Quiero ante todo agradecer, en nombre del Grupo Editorial Norma, a los organizadores de este V Congreso Internacional de la Lengua Española, don Víctor García de la Concha, director de la Real Academia, y doña Carmen Caffarel Serra, directora del Instituto Cervantes, por su amable invitación a participar en este evento.
El tema del presente Congreso, América en la lengua española, no podía ser más pertinente ni trascendental cuando, al final del primer decenio del siglo xxi, nuestra lengua común se consolida como una de las más habladas y utilizadas en el mundo de la cultura, la economía, las comunicaciones y el entretenimiento. La difusión de obras de ficción y no ficción en aquellos territorios donde se habla español, bien sea a través de libros impresos o plataformas digitales, ha contribuido a consolidar el desarrollo de nuestro idioma, dentro de la variedad propia de un ámbito lingüístico que comprende más de veinte países donde es idioma oficial y a más de 400 millones de seres humanos que se comunican entre sí a través de la lengua de Cervantes. Y en este contexto, América y sus comunidades hispanohablantes no solo representan una porción mayoritaria, sino que, al mismo tiempo, han realizado notables aportes al enriquecimiento del español dentro y fuera de sus fronteras. Los autores hispanoamericanos vienen siendo conocidos y leídos cada día más ampliamente desde los años sesenta del siglo pasado y sus obras traducidas a numerosos idiomas de todos los continentes. Los cinco premios Nobel otorgados a escritores de la región —Gabriela Mistral, Miguel Ángel Asturias, Pablo Neruda, Gabriel García Márquez y Octavio Paz— confirman el progresivo reconocimiento de las letras americanas en el concierto de la creación literaria universal.
En un continente en el que hay tantos países en los que el español constituye la lengua dominante y cuyo devenir histórico, social y cultural ha sido diverso, es apenas comprensible que se hayan generado variedades «locales» o «regionales» de nuestro idioma, pero siempre dentro de la unidad global del español como lengua matriz. Sin embargo, la creciente distribución de libros de todos los géneros ha llevado a la búsqueda de un español relativamente «neutro» o «estándar» que facilite la circulación de estos títulos y amplíe la base de lectores a ambos lados del Atlántico y en América misma. En la ficción, ha conducido a la difusión de las variedades locales de nuestra lengua y, en consecuencia, al robustecimiento de nuestro patrimonio lingüístico en su conjunto. Lo cual no significa que los escritores nacionales no hayan venido esforzándose por expresarse en un español, por decirlo de alguna manera, global, internacional, más fácilmente comprensible en cualquier lugar donde aquél se hable y se lea.
No cabe la menor duda de que el denominado boom de las letras latinoamericanas generó una relación dialéctica entre la literatura y la industria editorial de la región, pues al mismo tiempo que aquél producía una gran cantidad de obras que rompían con no pocos paradigmas y cánones, las editoriales se volcaron sobre estos autores para editar y difundir sus creaciones en todo el ámbito hispanoamericano. Por un lado, el boom alimentó y dio impulso a la industria editorial y, por el otro, ésta se encargó de promoverlo y llevarlo a millones de lectores, en un proceso de «retroalimentación» que sentaría las bases no solo de la nueva literatura latinoamericana sino también de lo que hoy es el sector editorial en nuestro continente. Los escritores disponían, por primera vez, de una industria que los respaldaba y que simultáneamente se expandía con la edición de sus trabajos. Por primera vez en la historia cultural de América Latina, gracias al fenómeno indicado, el libro empezó de cierta manera a ser masificado, a llegar a segmentos cada vez más amplios de la sociedad, los cuales casi nunca habían tenido acceso a él, pues prácticamente se había limitado a circular entre las élites adineradas y educadas. Sin el boom el desarrollo de la industria editorial latinoamericana seguramente habría sido más lento y sin ésta quizá el boom no habría tenido la resonancia que lo convertiría en uno de los fenómenos culturales más sobresalientes del siglo pasado.
