Hay que reconocer que el concepto de comunicación es bastante más complejo —objetivamente más subjetivo y metafísico— que lo que podría explicarnos una teoría del mensaje. Dicho en otros términos: que no es fácil precisar objetivamente qué es lo que comunica un sujeto a otro sujeto en una interacción concreta.
Si digo a mi nieta «hace frío», y se lo digo como advertencia cariñosa para que salga abrigada; si ella no lo entiende así, si lo entiende como una mera información, entonces no ha entendido el significado de la advertencia que le he querido comunicar. Y por lo mismo, se ha malogrado mi acción comunicativa.
Cualquier comunicación real cumplida es interacción con un significado que da sentido —sentido común— a lo que se dice. Este es el punto neurálgico del asunto.
Y es interacción porque si bien es cierto —y necesario, además— que cada vez que hablamos intentamos rescatar en la palabra algo de lo que pasa, de lo que es, de lo que vale: algo objetivo, sin embargo, actuamos así a fin de que aquel que nos escucha haga libremente algo con eso que le decimos. Fin que tenemos palmariamente a la vista cuando decimos algo, pero que olvidamos cuando posteriormente hacemos la descripción teórica de lo que es la comunicación.
Hablar es esperar una cierta respuesta —lingüística o no— del otro. Llamemos imperativo ético a esta reciprocidad básica que inaugura la palabra.
Pues bien, estas consideraciones, expuestas esquemáticamente, son el trasfondo de una suerte de reserva que me surge ante la idea de construir un espacio de comunicación.
Al intento de refundación de Europa en América no siguió una relectura del encuentro con el otro, con lo otro, que implicara seriamente al lector europeo. Por el contrario, el descubrimiento fue un doble recubrimiento: por una parte, el recubrimiento de tantas cosas, que significó el poder reactivo y vigilante de la Contrarreforma; y por otra, el recubrimiento a sangre y fuego del mundo pre-colombino, ya constituido como experiencia común.
Algo importantísimo para la vida social ha quedado sepultado y por siglos marginado de esta sobreconstrucción europea: modos de habitar, modos de sentir, de de percibir, de bendecir y blasfemar, propios de los hombres de esta tierra; modos que pertenecen al significado y al sentido de la comunicación, y que es bueno —éticamente bueno— integrarlo al plano de la experiencia común.