Yo quizá vivo en 1908; mi vecino, sin embargo, hacia 1900; y el de más allá, en 1880.
Adolf Loos, Ornamento y delito (1908)
Desde principios del siglo xxi estamos asistiendo a una serie de cambios y/o de apariciones de nuevas formas de literatura que se producen a una velocidad vertiginosa. Mientras que algunas de estas formas de literatura podían rastrear antecedentes antiguos, como la hipertextualidad, las nuevas tecnologías han creado una panoplia de instrumentos que han revolucionado el espectro de posibilidades de acercamiento a la literatura en el nuevo siglo. Dentro de la narrativa, que es eminentemente un arte del entorno que nace de la observación psicológica y sociológica del exterior, es cada vez más notorio cómo los escritores comienzan a utilizar, en momentos puntuales, elementos tomados directamente de las nuevas tecnologías, copiando sus estructuras y reproduciendo elementos visuales en las obras, que abandonan ya el paradigma de la Galaxia Gutemberg para desembocar en el cosmos de la World Wide Web, configurada como nueva Weltanschauung. Esto plantea varios problemas: cómo leer estas nuevas obras; qué instrumentos críticos utilizar cuando los de la teoría de la literatura y crítica tradicionales se limitaban a la palabra escrita; hasta qué punto aportan algo realmente valioso a lo ya escrito, entre otras cuestiones. Como ha señalado Katherine Hayles, «el urgente desafío que la literatura digital presenta a la crítica literaria es volver a plantearse y rearticular los conceptos de la tradición en términos apropiados a la dinámica de los canales y medios programables. No menos que la literatura impresa, la crítica literaria está afectada porque los medios digitales son cada vez más esenciales para ella, limitados no sólo al procesador de textos sino también a cómo acceden a la tradición mediante archivos digitales, ediciones electrónicas (…) y demás».1
A este desafío hay que sumar otro, no menos importante, y es el de que no todos los escritores han adoptado estas nuevas posibilidades, y ni siquiera todos los autores receptivos han escogido las mismas fórmulas. Hay escritores que han decidido permanecer completamente al margen de estos cambios socioculturales, como Cormac McCarthy o Javier Marías. De modo que se produce un fenómeno que es en cierta forma natural: autores coetáneos que utilizan epistemologías distintas. Dice Tzevan Todorov, con razón, que «no basta con escoger autores del siglo xx para asegurarse de la modernidad de su pensamiento. En cada instante del tiempo coexisten momentos del pasado más o menos lejanos, del presente y hasta del futuro».2 Esta coexistencia de cosmovisiones diferentes genera problemas de toda índole a la hora de elaborar descripciones generales. Cuando se habla hoy en día de escritores resulta muy difícil encontrar puntos de unión o enlace entre novelistas de corte decimonónico, aún muy abundantes, y autores digitales que sólo redactan hipertextos y que ni se plantean ser publicados en libro. Quizá la imposibilidad de hacer en nuestros días generalizaciones sobre el hecho de escribir sea una de las consecuencias más dramáticas de estos cambios que venimos comentando.
En principio nos encontramos con que habría tres tipos de autores: quienes rechazan nuevas posibilidades literarias que puedan surgir de las nuevas tecnologías, los autores que las han abrazado por completo y aquellos, más numerosos, que utilizan indistintamente y sin complejos la literatura digital y la analógica a su voluntad. Suponen desafíos a la crítica literaria los dos segundos. En el caso de la literatura puramente digital, Joaquín Mª Aguirre Romero apunta que «el problema (…) que plantea Janet Murray es, en última instancia, éste: ¿ante qué tipo de arte nos encontramos? ¿Debemos medirlo con los parámetros convencionales? Creo, más bien, que nos encontramos ante un nuevo tipo de construcciones que deben ser medidas con su propio rasero. Plantean problemas teóricos, estéticos, éticos y clasificatorios específicos, muy diferentes a los que nos tenemos que enfrentar en otros terrenos».3 En cuanto a los autores anfibios que escriben a caballo entre los dos sistemas, se plantean problemas similares.