Pero el boom no solamente sirvió de motor para las casas editoriales, sino que también —y esto es lo más importante—, merced a sus innovaciones estilísticas y temáticas, realizó sustanciales contribuciones a la lengua española y popularizó, como nunca antes lo habían logrado nuestras letras, un lenguaje narrativo nuevo, fresco, propio y a la vez universal que permitió que se hablara de una literatura latinoamericana. Bien lo resume el escritor mexicano Jorge Volpi cuando afirma: «La mutación operada por los escritores del boom logró que, de ser una pequeña especie en los confines del mundo, la literatura latinoamericana se convirtiese en una variedad poderosa, capaz no solo de multiplicarse con éxito sino de influir decisivamente en otras literaturas».1
Precisamente, una de las figuras más destacadas del Boom, el peruano Mario Vargas Llosa, aborda el tema de la relación entre literatura y lengua de una manera sencilla pero profunda cuando se refiere a la trascendencia de la primera: «Uno de sus primeros efectos benéficos ocurre en el plano del lenguaje. Una comunidad sin literatura escrita se expresa con menos precisión, riqueza de matices y claridad que otra cuyo principal instrumento de comunicación, la palabra, ha sido cultivado y perfeccionado gracias a los textos literarios».2 Y concluye diciendo: «Ninguna otra disciplina, ni tampoco rama alguna de las artes, puede sustituir a la literatura en la formación del lenguaje con que se comunican las personas».3
Esta verdad, del tamaño de una catedral, no había sido, sin embargo, reconocida por muchos en nuestro continente. Solamente después de algunas décadas, del surgimiento de numerosos escritores y de la publicación de millares de títulos empieza a valorarse la importancia de la literatura para el enriquecimiento y consolidación del idioma y de éste como elemento fundamental para la construcción de sociedades más acordes con las necesidades del hombre moderno. Si bien es cierto que después del boom la creación literaria americana empezó a atomizarse, por decirlo de alguna manera, no por ello perdió su impulso ni su vigor narrativo. Lo que anteriormente se veía como un bloque, como un movimiento más o menos homogéneo —el boom y una de sus vertientes más resonantes, el realismo mágico—, con el tiempo dejó abierto el camino para que en cada país de América Latina aparecieran escritores con sus propias preocupaciones y florecieran nuevas propuestas y nuevos estilos literarios, nuevas temáticas y reflexiones para las letras continentales. Esto, según algunos intelectuales, ha significado el fin de la «literatura latinoamericana», tal como se había venido concibiendo; para otros no es otra cosa que la ampliación, la multiplicación de opciones, unas más locales que otras, pero siempre dentro del contexto de las necesidades de expresión literaria de un continente con un lenguaje común y realidades y antecedentes que guardan cierto grado de similitud. Claro está, dentro de la diversidad cultural de nuestros países.
En este orden de ideas, las casas editoriales, tanto las de origen latinoamericano como las europeas, empezaron a reflejar en sus publicaciones este variopinto panorama de la producción literaria del continente. Era apenas lógico, desde el punto de vista de las necesidades y exigencias de cada mercado, que los editores empezaran por promover a los autores locales, con una perspectiva que, en principio, no pretendía traspasar las fronteras nacionales. Pero esta apuesta pronto dio sus primeros frutos que no fueron otra cosa que la consolidación de una serie de «literaturas nacionales latinoamericanas» o, dicho en otras palabras, de narrativas puestas en escena empleando el español pero con los giros y modismos propios de cada lugar. Lo cual, junto con la edición sistemática de obras de no ficción, produjo un desarrollo sin precedentes (incluidos los tiempos del boom) de la industria editorial en Latinoamérica.
Así, a partir de los años ochenta y noventa, en el marco de las «literaturas nacionales latinoamericanas» comenzaron a surgir nombres que, poco a poco, terminarían convirtiéndose en representantes no sólo de las letras de sus países, sino que conseguirían un puesto en el concierto de la literatura internacional. Entre muchos otros y sin el ánimo de seleccionar, podemos hacer mención de Laura Esquivel, Ángeles Mastretta, Juan Villoro y Jorge Volpi, en México; Gioconda Belli y Sergio Ramírez, en Nicaragua; Rodrigo Rey Rosa, en Guatemala; Luis López Nieves, en Puerto Rico; Eliseo Alberto, en Cuba; Laura Restrepo, William Ospina, Héctor Abad, Santiago Gamboa y Fernando Vallejo, en Colombia; Alonso Cueto, Alfredo Bryce Echenique e Iván Thays, en Perú; Tomás Eloy Martínez, Marcos Aguinis, Federico Andahazi, Guillermo Martínez, Mempo Giardinelli, Pablo de Santis y Osvaldo Soriano, en Argentina, y Roberto Bolaño, Marcela Serrano, Isabel Allende y Roberto Ampuero, en Chile.
