La lengua
es la primera hoja de la columna vertebral
bosques de lenguaje la rodean
como un topo
la lengua
abre madrigueras en la tierra del hablacomo un pájaro
la lengua vuela en arcos de palabra escrita.La lengua está amordazada y sola en la boca.
Esta estrofa es del poema «Palabras», incluido en el libro Página de la herida del inglés John Berger y la vastedad del tema que nos convoca autoriza a comenzar con ella. Como dice, al citarla, la escritora y educadora argentina Ángela Pradelli, «hay que creerles a los poetas porque la verdad que encierra la poesía les viene de una comprensión clarividente. Si el lenguaje es la primera hoja de nuestra columna, tenemos que afirmar que son las palabras las que nos ponen de pie… las que nos hacen dar nuestros pasos y avanzar por los caminos. […] tenemos que comprender la importancia que tiene el lenguaje para vivir… saber que todos nuestros pasos, para aquí o para allá, son unos u otros según sean unas u otras las palabras que pronunciamos o según sean unas u otras las palabras que preservamos en los silencios».
Recordar esto aquí tal vez suene redundante, pero puede ser útil para circunscribir —o ampliar— el tema asignado al panel que tengo el honor de integrar.
En el Congreso de la Lengua celebrado en la ciudad de Rosario, Argentina, hace unos años, recordé que suele decirse que los Estados Unidos de Norteamérica y el Reino Unido son dos países separados por un idioma común. ¿Será cierto esto también para España y los países hispanoamericanos, habida cuenta de las diferencias nada sutiles entre los castellanos que se hablan y escriben en cada una de esas entidades nacionales?
Si nos atenemos a las lenguas coloquiales la respuesta es, sin duda, afirmativa. Porque no solamente existen abismos —no insalvables— en los modos de hablar considerados aceptables en cada una de esas unidades geopolíticas, sino que el habla identifica regiones dentro de cada una de ellas.
En la Argentina, y más allá de la entonación, hay muchísimas palabras de uso limitado a un ámbito geográfico: la ciudad de Buenos Aires, las provincias del Norte o las de la zona de Cuyo, junto a la Cordillera. Lo mismo sucede en Colombia con las diferencias entre el habla costeña, la de Antioquia o la muy castiza de Santafé de Bogotá. Y en España, sin mencionar las lenguas regionales, con el castellano de Castilla comparado con el de Asturias, Galicia, el País Vasco o Andalucía.
Es obvio que la industria editorial no puede pasar el rasero sobre esas diferencias. Ya el subtitulado o el doblaje de películas de cine o televisión hace evidente la insensatez —y la imposibilidad— de la búsqueda de un castellano neutro.
Necesito contradecir al preclaro Borges, siempre preocupado por la precisión terminológica, quien preconizó en una conferencia que, para referirse a una lluvia ligera, era preferible escribir «llovizna» antes que el porteñísimo «garúa» (del puerto de Buenos Aires, una aclaración pertinente a formular en el puerto de Valparaíso, con quien compartimos el gentilicio) o el castizo «cellisca», en aras de hacer mayoritariamente comprensible el momento de abrir el paraguas. Más allá de la audacia del poeta que hizo rimar consonantemente «garúa» con «insinúa» en la letra de un muy conocido tango, sería imperdonable optar por la neutralidad en la traducción de un texto de ficción. Y digo en la traducción porque, obviamente, en los textos escritos originalmente en castellano la opción habrá sido ejercida por sus autores.
«Perded toda esperanza vosotros que entráis»: ningún impulso lingüístico podemos dar los editores a través de las obras escritas originalmente en el idioma en el que publicamos. Más allá de las ortopédicas notas al pie, o de la inclusión de léxicos o glosarios en las páginas finales de un libro cuya peculiaridad de expresión lo exija, hay que respetar la escritura del autor y defenderla a capa y espada de los academicismos sin imaginación de correctores aplicados.
