El papel que ha desempeñado la industria editorial en el desarrollo lingüístico es indudable.
Desde que en el siglo xv Gutenberg permitió, con un artilugio denominado imprenta, que los contenidos, celosamente conservados y copiados por los monjes en las abadías, unas veces por encargo del propio clero y otras por iniciativa de reyes y nobles, pudieran estar al alcance de un número cada vez mayor de personas, el mundo aceleró.
La invención de la imprenta dio paso a una floreciente industria editorial que fue el motor del cambio de la sociedad occidental. De repente el conocimiento que permanecía escondido en librerías cerradas de recónditos monasterios, o en exclusivos anaqueles de palacios reales, empezaba a circular, con todo lo que ello supone para la difusión de las ideas, la evolución de las sociedades, y el desarrollo económico.
A lo largo de los últimos 500 años (se dice pronto, quinientos años) la industria editorial ha jugado un papel fundamental en la difusión del saber, en la creación de opinión y, naturalmente, en el desarrollo de la lengua.
Y el vehículo fundamental para la transmisión de todo este conocimiento ha sido el papel impreso: el libro.
Libro. Conjunto de muchas hojas de papel u otro material semejante que, encuadernadas, forman un volumen; según la definición que hace la Real Academia, de la palabra libro, en su Diccionario de la Lengua Española editado por Espasa.
Y creo que esto va a seguir siendo así durante muchos años más, a pesar de la irrupción de las nuevas tecnologías que también van a jugar un papel fundamental en el desarrollo del libro y en el impulso lingüístico. Pero creo que el libro impreso seguirá siendo un gran compañero de viaje para todos nosotros durante mucho, mucho tiempo.
Hay que ir con mucho cuidado cuando uno hace este tipo de afirmaciones porque después la historia te puede pasar factura. Ya saben ustedes lo que dijo el presidente de IBM, Thomas J. Watson, en 1943, cuando vio el gigantesco espacio que ocupaba uno de los primeros intentos de fabricar un ordenador: «En el mercado mundial no habrá sitio más que para cinco computadoras».
Voy a dar ya un salto en el tiempo para instalarnos en lo que ha sido la segunda gran revolución para la transmisión del conocimiento: la ausencia del papel.
La revolución tecnológica nos ha permitido que existan libros sin que exista el papel.
Un paradigma que parecía inamovible hasta hace unas cuantas décadas.
Naturalmente, descubrimos que en un libro hay cosas prescindibles como el papel.
Es inimaginable sin un autor, con una historia que contar, y sin las personas que quieran acceder a su obra. Como ha sucedido siempre. Y entre el autor y su público tenemos a un editor que debe ser capaz de transformar este contenido (es decir, detectarlo, ponerlo en valor, financiarlo, darle el formato más adecuado, distribuirlo, promocionarlo y venderlo) para hacerlo llegar, a través de las librerías, a cuantos más lectores mejor.
¿Tanto han cambiado las cosas a lo largo de estos 500 años?
Lo único que ha cambiado es la velocidad con la que se transmite el conocimiento. Y esta es una de las grandes aportaciones de la tecnología a la industria editorial y, también, al desarrollo de la lengua.
Nicholas Negroponte, una de las personas que mejor ha sabido transmitir el efecto de las tecnologías sobre las personas lo explicaba muy claramente cuando decía que la gran diferencia entre el mundo real y el digital (hoy ya diríamos virtual) es que aquél transporta átomos y éste bites.
Esto viene a suponer que si la invención de la rueda permitió al hombre transportarle de un punto a otro, digamos que en la mitad de tiempo (dependiendo de la distancia y de la orografía), y que la invención de la máquina de vapor redujo la velocidad para transportar un libro de un punto a otro de horas a minutos (también dependiendo de la distancia y de la orografía), la tecnología digital ha pulverizado todas las marcas y permite que este libro llegue al bolsillo del lector, independientemente de donde se encuentre y de la orografía, en centésimas de segundo.
El trabajo del editor se torna apasionante. De repente se nos ha abierto a todos un mundo infinito de posibilidades paralelo al libro impreso. Para los editores, para los autores, para los lectores, para los libreros, para los estudiantes, para los profesores, para los investigadores. En definitiva para todos los que contribuimos a la difusión de la lengua.
Mañana por la tarde van a poder asistir al acto de presentación de la Nueva Gramática de la lengua española, El español de todo el mundo. Este extraordinario trabajo realizado por la Real Academia Española y la Asociación de Academias de la Lengua española es la más extensa y pormenorizada de las gramáticas académicas existentes.
En ella combina fuentes de datos característicos de los tratados gramaticales con ejemplos procedentes de textos literarios, ensayísticos, científicos, periodísticos y un largo etcétera que no voy a detenerme en citar ahora.
Un ímprobo trabajo que ha sido posible gracias al esfuerzo de todas las personas que han trabajado en él arduamente, pero, probablemente, imposible de realizar sin la colaboración de las nuevas tecnologías no hubiera podido ver la luz un proyecto de estas dimensiones. Un ejemplo más de la importancia que tiene la industria editorial para el desarrollo de la lengua y el papel que pueden jugar las nuevas tecnologías en todo este proceso.
Dejo para más adelante el debate, pero sólo quiero expresar el papel que la industria editorial ha jugado en el desarrollo lingüístico como dinamizador de la lengua, como elemento que fortalece los códigos lingüísticos de ortografía y sintaxis, por su contribución a que exita un marco lingüístico estable para el desarrollo de la comunicación; por su efecto multiplicador del conocimiento, por su capacidad para ordenar dicho conocimiento y como vehículo del cambio. Como instrumento que detecta con gran rapidez los cambios que se producen en la sociedad.
Desde luego, las nuevas tecnologías están favoreciendo la comunicación, nos permiten, desde la perspectiva de la industria editorial, acceder a un público mucho mayor con una gran facilidad y, sobre todo, conocernos mejor y adaptarnos a las necesidades de nuestros lectores.
Sin ningún género de dudas las nuevas tecnologías son un gran aliado para la industria editorial y deben serlo también para el desarrollo de la lengua.
Es verdad que se abren muchas reflexiones en torno al papel de las nuevas tecnologías y el uso de la lengua. Es cierto que las reglas de la ortografía y la sintaxis están saltando por los aires en los mensajes cortos que se envían a través del teléfono o de las redes sociales. ¿Pero hasta donde pude llegar este fenómeno de deconstrucción del lenguaje (por introducir un término culinario en este arte de la palabra)?
Afortunadamente la lengua es algo vivo, que nos plantea retos permanentes y a una velocidad trepidante.
Pero donde haya alguien con una historia que contar, y personas dispuestas a escucharle, ahí estarán indudablemente los editores que seguirán jugando un papel fundamental en el desarrollo e impulso de la lengua.