El proceso de internacionalización de los escritores latinoamericanos, tanto dentro de la región como en España, ha tropezado, sin embargo, con no pocos obstáculos debido principalmente a la tendencia natural de los lectores de cada país a preferir, en primera instancia, a sus propios autores. Bien sea por los temas tratados o por el español empleado, éstos llegan más fácilmente a sus respectivos públicos. Pero de manera simultánea, la instauración de numerosos premios literarios internacionales ha venido contribuyendo cada vez más eficazmente a la difusión de las obras y los escritores en América Latina y al otro lado del océano y viceversa. Premios tales como Planeta, Biblioteca Breve, Planeta-Casamérica, Alfaguara y La Otra Orilla han catapultado a muchos autores a la escena global, a tiempo que las giras intercontinentales de éstos les han permitido penetrar en mercados foráneos y promover sus libros en de varios países. Las editoriales han actuado de manera decisiva al invertir recursos e iniciativas de diversa índole en el curso de este proceso. De igual modo, el cubrimiento que dan los medios escritos, radiales, audiovisuales y digitales a estos escritores coadyuva a estimular su progresiva globalización. Con razón afirma Jorge Volpi: «Lo mejor de la literatura latinoamericana continúa allí. Miles de escritores empeñados en hallar sus propios caminos, ajenos por completo a las clasificaciones académicas, y millones de lectores que habrán de valorarlos no por su proveniencia geográfica o su identidad latinoamericana, sino por su capacidad de narrar, reflexionar o conmover».4 Pese a las dificultades que imponen las preferencias de carácter nacional, es indudable que en el ámbito de la lengua española se abrirá paso la creación literaria de aquellos autores que sean capaces de superar las barreras culturales propias y llegarles a los lectores de otras latitudes. Entre tanto, además de estos últimos, habrá un beneficiado —el idioma común— que se enriquecerá con los innumerables aportes de una literatura cada día más universal.
Tal como sucedía en el resto de América Latina, hasta hace un par de décadas en general no era fácil encontrar en el mercado colombiano libros de escritores locales distintos de los ya consagrados y unos pocos latinoamericanos. Dicha situación ha cambiado por completo. No solamente existe hoy una abundante oferta (y una demanda) de obras de autores colombianos, sino también una gran variedad de temáticas y propuestas narrativas. Los nuevos escritores, mujeres y hombres, pueblan las estanterías de las librerías y atraen a cada vez más lectores. La llamada «literatura urbana» irrumpió de la mano de estos creadores, con un lenguaje propio de la vida y la problemática citadinas, con los personajes de las urbes modernas y, claro está, con novedosas formas de expresión y de utilización del español. Por supuesto, la dura realidad del país ha impregnado la nueva literatura colombiana. Me refiero a fenómenos como el narcotráfico, el secuestro y la violencia en general, que han afectado la sociedad en casi todos sus estamentos y no podían dejar de quedar plasmados tanto en la narrativa como el las obras de no ficción, especialmente aquellas salidas de la investigación y la crónica periodísticas. Obras como Rosario Tijeras y Melodrama (Jorge Franco), Satanás (Mario Mendoza), La virgen de los sicarios (Fernando Vallejo), Angosta y El olvido que seremos (Héctor Abad), Delirio (Laura Restrepo), El síndrome de Ulises y Necrópolis (Santiago Gamboa), Esto huele mal (Fernando Quiroz) y Rencor (Oscar Collazos), para mencionar unas pocas, han marcado de cierta manera el rumbo de esta nueva tendencia. Pero también ha habido notables incursiones en la novela histórica, con obras como Ursúa y El país de la canela (William Ospina) y La marca de España y Donde no te conozcan (Enrique Serrano). Asimismo, el trabajo de comunicadores como Germán Castro Caycedo, Mauricio Vargas, Patricia Lara y José Alejandro Castaño también se enmarcan dentro de esta copiosa producción bibliográfica que recrea y a la vez refleja las problemáticas de la Colombia de finales del siglo xx y comienzos del xxi.
Todas las editoriales han venido apostando por éstos y muchísimos más autores y los han promovido tanto en Colombia como en el exterior. El Estado y las instituciones educativas tanto privadas como públicas han acogido a numerosos escritores en sus planes académicos y hoy en día es muy común ver a los jóvenes leyendo, como parte de sus programas de literatura, a los nuevos novelistas y a éstos interactuando con sus lectores en las aulas, algo que hace no muchos años era impensable en Colombia.
De todo lo anterior se desprende que en nuestro continente estamos siendo testigos del surgimiento y desarrollo de una nueva literatura que avanza lentamente pero de manera segura e irreversible. Mientras que quizá resulte menos fácil hablar, por ejemplo, de una «literatura europea» como tal, puede ser más factible referirnos algún día a una «literatura latinoamericana» pues aquí, a pesar de las variantes nacionales, el idioma común acerca más a los lectores de todos los países que componen este vasto territorio hispanohablante. Y en esto la industria editorial ha jugado un papel preponderante no solo en la masificación de estas letras sino en el estímulo que ha dado a la búsqueda de un lenguaje común, estándar, que a la vez respete y adopte las particularidades locales del mismo.