Me siento muy honrado de participar, aunque sea a distancia, en esta asamblea tan distinguida, para ensayar una reflexión que está íntimamente vinculada con el bienestar y la prosperidad de nuestras naciones. Me refiero a la notable disparidad que existe entre la pujante situación del español en el mundo, como una de las lenguas con mayores perspectivas de crecimiento para el siglo xxi, y la difícil situación económica de la enorme mayoría los pueblos que piensan, sienten y sueñan en español. ¿Habrá alguna manera de comunicar a nuestras economías el vigoroso impulso que proyecta nuestra lengua hacia el futuro?
Antes de entrar en materia, debo decir lo mucho que me alegra recordar momentos que me tocó en suerte vivir hace ya casi dos decenios.
En 1992, medio milenio después de la primera travesía trasatlántica de Colón, de la Gramática de Nebrija, de la caída de Granada, entre las actividades que integraron la Exposición Universal que ese año se celebró en Sevilla, hubo un Congreso de la Lengua Española. Muchos de ustedes seguramente asistieron y lo recuerdan.
Los participantes en aquella reunión recomendaron al entonces recién creado Instituto Cervantes, por unanimidad, que se organizara un Primer Congreso Internacional de la Lengua Española. Propusieron que su sede fuera México.
Como secretario de Educación Pública de mi país, asistí a la clausura del Congreso de Sevilla, con la gratísima encomienda de comunicar el beneplácito del gobierno de México para atender aquella recomendación, que se concretó cinco años después, en 1997, en Zacatecas: «un cielo cruel y una tierra colorada», según lo dijo Ramón López Velarde.
Aquel primer Congreso Internacional fue posible gracias al honroso apoyo del rey de España, Su Majestad Juan Carlos I, a la participación decidida del Instituto Cervantes, al empeño de las autoridades y el pueblo de México, y al compromiso total del estado y la ciudad de Zacatecas. Me sentí muy afortunado de poder impulsar la organización del Congreso como presidente de México, responsabilidad que había asumido en diciembre de 1994.
Fue un acierto que aquella reunión estuviera dedicada a «La lengua española y los medios de comunicación», pues el presente y el futuro de nuestro idioma están estrechamente vinculados al libro, la prensa, la radio, el cine, la televisión y las nuevas tecnologías.
Fue una felicidad que en Zacatecas, como había sucedido en Sevilla, estuvieran presentes los tres grandes escritores en español que habían recibido el Premio Nobel en la última década: Gabriel García Márquez, Camilo José Cela y Octavio Paz.
En Zacatecas, Su Majestad, Juan Carlos I, reiteró que los sistemas educativos «deben esforzarse para que desde los primeros años de la formación escolar la lengua española, en sus distintas variedades españolas y americanas, sea sentida con el amor debido a su rico pasado y a su prometedor porvenir y que, por encima de las literaturas nacionales, nuestros escritores, de Cervantes a sor Juana Inés de la Cruz, de Neruda a Borges, de Mutis a Monterroso sean leídos con el placer y la admiración de su pertenencia a nuestra historia literaria».
Hago votos porque este propósito se cumpla en nuestras escuelas, día con día, y porque la lectura de nuestros autores trascienda los límites escolares. Pues las destrezas del lenguaje son no sólo puntal de la productividad y la prosperidad de una sociedad, sino condición esencial de nuestra naturaleza como seres humanos.
El Congreso que hoy nos congrega en Valparaíso, la Perla del Pacífico, al igual que los de Zacatecas, Valladolid, Rosario y Cartagena, es una nueva oportunidad para reflexionar sobre la lengua que nos une. Para conocerla mejor. Para que los hablantes, las instituciones y los gobiernos compartamos el compromiso de su cuidado.
Es también una ocasión privilegiada para reconocer nuestras diversas maneras de hablar el español. Tomar conciencia de nuestros variados modos de habitar la gran patria común del idioma nos lleva a reiterarles una misma jerarquía y un mismo aprecio. En más de un sentido sostener, promover, fortalecer nuestra unidad exige el mutuo respeto a nuestras diferencias.