Hace ya dieciséis años escribió Sánchez Biosca que «la narratología ya no puede concebirse como una teoría basada exclusivamente en el discurso literario, sino que debe dar paso a la elaboración de una teoría general en cuyo seno coexistan distintos discursos (literarios, cinematográficos o audiovisuales en general)».4 La semiótica y otras visiones amplias del fenómeno literario han contribuido, en efecto, a ampliar la consideración de lo que es literatura o narración a espectros más amplios de análisis. Pero, en condiciones generales, suponían una extrapolación crítica a otros terrenos, mientras que son los autores en los últimos años los que han optado ya por modelos textovisuales más complejos y en los que la parte visual supera la tradicional caja de texto continuo. Así, uno de los cambios más importantes que a mi juicio se han producido es el cambio del concepto de página por el de marco, que puede estar compuesto indistintamente por una o dos páginas.
Ese es el caso, por ejemplo, de varias páginas de la novela Cero absoluto (2005) del narrador cordobés Javier Fernández. Algunas de sus páginas no pueden leerse separadamente, hay que hacer una elevación conceptual y leerlas juntas, ver cómo la imagen se extiende por las dos páginas, no sólo por una. El concepto de continuidad, al que ya nos referimos en nuestro ensayo La luz nueva (2007) es aquí muy útil porque, a diferencia del signo verbal, que se reinicia al comenzar cada página, el visual crea expectativas y remembranzas que se sostienen, proléptica o analépticamente, a lo largo de las páginas del libro. Según la interesante y precoz opinión de Gianfranco Bettetini,5 que hemos conocido a través de Alejandro Llano, los simulacros informáticos y comunicativos se comunican como una especie de realidad alternativa, una «evidencia construida», pero estamos «también ante una fuerte modalidad persuasiva y un elevado poder de convicción. (…) el tempo del discurso audiovisual combina la fuerza retórica de los hechos con el encanto poético de las narraciones, produciendo una lógica de las ‘implicaciones’ o de las ‘inducciones semánticas’. Son impactos fragmentarios, no contextualizados, aventuras epidérmicas que no implican transferencias de saber, sino simulaciones de conocimiento por vías emotivas. Adquieren así un aspecto fantasmal, de fascinación caótica, por la aplicación iterativa de una especie de ‘lógica del doble’».6
María del Pilar Lozano Mijares opone el modo moderno de espacializar el texto —al que nosotros hemos dedicado un largo ensayo7—, como función mimética o icónica, frente al modo «ontológico» de las estrategias posmodernistas al abordar el libro como objeto. A juicio de la autora, «las ilustraciones en las novelas posmodernistas no suelen establecer relación alguna con el texto: son puras demostraciones de materialidad, de tridimensionalidad, del libro. A menudo aparecen también integradas en la estructura del texto verbal como otro modo de discurso (…) la mezcla (…) arroja un problema grave con respecto al orden de lectura al introducir el elemento espacial en un ámbito que se supone exclusivamente temporal»8. En este espacio cultural nuevo, donde el posmodernismo es sólo una de sus partes, todas estas incrustaciones visuales (audiovisuales en hipertextos, ciberpoesía y en las nuevas formas de creación vía libro electrónico, aún en estado larvario no por culpa de los autores sino por la escasa resolución técnica de los lectores digitales), la literatura se conforma como un discurso de discursos cuya mezcla o confusión remite a la confusión mayor que es el propio discurso híbrido, audiovisual y fragmentario de nuestro tiempo.