Citaré, sin precisión, la discusión de García Márquez con quien le objetara, en El amor en los tiempos del cólera, la referencia a las «áridas aguas del Magdalena». Imbuido de purismo y por carta, el literal corrector le planteaba: «Pero don Gabriel, si árido es lo que no tiene agua…». O la ya icónica referencia a la primera edición de Pedro Páramo de Rulfo, a cuyo texto original otro corrector, disciplinado quizás a una Republicana Academia de la Lengua si la hubiese habido en México, sometió a un centenar de enmiendas.
Líbrenos el patrono de las lenguas de tal achatamiento del estilo.
Desde las jitanjáforas denominadas así por Alfonso Reyes, que tomó la palabra de un poema de autor cubano, pasando por el «glíglico» de Cortázar hasta muchos poemas, en apariencia herméticos, pero muy biensonantes de Oliverio Girondo, la invención sin cortapisas de palabras que no se hallarán en ningún diccionario pero que igualmente transmiten sensaciones, sentimientos y hasta ideas, seguirá desafiando toda normativa: «Mi lu, mi lubia, mi golocidalobe» —un verso de Girondo—, expresa la pasión con mayor nitidez que la que resultaría del uso de un lenguaje adocenado.
Un personaje de Rayuela de Cortázar denominaba al diccionario «el cementerio de las palabras» porque juzgaba que iban a parar allí las que ya habían cumplido su ciclo vital. Se tratará de ver en qué medida el impulso lingüístico del editor se debe manifestar aceptando la diversidad de los castellanos de los países hispanoamericanos y España. De qué modo debemos alentar la innovación idiomática, esencial a la creación literaria, y, en el caso de las traducciones al castellano, elegir, de común acuerdo con los traductores, dentro de la vasta gama de «los castellanos», el más acorde con los matices del idioma en que fue escrita la obra original y con el mercado en el que la misma habrá de leerse.
También sobre esto último se producen malentendidos de buena voluntad.
Publiqué con mi sello dos libros del inglés John Berger con cuyo texto abrí esta intervención: Cada vez que decimos adiós (Keeping a rendez vous), inédito en castellano hasta nuestra edición y Mirar (About looking) que había sido originalmente editado en España muchos años antes. Fascinados por su prosa precisa y su compromiso político, y habiendo entablado una relación epistolar con su mujer, vía fax al comienzo porque vivían en la montaña y carecían de acceso a Internet, le pedimos una opción por los derechos de su siguiente novela, King, que acababa de aparecer en inglés. En ella, el relato, en la «voz» de un perro que pertenecía a dos ancianos que vivían en una población precaria, era un alegato en defensa de los pobres.
Nos contestó que iba a dar su good word a la agencia literaria de Carmen Balcells para que nos cediera los derechos para Argentina y Uruguay, ya que quería que hubiera una edición traducida al castellano del Río de la Plata, «que permitiera su lectura por las clases necesitadas de esos países».
La propuesta que formulamos no fue considerada suficiente por la agencia, que pretendió vendernos un combo con otros dos libros muy antiguos de Berger, y le hicimos saber al autor que, de todos modos, había muy pocas posibilidades de que la gente sin recursos leyera ese libro (o cualquier otro), independientemente de lo inteligible que resultara su traducción.
«Nadie discutiría que el uso es rey en materia de lenguaje. Se empieza a hablar de cierto modo, con acierto o error, y por una suerte de destino lingüístico, los cambios se imponen y entran a formar parte de la norma, volver atrás es muy difícil. Los ejemplos históricos son tan abundantes que sin ellos no se comprendería cómo un idioma pudo haber adquirido el aspecto que tiene actualmente y que parece inamovible.
Sin embargo, el uso, con acierto o error, sigue palpitando y es como si quisiera seguir modificando lo establecido. Es arduo luchar contra él: uno de los rasgos fundamentales de la moral del uso es que aguanta todo lo que las normas preexistentes le quieren obligar a respetar; el uso se mofa y se destina a un triunfo glorioso que consistiría en imponerse, tal como ha ocurrido históricamente. Siempre ha ocurrido y ahora también».
Aunque al enunciarlo no pronuncié las comillas, el extenso párrafo que antecede inicia un artículo periodístico de Noé Jitrik, agudo crítico e historiador de la literatura, poeta, ensayista y novelista argentino, que emprende con él una divertida reflexión sobre los sentidos opuestos de la universal presencia de la expresión «hijo de puta», no sólo en castellano, sino también en inglés y en otras lenguas y de uso muy remoto en el tiempo: «llegó alguna vez, quizás en el Renacimiento, época fértil en putas, para quedarse».