Como Octavio Paz dijo en Zacatecas, «el idioma que hablan los argentinos no es menos legítimo que el de los españoles, los peruanos, los venezolanos o los cubanos. Aunque todas esas hablas tienen características propias, sus singularidades y sus modismos se resuelven al fin en unidad. El idioma vive en perpetuo cambio y movimiento; esos cambios aseguran su continuidad y ese movimiento su permanencia. Gracias a sus variaciones —concluyó Paz—, el español sigue siendo una lengua universal, capaz de albergar las singularidades y el genio de muchos pueblos».
Hay un aspecto más, fundamental para la composición del español, que ha sido tratado en los Congresos anteriores y volverá a ser visto en éste, y que me gustaría mencionar ante ustedes antes de referirme a nuestras economías.
En buena medida, lo mismo en España que en Hispanoamérica, las diferencias dialectales de nuestro idioma se deben a su contacto con otras hablas, que es lo mismo que decir con otras culturas. En la vastedad de nuestra geografía, del Cabo de Hornos al Cantábrico, las lenguas originales de estas tierras enriquecen no sólo las variantes dialectales del español, sino el habla general.
Y ese español, diverso en las diversas latitudes, permite que un rarámuri, un filipino, un mapuche, un vasco, un guaraní... puedan hablarse. El español es la lengua común de nuestras etnias y de nuestros mestizajes; muchas veces, la lengua de la unidad nacional.
La historia de nuestras reuniones, pues, se remonta, más allá de Zacatecas en 1997, a Sevilla en 1992. En ese tiempo, y así lo dejó en claro aquel Congreso, eran totalmente evidentes la vitalidad y el empuje del español.
A García Márquez se le había otorgado el Nobel diez años antes; Cela y Paz acababan de recibirlo, en 1989 y 1990, respectivamente. En 1991 había sido creado el Instituto Cervantes, cuya importancia para la expansión del español y la difusión de sus culturas nunca será suficientemente alabada.
El boom y el postboom ya eran historia, y habían hecho populares en el mundo a una veintena de escritores iberoamericanos, de Asturias, Yáñez y Carpentier a Rulfo, García Márquez, Vargas Llosa y Fuentes; de Borges, Cortázar y Sábato a Sarduy, Lezama Lima y Cabrera Infante; de Onetti y Benedetti a José Donoso y Jorge Edwards.
Juan Goytisolo, Juan Marsé, Antonio Muñoz Molina, Javier Marías, Arturo Pérez Reverte, entre muchos otros, en esos mismos años, daban muestra del renovado esplendor de las letras españolas en la otra orilla del Atlántico.
Las obras de unos y otros atraían cada vez más lectores, daban prueba de la vitalidad de nuestra lengua y contribuían a incrementar su prestigio.
Paradójicamente, el boom y el postboom se habían producido en un largo periodo de inestabilidad, violencia y autoritarismo que afectó a España y a la mayor parte de Hispanoamérica. Muchos de sus autores habían sufrido persecuciones políticas en sus países, cárceles y destierros. En escala mundial, el telón de fondo era la guerra fría.
Al comenzar los noventa del siglo xx, sin embargo, la mayor parte de Iberoamérica estaba ya orientada hacia la democracia. Los países de la región habían logrado superar la década perdida y parecían encontrarse en condiciones de integrar una comunidad próspera y vigorosa.
El muro de Berlín había sido derruido en 1989, y un año después la Internet, que funcionaba desde hacía dos décadas, hizo público el desarrollo de la World Wide Web: el mundo había entrado de lleno a la etapa más acelerada de la globalización contemporánea.
Muchos temían que la globalización y sus instrumentos tuvieran efectos corrosivos sobre nuestra identidad y nuestro idioma, y que eso hiciera abortar la posibilidad de que Hispanoamérica cerrara la brecha que la separaba de los países desarrollados. Mucho se escribió y se debatió respecto a las amenazas que representaban las nuevas tecnologías y los anglicismos.
No todos estaban alarmados. Álvaro Mutis, desde la reunión de Zacatecas, replicó: «Hace mil años que vive el castellano; durante los primeros siglos se llenó de voces árabes engarzadas en términos y construcciones latinas y en no pocos vocablos griegos, y a esta mezcla vino a sumarse el éuscaro, el germano y hasta el celta. Que yo sepa nadie se alarmó entonces. Dejemos ahora que el castellano viva su destino; confiemos en su poder de supervivencia y de transformación y no intentemos ser, en este caso, más papistas que el papa».
