la Lengua Española, en su vigésimo segunda edición, la define como: «Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación».
Con todo, en los últimas tres décadas Centroamérica y la mayoría de los países del subcontinente, estamos presenciando la «utopía de los pobres»: un fenómeno multitudinario surgido de manera espontánea, vigoroso e incontrolable, como un río salido de madre que está cambiando el paisaje económico y cultural de nuestras sociedades.
Si se mira la historia de países como El Salvador, de donde vengo, nunca antes hubo un fenómeno con tales características. Esta utopía, que suele expresarse como la lucha por alcanzar el «sueño americano», el único que se hizo posible, y que se encarnó en los Estados Unidos de América. Se trata, desde donde se le mire, de una quimera provocada por la desesperación y el coraje.
Obviamente, me estoy refiriendo a los colosales movimientos migratorios protagonizados principalmente por los pobres de América Latina, y que se dirigen de manera prioritaria hacia Estados Unidos. Entre todas esas migraciones, la migración salvadoreña ha adquirido características tan insólitas como dramáticas.
De acuerdo con las cifras del US Census, los salvadoreños emigrados a Estados Unidos comenzaron siendo en los años sesenta del siglo pasado un pequeño 0,2 % del total de su población originaria. Pero muy pronto, desde los años ochenta hasta nuestros días, pasó a constituirse en un 20 % o hasta un 30 % de la población salvadoreña. Esta proporción está por encima de la de México, República Dominicana, Cuba, y de la del promedio de Latinoamérica que se estima en un 4 % de la población regional.
Lo que los migrantes envían a sus parientes en los empobrecidos municipios de El Salvador es un verdadero río de plata. En este país de 7 millones de habitantes, 27 de cada cien hogares reciben remesas. Antes de la crisis mundial, para El Salvador las remesas representaban el 70 por ciento de la fuente de divisas. Ese río de dinero ha sido central para que la economía salvadoreña se encuentre establecida como una de las más consumistas del mundo. De acuerdo con los Indicadores de Desarrollo del Banco Mundial, El Salvador es el séptimo país con el consumo privado como porcentaje del PIB más alto en el mundo. En 2007 el consumo agregado del país fue equivalente al 106 % del PIB.
Por las dimensiones del flujo de personas, de dinero, bienes, viajes, comunicaciones y todo tipo de intercambios, El Salvador de hoy se encuentra en la paradójica posición de haberse convertido en una sociedad transnacional antes de haberse constituido plenamente como una comunidad nacional.
Este «sueño americano» es la versión posmoderna de la República de Tomás Moro. Una Utopía posible que permite a los migrantes satisfacer la canasta básica alimentaria ampliada de sus hijos (algo que para muchos, hace unos años, era una solo una ilusión), y hacer posible los pequeños palacetes que los migrantes construyen al lado de los caseríos de teja en los campos yermos del oriente del país.
No todo es miel y leche. Los efectos de las migraciones se han convertido en el espejo deformado de la desesperación: han venido a ahondar las diferencias sociales en sus lugares de origen. Ha trastornado los imaginarios colectivos en torno al éxito y al valor del trabajo, y aunque cada vez se habla más en Estados Unidos, en muchas partes el español sigue siendo la lengua de los parias.
Con una tasa promedio de homicidios de 71 personas por cada 100 000 habitantes, El Salvador compite por mantenerse en el lugar de uno de los países más violentos del mundo. Si a esto le añadimos la polarización política y cultural, y la fragmentación familiar producto de las migraciones, no cuesta concluir que aquí se ha vuelto difícil la posibilidad de crear una «comunidad imaginada». Pero cuando, como dice Carlos Monsivais, los asaltantes dicen: «el imaginario colectivo o la vida», las prioridades están claras.
Detengámonos un momento en la lengua. La sociedad postradicional que han fundado los migrantes sigue utilizando principalmente la lengua española. Pero el número de las familias donde se habla principalmente el inglés ha crecido (el 10 %, según algunas estimaciones). Un signo de nuestros tiempos es que el Documento Único de Identidad se produce desde 2006 en idiomas inglés y español. Por esta parte, la creciente presencia del inglés, en los menús de los restaurantes, en la publicidad y en las conversaciones entre padres e hijos se ha convertido en una fuente de diferenciación que lleva a muchos a considerar que los migrantes ya no son parte del país.
Muchas de las batallas que están librando en nuestros días los hispanos para hacerse de un lugar en el «sueño americano» también tienen como epicentro la lengua española.
Si los latinos o hispanos son el grupo minoritario que accede a los peores trabajos en Estados Unidos, ello obedece en buena medida a que, como conjunto, hablan menos bien el inglés que las otras minorías. De paso, entre los menos calificados se encuentran los salvadoreños, ya que más de la mitad (56,2 %) habla el inglés menos que bien, en comparación con el 38,8 % que es el promedio de todos los hispanos.
Los emigrantes, aunque constituyen comunidades con especificidades «nacionales» que las diferencian de otras, están en un franco proceso de «latinización» o «hispanización». En el mundo existen dos grandes comunidades hispanas. Una es la hispanoamericana, constituida por «nosotros»: los latinoamericanos y los peninsulares. La otra es la de los «otros», la de los emigrados.
Como explica Douglas Massey, «los hispanos no comparten una memoria histórica común y no constituyen una comunidad única y coherente. Al contrario, son una colección dispareja de grupos de origen nacional con experiencias heterogéneas de inmigración, asentamiento, participación política e incorporación económica… lo único que puede decirse con algunas certeza es que la persona en cuestión o algún antepasado vivió alguna vez en un área colonizada originalmente por España».
Uno de los desafíos de la hispanidad del siglo xxi será reconciliar a esos dos grandes mundos hispanos. La identidad «hispana» en Estados Unidos no es sólo demográfica sino también tiene un alto valor de mercado. Para 2010, los hispanos en Estados Unidos tendrán un poder de compra acumulado mayor que las economías de Canadá o México.
Si bien un alto porcentaje de latinos vive bajo la línea de pobreza —21,5 % contra el 8,2 % para el promedio de la población general— y sus ingresos medios anuales ($38, 679) está el 30 % por debajo de la media de los blancos no hispanos ($54, 920 anuales) y más del 40 % debajo de la media de los asiáticos ($66,103), la gente del marketing proyecta a los latinos como un grupo relativamente próspero, con un alto consumo de ciertos bienes y servicios vinculados a su cultura.
Como ya ha advertido George Yúdice, en las próximas cuatro décadas los latinos o hispanos llegarán a ser en Estados Unidos unos 100 millones de personas, lo que equivaldrá al 25 % de la población de esa nación. Y a medida que la mayoría ‘no-hispana blanca’ vaya reduciéndose —hasta constituir un 50 % de la población estadounidense— es previsible que se producirá un vuelco cultural muy fuerte entre ‘lo hispano’ y ‘lo estadounidense’.
Es un hecho que las fuentes del mundo hispano no se encuentran solo en España y América Latina, sino también en los Estados Unidos. Se trata de una «nueva hispanidad» que muchos se resisten a reconocer como parte de los debates presentes y futuros sobre la cultura hispana.