Me he permitido una cita tan extensa porque me parece que resume el escepticismo con el que se debe abordar el tema que nos convoca. Más todavía en estos momentos en que el centralismo tradicional de la Gramática de la Lengua Española ha sido sucedido por la apertura a las variantes surgidas históricamente en los países hispanohablantes.
Como editor desde hace más de 40 años de Ediciones de la Flor, con un catálogo que alberga ficción, ensayística, biografías, historia, teatro e historia entre otros géneros, desarrollé una especialización en el humor gráfico. Como nave insignia de esa flota, aparece la Mafalda de Quino desde 1970. Pero con el tiempo fuimos publicando a nuevos humoristas que han ido adquiriendo poco a poco una difusión semejante en el ámbito del idioma, como Liniers, el autor de la tira «Macanudo» (este título mismo una palabra añeja del castellano popular de Buenos Aires), Roberto Fontanarrosa, creador, entre muchos otros, del personaje Inodoro Pereyra, una versión satírica del gaucho o Nik, cuyo Gaturro es cada vez más leído fuera de la Argentina.
Y así como en las primeras ediciones de Mafalda en España, publicadas por Editorial Lumen se modificaron palabras para hacer una versión más «castiza» (por ejemplo, la «calesita» pasó a ser «tiovivo»), posteriormente se volvió al texto original.
El caso de Inodoro Pereyra y los demás personajes de esa historieta es muy peculiar: Fontanarrosa les impuso un lenguaje gauchesco casi inexistente, con influencias del Martín Fierro, sí, pero también de la cursilería de los recitadores criollos y de los locutores de los programas radiales folclóricos. Esa jerga de grafía irregular resulta fácilmente interpretable en la Argentina y Uruguay, pero no en el resto del continente americano. Sin embargo, en una feria del libro en español que se realizó hace varios años en el City College de Nueva York, nos sorprendió ver en el stand de la Editorial a numerosos estudiantes mexicanos que compraban los libros de Inodoro Pereyra. Cuando les preguntamos cómo los entendían, uno contestó con total desparpajo: «No entendemos nada, y eso nos da mucha risa». Misteriosos mecanismos del humor…
Pero ya estoy llegando al final de mi intervención y, se supone, que es imprescindible hacer una referencia a la significación del mundo digital en este campo. No soy lo que se llama un «nativo digital» (basta ver mis canas), pero no creo que la difusión de la tecnología digital tenga mucha relación con el llamado impulso lingüístico. Es posible que al hacer más veloz la consulta de diccionarios y obras de referencia a las que ya se accede comúnmente por esta vía, se facilite la precisión terminológica y la corrección de errores. Pero la escritura seguirá brotando del alma de los autores por sus carriles naturales y nada debería acotarla.
Como dice el escritor peruano Julio Ortega, «Internet está hecha de varios puentes, algunas puertas y hasta muchas ventanas. Todavía la vemos como un continuo indiscriminado y transitorio, pero construimos ya con esos materiales casuales un espacio propio, periódico y articulado». Esa articulación, con la posibilidad infinita de tener acceso inmediato a las obras de referencia, diccionarios, léxicos y demás, es la que abre campos al idioma: no dará respuestas precisas, pero al menos la decisión lingüística no será inconsulta.
Y concluyo con Ortega: «Pronto debe aparecer la nueva máquina de leer fabricada en el MIT. Conectados a su sistema veremos en la pantalla el nacimiento de las imágenes formándose en nuestro cerebro. Será como vernos en un espejo interior. No habrá mucho que hacer con esa máquina de soñar despiertos. Salvo que nos inventemos vidas elocuentes, lugares fabulosos y encuentros mágicos. Pero para eso tenemos ya el Quijote y Cien años de soledad. Después de todo, la ciudad digital se debe a nuestra lectura».
Como editor de historietas, no es impropio que deje un final abierto con la palabra clásica del género: continuará. Escrita, por supuesto, entre paréntesis.