Aunque ciertamente la globalización ha consolidado al inglés como lingua franca, el español ha resistido con fortuna sus embates. El tiempo le ha dado la razón a Mutis y a quienes pensaban como él. La triple w, la Internet, todos los demás emisarios del mundo global no han logrado mellar nuestra identidad ni nuestra lengua.
Al menos para una tercera parte de los más de cinco mil idiomas que existen en el mundo el futuro es mucho más negro, pues lo más probable es que desaparezcan, como resultado de la globalización, antes de que termine este siglo que estamos empezando. No es ése el caso del español.
Camilo José Cela lo dejó en claro, también en Zacatecas: «Los españoles y los hispanoamericanos —dijo— somos dueños y usuarios de una de las cuatro lenguas del ya próximo futuro; ya sabéis bien que las otras son el inglés, el árabe y el chino».
Según Wikipedia, en la actualidad, 425 millones de personas tienen al español como primera lengua y otros 87 millones lo hablan ya sea como segunda lengua o simplemente como parte de su acervo lingüístico. Esto significa que el total de hispanoparlantes suma ya los 512 millones, lo que hace de la nuestra, la tercera lengua más hablada del mundo, solo detrás del chino mandarín y el inglés.
El formidable crecimiento que ha tenido el uso del español en el mundo se explica por razones demográficas, culturales y comerciales. Pero, por desgracia, la expansión del español en el mundo también tiene otras causas. La guerra civil en España y las tres o cuatro décadas de inestabilidad política y violencia que asolaron a Hispanoamérica en el siglo xx provocaron la salida de un gran número de migrantes a los Estados Unidos y Europa. Muchos más han dejado y siguen dejando sus lugares de origen en busca de trabajo. Aunque no es la única, la causa principal de esa migración es el insuficiente desarrollo que han tenido las repúblicas de Hispanoamérica precisamente cuando se suponía que debíamos emprender nuestro gran despegue.
Tenemos que reconocer que, con la única excepción de Chile, nuestras repúblicas no han podido reducir la brecha económica que nos separa de los países desarrollados. Desde mediados del siglo xx, todos los países de Occidente, salvo los nuestros, han ido cerrando la brecha económica respecto a los Estados Unidos. Ese grupo de países de Occidente incluye algunos, como España, que en 1950 tenían un ingreso por persona similar o inferior al de sus naciones hermanas de América Latina. En nuestros días, el ingreso per cápita de América Latina apenas sobrepasa la quinta parte del de los Estados Unidos, proporción menor al 28 por ciento que se registraba en 1950. Digámoslo con franqueza, los pueblos de Iberoamérica son ahora los más pobres de Occidente.
De hecho, en promedio, la de América Latina, en su conjunto, ha sido la economía de más débil crecimiento entre todas las regiones de países en desarrollo durante los últimos 30 años. No es verdad que haya habido milagros latinoamericanos en los años 50, 60 o 70. Ciertamente en algunos lapsos de esas décadas crecimos más de lo que lo hicimos después de 1980, pero muchos otros países lo hicieron más rápido. Tampoco es verdad que haya habido milagros latinoamericanos antes de 1950. En 1900, el ingreso por persona en América Latina era 29 por ciento del de los Estados Unidos –proporción casi igual a la de 50 años después. Es decir, nuestro estancamiento no es de hace 25 ni 50 años. Se remonta a más de un siglo. De hecho, nuestra brecha económica con los Estados Unidos era menor en 1800 que ahora.
A estas alturas ya sabemos que en las últimas dos décadas tampoco hubo grandes avances. Si bien desde 1990 nuestro desempeño económico ha sido, en promedio, mejor que el de la llamada década perdida de los ochenta, y el ritmo de ensanchamiento de la brecha ha sido menor, el crecimiento resultante ha sido todavía bajo.
¿Cuál es la principal causa inmediata de que no avancemos satisfactoriamente en la solución de nuestros graves rezagos económicos y sociales?
Francamente, en la gran mayoría de nuestros países no se ha logrado que nuestras economías tengan los atributos para ser de rápido crecimiento, ni siquiera durante los buenos tiempos de auge global.
Mucho me temo que en ausencia de una nueva ola de reformas estructurales, ahora que lo previsible es una economía mundial más bien anémica, quedará al desnudo la incapacidad de la generalidad de las economías de nuestros países para crecer a tasas que nos permitan converger algún día con las economías más avanzadas.
