Quisiera empezar advirtiendo que mi aportación a este congreso no es el concienzudo trabajo de un experto en competencias básicas sino el punto de vista de una profesora de secundaria acerca de su implementación en los centros educativos y contribución a la escuela equitativa.
Desde principios del milenio, Europa lleva adoptando acciones comunes en diferentes ámbitos para conseguir una mayor cohesión en la política educativa de sus estados miembros. Se han producido transformaciones sustantivas en los sistemas educativos para hacer frente a las necesidades de la sociedad del siglo xxi. Las competencias básicas y la formación permanente parecen ser el talismán que orientan las reformas formativas. En respuesta a estas acciones, se incorporan las competencias clave a la educación primaria y secundaria.
La Unión Europea las define como «un conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes que todos los individuos necesitan para su realización y desarrollo personal, inclusión y empleo, debiendo ser desarrolladas para el final de la enseñanza obligatoria y deberían actuar como la base de un posterior aprendizaje a lo largo de la vida».
En España, el Ministerio de Educación fija en ocho las competencias clave: la competencia en comunicación lingüística, la competencia matemática, la competencia en el conocimiento y la interacción con el mundo físico, la competencia en el tratamiento de la información y competencia digital, la competencia social y ciudadana, la competencia cultural y artística, la competencia para aprender a aprender, y la competencia en autonomía e iniciativa personal. Con la competencia emocional, la Comunidad Autónoma de Castilla-La Mancha, de cuyo cuerpo de profesores formo parte, las amplía a nueve y las incorpora como referente curricular, adaptando su contenido al desarrollo evolutivo del alumnado.
Se innova el concepto de competencia para convertirse en una aportación al modelo de escuela inclusiva que pretende atajar la exclusión social. En el nuevo diseño curricular, la competencia lingüística se contextualiza, desde la combinación con las demás competencias, para contribuir al bienestar social, personal y cívico del alumnado dentro y fuera del centro educativo.
Este espíritu inspiró los principios de la Ley Orgánica de Educación (LOE), 2/2006. Desde su entrada en vigor, en el aula se está mudando de la mera maestría del idioma al concepto de competencia lingüística, del multilingüismo al plurilingüismo de la sociedad, de las lecciones monolingües a las bilingües, donde las lenguas y culturas se interrelacionan, de la calificación de pruebas a la autoevaluación con Portfolio y la evaluación del proceso de enseñanza-aprendizaje, de la educación obligatoria al aprendizaje permanente, de los proyectos unilaterales a los multilaterales que traspasan fronteras nacionales.
Mucho se ha debatido y criticado, en ocasiones con fundamento, la integración de las competencias clave al currículo escolar. Se aduce la premura de su implantación, la inexistente delimitación de su dominio, las connotaciones mercantiles, incluso su calificación como mero postizo por mandato legal.
Cabe recordar que la discusión y la reflexión críticas se hacen esenciales para empezar a asumir y aplicar, desde el cambio en prácticas y mentalidades, desde la definición de estrategias y metas, lo que queremos que nuestros alumnos sepan, y sepan hacer. Me viene a la memoria el ejemplo del maestro de orientación tradicional cuyo uso de la pizarra digital, una herramienta poderosa para la atención a la diversidad, se reduce a una simple pantalla de su lección magistral, que demanda la formación permanente del profesorado para ser «competentes» en enseñar por competencias.
A pesar de las deficiencias, como docente no puedo sino aplaudir el advenimiento de las competencias, que yo denominaría fundamentales. Principalmente, porque «no se trata de lo que todos tienen que saber sino de lo que pretendemos que nadie puede ignorar», Antonio Bolívar. Se traspasa el umbral de los tradicionales contenidos mínimos de la enseñanza básica para adentrarse en una visión holística de la realidad ambiental del estudiante. Con el trabajo inherente a la consecución de una competencia se muestra la utilidad social, esa clásica preocupación de los enseñantes, además de otro aspecto olvidado, el deleite del aprendizaje, cuando la motivación viene de la mano de la actividad a realizar. El alumno se convierte en aprendiente al utilizar esos conocimientos en aplicaciones tangibles, cotidianas, como calcular la superficie del aula para una tarea complementaria mediante la geometría, o escribir un mensaje electrónico en inglés.
Al término de la Educación Secundaria Obligatoria el estudiante se vería dotado de los instrumentos para, de forma autónoma e interactiva, intentar desentrañar la complejidad de la vida cotidiana en sus múltiples aspectos, adaptando y configurando su aplicación en el momento particular.
