Las primeras imágenes que la televisión nos presentó, aquel 12 de enero de 2010, sobre el terremoto de Haití fue una densa nube de polvo y cemento que cubría Puerto Príncipe, como queriendo ocultar un poco más el espanto y el dolor de aquellos ciudadanos. Después pudimos contemplar lo que ya conocíamos a través de periódicos, estadísticas e informes de las mismas Naciones Unidas que señalaban: Haití es el país más pobre del Nuevo Mundo. Pero, esta vez era la naturaleza la que lo anunciaba y presentaba los diferentes rostros de la pobreza como para que nadie fuera indiferente ante aquel mal que padecen también pobladores de barrios marginados de Caracas, La Paz, Managua, San José, Nueva York…
La pobreza extrema no solo impone grandes sufrimientos a la humanidad, sino que degrada a la persona: destruye la autoestima de quien la padece, atrofia las facultades críticas y creativas y también vuelve al hombre lobo del hombre. Por esto, es deber de las naciones, compromiso de las instituciones y mandamiento del ciudadano —de cualquier parte del mundo— luchar por erradicar la pobreza sin tener en cuenta el color de la piel, la ideología política o el credo religioso de quien la sufre.
Se ha proclamado en los últimos años que los gastos en Educación resultan ser la mejor inversión que hacen las naciones, pues sus réditos son los mayores y los mejores. Igualmente, se dijo que la mayor riqueza de las naciones no está en los recursos naturales ni en los ejércitos bien entrenados y armados, como ocurría en el pasado, sino en el alto grado de escolaridad alcanzado por los ciudadanos. Este notable descubrimiento de las últimas décadas del siglo xx, debemos hacerlo realidad en las primeras décadas del siglo xxi. Nadie duda que los conocimientos hayan generado tecnología y que la tecnología produjo nuevos conocimientos.
La imprenta, el teléfono, la navegación aérea, los vuelos espaciales, la computadora e Internet fueron posibles por los conocimientos y a su vez, estos revolucionaron al mundo, ofreciendo mejor calidad de vida. En verdad, el conocimiento es riqueza y la pobreza es carencia de conocimientos. Si me fuera posible homologar aquella afirmación de los filósofos empiristas: «Nada hay en la mente que no haya estado antes en los sentidos» (Nihil es in intellectu quod prius non fuerit in sensu) diría: no hay conocimiento en la cultura que no se haya recibido y guardado por la Lengua. Tan importante es la Lengua en la adquisición y transmisión de conocimientos, en la comunicación y entendimiento entre las personas y naciones, y como factor de progreso, que bien podemos decir: la Lengua es el don más preciado de nuestra cultura.
Históricamente, la Lengua de los imperios ha sido considerada como instrumento de opresión. La opresión no solo es sometimiento y restricción de libertades, es también enajenación y condena a la pobreza. Quien condena puede ser una nación, una institución, una persona; lamentablemente «la injusta justicia» y las convenciones internacionales siempre favorecen a los más poderosos. La posesión de la palabra escrita siempre fue ventaja frente aquellos que no podían descifrar los códigos de la lectoescritura. Si bien los fenicios inventaron el primer alfabeto abstracto y con valor fonológico, estos lo tomaron de los egipcios quienes llegaron a tener una doble escritura: una sencilla para el pueblo y otra más compleja que solo aprendían los sacerdotes y la clase dominante. En esta escritura se guardaban los principales conocimientos de su cultura a la cual no tenía acceso el pueblo. También se dice que cuando los médicos dejaron de estudiar Griego y Latín y les fue imposible recetar en Griego, empezaron a hacer mala letra para que los pacientes no entendieran lo que ellos recetaban. Pero así como la letra ha sido signo de dominación, buena parte de la literatura contemporánea se ha convertido en palabra de liberación, en la voz de los afligidos y discurso de quienes fueron privados de este don. Releamos a Vallejo, Neruda, Cardenal y encontraremos la denuncia contra los poderosos y la exaltación de los desposeídos.