Al desaparecer el espejismo del auge internacional de los años recientes y despejarse la neblina de la crisis global que nos ha golpeado desde el otoño del 2008, una vez más quedará claro que no hay atajos fáciles para alcanzar un crecimiento dinámico y sostenido. Cierto, tampoco hay un solo camino. En cada caso, la definición de la mejor ruta para aproximarse a ese crecimiento depende del punto particular de arranque.
Pero esa ruta debe transitar inexorablemente por ciertos puntos. Los gobiernos guiados por el propósito del crecimiento y desarrollo deben mantener y apuntalar la estabilidad macroeconómica, evitando inflaciones altas y reafirmando la responsabilidad fiscal y monetaria. Esta responsabilidad debe ejercerse al tiempo que se procuran tasas más altas de inversión, tanto del sector privado como del gobierno. Como, de nuevo, ha quedado claro en esta crisis, con el ahorro externo debe contarse, si acaso, sólo marginalmente para alcanzar la tasa deseable de inversión pública y privada.
Más fundamentalmente —y no obstante la mala publicidad que a últimas fechas ha tenido el sistema de economía de mercado— nuestros gobiernos deberán reanudar las reformas que introduzcan mayor competencia y flexibilidad a nuestras economías. A pesar de los procesos de liberalización emprendidos hace unos años, en nuestras economías todavía existen importantes obstáculos a la libre concurrencia. Sigue siendo difícil y oneroso crear empresas en los sectores formales de la economía, y persisten reglas laborales que desincentivan la creación de empleos productivos en esos sectores.
La remoción de las barreras que frenan el desarrollo de nuevos mercados, empresas y productos es indispensable para aumentar la productividad de los factores productivos que se emplean en nuestras economías. Con ello será posible elevar el crecimiento del producto, aún en ausencia de una mayor tasa de ahorro e inversión.
Nuestros países necesitan no menos, sino más y mejor economía de mercado, como también precisan de gobiernos más fuertes y competentes. Sin gobierno no puede haber economía de mercado, ya que ésta requiere del estado de derecho, cuya creación y vigencia son función primaria y exclusiva del Estado. La justicia y la fuerza para hacerla valer constituyen el único monopolio del cual no puede ni debe abdicar el Estado.
Un sistema legal sólido, justo y eficiente es indispensable no sólo para otorgar la seguridad de protección de los derechos políticos y humanos de los individuos, sino también para garantizar —con reglas justas y transparentes, y con mecanismos que aseguren su aplicación justa y expedita— los derechos de propiedad y de iniciativa, sin cuya vigencia no es posible que se desarrolle una economía dinámica e incluyente.
Lamentablemente, en la generalidad de América Latina, nuestros Estados no cumplen satisfactoriamente con su función esencial de hacer valer las reglas, producidas por el propio Estado, para garantizar la convivencia social. Esta deficiencia, que es parte del problema más amplio de debilidad institucional que nos aqueja, constituye en mi opinión la traba más fuerte a nuestro desarrollo.
Nuestros sistemas de justicia siguen sufriendo de graves fallas que les impiden garantizar la igualdad ante la ley de todos los ciudadanos y proteger sus derechos fundamentales, incluyendo el de seguridad en sus personas y en su patrimonio.
Son los pobres quienes más sufren de la falta de libertad económica y de la exclusión de las oportunidades que provee la economía de mercado. Pero esto ocurre no sólo porque un limitado acceso a ciertos bienes como la educación, la salud y la infraestructura básica los deja en una situación de desventaja para participar en la economía de mercado, sino también porque el sistema legal, lejos de protegerlos, los discrimina en el ejercicio de sus derechos de propiedad y de iniciativa. Por supuesto, para crecer también son necesarias políticas sociales inteligentes, ambiciosas y con sólido sustento financiero para igualar las oportunidades y moderar las desigualdades. Esta clase de políticas, lejos de dañar el potencial de crecimiento, lo acrecientan significativamente.
Apreciables congresistas:
Es poco probable que nuestros países vuelvan pronto a disfrutar de las condiciones externas exceptionalmente favorables que prevalecieron durante buena parte de los seis años anteriores al estallido de la crisis mundial. Aunque los peores riesgos quedasen pronto superados, por prudencia debemos suponer que el futuro inmediato nos depara una economía global con crecimiento más lento y capital más escaso.
