Incurriría en una temeridad reprobable si, entre la gran experiencia que presentan los demás miembros de este panel, en la materia específica cuya consideración y debate nos convoca, yo pretendiese ser otra cosa que un escritor de ficciones literarias que, a veces, ha hecho incursiones creativas en el terreno de la literatura infantil y juvenil.
Precisamente desde esa perspectiva de autor de ficciones escritas, y de la relación de las ficciones con los primeros lectores, es de lo que tengo la intención de hablarles a ustedes.
La imaginación de ficciones y su transmisión mediante la oralidad, significó un factor fundamental para que la especie humana fuese dando forma a una comprensión inicial del mundo confuso y azaroso en el que se encontraba inmersa, mucho antes de que surgiese la cultura escrita, que supuso la acuñación de los mitos, el nacimiento de la filosofía y luego de la ciencia.
Y del mismo modo que la ficción oral, muy anteriormente a la invención de la escritura, fue básica para la ordenación del pensamiento simbólico de la humanidad, que luego la escritura conformaría con mayor finura, la ficción, primero oral y luego escrita, es también indispensable para la originaria ordenación simbólica de la realidad en la imaginación de la infancia.
Creo que el ámbito oral de la transmisión de tales ficciones debería ser el familiar, previo a las primeras destrezas en la enseñanza de la lectura y de la escritura, que aunque correspondan principalmente a la escuela, también pueden tener en el mundo familiar un ámbito propicio, como ustedes conocen bien.
Sin embargo, en nuestro tiempo, y desde luego en España, el predominio creciente de los medios audiovisuales, sobre todo de la televisión, suele convertir el espacio familiar en un lugar donde la narración oral, la lectura y la escritura están bastante ausentes, como si la principal responsabilidad en la transmisión de tales aprendizajes correspondiese exclusivamente a la escuela.
Claro que en la escuela están las metodologías y los conocimientos contrastados en tal campo, pero la familia tiene la responsabilidad primera de comunicar a la infancia con las narraciones orales, y también de hacer patente a los más pequeños que en los libros se encuentra un mundo riquísimo donde se conservan impresas tales narraciones y otras, siempre dispuestas a ser descifradas mediante la lectura.
Contarles y leerles cuentos en casa a los más pequeños, sin que el televisor ocupe de modo hegemónico el ámbito del entretenimiento, debería ser una obligación social, asumida familiarmente.
Sobre los contenidos de las narraciones orales, señalaré que, aunque me parece cultural y sentimentalmente formativo que transmitan las historias tradicionales de cada espacio regional o nacional, deberían incluir también otras de ámbitos ajenos, para mostrar la amplitud y variedad del mundo y de esa fraternidad de la imaginación universal que es reflejo de la esencial unidad de nuestra especie.
Pero llega un momento en que los pequeños oyentes deben pasar a convertirse en lectores, a introducirse en el desvelamiento de las palabras escritas, y ahí, como antes he señalado, la escuela suele jugar el papel decisivo.
¿Qué tipo de historias son las más apropiadas para estos lectores inaugurales?
Como no puede haber un canon estricto sobre los contenidos de dichos textos, en los que debe caber desde lo maravilloso a lo realista, no voy a decantarme por ninguno en concreto, pero quiero resaltar determinados aspectos que pueden resultar especialmente significativos, y que yo he analizado no solamente como lector, sino desde la parte de la invención, a la hora de enfrentarme con su escritura.
Ante todo, tales textos deben presentar conductas con las que el joven lector sea capaz de identificarse, o al menos de comprenderlas. Desde aquel lejano mundo oral de las ficciones iniciales hasta las grandes obras escritas, la literatura se ha referido, principalmente, a los comportamientos humanos, ha elaborado un repertorio casi exhaustivo de nuestras acciones buenas y malas, un cuadro completo de lo que somos, ha establecido lo que pudiéramos denominar la «historia del corazón». El lector primerizo tiene que empezar a descubrir en las ficciones ese territorio tan atractivo de las maneras de ser de la gente, con sus variables y matices.
Otro aspecto importante, a mi juicio, en esas primeras lecturas, es el de los contenidos temporales y espaciales de las narraciones leídas. Toda ficción escrita sucede en un lugar y en un tiempo, y parte del talento de quien escribe radica en lograr introducir a los lectores con desenvoltura en los dos ámbitos, y hacérselos perceptibles y reconocibles.
Ambos conceptos deben quedar muy claros para ese lector inicial, de modo que la lectura no solo venga a ser una forma gozosa de entretenimiento, sino un aprendizaje sobre esos factores, espacio y tiempo, imprescindibles para poder entender la realidad.
En este sentido, es un requisito de calidad de la obra leída que la infancia lectora distinga claramente, por ejemplo, la dimensión cotidiana de otras, como la onírica y la fantástica, entre otras razones para que empiece a comprender que la ficción escrita es un vehículo que puede trasladarlo a muchos espacios de la imaginación diferentes del de la vida real.
El tercer aspecto es el de las tramas, los argumentos mediante los cuales se desarrollan las peripecias de los personajes y se manifiestan sus conductas. Creo que las historias destinadas a esos lectores infantiles deben presentar tramas que despierten su interés con naturalidad, es decir, sin recursos forzados ni planteamientos extravagantes o caprichosos, lo que no impide que las situaciones puedan ser muy desacostumbradas. Pero por desacostumbrada o fantástica que sea la narración, nunca debería conculcar la lógica formal.
Por último, hay un elemento sustantivo, que es el del lenguaje. Las historias destinadas a esos lectores primerizos han de mostrar un código lingüístico a la vez sencillo y preciso, pero también mediante vocablos que sean cimiento del edificio verbal que el niño o la niña irán construyendo a lo largo de toda su vida, pues podemos asegurar que nuestra relación personal profunda con la lectura y la escritura no concluye nunca.
En el caso del mundo iberoamericano, el tema del lenguaje se hace mucho más complejo. Constituimos un conjunto de más de 400 millones de hablantes y nuestra lengua, ordenada sobre una inmensa mayoría de estructuras gramaticales que todos compartimos, se manifiesta con una asombrosa riqueza y variedad de melodías, léxicos y ordenaciones gramaticales particulares.
Ese patrimonio, a la vez unitario y plural, es la mayor riqueza de todos nosotros. Y acaso deba existir algún momento, a lo largo del proceso de iniciación a la lectura y a la escritura, en el que la infancia empiece a conocer, por muy someramente que sea, la existencia de ese patrimonio diverso, de manera que a lo largo de la vida pueda asumir con espontaneidad palabras y expresiones que, aunque no pertenezcan a su código lingüístico habitual, forman parte, sin embargo, de su idioma.
En este sentido, tanto quienes escribimos como quienes enseñan, en todos nuestros países, debemos hacer un esfuerzo de imaginación, porque los resultados, sin hacernos perder ni un ápice de nuestra personalidad como pueblos diferentes, supondrán sin duda una mayor conciencia de esa integración que poseer el mismo lenguaje hace tan poderosa y entrañable.