Queda, a mi juicio, un largo camino para terminar de cimentar, y luego erigir la consciencia del papel revolucionario de las competencias básicas en el proceso de enseñanza-aprendizaje.
Desde el siglo xix se ha venido afirmando que lo que sucede en las escuelas se debe mucho a la calidad de vida del alumnado fuera de ellas. En los años sesenta del siglo pasado, la eclosión del Estado de Bienestar supuso el acceso de las clases populares a la enseñanza media y superior, y por extensión a la cultura. Sin embargo, hay 776 millones de adultos analfabetos y más de 75 millones de millones de niños carecen de escolarización (UNESCO, Septiembre 2009).
Para muchos autores, la equidad en educación integra dos dimensiones: la igualdad de oportunidades y la inclusión. Es decir, cuidar de que la situación personal no sea un obstáculo (sexo, estatus socio-económico, origen étnico) y un aprendizaje mínimo, las competencias básicas. (Field et al., 2007).
François Dubet (2005) va más allá al afirmar que la igualdad de oportunidades no es suficiente, es cruel para los «perdedores» tener en cuenta sólo a los más meritorios. Básicamente, porque el fracaso escolar suele devenir en exclusión social.
En este sentido, creo que el modelo de competencias básicas persigue no sólo la igualdad, definida por ley, sino la equidad. Como dice Antonio Bolívar (2008:89): «un sistema escolar, si no más justo sí menos injusto, es aquel que puede garantizar (como el salario mínimo, la asistencia médica o las ayudas que protegen a los más débiles de la exclusión total) las competencias mínimas, sin las cuales no sería un ciudadano de pleno derecho».
Quizá el mayor protagonismo lo adquiera la competencia lingüística, por naturaleza propia; practicamos la docencia a través del idioma y nos convertimos en corresponsables en su consecución desde todas las materias. Esta relación multidireccional posibilita explotar el conjunto de conocimientos, destrezas y actitudes, integrando la educación formal, no formal e informal. Pero además, se va a evaluar en la asignatura de lengua la confección de un gráfico en el ordenador, en la de ciencias la descripción de un paisaje, o en los casos más creativos, la reacción ante su contemplación en un verso. La disposición de ánimo con la que se programa por competencias es dar a cada uno lo que necesita, abarcando las habilidades, valores, disposiciones, emociones y actitudes en un contexto de cuya riqueza se hace provecho para poder afrontarlo.
Es posible conseguir nuestro objetivo de transmitir saberes perdurables utilizando una combinación de las competencias como un mecanismo potente de motivación, atajando así la principal causa del fracaso y abandono escolares: la desmotivación producida por acumulación de conocimientos ajenos a la realidad. En consecuencia con una nueva forma de enseñar se requiere una forma nueva de evaluar y calificar: mis deseos apuntan hacia la erradicación de las pruebas tradicionales, cuyo resultado frustrante suele ser la adquisición efímera de conocimientos.
Bien es verdad que no basta renovar para mejorar; sigamos, pues, haciendo uso de las experiencias pedagógicas que han dado frutos, desechemos o reinventemos las estériles pero aprovechemos los recursos y aportaciones de las recientes con el fin de actualizar contenidos y metodologías, reforzar la atención a la diversidad, formarnos e informarnos, introducir la sociedad desde una perspectiva más amplia, en definitiva, sentirnos preparados para atender las necesidades de los aprendices del siglo actual. Hemos elegido la profesión de la docencia, transmitamos la satisfacción de llevar a cabo este noble oficio.
No me gustaría terminar sin recordar que la crisis económica ha puesto de relieve la grave crisis ética a nivel mundial. Se hace imperativo renovar nuestro compromiso de promover la alfabetización, de compartir las experiencias educativas, y de respaldar las actuaciones con los recursos necesarios para alcanzar progresos cualitativos en nuestro afán por una escuela equitativa, con el modelo que consideremos pertinente a nuestro objetivo de evitar la discriminación en cualquiera de sus manifestaciones.
Ya nos advertía Pablo Neruda del pernicioso efecto del silencio:
En un beso, sabrás todo lo que he callado.
Por nuestro futuro, démonos besos, no abandonemos las palabras en la garganta porque «el futuro de los niños es siempre hoy, mañana será tarde», Gabriela Mistral.