De continuar la parálisis en nuestros procesos de reforma —letargo que en muchos casos, incluyendo el de las economías más grandes de la región, se ha prolongado por una década o más— sería inevitable que siga ensanchándose la brecha entre nuestro ingreso per cápita promedio y el de los países desarrollados. También nos rezagaríamos en relación a otros países y regiones emergentes. El costo social de ese rezago sería la persistencia de una aguda desigualdad y niveles elevados de pobreza entre nuestras poblaciones.
Contemos con que a partir de ahora será aún más complejo superar el mediocre desempeño que han tenido la mayoría de nuestras economías. De ahí que el esfuerzo deba incrementarse.
La crisis internacional que nos golpeó con tanta fuerza el año pasado —en el caso de México con una virulencia desmesurada— puede ser, o la excusa para reincidir en la adopción de políticas que de tiempo atrás exhibieron su ineficacia, o un estímulo para reanudar y completar los procesos de reforma que a principios de los noventa nos permitieron evitar que se prolongara la llamada década pérdida.
Al pensar en nuestra historia, no dudo que las adversas condiciones internacionales darán pie a muy malas ideas sobre cómo manejar nuestras economías. Ya estamos viendo uno que otro ejemplo que apuntan al desastre total. Este peligro, mucho me temo, es mayor en aquellos casos donde la democracia ha tendido a debilitarse y subsiste entre la población una obstinada devoción por el populismo.
Confío, sin embargo, que en la gran mayoría de los países de Hispanoamérica la respuesta a la crisis global acabará convirtiéndose en una renovada disposición a hacer lo necesario para alcanzar el crecimiento económico que realmente necesitamos para superar nuestros graves rezagos sociales y, además, consolidar nuestras todavía inmaduras democracias.
En esta tarea es crucial reconocer que nuestro mayor desafío no se encuentra en la economía, sino en la política. La polarización política que se vive en casi todos nuestros países hace imposible llegar a los acuerdos que permitan las reformas pendientes, particularmente aquéllas que corrijan la palpable debilidad de nuestras instituciones. Recordemos que la debilidad institucional lleva a malas políticas, que arrojan malos resultados, que menoscaban la democracia; y con esto la debilidad institucional se acentúa.
Es imposible que podamos ponernos de acuerdo en todas las reformas institucionales que requerimos. Pero existe una en que todos podemos convenir y, además, es probable que sea, con mucho, la más decisiva para romper el círculo vicioso en que se encuentra atrapado nuestro enorme potencial de desarrollo.
Esa reforma, permítame insistir, es la del estado de derecho, palmariamente deficiente en casi todos nuestros países.
La vigencia del estado de derecho es importante por razones éticas, políticas y sociales. También lo es para alcanzar el desarrollo.
El fortalecimiento de nuestros Estados para que desempeñen la función de la justicia puede ser el gran punto de confluencia de la amplia diversidad política que, por fortuna, existe en Iberoamérica.
Podemos seguir teniendo desacuerdos sobre las otras reformas necesarias. Mientras tanto, unámonos, en cada uno de nuestros países, con firme convicción para construir la legalidad que hasta ahora nos ha eludido.
Repito lo que dije antes. La expansión del uso del español continuará a lo largo del siglo xxi. Pero esa pujanza no la comparte la mayoría de los pueblos que lo hablan. Debe enorgullecernos que nuestra lengua posea una vitalidad singular y un impulso histórico excepcional. Creo, con Octavio Paz, que el lenguaje «es una diaria invención, el resultado de una continua adaptación a las circunstancias y a los cambios de aquellos que, al usarlo, lo inventan: los hombres». Confío en que ese genio y vigor de nuestra lengua nos darán el impulso necesario para alcanzar esa legalidad que sea el sostén de nuestro desarrollo futuro.
Como ha dicho Carlos Fuentes, «si los hispanoamericanos somos capaces de crear nuestro propio modelo de progreso, entonces nuestra lengua es el único vehículo capaz de dar forma, de proponer metas, de establecer prioridades, de elaborar críticas para un estilo de vida determinado: de decir todo lo que no pueda decirse de otra manera».
Gabriel García Márquez, en Zacatecas, dijo que en ese porvenir sin fronteras que será el mundo globalizado, «la lengua española tiene que prepararse para un oficio grande. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión».
Estoy de acuerdo. Pero no lo dejemos todo en la capacidad visionaria de los poetas. Pongámonos, a su lado, manos a la obra.