Mejorar la calidad de la enseñanza implica priorizar el dominio del instrumento que condiciona el aprendizaje de otros conocimientos de orden histórico, económico, filosófico, matemático. Es decir, cualquier conocimiento podría ser limitado; pero el conocimiento y dominio de la propia Lengua debe descollar por encima de los otros conocimientos, pues si en un medio determinado falta la escuela, ya no digamos la universidad y los centros de posgrados, con el dominio de la propia Lengua, la persona puede lograr su autocapacitación a través de la lectura y la bibliografía de determinada línea del saber. Así ocurrió con Rubén Darío, José Saramago, Antonio Gamoneda…
A mí me da verdadera tristeza cuando leo o escucho la propaganda de determinados gobiernos que anuncian la liberación del analfabetismo en determinado país o en una región de este. La persona que apenas conoce el alfabeto y con dificultad puede descifrar el enunciado de un texto, en la práctica, no ha salido del analfabetismo porque ese pequeño conocimiento adquirido no le es útil para mejor la calidad de la propia vida. El analfabetismo funcional no libera a la persona de la ignorancia ni de la pobreza. El aprendizaje de una Lengua es útil cuando la persona puede expresarse, puede interpretar un texto, discernir: asentir y disentir. Mejor todavía si puede crear y recrearse. En resumen, la Lengua se convierte en herramienta para luchar contra la pobreza cuando el usuario adquiere un dominio idóneo de esta.
Hace años, los jefes de Estado y gobiernos de los países iberoamericanos reunidos en San Carlos de Bariloche, Argentina, declararon: «La necesidad de alcanzar niveles de excelencia y competitividad, exige una acción educativa integral adaptada a un medio tecnológico dinámico. Por ello, la educación debe concebirse con una responsabilidad del conjunto de la sociedad en el que participen tanto el sistema educativo institucional como los actores económicos y sociales, los medios de comunicación y las distintas organizaciones sociales».
Esta determinación que fue tomada al más alto nivel y por todas las naciones de Iberoamérica no pasó de ser una declaración retórica, pues en varios de nuestros países no se incrementó debidamente el presupuesto para la educación. Particularmente en las escuelas de primaria, los maestros continúan enseñando, auxiliados únicamente por el pizarrón, como lo hacían —hace cincuenta años— los maestros de los maestros que ahora se jubilan. El Magisterio no recibe estímulos suficientes del Estado ni de las empresas que constantemente se benefician de los recursos humanos calificados. En varios de nuestros países, los maestros de cualquier nivel son los menos remunerados si se comparan con los trabajadores de otras áreas, sean estos albañiles, carpinteros, sastres, barberos, economistas y ya no digamos políticos. A estos últimos no se les exige títulos, menos todavía, la autoría de un libro afín al trabajo que desempeñan.
¡Qué interesante sería que los maestros pudiesen tener beneficios sociales y estímulos periódicos como tienen los militares y los policías que reciben grados y cada grado, significa un estímulo económico! ¡Qué encomiable sería que los niños verdaderamente desprotegidos pudiesen recibir: uniformes, materiales educativos, alimentación y después sus clases! Así tantos talentos no pasarían inadvertidos y solo alargarían sus manos para dar y no para pedir.
Amigos y colegas, pongamos nuestra voz, nuestra pluma y corazón al servicio de nuestra Lengua común. Por el hábito de la lectura, por la palabra creativa, por nuestra voz sostenida, el verbo y el sustantivo serán instrumentos de liberación. Demandemos que la adquisición de destrezas y habilidades implícitas para el dominio de la lengua sea armónicamente distribuida en el currículo o planes de estudios de primaria y de bachillerato.
Pablo Antonio Cuadra Cardenal humanista de aquella tierra a la que Pablo Neruda llamó «garganta pastoril de América» dijo:
Si en un país pobre la justicia rinde su espada y compra un libro; si en un país pobre la civilización transforma sus cuarteles en escuelas. Entonces, en el país pobre vive un pueblo rico.