La propia tecnología que crea los problemas, sin embargo, a veces también nos ayuda a resolver algunos. Observemos esta declaración de Thomas Rommel, cuando apunta que «the computer in literary studies enhances the critic’s powers of memory electronically, thereby providing a complete database of findings that meet all predefined patterns or search criteria».9 Y así es, puesto que el uso de estas tecnologías, utilizadas ya desde los años 60 y 70 del pasado siglo, han ayudado a esclarecer muchas veces tonos, temas y obsesiones de los autores. Por ejemplo, entendimos mejor la importancia del tema de Dios en la obra de Borges tras leer en las Concordancias de El Aleph de Vicente Sabido el ingente número de veces que se repetía la palabra. En nuestros días, el hecho de que los libros puedan ser leídos en formato electrónico favorece también este tipo de búsquedas. Les pongo un caso personal. Recientemente leí una novela española. Cuando la estaba terminando, me di cuenta de que la palabra «ficción» aparecía en ella un número muy elevado de veces. Si al hacer la reseña hubiera escrito «en este libro la palabra ficción o sus derivados aparece muchísimas veces», tal hecho pudiera haber sido significativo o no. Pero como leí la novela en su versión digital, me bastó hacer una búsqueda de la raíz «ficcio» para aclarar el número exacto de ocasiones. Ahora, cuando los lectores ven que en esa novela el autor utiliza 53 veces la palabra ficción o sus derivados, la contundencia del número 53 habla, por sí sola, de su significación estética: una novela en la que aparece 53 veces la novela ficción no puede ser sino una novela metaficcional, lo que sí tiene claras consecuencias para la crítica literaria.
A la hora de afrontar estos problemas creo que no hay que inventar la pólvora de nuevo. Hay una disciplina que lleva siglos intentando resolver problemas de interpretación artística cualquiera que sea la forma que el arte tome: la Estética. Creo que la crítica literaria del 21 tiene mucho terreno andado si comenzamos a aplicar, razonadamente, ciertos criterios de la Estética, considerando que el texto es ahora simplemente, arte textovisual. Señala acertadamente Katherine Hayles que: «del mismo modo que la frontera entre juegos de ordenador y literatura electrónica, la distinción entre arte digital y literatura electrónica es, como poco, sospechosa, a menudo un asunto de las tradiciones críticas desde donde son discutidas las obras más que algo intrínseco a las obras mismas».10 Extrapolando el criterio, la distinción entre la literatura tradicional y las artes representativas cobra en el caso de los escritores anfibios menos sentido que nunca. De modo que podrían aplicarse a la lectura de estas obras algunos criterios tomados de la estética más espacial, la arquitectura. Siguiendo el criterio de Francis D. K. Ching en su clásico Arquitectura, forma, espacio y orden (Gustavo Gili, 1985), podríamos leer estas obras distinguiendo los principios básicos de diseño (la línea, el plano y volumen dominantes, la forma, el color, la textura, la dimensión, el espacio, etc.) de los principios ordenadores de la composición (la estructura, la modulación, el equilibrio y el ritmo). Ello nos daría un eje de coordenadas a partir de cual elaborar la hermenéutica artística del texto.
La otra posibilidad, compatible con esta, es la de ampliar al máximo el concepto de texto. Para ello nos sirve la opinión de Jacques Derrida: «es preciso que nos pongamos de acuerdo en lo que significa «sobre textos». Estaría de acuerdo a condición de ampliar considerablemente y reelaborar el concepto de texto. No pretendo hacer olvidar la especificidad de lo que clásicamente se llama «texto»: algo escrito, en libros o en cintas magnéticas, en formas archivables. Pero me parece que es necesario, y he tratado de mostrar por qué, reestructurar ese concepto de texto y generalizarlo sin límite, hasta el punto de no poder seguir oponiendo, como se hace normalmente, el texto a la palabra, o bien el texto a una realidad —eso que se denomina «realidad no textual»—. Creo que esa realidad también tiene la estructura del texto; lo cual no quiere decir, como me han atribuido alguna vez, que todo lo real esté simplemente encerrado en un libro»11. Siguiendo no tanto las lógicas postestructuralistas, sino simplemente la realidad de las cosas, debemos darnos cuenta de que un texto, hoy en día, no es el mismo objeto que analizaban los formalistas rusos a principios del siglo xx. Por tanto, no se puede valorar con los mismos instrumentos críticos.
En cualquier caso, queda claro que la crítica literaria tiene en este siglo xxi mucho trabajo que hacer, aunque también cuenta con instrumentos nuevos y muy precisos para desarrollarlo. El blog, por ejemplo, que tiene posibilidades textuales, audiovisuales y es compatible con los más diversos formatos, se muestra como un aliado insoslayable a la hora de explicar cualquier obra literaria en los mismos términos en que esta es creada.