En semanas recientes el mundo de los negocios se conmocionó con el anuncio del gigante automotriz Toyota de que varias de sus líneas más populares tenían desperfectos de manufactura. Millones de unidades han sido devueltas a concesionarios y talleres para su reparación. La empresa se abocó a una campaña de relaciones públicas destinada a tranquilizar a sus consumidores y a sus pequeños y mayores inversionistas y asociados. Un análisis de la recepción de los paquetes informativos y de imagen que se generaron para los consumidores de Estados Unidos y de Puerto Rico revela una más pronta eficacia comunicativa en el escenario puertorriqueño que en el estadounidense. La razón: en Puerto Rico la traducción del mensaje corporativo fue más allá de la conversión lingüística de los contenidos. Sin obviar la corrección técnica, la campaña en Puerto Rico hizo uso de la capacidad del español de generar matices y transmitió mucha más seguridad y empatía que su contrapartida en Estados Unidos, respuesta que fue ciertamente correcta, pero menos eficaz en desvanecer las inseguridades tan a flor de piel en un mundo que se estructura desde el riesgo.
Y es que nuestro idioma, el español, es en su esencia una lengua que con sus sutilezas y dimensiones propende más al entendimiento humano que el idioma inglés. Y esto lo digo con el mayor respeto, sin ser experta en lingüística y, sólo a base de mi observación de las realidades en los intercambios humanos en diferentes lenguas y lugares.
Esta referencia puntual del caso Toyota no pasaría de ser una embocadura anecdótica dentro de este panel, si no fuera porque apunta a varias realidades que quiero compartir con ustedes desde mi particular biografía: una mujer de negocios que asumió la responsabilidad de gobernar a un país hispanoparlante que mantiene una estrecha relación política, única y muy particular, con los Estados Unidos. En ambas capacidades, así como en mi proyecto actual como presidenta de una fundación no gubernamental, la comunicación en español ha jugado un rol estratégico, como mediación persuasiva pero también como dispositivo de identidad. Cuando en 1991, el Premio Príncipe de Asturias de las Artes le fue concedido al pueblo de Puerto Rico por sostener el español como su idioma principal, validó cuán ligada está la identidad de los puertorriqueños a la lengua hispánica: lenguaje de nuestros afectos, de nuestras memorias familiares y de nuestra memoria colectiva.
El español nos brinda a los puertorriqueños nuestra manera de pensar, de valorar, de entendernos a nosotros mismos y a los que nos rodean, y en última instancia, de definir nuestra cultura como pueblo. Ha sido también la fuerza que ha permitido la resistencia a la anexión a los Estados Unidos y la prevalencia de nuestra puertorriqueñidad. Sin embargo, no se agota la vigencia identitaria del español en esos valores por más importantes que sean. El español es también lengua de la actualidad y de futuro; de cotidianidad pero también de mesas de negocio.
Esta realidad se ha hecho más contundente en el siglo xxi por el potencial de la población hispanoparlante como mercado, que es sencillamente enorme.
No puedo suscribirme a posiciones que le adjudican al inglés una natural disposición hacia la técnica o a los negocios, mientras le reservan al español funciones más literarias y retóricas. Es desde la ductilidad del español, pero también de sus fortalezas como lenguaje negociador de diferencias, que planteo en esta breve intervención, su contribución en los intercambios y diálogos entre culturas e idiomas.
Aparte del inglés, hoy por hoy el español y el mandarín son los dos lenguajes con mayor demanda para ser aprendidos en el mundo. Dando por sentado que el inglés funge como lengua franca internacional y que el mandarín representa al país de mayor población en el planeta y su segunda economía, conviene reflexionar sobre la presencia del español en este escalafón de idiomas.
Quiero apuntar a dos factores que, en gran medida, explican este fenómeno:
Tras varias décadas de estar instalados en la globalización, no se han realizado, afortunadamente, los pronósticos de la total homogenización del mundo. Al mismo tiempo que se han derrumbado fronteras de todo tipo, dando paso a un nuevo mapa de interdependencias e integración, se afirma, como contrapunto, la idoneidad de lo local, para intervenir y actuar dentro de un mundo globalizado.
Esto es particularmente cierto en lo relativo a los lenguajes de los negocios, de los servicios, del entretenimiento, de la cooperación internacional, entre otros. Si bien, en un primer momento la revolución informática y los lenguajes virtuales proclamaron la exclusividad del inglés, hoy el Internet con eñe es prueba fehaciente de que no es posible ni deseable la estandarización lingüística. Creer en la inevitabilidad del inglés para estos procesos es, en no poca medida, producto de una confusión.
Un lenguaje no es sólo un instrumento de transmisión de información y contenidos. Es un instrumento de comunicación, en el que las palabras, los sentimientos, las estadísticas, las proyecciones, circulan con cargas simbólicas, en contextos culturales que no son homogéneos, y cuyos emisores y receptores no son figuras neutras. La caracterización del inglés como lenguaje al punto, sin sesgos, propia de un mundo de transacciones económicas y financieras, en el cual todo lo que no sea al grano es superfluo, es un estereotipo cada vez más cuestionable. De esto se han dado cuenta muchas de las facultades de Administración de Empresas en universidades norteamericanas de prestigio, las cuales han integrado en sus currículos programas y cursos que atienden el sitial neurálgico del lenguaje entendido amplia y profundamente como sistema comunicativo.
En eso, los hispanoparlantes llevamos ventaja. En la larga evolución del español primero como lenguaje regional hasta convertirse en lenguaje global, hemos cultivado y celebrado la capacidad de nuestro idioma para acoger matices, para transmitir emociones, para articular especificidades —todos aspectos fundamentales en las relaciones humanas dentro de la cuales se dan los diálogos económicos—.
El papel que Puerto Rico puede jugar en este contexto se apoya en nuestro convencimiento de que en los intercambios comerciales con otras culturas, actuamos también como representantes de la nuestra y de nuestro idioma. Se apoya, también, en la historia. Como dije, nuestro país ha estado vinculado a Estados Unidos desde 1898. Tras cuatro décadas iniciales de un modelo de plantación que nos mantuvo dentro de los índices más abismales del subdesarrollo y de la desigualdad social, una generación noble de puertorriqueños encabezó un proyecto propio de modernización política, social y económica que convirtió a Puerto Rico en una sociedad industrial en menos de dos décadas. El proceso no implicó el abandono del español. Al contrario, con ese idioma nos modernizamos; con el español hemos educado a nuestros técnicos, a nuestros maestros, a nuestros ingenieros; con el español hemos mantenido también nuestro sistema legal civilista —tan atado siempre al lenguaje— que es diferente al de la tradición anglosajona y que ha sido un legado al cual nuestra organización social se aferra. Cerca del 40 % de nuestra base industrial está compuesta por una industria farmacéutica de calibre mundial. Todo esto lo hemos hecho en español.
Puerto Rico, como comunidad hispanoparlante, sirve de ejemplo sobre cómo los lenguajes empresariales no se circunscriben al inglés. Además, su asociación con Estados Unidos, su nivel de desarrollo económico, su resistencia cultural y su exitosa lucha de más de un siglo por mantener su lengua española, así como el conocimiento de los puertorriqueños sobre la cultura de negocios norteamericana, convierten a Puerto Rico en un puente natural entre América Latina y Norteamérica.
Esta mirada al papel que Puerto Rico puede jugar en el contexto comercial que discutimos, se apoya sobre la conciencia de que aquellos que hacemos negocios con otras culturas, actuamos también como representantes de la nuestra y de nuestro idioma. Atesorar nuestra cultura y nuestro idioma impone las condiciones de nuestra relación comercial con los otros. Impone la obligación de justipreciar nuestro aporte, de respetar escrupulosamente las condiciones acordadas, y sobre todo, de valorar las diferencias culturales. En nuestro trato, nuestro idioma no solamente condiciona, sino que representa, lo que verdaderamente somos.
Los cambios por los que ha atravesado nuestro planeta plantean, a mi juicio, una oportunidad única para el afianzamiento del español como lengua de comercio en nuestro Continente y fuera de él. La predominancia del inglés como herramienta única en esta esfera no tiene ya por qué asumirse. En unos cuantos años, China habrá sobrepasado a los Estados Unidos como el principal socio comercial de América Latina. De manera cada vez más acelerada la comunidad internacional acepta el reclamo de varios países de nuestro continente hispano por un lugar predominante en la discusión de los más complejos problemas políticos y económicos del mundo.
Por lo tanto, es en español que habremos de transitar con éxito los circuitos globales y comerciales junto a la comunidad iberoamericana. En español, con toda la gracia y con toda la fuerza emotiva que nuestra hermosa lengua encarna.
Muchas gracias.